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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los vigilantes del faro (18 page)

BOOK: Los vigilantes del faro
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Patrik tenía las piernas cruzadas y pensó unos segundos antes de responder.

—Bueno, en realidad por ahora no tenemos ninguna hipótesis. Tratamos de operar con amplitud de miras. Pero sí, claro, es una posibilidad. Es innegable que es una coincidencia que le agredieran unos meses antes de que lo encontraran muerto de un tiro.

—Sí, es cierto. En fin, dime cómo puedo ayudaros. —Walter se levantó y desplegó todos los centímetros de su cuerpo—. Nosotros tenemos el caso abierto, así que quizá podamos ayudarnos mutuamente si surge algo, ¿no?

—Desde luego —asintió Patrik, y le tendió la mano—. ¿Podemos llevarnos una copia del acta?

—Sí, ya la he preparado —dijo Walter, y le dio a Patrik un montón de documentos—. ¿Encontraréis la salida?

—Sí, tranquilo. Por cierto —Patrik se dio la vuelta cuando ya estaban a punto de cruzar el umbral—, estábamos pensando hacer una visita a la asociación en la que trabajaba Sverin. ¿Podrías decirnos cómo se va? —Le señaló el número en el papel donde tenía la dirección.

Walter les explicó brevemente el camino más fácil para llegar en coche y ellos le dieron las gracias antes de marcharse.

—No hemos sacado mucho en claro —suspiró Paula cuando ya estaban de nuevo en el coche.

—No te creas. Uno tiene que tenerlo muy claro antes de decir que la víctima de un delito calla algo. Tendremos que averiguar más acerca de lo que pasó cuando agredieron a Sverin. Quizá haya algo en Gotemburgo de lo que no consiguió huir del todo mudándose a Fjällbacka.

—Y lógicamente, empezamos por su anterior trabajo —constató Paula poniéndose el cinturón.

—Sí, creo que es el mejor punto de partida.

Patrik salió marcha atrás del aparcamiento y Paula cerró los ojos al ver que estaba a punto de chocar con un Volvo 740 de color azul que, por alguna razón inexplicable, no había visto en el retrovisor. La próxima vez, insistiría en conducir ella. Sus nervios no aguantarían otra vez la forma de conducir de Patrik.

L
os niños corrían por el jardín. Madeleine fumaba un cigarro detrás de otro, aunque sabía que debería dejarlo. Pero en Dinamarca fumaban todos de una manera tan distinta… Daba la sensación de que fueran más permisivos.

—Mamá, ¿puedo ir a casa de Mette?

Tenía delante a su hija Vilda, con los rizos revueltos y las mejillas encendidas de correr al aire libre.

—Pues claro que puedes —dijo dándole un beso en la frente.

Una de las mejores cosas que tenía aquel apartamento era que el jardín siempre estaba lleno de niños y la gente entraba y salía de una casa a otra como si fueran una gran familia. Sonrió y encendió otro cigarrillo. Era una sensación extraña. Sentirse segura. Hacía tanto tiempo que apenas podía recordar cómo fue. Llevaban cuatro meses viviendo en Copenhague y los días transcurrían despacio. Incluso había dejado de agacharse al acercarse a las ventanas. Ahora cruzaba bien erguida por delante, sin echar las cortinas siquiera.

Lo habían preparado todo. No era la primera vez, pero ahora era diferente. Había hablado con ellos personalmente, les había explicado por qué ella y los niños tenían que irse otra vez. Y ellos la habían escuchado. La noche siguiente le dieron aviso de que recogiera sus cosas y bajara con los niños al coche, que esperaba con el motor en marcha.

Había decidido no mirar atrás. Ni por un instante dudó de que fuera la decisión correcta, pero había ocasiones en que no lograba aplacar el dolor. Se presentaba en sueños, la despertaba y la mantenía despierta mirando al techo en la oscuridad. Y allí veía a aquel en quien no podía permitirse pensar.

Se quemó los dedos con el cigarro y lo arrojó al suelo soltando un taco. Kevin la miraba fijamente. Estaba tan sumida en sus recuerdos que ni siquiera notó que se había sentado junto a ella en el banco. Le alborotó el pelo y él no se lo impidió. Era tan serio… Su niño grande que, pese a no tener más que ocho años, ya había vivido tanto.

Por todas partes se oían gritos alegres entre las casas. Empezaba a darse cuenta de que los niños ya habían incorporado algunas palabras danesas a su vocabulario. La divertía, pero al mismo tiempo la asustaba. Dejar atrás lo que habían pasado, quiénes habían sido, implicaba también perder algo. Los niños perderían su lengua con el tiempo, perderían lo sueco, lo típico de Gotemburgo. Pero estaba dispuesta a sacrificarlo. Ahora tenían un hogar y ya no volverían a mudarse. Se quedarían allí y olvidarían lo que había pasado.

Le acarició la mejilla a Kevin. Con el tiempo, volvería a ser un niño como los demás. Y eso lo compensaría todo.

M
aja se le acercó corriendo como siempre y se le tiró en los brazos. Y después de darle a Erica un abrazo y de ponerle la cara perdida de baba, levantó los brazos para poder ver a sus hermanos en el cochecito.

—Vaya, parece que aquí hay alguien que quiere mucho a sus hermanitos —dijo Ewa, que estaba fuera anotando los nombres de los niños a medida que los iban recogiendo.

—Sí, casi siempre. Aunque a veces se llevan alguna torta. — Erica le acarició a Noel la mejilla.

—Bueno, no es de extrañar que los niños reaccionen así cuando tienen un hermano y ya no son los únicos en disputarse la atención de los padres. —Ewa se inclinó sobre el cochecito para ver a los gemelos.

—No, la verdad es que es perfectamente comprensible. Y además, ha ido divinamente hasta ahora.

—¿Duermen bien por las noches? —Ewa hacía carantoñas a los gemelos, que le respondieron con sendas sonrisas sin dientes.

—Duermen muy bien, sí. El único problema es que a Maja le parece muy aburrido que duerman, así que a la menor oportunidad, sube sin que me dé cuenta y los despierta.

—Ya me imagino, ya. Es una niña muy intrépida y emprendedora.

—Sí, no tienes que jurarlo. Eso, como poco.

Los gemelos empezaron a moverse inquietos en el carrito y Erica miró a su alrededor en busca de su hija, a la que había perdido de vista.

—Mira en la torre —dijo Ewa señalando hacia el parque de columpios—. Ahí es donde más le gusta estar.

En efecto. En ese mismo instante, Erica vio a Maja bajar a toda velocidad por el tobogán con cara de felicidad, y tras una breve negociación, consiguió que se subiera a la plataforma antes de marcharse de la guardería.

—¿A casa? —dijo Maja. Erica había girado a la derecha en lugar de a la izquierda, tal y como solía hacer cuando iban paseando a casa.

—No, vamos a ver a la tía Anna y al tío Dan —dijo, y Maja reaccionó con un grito de júbilo.

—Y juego con Lisen. Y con Emma. No con Adrian —explicó Maja resuelta.

—Vaya, ¿y por qué no piensas jugar con Adrian?

—Adrian es niño.

Al parecer, no era preciso añadir más explicación, porque esa fue la única que le proporcionó la pequeña. Erica suspiró. ¿Tan pronto empezaban las divisiones chico-chica? ¿Lo que se hacía y no se hacía, la ropa que uno se ponía y con quién jugaba? Se preguntó, llena de remordimientos, si ella estaría contribuyendo a todo ello al no oponerse a los deseos de su hija de que todo fuera rosa y estilo princesa. El armario de Maja estaba repleto de ropa rosa, porque ese era el único color que su hija estaba dispuesta a llevar, so pena de arriesgarse a tener una trifulca. ¿Sería un error dejar que decidiera ella?

Erica no llegó a las últimas consecuencias del razonamiento. No se sentía con fuerzas en aquellos momentos. Ya le exigía bastante esfuerzo empujar el cochecito. Se detuvo un instante junto a la rotonda antes de tomar impulso y doblar a la izquierda por la calle de Dinglevägen. Divisó la casa de Dan y Anna en Falkeliden, pero el trecho hasta allí se le antojó mucho más largo de lo que era. Por fin llegó a su destino, aunque el último tramo de la pendiente casi le cuesta la vida, y se quedó un buen rato delante de la puerta, tratando de recobrar el aliento. Cuando se le normalizó el pulso tanto como para poder llamar al timbre, no tardaron ni dos segundos en abrirle la puerta.

—¡Maja! —gritó Lisen—. ¡Y los bebés! —Se volvió a medias y gritó—: ¡Han venido Erica y Maja y los bebés! ¡Qué guapos son!

Erica no pudo evitar echarse a reír ante tanto entusiasmo, y se apartó un poco para que Maja pudiera entrar en el recibidor.

—¿Está tu padre en casa?

—¿¡Papaaaá!? —aulló Lisen en respuesta a la pregunta de Erica.

Dan salió de la cocina y apareció en el recibidor.

—Hombre, qué sorpresa. —Extendió los brazos para abrazar a Maja, que se le abalanzó corriendo. Dan era su tío favorito.

—Pasad, pasad. —Después de abrazar a Maja, la dejó en el suelo para que corriera junto a los otros niños. A juzgar por el ruido, estaban viendo un programa infantil en la tele.

—Perdona, me tenéis aquí a todas horas —dijo Erica quitándose la chaqueta. Con los gemelos en las mochilas, siguió a Dan hacia la cocina.

—Nos encanta que vengas —respondió Dan, pasándose la mano por la cara. Parecía agotado y abatido.

—Acabo de poner café, ¿te apetece? —dijo mirando a Erica.

—¿Desde cuándo tienes que preguntarme? —dijo ella con una sonrisa. Dejó a los gemelos en una manta que llevaba en el bolso del cochecito.

Luego se sentó a la mesa y, después de haber servido el café, también Dan tomó asiento enfrente de ella. Estuvieron callados un rato. Se conocían tan bien que el silencio nunca resultaba incómodo. Curiosamente, ella y el marido de su hermana fueron novios en su día. Pero de eso hacía ya tanto tiempo que apenas se acordaban. Su relación se consolidó más bien bajo la forma de una amistad sincera, y Erica no podía imaginar mejor marido para su hermana.

—Hoy he tenido una conversación muy interesante —dijo al fin.

—¿No me digas? —respondió Dan, y tomó un sorbo de café. No era un hombre muy hablador, y además sabía que Erica no necesitaba que la animaran a continuar.

Le contó su encuentro con Vivianne, y lo que le había dicho de Anna.

—Hemos dejado que Anna se encierre en sí misma, cuando deberíamos haber hecho lo contrario.

—No lo sé —dijo Dan, que se había levantado para servir más café—. Yo tengo la sensación de que me equivoco haga lo que haga.

—Pues yo creo que es verdad. Estoy segura de que Vivianne tiene razón. No podemos permitir que Anna se consuma en la cama. Tendremos que obligarla si es preciso.

—Puede que tengas razón —dijo Dan, aunque no parecía muy seguro.

—En cualquier caso, vale la pena intentarlo —insistió Erica. Se asomó por el borde de la mesa para comprobar que los gemelos se encontraban bien. Estaban tumbados en el suelo, agitando las manitas y los pies y parecían tan satisfechos que Erica volvió a recostarse en la silla.

—Vale la pena intentar cualquier cosa, pero… —Dan guardó silencio, como si no se atreviera a formular el pensamiento en voz alta por miedo a que se hiciera realidad—. Pero ¿y si nada funciona? ¿Y si Anna se ha rendido para siempre?

—Anna no se rinde para siempre —dijo Erica—. Ahora mismo ha caído en lo más hondo, pero no se rendirá, y tú debes tener fe. Tienes que creer en ella.

Clavó la vista en Dan y lo obligó a mirarla a los ojos. Anna no se rendía, pero necesitaba algo de ayuda para salvar el primer tramo. Y esa ayuda tenían que dársela ellos.

—¿Puedes echarles un ojo a los niños? Voy a verla un rato.

—Claro, yo me ocupo de los muchachos. —Dan sonrió con desgana. Se levantó y se sentó en el suelo, junto a Anton y Noel.

Erica ya estaba saliendo de la cocina. Subió al piso de arriba y abrió despacio la puerta del dormitorio. Anna estaba exactamente en la misma postura que la última vez. De lado, mirando hacia la ventana. Erica no dijo nada, sino que se tumbó a su lado en la cama y se pegó a su hermana. La rodeó con el brazo, la abrazó fuerte y notó que le transmitía su calor.

—Estoy aquí, Anna —le susurró—. No estás sola. Yo estoy aquí.

L
a comida que le había llevado Gunnar estaba empezando a acabarse, pero rechazaba la idea de volver a llamar a los padres de Matte. No quería pensar en él, en la decepción que se había llevado.

Annie cerró los ojos para contener el llanto y decidió esperar y llamar al día siguiente. Aún les quedaba suficiente como para aguantar un poco más Sam y ella. Él apenas comía nada. Annie tenía que seguir dándole de comer como si fuera un bebé, meterle en la boca a la fuerza cada bocado, para ver cómo lo echaba enseguida.

Estaba temblando, encogida. A pesar de que en realidad no hacía frío fuera, tenía la sensación de que el viento que barría la isla silbando atravesara las paredes de la casa, la gruesa ropa que llevaba, la piel y el esqueleto. Se puso otro jersey, uno grueso de lana que su padre se ponía cuando salía a pescar. Pero no sirvió de nada. Era como si el frío le naciera de dentro.

A sus padres no les habría gustado Fredrik. Lo supo desde que lo conoció. Pero no quería pensar en ello. Los dos murieron y la dejaron sola, ¿con qué derecho iban a influir en su vida? Porque así fue como se lo planteó durante mucho tiempo, como si la hubieran abandonado.

Su padre fue el primero en morir. Un día sufrió un infarto en casa, se desplomó en el suelo y nunca más se levantó. Murió en el acto, según dijo el médico para consolarla. Su madre había recibido la sentencia tres semanas antes de aquello. Cáncer de hígado. Vivió medio año más antes de dormirse calladamente, por primera vez en varios meses, con una expresión apacible, casi de felicidad. Annie estaba a su lado cuando sucedió, dándole la mano y tratando de sentir lo que debía sentir, tristeza y ausencia. Pero lo que la invadió fue la ira. ¿Cómo podían dejarla sola? Los necesitaba. Ellos eran su seguridad, el regazo al que volver cuando cometía una tontería, algo que los hacía menear la cabeza y decirle cariñosamente, «pero Annie, hija…». ¿Quién iba a contenerla a partir de entonces, quién iba a domeñar su lado salvaje?

Estaba junto al lecho de muerte de su madre y, en un instante, se había convertido en una huérfana.
Little orphan Annie
, pensaba recordando su película favorita de cuando era niña. Pero ella no era una niña de rizos pelirrojos a la que adoptaba un millonario bondadoso. Ella era Annie, la que tomaba decisiones impulsivas, equivocadas; la que quería probar sus límites aunque era consciente de que no debía. Era Annie, la que salía con Fredrik, lo cual habría llevado a sus padres a hablar muy seriamente con ella. Sus padres, que podrían haber conseguido que lo dejara, que dejara una vida que conducía directamente al averno. Pero sus padres no estaban. La habían abandonado y, en lo más hondo de su corazón, ella seguía indignada por eso.

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