Los vigilantes del faro (12 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: Los vigilantes del faro
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Fjällbacka, 1870

S
e acercó más a Karl. Estaba tumbado en la cama, con los calzoncillos largos y la camiseta. Al cabo de un par de horas, iría a sustituir a Julian en el faro. Muy despacio, Emelie le puso una mano en la pierna. Le acarició el muslo con los dedos temblorosos. No era ella quien tenía que hacer tal cosa, pero allí fallaba algo. ¿Por qué no la tocaba? Prácticamente no le dirigía la palabra. A lo sumo, murmuraba un «gracias» después de comer, antes de levantarse de la mesa. Por lo demás, como si no existiera. Como si fuera de vidrio, invisible, apenas perceptible.

Por otro lado, tampoco estaba mucho en la casa. Pasaba la mayor parte del tiempo trabajando en el faro, o arreglando algo fuera de la casa y en el barco. O estaba en alta mar. Y allí se veía ella los días enteros, más sola que la una, en aquella casa diminuta cuyas tareas no tardaba en concluir. Una vez terminadas, le quedaban muchas horas que llenar, y empezó a creer que se volvería loca. Si tuviera un hijo, tendría compañía y algo a lo que dedicarse. Entonces no le importaría que Karl trabajara de la mañana a la noche, no le importaría que no le hablara. Si tuvieran un hijo al que pudiera dedicarse.

Pero después de la vida en la finca, sabía lo suficiente como para tener la certeza de que debían ocurrir ciertas cosas entre un hombre y una mujer para que ella se quedara embarazada. Cosas que aún no habían ocurrido. Por eso recorría con la mano la pierna de Karl, por el interior del muslo. Con el corazón latiéndole desbocado en el pecho, de nervios y de excitación, la deslizó por dentro de los calzoncillos.

Karl se sobresaltó y se incorporó en la cama.

—Pero ¿qué haces? —Tenía en los ojos una negrura que no le había visto antes, y Emelie retiró la mano en el acto.

—Yo… estaba pensando… —No acudían las palabras. ¿Cómo explicar lo obvio? Lo que debía ser obvio para él también: que había algo extraño en el hecho de que llevasen tres meses casados y que él no se le hubiese acercado una sola vez. Notó que el llanto afluía a raudales.

—Más valdrá que me vaya a dormir al faro. Aquí no se puede estar tranquilo.

Pasó por encima de ella, se puso la ropa y bajó ruidosamente la escalera.

Emelie sintió como si le hubiera dado una bofetada y le estuviese escociendo la mejilla. Hasta ahora la había ignorado, sí, pero nunca se había dirigido a ella con ese tono. Duro, frío, despectivo. Y la había mirado como si fuera un bicho asqueroso que hubiese salido reptando de debajo de una piedra.

Hecha un mar de lágrimas, Emelie fue a mirar por la ventana. El viento soplaba iracundo en la isla, y Karl tuvo que luchar con él para llegar al faro. Abrió la puerta y entró. Luego lo vio por la ventana de la torre, donde la luz del faro lo transformaba en una sombra.

Volvió a tumbarse en la cama y lloró. La casa crujía entre gruñidos y se diría que fuera a salir por los aires sobrevolando las islas a través de la grisura. Pero no le infundía ningún temor. Preferiría volar a cualquier parte que seguir allí.

Sintió una caricia en la mejilla, allí donde las palabras de Karl le escocían como una bofetada. Emelie se incorporó de golpe. Allí no había nadie. Se subió el edredón hasta la barbilla y clavó la vista en los rincones tenebrosos de la habitación. Parecían vacíos. Volvió a tumbarse. Serían figuraciones suyas. Como todos los sonidos extraños que llevaba oyendo desde que llegó a la isla. Y las puertas de los armarios, que aparecían abiertas aun cuando ella estaba segura de haberlas cerrado; y el azucarero que, sin saber cómo, pasaba de la mesa de la cocina a la encimera. Todas aquellas cosas debían de ser figuraciones suyas, sí. Sería su imaginación y la soledad de la isla, que le estaban gastando una mala pasada.

Un arrastrar de sillas en el piso de abajo. Emelie se incorporó, sin aliento. Le resonaban en la cabeza las palabras de la anciana, unas palabras que había logrado inhibir durante los meses transcurridos. No quería bajar a ver, no quería saber qué habría allí abajo ni qué le había acariciado la mejilla hacía un instante.

Temblando, se tapó la cabeza con el edredón, se escondió como una niña que escapa de un terror desconocido. Allí debajo se mantuvo despierta hasta el amanecer. Ya no se oyeron más ruidos.

-¿A
ti qué te parece todo esto? —dijo Paula. Gösta y ella habían comprado el almuerzo en el supermercado Konsum y estaban comiendo en la cocina de la comisaría.

—Pues extraño sí que es. —Gösta dio un bocado al gratén de pescado—. Nadie parece tener ni idea de la vida privada de Sverin. Aun así, todos le han tenido aprecio y dicen que era una persona abierta y extrovertida. No me cuadra.

—Mmm… Yo tengo la misma sensación. ¿Cómo se las arregla uno para mantener tan en secreto todo lo que no tiene que ver con el trabajo? En algún momento debió de salir a relucir algo, en un descanso, en el almuerzo, ¿no crees?

—Ya, bueno, tú tampoco es que hablaras mucho al principio.

Paula se sonrojó.

—No, desde luego, en eso tienes razón. Y a eso me refiero. Callaba porque había algo que no quería que trascendiera. No tenía ni idea de cómo ibais a reaccionar cuando os enterarais de que vivía con una mujer. La cuestión es, ¿qué querría ocultar Mats Sverin?

—Tarde o temprano nos enteraremos.

Paula notó un resoplido en la pierna.
Ernst
había acudido al olor de la comida y se le había sentado a los pies, esperanzado.

—Lo siento, amigo. Venir a mí es apostar por el caballo equivocado. Solo tengo una ensalada.

Pero
Ernst
siguió impertérrito, mirándola suplicante, y Paula comprendió que tendría que demostrárselo. Le enseñó una hoja de lechuga del plato al animal, que sacudió la cola golpeteando con ella el suelo, entusiasmado, pero después de olisquearla, le dio el trasero con la decepción en la mirada. Se dirigió entonces a Gösta, que alargó el brazo en busca de una galleta y se la dio medio a escondidas.

—No le haces ningún favor, si es eso lo que crees —dijo Paula—. Se pondrá gordo, pero también enfermo si Bertil y tú seguís dándole tanta comida. Si mi madre no lo sacara a todas horas para que haga ejercicio, hace mucho que habría muerto.

—Sí, ya lo sé. Pero es que te mira de una forma que…

—Ya. —Paula reprendió a Gösta con la mirada.

—Bueno, esperemos que Martin o Patrik hayan conseguido algo interesante —dijo Gösta, cambiando raudo de tema—. Porque lo que es nosotros, no sabemos hoy mucho más que ayer.

—Pues no, desde luego. —Paula guardó silencio unos segundos—. Si lo piensas, es terrible. Que lo maten a uno en su casa, en su hogar, donde más seguro debería sentirse.

—Yo creo que fue alguien a quien conocía. No habían forzado la puerta, así que él mismo debió de abrir al asesino.

—Pues peor aún —dijo Paula—. Que te mate en casa alguien a quien conoces.

—Bueno, no tiene por qué ser un conocido. Los periódicos llevan tiempo hablando de gente que llama a la puerta para preguntar si pueden hacer una llamada telefónica y luego te roban todo lo que tienes. —Gösta pinchó con el tenedor el último bocado de gratén.

—Ya, pero esos suelen atacar a personas mayores. No a un joven fuerte como Mats Sverin.

—Es verdad. Pero no se puede descartar.

—Tendremos que esperar hasta saber qué han averiguado Martin y Patrik. —Paula dejó los cubiertos y se levantó—. ¿Un café para terminar?

—Sí, gracias —dijo Gösta. Le dio a escondidas otra galleta a
Ernst
, que lo premió con un lametón.

-¡A
y, era lo que necesitaba! —Erling gemía en la camilla.

Vivianne estaba dándole un masaje con mano experta, y Erling sintió que la tensión empezaba a esfumarse. Era un reto enfrentarse a una responsabilidad tan grande como la suya.

—¿Es este el servicio que vamos a ofrecer? —preguntó con la cara en el agujero de la camilla de masaje.

—Este es el masaje clásico, así que se incluirá en la lista. Pero también tenemos masaje tailandés y tratamiento con piedras calientes. Además, los clientes podrán elegir entre masaje de cuerpo entero o de cintura para arriba. —Vivianne seguía a lo suyo, mientras le hablaba con voz meliflua y adormecedora.

—Maravilloso, sencillamente maravilloso.

—También habrá ofertas especiales aparte del repertorio básico. Friegas con sales y algas, terapia de luz, tratamiento facial con algas, y cosas así. Habrá de todo. Pero eso ya lo sabes, lo dice en el folleto.

—Sí, pero me suena a música celestial de todos modos. ¿Y el personal? ¿Está ya todo el mundo preparado? —Empezaba a sentirse adormilado por el masaje; la luz y la voz de Vivianne se iban amortiguando.

—El personal no tardará en tener la preparación necesaria. De eso me he ocupado yo personalmente. Hemos conseguido gente estupenda, jóvenes entusiastas y ambiciosos.

—Maravilloso, maravilloso —repitió Erling exhalando un largo suspiro—. Será un éxito, lo presiento. —Hizo una mueca, pues Vivianne había presionado con más fuerza en un punto doloroso de la espalda.

—Tienes esta parte un poco tensa —dijo sin dejar de presionar la zona dolorida.

—Me duele —confirmó él despertándose en el acto.

—El dolor, con dolor se aplaca. —Vivianne presionó más fuerte aún, y Erling dejó escapar un lamento—. Qué barbaridad, cuánta tensión tienes acumulada.

—Seguramente se debe a lo que le ha ocurrido a Mats —dijo Erling, hablando con dificultad. Le dolía tanto que ya sentía las lágrimas en los ojos—. La Policía estuvo en el despacho esta mañana para hacerme unas preguntas, y es espantoso, la verdad.

Vivianne se detuvo en mitad de un movimiento.

—¿Qué te preguntaron?

Aliviado al ver que cesaba el dolor, al menos de forma transitoria, Erling aprovechó para respirar a gusto.

—Bueno, me preguntaron así, en general, cómo era Mats en el trabajo. Qué sabíamos de él y si cumplía con sus obligaciones.

—¿Y qué les dijiste?

Vivianne volvió manos a la obra. Gracias a Dios, se había apartado de la zona dolorida.

—Bueno, no había mucho que decir. Era tan reservado que nunca tuvimos muy claro quién era en realidad. Pero he estado revisando sus análisis económicos esta mañana y debo decir que lo tenía todo en orden. Lo cual me facilita un poco la tarea de supervisar la economía mientras encontramos a un sustituto.

—Lo harás de maravilla. —Vivianne empezó a masajearle la nuca de un modo que le erizó el vello de los brazos—. Entonces, ¿no ha dejado ningún interrogante, ninguna duda?

—No, por lo que he podido ver, todo estaba en orden. —Sintió que empezaba a adormilarse otra vez. Los dedos de Vivianne continuaron con su trabajo.

D
an miraba por la ventana sentado a la mesa de la cocina. La casa estaba en silencio. Los niños, en la escuela o la guardería. Y él había vuelto al trabajo poco a poco, pero hoy tenía el día libre. Aunque casi habría preferido trabajar. Últimamente empezaba a dolerle el estómago en cuanto emprendía el camino a casa, porque toda ella le recordaba lo que habían perdido. No solo al niño, sino también la vida que antes compartían. En el fondo, empezaba a pensar que tal vez se hubiese perdido para siempre y, de ser así, no sabía qué hacer. Aquella actitud le era impropia, pero en esos momentos sentía una impotencia absoluta, y era una sensación que detestaba.

Le dolía en el corazón pensar en Emma y Adrian. Ellos comprendían tan poco como él, si no menos aún, por qué su madre se pasaba los días en la cama, por qué no hablaba con ellos, por qué no los besaba ni miraba cuando le enseñaban los dibujos o manualidades que habían hecho. Sabían que había sufrido un accidente y que el hermanito estaba en el cielo. Sin embargo, no comprendían que eso la obligara a quedarse todo el día tumbada mirando por la ventana. Nada de lo que él dijera o hiciera podía colmarles el vacío que dejaba Anna. Los niños lo apreciaban, pero a su madre la querían.

A medida que pasaban los días, Emma se iba volviendo más taciturna, y Adrian cada vez más exagerado en sus respuestas. Los dos reaccionaban, cada uno a su modo. Lo habían llamado de la guardería para decirle que Adrian pegaba y mordía a los demás niños. Y el maestro de Emma también llamó, para hablar de lo cambiada que la notaba, lo callada que la veía en clase, cuando siempre había sido una niña despierta, alegre y curiosa. Pero ¿qué podía hacer él? Los niños no lo necesitaban a él, sino a Anna. A sus hijas sí las podía consolar. Acudían a él, le preguntaban y lo abrazaban. Estaban tristes y expectantes, pero no como Emma y Adrian. Además, sus tres hijas pasaban una de cada dos semanas con su madre, Pernilla. Y allí llevaban una vida desprovista de la tristeza que ahora pesaba como una capa fría que empañaba toda su existencia.

Pernilla había sido un gran apoyo. No fue la suya una separación sin fricciones pero, desde el accidente, se había portado de maravilla. Y en gran medida gracias a eso les había ido tan bien a Lisen, Belinda y Malin. Emma y Adrian no tenían a nadie más. Y sí, Erica lo había intentado, pero ella estaba más que ocupada con los gemelos, y no le resultaba fácil sacar tiempo. Dan era consciente de ello y apreciaba su esfuerzo.

En resumidas cuentas, quienes se encontraban en casa, solos con el miedo de lo que le ocurriría a Anna eran él, Emma y Adrian. A veces se preguntaba si se pasaría el resto de la vida mirando por aquella ventana. Si los días se convertirían en semanas y estas en años, mientras que Anna seguía allí, envejeciendo paulatinamente. Los médicos le habían dicho que terminaría saliendo de la depresión, que necesitaba tiempo. El problema era que Dan no los creía. Habían pasado ya varios meses desde el accidente, y tenía la sensación de que Anna iba alejándose cada vez más.

Al otro lado de la ventana, unos pajarillos picoteaban las bolas de sebo que las niñas se habían empeñado en colgar, pese a que casi era verano. Los siguió con la mirada y pensó lleno de envidia en la vida tan despreocupada que llevaban. No tener que trabajar más que por lo básico: comer, dormir, reproducirse. Ni sentimientos ni relaciones complejas. Ni tristeza.

De pronto, pensó en Matte. Erica lo había llamado y le había contado lo ocurrido. Dan conocía bien a sus padres. Él y Gunnar habían pasado muchos ratos contándose hazañas en el barco, y Gunnar siempre hablaba de su hijo con tanto orgullo… Dan también conocía a Matte. Estaban en el mismo curso, en la clase de Erica, aunque nunca fueron amigos. Gunnar y Signe debían de sentir una tristeza inenarrable. La idea lo hizo ver su propio dolor desde otra perspectiva. Si dolía tanto perder a un hijo al que no habías conocido, ¿qué desgarro no sentiría quien pierde a un hijo cuya vida ha visto transcurrir?

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