La identificación decía: C. MENDELSOHN.
Alguien llamó a mi puerta abierta. Aparté la vista de la pantalla. Elaine había vuelto y se la veía muy contenta.
—Por fin hemos encontrado un sitio que admite haber perdido algo de cobalto 60 —dijo—. Y eso no es todo, la actividad de nuestra fuente coincide exactamente con la curva de decaimiento del artículo perdido.
—¿Y de dónde lo robaron?
—Del hospital Centenario.
Llamé a la Unidad de Investigación Oncológica. Sí, Catherine Mendelsohn trabajaba allí —lo había hecho durante casi cuatro años—, pero no pudieron ponerme con ella; había estado de baja por enfermedad toda la semana. Me dieron el mismo número de teléfono cancelado que me había dado LEI, pero la dirección era distinta: un apartamento en Petersham. La dirección no aparecía en la guía telefónica. Tendría que ir en persona.
Un equipo de investigación sobre el cáncer no tendría motivos para querer perjudicar a LEI, pero un adversario comercial (con o sin su propia llave de acceso a la cámara acorazada) podía haberle pagado a Mendelsohn para que les hiciera el trabajo. Por mucho que le ofrecieran, me parecía un trato malísimo. Si la condenaban, rastrearían y confiscarían hasta el último centavo. Pero puede que el enfado por el despido le nublara el juicio.
Tal vez. O tal vez mis elucubraciones estaban siendo demasiado simplistas.
Volví a pasar las instantáneas de Mendelsohn captadas por las cámaras de vigilancia. No hacía nada fuera de lo común, nada sospechoso. Iba directamente al congelador de la UIO, metía las muestras que había traído y se marchaba. Y no desviaba la mirada con disimulo hacia ningún lado.
Que estuviera dentro de la cámara acorazada —legítimamente— no probaba nada. Que robaran el cobalto 60 del hospital en el que ella trabajaba podía ser pura coincidencia.
Y todo el mundo tenía derecho a cancelar su línea de teléfono.
Me imaginé las barras de refuerzo de acero del laboratorio de Lane Cove resplandeciendo al sol.
Al salir me pasé de mala gana por el sótano. Me senté delante de una consola mientras la caja de seguridad para armas comprobaba mis huellas dactilares, tomaba muestras de mi aliento, me hacía un espectrograma de la sangre de la retina, me sometía a una serie de pruebas que medían el tiempo de respuesta entre percepción y reacción y por último me interrogaba sobre el caso durante cinco minutos. Una vez satisfecha con mis reflejos, mis motivaciones y mi estado mental me entregó una pistola de nueve milímetros y una pistolera de hombro.
El bloque de apartamentos de Mendelsohn era una caja de cemento de la década de 1960. La entrada principal daba a unos largos balcones compartidos que no contaban con ningún tipo de seguridad. Llegué justo después de las siete, el olor de las cocinas y el sonido de los aplausos de los concursos televisivos me llegaban desde un centenar de ventanas abiertas. El cemento aún relucía con el calor acumulado durante el día; tres tramos de escaleras me dejaron empapado en sudor. En el apartamento de Mendelsohn no se oía nada, pero las luces estaban encendidas.
Ella misma abrió la puerta. Me presenté y le enseñé mi identificación. Parecía nerviosa pero no estaba sorprendida.
—Todavía me mortifica tener que tratar con gente como usted —dijo.
—¿Gente como...?
—Estaba en contra de la privatización de la policía. Ayudé a organizar algunas de las manifestaciones.
Por entonces debía tener catorce años: una activista política precoz.
Me dejó pasar a regañadientes. Los muebles del salón eran modestos, en un rincón había una terminal sobre un escritorio.
—Estoy investigando el atentado contra Life Enhancement International —dije—. Usted trabajó para ellos hasta hace unos cuatro años. ¿Es eso correcto?
—Sí.
—¿Puede decirme porqué se fue?
Ella repitió lo que yo ya sabía sobre el traslado de su proyecto a la sección de Armadillo. Contestó a cada pregunta directamente, mirándome a los ojos. Seguía nerviosa, pero parecía muy atenta a mi manera de proceder, como si de ella pudiera extraer algún dato de vital importancia. ¿Se estaría preguntando si ya sabía de dónde procedía el cobalto?
—¿Qué hacía en las instalaciones de North Ryde a las dos de la mañana, dos días antes de que la echaran?
—Quería descubrir los planes de LEI para el nuevo edificio —dijo—. Quería saber por qué no querían que me quedara.
—Su trabajo se trasladaba a Texas.
—El trabajo no era tan especializado —dijo con soma—. Podría haber intercambiado el puesto con alguien que quisiera viajar a los Estados Unidos. Habría sido la solución perfecta y habría habido un montón de gente más que dispuesta a ocupar mi lugar. Pero no, eso no estaba permitido.
—Y... ¿encontró la respuesta?
—Esa noche no. Pero más tarde, sí.
—Entonces ¿sabía lo que LEI estaba haciendo en Lane Cove? —dije con cautela.
—Sí.
—¿Cómo lo descubrió?
—Me mantuve al corriente. Ninguno de los que se quedaron me lo iba a contar directamente, pero la cosa acabó filtrándose. Hace como un año.
—¿Tres años después de su marcha? ¿Por qué seguía interesada? ¿Pensaba que podría vender la información?
—Ponga su agenda en el lavabo del baño y abra el grifo. Dudé un instante y luego hice lo que me dijo. Cuando volví al salón se cubría la cara con las manos. Levantó la vista y me miró muy seria.
—¿Por qué seguía interesada? Porque quería saber por qué estaban transfiriendo a otras secciones todos los proyectos que tenían lesbianas o gays en sus equipos. Quería saber si era pura coincidencia. O no. De repente sentí un escalofrío en la boca del estómago.
—Si tenía algún problema de discriminación, existen vías que podía haber...
Impaciente, Mendelsohn negó con la cabeza.
—LEI nunca discriminó a nadie abiertamente. No despidió a nadie que estuviera dispuesto a mudarse, y siempre transfería a todo el equipo. No hizo nada tan burdo como seleccionar a la gente por su preferencia sexual. Tenía una explicación para todo: los proyectos se estaban reagrupando en secciones para facilitar «la polinización cruzada sinérgica». Si eso le suena a chorrada pretenciosa, eso es exactamente lo que era: pero era una chorrada pretenciosa plausible. Otras corporaciones adoptaron ideas todavía más ridículas con total sinceridad.
—Pero si no era una cuestión de discriminación... ¿Qué motivos tenía LEI para obligar a la gente a dejar una sección determinada...?
Antes de terminar de pronunciar la pregunta yo mismo creí adivinar la respuesta, pero tenía que escucharla de su boca para acabar de creérmela.
Estaba claro que Mendelsohn había estado ensayando su versión para legos en bioquímica; se la sabía al dedillo.
—Cuando la gente sufre estrés (ya sea físico o emocional) aumentan los niveles de ciertas sustancias en el flujo sanguíneo. Principalmente el cortisol y la adrenalina. La adrenalina tiene un efecto rápido y limitado en el sistema nervioso. El cortisol opera a más largo plazo, modulando todo tipo de procesos corporales, adaptándolos para los momentos difíciles: heridas, cansancio, lo que sea. Si el estrés se prolonga, el cortisol de una persona puede permanecer elevado durante días, o semanas, o meses.
»En el caso de una mujer embarazada, cuando los niveles de cortisol en el flujo sanguíneo son lo bastante elevados, éste puede cruzar la barrera placentaria e interactuar con el sistema hormonal del feto en desarrollo. Durante la gestación, ciertas partes del cerebro pueden desarrollarse de dos maneras distintas dependiendo de las hormonas segregadas por los testículos o por los ovarios del feto. Se trata de las partes del cerebro que controlan la imagen corporal y las partes que controlan la preferencia sexual. En general los embriones femeninos desarrollan un cerebro cuya imagen de sí mismo es la de un cuerpo femenino y cuyo factor de atracción sexual es más fuerte hacia los hombres. Los embriones masculinos, al revés. Son las hormonas sexuales presentes en el flujo sanguíneo del feto las que permiten que las neuronas en crecimiento sepan el género del embrión y el modelo que tienen que adoptar.
»E1 cortisol puede interferir en este proceso. Las interacciones concretas son complejas, pero el efecto final depende del momento en que se produzcan. Las distintas partes del cerebro se van concretando en versiones específicas de uno u otro sexo en las distintas fases del embarazo. De modo que el estrés en diferentes momentos del embarazo conduce a diferentes modelos de preferencia sexual y de imagen corporal del niño: homosexual, bisexual, transexual.
»Obviamente, esto depende en gran parte de la bioquímica de la madre. El embarazo en sí mismo es estresante, pero no todas las mujeres reaccionan igual. La primera vez que se vio que el cortisol podía influir de algún modo fue en unos estudios realizados en 1980. Los estudios se realizaron en los hijos de madres alemanas que habían estado embarazadas durante los bombardeos más intensos de la Segunda Guerra Mundial, cuando el estrés fue tan grande que el efecto se notaba en todas ellas a pesar de las diferencias individuales. En los noventa, los investigadores pensaron que habían encontrado un gen que determinaba la homosexualidad masculina, pero siempre se heredaba de la madre; resultó que más que afectar directamente al niño, influía en la respuesta al estrés de la madre.
»Si se impidiera que el cortisol materno y otras hormonas del estrés llegaran al feto, entonces el género del cerebro siempre coincidiría con el género del cuerpo en todos los sentidos. Se eliminarían todas las variantes actuales.
Estaba desconcertado, pero no creo que se me notara. Todo lo que dijo sonaba convincente; no ponía en duda ni una palabra. Siempre había sabido que la preferencia sexual se decidía antes del nacimiento. Yo supe que era gay a los siete años. Pero nunca me había molestado en buscar los engorrosos detalles biológicos, porque nunca pensé que pudiera llegar a importarme la tediosa mecánica del proceso. Lo que me heló la sangre no fue el hecho de entender al fin la neuroembriología del deseo. La conmoción vino de descubrir que LEI planeaba meterse en el útero y controlarla.
Seguí con las preguntas en una especie de trance, poniendo mis propias impresiones en animación suspendida.
—La barrera de LEI es para filtrar virus y toxinas —dije—. Usted habla de una sustancia natural que ha estado presente durante millones de años...
—La barrera de LEI no dejará pasar nada que no consideren esencial. El feto no necesita el cortisol materno para sobrevivir. Si LEI no incluye explícitamente transportadores para él, no pasará. Le daré una oportunidad para que adivine cuáles son sus planes.
—No sea paranoica —dije—. ¿Piensa que LEI invertiría millones de dólares sólo para participar en una conspiración para librar al mundo de los homosexuales?
Mendelsohn me miró con lástima.
—No se trata de una conspiración. Es una oportunidad de mercado. A LEI no le importa una mierda la política sexual. Podrían poner los transportadores de cortisol y vender la barrera como un filtro antiviral, antidroga, o anticontaminación. O podrían no incluirlos y venderla como todo lo anterior y además como un método para garantizar un niño heterosexual. ¿Con cuál cree que ganarían más dinero?
La pregunta me llegó al alma. Le dije enfadado:
—¿Y tenía tan poca fe en la capacidad de elección de la gente que puso una bomba en el laboratorio para que nadie tuviera la opción?
La expresión de Mendelsohn se volvió glacial.
—Yo no puse la bomba en LEI. Ni irradié su congelador.
—¿No? El cobalto 60 provenía del hospital Centenario.
Por un momento pareció sorprendida, luego dijo:
—Felicidades. No sé si sabe que allí trabajan otras seis mil personas. Obviamente no soy la única que ha descubierto lo que está tramando LEI.
—Usted es la única con acceso a la cámara acorazada de Biofile. ¿Qué espera que me crea? ¿Que habiendo descubierto el proyecto se iba a quedar cruzada de brazos?
—¡Claro que no! Y sigo pensando hacer público lo que están haciendo. Que la gente sepa las consecuencias que puede tener. Intentaré que el asunto se debata antes de que el producto se presente en medio de un gran despliegue de desinformación.
—Ha dicho que está al corriente del proyecto desde hace un año.
—Sí. Y me he pasado la mayor parte de ese tiempo intentando cerciorarme de todos los hechos antes de abrir mi bocaza. Nada habría sido más estúpido que hacerlo público con rumores mal concebidos. Hasta el momento sólo se lo he contado a unas diez personas, pero íbamos a lanzar una gran campaña publicitaria coincidiendo con el Carnaval de este año. Aunque ahora, con lo del atentado, todo es mucho más complicado. —Abrió los brazos en un gesto de impotencia—. Aun así tenemos que hacer lo que podamos para intentar evitar que suceda lo peor.
—¿Lo peor?
—El separatismo. La paranoia. La homosexualidad redefinida como patológica. Las lesbianas y las mujeres heterosexuales que estén en contra de la barrera buscarán sus propios medios tecnológicos para garantizar la supervivencia de la cultura... mientras la extrema derecha religiosa intenta procesarlas por envenenar a sus bebés... con una sustancia con la que Dios ha estado «envenenando» felizmente a los bebés durante miles de años. Los turistas sexuales viajarán desde los países ricos donde se utilice la tecnología a los países más pobres donde no exista.
El panorama que estaba pintando me ponía enfermo, pero insistí.
—¿Esos diez amigos suyos...?
—Váyase a la mierda —dijo Mendelsohn fríamente—. No tengo nada más que decirle. Le he contado la verdad. No soy ninguna criminal. Y creo que lo mejor es que se marche.
Fui al cuarto de baño y recogí mi agenda.
—Si no es una criminal —le dije desde la puerta—, ¿por qué es tan difícil dar con usted?
Sin decir palabra, con desprecio, se levantó la camisa y me enseñó unos cardenales que tenía por debajo del tórax; estaban desapareciendo, pero aún daba grima verlos. No sabía quién se los había hecho —¿una ex amante?—, pero difícilmente podía culparla por hacer todo lo posible por evitar que se repitiera.
En las escaleras pulsé el botón de reproducción de la agenda. El software calculó el espectro de frecuencias del ruido del agua, lo sustrajo de la grabación y luego amplió y limpió lo que quedaba. Todas y cada una de las palabras de nuestra conversación se oían claras como el agua.