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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los vigilantes del faro (16 page)

BOOK: Los vigilantes del faro
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—Sí, lo sé, perdona —se disculpó Patrik—. Ya sabes, me entra la impaciencia… Avísame en cuanto lo tengas listo y te prometo que, entre tanto, no te daré más la lata.

—Sin problemas —dijo Pedersen. Se levantó y se despidió de ellos. Tenían la sensación de que faltara una eternidad para el miércoles.

-E
ntonces, ¿podemos entrar en el apartamento? —preguntó Gösta extraordinariamente ansioso—. Y mañana tenemos el informe, qué bien. A Hedström le encantará oírlo.

Colgó con una sonrisa en los labios. Torbjörn Ruud acababa de decirle que habían terminado la investigación técnica y que podían entrar sin problemas en el apartamento de Mats Sverin. De repente, se le ocurrió una idea genial. Sería absurdo quedarse allí mano sobre mano hasta que volvieran Patrik y Paula. Claro que estar mano sobre mano era una de las actividades favoritas de Gösta, pero al mismo tiempo lo irritaba que siempre fuera Patrik el que tomaba las decisiones, a pesar de que Bertil y él eran los agentes con más experiencia de la comisaría. No podía negar que lo embargaba cierto deseo de revancha, y aunque se resistía a trabajar sin necesidad, sería un placer demostrarles a aquellos mocosos quién debía llevar las riendas. Adoptó enseguida una decisión y se apresuró a hablar con Mellberg. Iba tan entusiasmado que se olvidó de llamar a la puerta y, no había hecho más que abrirla cuando vio que Bertil se despertaba de lo que parecía un sueñecito de lo más agradable.

—Joder. —Mellberg miraba desconcertado a su alrededor, y
Ernst
se incorporó en la cesta con las orejas tiesas.

—Perdona. Estaba pensando…

—¿Estabas pensando qué? —vociferó Mellberg recolocándose el nido de pelo postizo que se le había deslizado dejando al descubierto la calva.

—Verás, es que acabo de hablar con Torbjörn Ruud.

—¿Y? —Mellberg seguía enojado, pero
Ernst
había vuelto a acomodarse en la cesta.

—Dice que ya podemos entrar en el apartamento.

—¿Qué apartamento?

—El de Mats Sverin. Ya han terminado. O sea, los técnicos. Y estaba pensando… —Gösta empezaba a lamentar haber seguido el impulso. Quizá no fuera una idea tan genial, después de todo—. Estaba pensando…

—¿¡Quieres ir al grano de una vez por todas!?

—Pues sí, Hedström tiene siempre tanto interés en que todo se haga de inmediato y, preferentemente, para ayer… Vamos, que me pregunto si no podríamos ponernos en marcha ahora mismo y empezar nuestra propia investigación. En lugar de esperar a que vuelva.

Mellberg se iluminó. Empezaba a comprender el razonamiento de Gösta, y le gustaba una barbaridad.

—Tienes toda la razón. Sería una vergüenza aplazarlo hasta mañana. ¿Y quiénes hay más competentes que nosotros para continuar con este caso? —preguntó con una amplia sonrisa.

—Exactamente lo mismo que había pensado yo —confesó Gösta, sonriendo también—. Ya es hora de enseñarles a los gallitos de qué somos capaces los expertos.

—Eres un genio, amigo mío.

Mellberg se levantó y se encaminó al garaje. Los veteranos se lanzaban a la investigación de campo.

A
nnie lo bañó otra vez. Lo refrescaba vertiendo sobre él el agua salada, le mojaba el pelo tratando de evitar que le salpicara en los ojos. Sam no parecía disfrutar, pero tampoco incómodo. Permanecía en silencio en sus brazos y se dejaba enjuagar.

Ella sabía que tarde o temprano despertaría del sopor. Su cerebro estaba procesando lo ocurrido, algo por lo que nadie debería pasar y mucho menos un niño tan pequeño. Nadie debería verse arrancado de los brazos de su padre a los cinco años, pero Annie no tuvo otra opción. Era necesario huir, era la única salida, pero Sam y ella hubieron de pagar un alto precio.

Sam quería a Fredrik. No había visto, como ella, sus otras facetas, ni había sufrido lo que ella. Para él Fredrik era un héroe incapaz de cometer errores. Idolatraba a su padre y principalmente por eso le resultó tan difícil optar por esa elección. Si es que se podía hablar de elección.

A pesar de todo lo que había sucedido, le dolía que Sam hubiera perdido a su padre. Con independencia de lo que Fredrik le hubiese hecho a ella, para Sam su padre significaba mucho. No más que ella, pero mucho a fin de cuentas. Y ahora, jamás volvería a verlo.

Annie sacó al pequeño del agua y lo tumbó en la toalla que había extendido en el muelle. Su padre siempre le decía que el sol era bueno para el cuerpo y para el alma, y el calor de los rayos surtía verdaderamente un efecto benefactor. Las gaviotas volaban describiendo círculos sobre ellos y pensó que a Sam le gustaría observarlas cuando se encontrara mejor.

—Mi niño querido, mi niño. —Le acarició el pelo. Era tan pequeño, tan indefenso. Tenía la sensación de que hacía muy poco que era un bebé que cabía perfectamente en sus brazos. Tal vez debiera llevarlo al médico, después de todo, pero su instinto maternal le gritaba ¡no! Allí estaba seguro. No necesitaba hospitales ni medicinas, necesitaba paz y tranquilidad, y sus cuidados. Eso le devolvería la salud.

Annie se estremeció. Unas ráfagas de viento más fresco empezaron a barrer el muelle, y le preocupó que Sam se resfriara. No sin esfuerzo, se levantó con él en brazos y se encaminó a la casa. Empujó la puerta con el pie y lo llevó dentro.

—¿Tienes hambre? —preguntó mientras lo desvestía.

Sam no dijo nada, pero ella lo sentó en una silla y empezó a darle cereales. Sam volvería a ella llegado el momento. El mar, el sol y su cariño le sanarían las heridas del alma.

E
rica trataba de dar un paseo todas las tardes cuando iba a buscar a Maja a la guardería. Tanto por los pequeños, para que tomaran el aire, como por sí misma, que necesitaba moverse un poco. El carrito doble no era ninguna tontería como instrumento para hacer ejercicio y cuando, además, le ponía la plataforma para llevar también a Maja, empujarlo hasta la casa se convertía en un verdadero reto.

Decidió recorrer el trayecto más largo, pasar por Badis y la fábrica de conservas Lorentz, en lugar de ir derecha por Galärbacken. Se detuvo en el atracadero que había al pie de Badis y se hizo sombra con la mano para poder contemplar el viejo edificio recién pintado de blanco que resplandecía a la luz del sol. Se alegraba de que lo hubieran restaurado. Además de la iglesia, los baños eran lo primero que llamaba la atención cuando uno llegaba en barco a Fjällbacka, y era una parte esencial del pueblo. Lo fueron dejando abandonado año tras año y al final daba la impresión de ir a derrumbarse en cualquier momento. Ahora volvía a ser un motivo de orgullo para Fjällbacka.

Respiró hondo, feliz, y se rio de sí misma un tanto avergonzada de la emoción que despertaba en ella un viejo edificio, tablones y pintura. Pero en realidad era más que eso. Tenía bastantes recuerdos entrañables del lugar e igual que para la mayoría de los habitantes de Fjällbacka, aquel edificio tenía un sitio en su corazón. Badis era un trozo de historia que había vuelto a cobrar vida para el presente y el futuro. No era de extrañar que se hubiera emocionado.

Erica empujó el carro de nuevo, preparándose para la larga pendiente que discurría junto a la depuradora y la pista de minigolf, cuando un coche se detuvo a su lado. Se paró y entornó los ojos para ver quién era. Una mujer se bajó del coche y ella la reconoció enseguida. En honor a la verdad, Erica no la había visto nunca, pero había provocado un mar de rumores desde que llegó al pueblo hacía unos meses. Tenía que ser Vivianne Berkelin.

—¡Hola! —saludó la mujer con voz jovial y se le acercó para estrecharle la mano—. Tú debes de ser Erica Falck.

—Sí, la misma. —Erica le dio la mano sonriendo.

—Llevo tiempo queriendo conocerte. He leído todos tus libros y me gustan muchísimo.

Erica notó que se sonrojaba, como siempre que alguien elogiaba sus libros. Aún no se había acostumbrado al hecho de que la mayoría de la gente hubiera leído alguno. Y después de llevar varios meses de baja maternal, era una liberación encontrarse con alguien que la veía en primera instancia como la escritora Erica y no solo como la madre de Noel, Anton y Maja.

—La verdad, admiro a las personas que tienen la paciencia de sentarse y escribir un libro entero.

—Bueno, lo único que hace falta es una buena almohadilla de grasa en el trasero —rio Erica.

Vivianne irradiaba un entusiasmo contagioso y Erica experimentó una sensación que le costó identificar en un principio. Luego cayó en la cuenta. Quería gustarle a Vivianne.

—¡Qué bonito ha quedado! —exclamó mirando hacia Badis.

—Sí, no sabes lo orgullosos que estamos —respondió Vivianne alzando la vista hacia el edificio—. ¿Quieres verlo?

Erica miró el reloj. Había pensado ir a recoger a Maja antes de tiempo, pero a aquellas alturas la pequeña lo pasaba fenomenal en la guardería y no sufriría demasiado si iba a recogerla a la hora de siempre. Resultaba muy tentador comprobar si aquel exterior tan hermoso se correspondía con un interior igual de elegante.

—Me encantaría. Aunque no sé cómo vamos a subir esto — dijo señalando el carrito y mirando la empinada escalera.

—Yo te ayudo. —Vivianne empezó a caminar hacia la escalera sin aguardar respuesta.

Cinco minutos después habían subido el cochecito y Erica cruzó la puerta empujándolo. Se detuvo en la entrada y miró asombrada a su alrededor. No quedaba nada viejo ni deslucido, pero no se había perdido el estilo original. Recorrió con la mirada todos los detalles, todo aquello que tanto le recordaba a la discoteca de verano de su adolescencia, y que ahora tenía un aspecto nuevo y reluciente. Aparcó el cochecito junto a la pared y sacó a Noel. Cuando iba por la mochila de Anton, oyó la voz suave de Vivianne:

—¿Puedo?

Erica asintió y la mujer se inclinó y tomó en brazos a Anton con cuidado. Los gemelos estaban tan acostumbrados a que los cuidaran otras personas que nunca protestaban ante un extraño. El pequeño miró a Vivianne con los ojos muy abiertos y le lanzó una de sus sonrisas.

—¡Menudo granujilla! —exclamó Vivianne entusiasmada, y le quitó despacio el abrigo y el gorrito.

—¿Tienes hijos?

—No, no tengo. —Vivianne apartó la cara—. ¿Quieres un té? —preguntó dirigiéndose al comedor con Anton en brazos.

—Si tienes, prefiero café. No tomo mucho té, la verdad.

—Normalmente no recomendamos a la gente que tome cafeína y se intoxique, pero puedo hacer una excepción y ver si tengo café de verdad.

—Pues te lo agradezco. —Erica fue detrás de Vivianne. El café era lo que la mantenía en funcionamiento, y tomaba tanto que seguramente le corría por las venas en lugar de la sangre. Algún vicio hay que tener, y la cafeína no es de los peores.

—No te creas —dijo Vivianne, pero optó por no abundar en el tema. Probablemente, era consciente de que sería como hablarle a la pared.

—Tú siéntate, vuelvo enseguida. Después del café, veremos las instalaciones.

Desapareció por una puerta giratoria que, según supuso Erica, debía de dar a la cocina.

Se preguntó por un instante cómo se las arreglaría Vivianne para preparar café con un niño en brazos. Ella había aprendido a hacerlo casi todo con una mano, pero sin tener costumbre, no era lo más fácil del mundo. Dejó de pensar en ello. Si Vivianne necesitaba ayuda, ya la pediría.

Al cabo de unos minutos, llegó con el café listo, lo puso en la mesa y se sentó enfrente de Erica, que vio que también era nueva, como las sillas. Eran elegantes y modernas, pero encajaban de maravilla en aquel ambiente tan lujoso. Quien hubiera elegido el mobiliario tenía muy buen gusto. La vista desde la hilera de ventanas que tenían enfrente era maravillosa. Todo el archipiélago de Fjällbacka se extendía ante sus ojos.

—¿Cuándo abrís? —Erica se llevó a la boca una galleta con un aspecto de lo más extraño, pero se arrepintió enseguida. Fuera lo que fuera, contenía muy poca azúcar y era demasiado saludable para poder calificarse de galleta.

—Dentro de una semana o poco más. Si es que lo tenemos todo listo a tiempo —suspiró Vivianne, y mojó la galleta en el té. Seguro que es té verde, pensó Erica, saboreando satisfecha el café solo.

—Vendrás a la fiesta, ¿no? —preguntó Vivianne.

—Me encantaría, tengo la invitación, pero todavía no nos hemos decidido. Encontrar canguro para tres no es lo más sencillo del mundo.

—Intenta venir, sería estupendo. Por cierto que el sábado vendrán tu marido y sus colegas a una especie de preestreno. Y podrán probar todos los servicios que ofrecemos.

—Vaya —dijo Erica entre risas—. Pues Patrik no me ha dicho nada. No creo que haya puesto el pie en un
spa
en su vida, así que será una experiencia interesante para él.

—Sí, esperemos. —Vivianne acarició la cabecilla de Anton. ¿Cómo está tu hermana? Espero que no te tomes a mal que pregunte, pero me he enterado del accidente.

—No, no te preocupes. —Erica notó indignada que se le llenaban los ojos de lágrimas. Tragó saliva y logró controlar la voz—. Sinceramente, no está nada bien. Ha sufrido muchas desgracias en su vida.

A Erica le cruzaron por la cabeza los recuerdos de Lucas, el que fuera marido de Anna. Había tantas cosas de las que no podía hablar…, pero aquella mujer, sin saber cómo, la animaba a intimar… Y lo contó todo. Por lo general, ella no hablaba nunca de la vida de Anna con la gente, pero tenía la sensación de que Vivianne lo comprendería. Cuando terminó, se echó a llorar.

—Desde luego, no lo ha tenido fácil. Y ese hijo le habría hecho mucho bien —dijo Vivianne en voz baja, expresando con palabras exactamente lo mismo que Erica había pensado tantas veces. Anna se merecía aquel hijo. Merecía ser feliz.

—No sé qué hacer. Ni siquiera parece darse cuenta de que estoy con ella. Es como si hubiera desaparecido. Y temo que no vuelva.

—No ha desaparecido —dijo Vivianne, meciendo a Anton en las rodillas—. Ha buscado refugio en un lugar donde no hay tanto dolor. Pero sabe que estás ahí. Lo mejor que puedes hacer es ir a verla y acariciarla. Hemos olvidado lo importante que es que nos toquen, pero lo necesitamos para sobrevivir. Así que tócala, y díselo también a su marido. Solemos cometer el error de dejar solo al que está sufriendo la pérdida de un ser querido. Creemos que necesitan tranquilidad y silencio, que necesitan que los dejen en paz. Pero nada más lejos. El ser humano es un animal de manada y necesitamos a la manada a nuestro alrededor, necesitamos tenerla cerca, necesitamos el calor y el tacto de otros seres humanos. Procura que Anna esté con su manada. No la dejes sola, no dejes que se aparte sin que la molesten allí donde no existe el dolor, pero tampoco ningún otro sentimiento. Oblígala a salir de ahí.

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