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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los vigilantes del faro (17 page)

BOOK: Los vigilantes del faro
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Erica se quedó en silencio un instante, pensando en lo que le decía Vivianne, y comprendió que tenía razón. No deberían haber permitido que Anna se encerrara en sí misma. Tenían que haber insistido con más ahínco.

—Y no te sientas culpable —continuó Vivianne—. Su dolor no tiene nada que ver con tu dicha.

—Pero…, ella pensará sin duda que… —comenzó Erica, y las lágrimas le brotaron sin freno—. Pensará que yo lo tengo todo y ella nada.

—Anna sabe que eso no tiene nada que ver. Lo único que puede interponerse entre vosotras dos es tu sentimiento de culpa. No la envidia ni la ira que ella pudiera sentir porque tus hijos han sobrevivido. Eso solo existe en tu cabeza.

—¿Cómo lo sabes? —Erica quería creer en las palabras de Vivianne, pero no se atrevía. ¿Qué sabía ella de lo que pudiera sentir o pensar Anna? Ni siquiera la conocía. Al mismo tiempo, todo lo que le había dicho parecía cierto y verdadero.

—No puedo explicarte por qué lo sé, pero tengo una gran sensibilidad y conozco al ser humano. Sencillamente, tendrás que confiar en mí —dijo Vivianne con tono firme. Y Erica notó con sorpresa que sí, que confiaba en ella.

Cuando, un rato después, se fue en dirección a la guardería, pensó que hacía mucho que no caminaba con paso tan ligero. Se había deshecho de lo que le impedía acercarse a Anna. Se había deshecho del sentimiento de impotencia.

Fjällbacka, 1871

P
or fin llegó el hielo. Cuajó tarde aquel invierno, no se presentó hasta febrero. En cierto modo, Emelie se sintió más libre gracias a él. Al cabo de una semana, la capa de hielo era lo bastante gruesa como para poder caminar sobre ella, y por primera vez desde que arribó a la isla, podía irse de allí sola si así lo quería. Implicaría un largo camino a pie no exento de cierto riesgo, porque decían que, por muy grueso que fuera el hielo, siempre podían existir grietas traicioneras donde había corrientes. Pero al menos se abría una posibilidad.

En cierto modo, la hacía sentirse más encerrada. Karl y Julian no salían en sus travesías habituales a Fjällbacka y, a pesar de que siempre temía que volvieran borrachos y violentos, su ausencia le proporcionaba cierto respiro. Ahora los tenía cerca más a menudo, y se mascaba la tensión en el ambiente. Ella trataba de darles gusto en todo y hacía sus tareas sin molestar. Karl seguía sin tocarla, y ella no había tratado de acercársele más. Yacía totalmente inmóvil en un rincón de la cama y se pegaba al frío de la pared. Pero el daño ya estaba hecho. El odio que le inspiraba a Karl parecía mantenerse, y ella se sentía más sola a medida que pasaban los días.

Las voces resonaban más fuerte y cada vez veía más de aquello que la razón se resistía a ver, pero que ella sabía que no eran figuraciones suyas. Los muertos eran su seguridad, la única compañía con la que contaba en aquella isla solitaria, y su dolor resonaba al unísono con el de Emelie. Sus vidas tampoco llegaron a ser como soñaban. Se comprendían, aunque sus destinos estaban separados por el más grueso de los muros. La muerte.

Karl y Julian no notaban su presencia como ella. Pero a veces se sentían embargados de un desasosiego que no se explicaban. En esos momentos, Emelie veía su miedo, y se alegraba en secreto. Ya no vivía por el amor hacia Karl, que no era el hombre que ella creía, pero así era la vida y no estaba en su mano cambiarlo. Solo podía alegrarse de su miedo y hallar apoyo en los muertos. Le daban la sensación de ser una elegida. Ella era la única que sabía que estaban allí. Eran suyos.

Pero cuando el hielo persistía tras un mes, empezó a tomar conciencia de que también en su rostro se reflejaba el miedo. El ambiente se había vuelto más crispado. Julian aprovechaba cualquier ocasión para discutir con ella y desahogarse de la frustración de verse prisionero en la isla. Karl asistía fríamente al espectáculo. Y siempre andaban susurrando. Con la mirada clavada en ella, se sentaban en el banco de la cocina y hablaban en voz baja, con las cabezas muy juntas. Emelie no podía oírlos, pero sabía que no tramaban nada bueno. A veces pillaba al vuelo fragmentos de la conversación, cuando creían que ella no estaba cerca. Últimamente hablaban mucho de la carta que Karl recibió de sus padres poco antes de que se helara el mar. Discutían con voz airada, pero ella nunca logró enterarse de lo que decía aquella carta. Y en honor a la verdad, no quería saberlo. El enojo de Julian cuando se refería a la misiva y el tono resignado de Karl le helaban la médula.

Tampoco comprendía por qué sus suegros no habían ido a visitarlos, o por qué ellos no iban a verlos. El hogar paterno de Karl se hallaba a tan solo unas horas de viaje de Fjällbacka. Si salían temprano, llegaban a buena hora, antes de que cayera la noche. Pero Emelie no se atrevía a preguntar. Cada vez que recibían una carta, a Karl le duraba varios días el mal humor. La reacción después de aquella última carta fue peor que nunca y, como de costumbre, Emelie quedaba excluida, sin saber lo que ocurría en su entorno.

-L
impio y ordenado —dijo Gösta al ver el apartamento. Aunque estaba satisfecho de su iniciativa, se le hacía un leve nudo en el estómago al pensar en cómo reaccionaría Hedström.

—Seguro que era maricón —dijo Mellberg.

Gösta lanzó un suspiro.

—¿En qué te basas para hacer esa afirmación?

—Porque así de limpias y ordenadas solo están las casas de los maricas. Los tíos de verdad tienen algo de mugre en los rincones. Y desde luego, no ponen cortinas. —Arrugó la nariz y señaló las cortinas color marfil—. Y además, todo el mundo dice que no tenía novia.

—Ya, pero…

Gösta volvió a suspirar y abandonó la idea de intentar siquiera expresar una opinión contraria. Cierto era que Mellberg poseía dos oídos como todo el mundo, pero rara vez los usaba para escuchar.

—Tú el dormitorio y yo el salón, ¿te parece? —Mellberg empezó a husmear entre los libros de la estantería.

Gösta asintió y observó la sala de estar. Resultaba un tanto impersonal. Un sofá de color beis, una mesa oscura sobre una alfombra clara, un televisor en una mesa a propósito y una estantería con algunos libros. Por lo menos la mitad eran libros de economía y contabilidad.

—Un tío de lo más raro —dijo Mellberg—. No tiene apenas trastos.

—Puede que le gustara la sobriedad —dijo Gösta, y se dirigió al dormitorio.

Estaba tan ordenado y limpio como el salón. Una cama con el cabecero blanco, una mesilla de noche, un armario de puertas blancas y una cajonera.

—Pues aquí tiene la foto de una tía —dijo Gösta levantando la voz mientras miraba una instantánea que había apoyada en la lámpara de la mesita.

—¿A ver? ¿Es guapa?

Mellberg apareció en el dormitorio.

—Bueno, pssss, mona, diría yo.

Mellberg echó un vistazo a la foto y puso cara de no estar muy impresionado. Volvió al salón, y dejó a Gösta con la foto en la mano. Se preguntaba quién sería la mujer. Debió de ser alguien importante en la vida de Mats Sverin. Era la única foto que había en el apartamento y, además, la tenía en el dormitorio.

La dejó en su sitio y empezó a mirar en los cajones y el armario, donde solo encontró ropa, pero nada más personal. Ninguna agenda, ni cartas antiguas ni álbumes de fotos. Metió la mano a conciencia por todos los rincones, pero al cabo de un rato constató que no había nada interesante. Era como si Sverin se hubiese mudado al apartamento partiendo de cero, sin haber tenido una vida anterior. Lo único que indicaba lo contrario era precisamente la foto de aquella mujer.

Se acercó de nuevo a la mesita de noche y volvió a contemplar el retrato. Era mona, desde luego. Menuda y delicada, con una melena larga y rubia que el viento le agitaba alrededor de la cara en el momento en que tomaron la foto. Gösta entornó los ojos, se la acercó y la examinó con detalle. Buscaba un indicio, cualquier cosa que pudiera revelarle algo de la identidad de la mujer o al menos dónde habían hecho la fotografía. No se leía nada escrito al dorso y lo único que se apreciaba en el fondo eran unos arbustos. Pero al volver a mirar detenidamente advirtió algo. En el borde derecho se veía una mano. Alguien estaba saliendo del cuadro de la foto o entrando en él. Era una mano pequeña y, aunque la imagen estaba demasiado borrosa para estar seguro al cien por cien, podía ser la mano de un niño. Dejó la foto en su sitio otra vez. Por más que estuviera en lo cierto, aquel detalle no les daba información sobre la identidad de la retratada. Gösta se dio media vuelta dispuesto a salir del dormitorio, pero se arrepintió. Volvió a la mesilla de noche y se guardó la foto en el bolsillo.

—Bueno, no puede decirse que haya valido la pena, precisamente —masculló Mellberg. Estaba de rodillas, mirando debajo del sofá—. Bien podríamos haber dejado que Hedström se encargara de esto, después de todo. Me parece una verdadera pérdida de tiempo.

—Nos queda la cocina —observó Gösta sin prestar atención a las quejas de Mellberg.

Empezó a abrir cajones y armarios, pero no encontró nada de particular. La vajilla parecía de las básicas de Ikea y no había muchas provisiones ni en la despensa ni en el frigorífico.

Gösta se volvió y se apoyó en la encimera. De repente, vio algo encima de la mesa. Un cable medio enrollado que bajaba desde la mesa y terminaba en una toma de corriente de la pared. Se acercó y lo examinó. Era un cable de ordenador.

—¿Sabemos si Sverin tenía portátil? —preguntó en voz alta.

No recibió respuesta, pero sí oyó unos pasos que se acercaban a la cocina.

—¿Por qué? —preguntó Mellberg.

—Porque aquí hay un cable de ordenador, pero nadie ha mencionado nada de un portátil.

—Seguramente, lo tendrá en el trabajo.

—¿No deberían haberlo mencionado cuando Paula y yo estuvimos allí? Debieron de pensar que era lógico que nos interesara algo así.

—¿Les preguntasteis? —Mellberg enarcó una ceja.

Gösta no pudo por menos de reconocer que tenía razón. Sencillamente, se habían olvidado de pedir que les dieran el ordenador de Sverin. Lo más probable era que siguiera en las oficinas del ayuntamiento. De repente se sintió como un idiota ahí, con el cable en la mano, y lo soltó en el suelo.

—Me pasaré por allí luego —dijo saliendo de la cocina.

-¡D
ios, cómo detesto esperar! ¿Por qué tiene que tardar todo tanto? —Patrik refunfuñaba irritado cuando aparcaron delante de la comisaría de Gotemburgo.

—Pues yo creo que si lo tienen el miércoles es bastante rápido —dijo Paula, conteniendo la respiración al ver que Patrik se acercaba peligrosamente a una farola.

—Sí, ya, supongo que tienes razón —dijo Patrik, y salió del coche—. Pero luego no sabemos cuánto tardarán los resultados del laboratorio. Sobre todo, el análisis de balística. Si hay alguna coincidencia en los archivos, deberíamos saberlo ya, no tener que esperar semanas.

—Bueno, así son las cosas, no podemos hacer nada para remediarlo —respondió Paula dirigiéndose a la entrada.

Habían llamado para anunciar su llegada, pero la recepcionista les dijo que esperaran de todos modos. Diez minutos después apareció un hombre robusto y altísimo que se dirigió a ellos con paso resuelto. Patrik calculó que mediría unos dos metros, y cuando se levantó para saludarlo, se sintió como un liliputiense. Por no hablar de Paula. Le llegaba un poco por encima de la cintura, eso parecía.

—Bienvenidos, soy Walter Heed. Hemos hablado por teléfono.

Patrik y Paula se presentaron y lo siguieron por el pasillo. Seguramente, tendrá que comprarse los zapatos en tiendas especializadas, pensó Patrik observando fascinado los pies de Walter. Parecen barcas. Paula le dio un codazo en el costado y Patrik levantó la vista otra vez.

—Adelante. Este es mi despacho. ¿Queréis café?

Los dos asintieron y Heed no tardó en traerles un café de la máquina que había en el pasillo.

—Necesitabais información de un caso de agresión, ¿verdad?

Más que de una pregunta, se trataba de una constatación, así que Patrik asintió sin responder.

—Tengo aquí el acta, pero no estoy seguro de que aporte nada de interés.

—¿Podrías ofrecernos una síntesis con lo más destacado? — preguntó Paula.

—Sí, vamos a ver.

Walter abrió la carpeta y ojeó rápidamente unos documentos. Carraspeó.

—Mats Sverin llegó tarde a su domicilio de la calle Erik Dahlbergsgatan. Luego no estaba muy seguro de la hora, pero cree que fue poco después de medianoche. Había salido a cenar con unos amigos. El agredido tenía unos recuerdos muy difusos, entre otras razones porque le agredieron violentamente en la cabeza y sufrió con posterioridad ciertas lagunas.

Walter levantó la vista y dejó de leer:

—Lo que conseguimos sacar en limpio al final fue que se encontró con una pandilla de jóvenes delante de su portal. Al decirle a uno de ellos que no se pusiera a orinar allí, se cebaron con él. Sin embargo, no pudo dar cuenta de cuál era su aspecto ni de cuántos había. Hablamos con Mats Sverin en varias ocasiones cuando recuperó la conciencia pero, por desgracia, no aportó gran cosa. —Walter cerró la carpeta con un suspiro.

—¿Y eso fue todo lo que conseguisteis? —preguntó Patrik.

—Sí, apenas teníamos información sobre la que basar la investigación. No había testigos. Pero… —Dudó un instante y tomó un trago de café.

—Pero ¿qué?

—Bueno, solo son especulaciones mías… —Volvió a vacilar.

—Nos interesa cualquier cosa —apuntó Paula.

—Pues sí, yo tuve en todo momento la sensación de que Mats sabía más de lo que decía. En realidad, no tengo nada concreto en lo que basarme para ello, pero a veces, cuando hablábamos con él, me daba la sensación de que se estaba reservando algo.

—¿Te refieres a que sabía quiénes eran los agresores? —preguntó Patrik.

—Ni idea. —Walter hizo un gesto de resignación—. Ya digo que fue solo una impresión mía, me pareció que tenía más información de la que nos facilitó. Pero sabéis tan bien como yo que las razones por las que testigos y víctimas guardan silencio pueden ser muchas y variadas.

Patrik y Paula asintieron.

—Yo le habría dedicado más tiempo a este caso, la verdad, si hubiera sacado algo en claro. Pero no tenemos recursos y al final lo dejamos sin resolver. Llegamos a la conclusión de que no avanzaríamos nada a menos que surgiera algún dato nuevo.

—Lo que quizá acabe de suceder —dijo Patrik.

—¿Creéis que existe un vínculo entre la agresión y el asesinato? ¿Trabajáis partiendo de esa hipótesis?

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