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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los vigilantes del faro (11 page)

BOOK: Los vigilantes del faro
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—Ah, mira, aquí estás —dijo Gunnar volviéndose hacia Signe, que venía por el pasillo.

No la habían oído bajar por la escalera y Gunnar se levantó para ayudarle. La rodeó con el brazo y la acompañó a la mesa, como si fuera una anciana. Parecía haber envejecido varios años desde el día anterior.

—El médico no tardará en llegar. Tómate un café y una galleta, Signe. Tienes que comer algo. ¿No quieres que te prepare un bocadillo?

Ella meneó la cabeza. La primera reacción que indicaba que al menos había entendido lo que le decía su marido.

—Lo siento muchísimo.

Patrik no pudo evitar tomarle la mano. Signe no la apartó, pero tampoco respondió al gesto, sino que la dejó inmóvil, como si fuera una extremidad muerta.

—Habría preferido no venir a molestarles en un momento como este. O bueno, cuando está tan reciente…

Como de costumbre, le costaba encontrar las palabras adecuadas. Desde que era padre, le resultaba aún más difícil hablar con personas que habían perdido a un hijo, ya fuese niño o adulto. ¿Qué se le podía decir a una persona que se sentía como si le hubieran arrancado el corazón? Porque así se imaginaba él que debían de sentirse.

—Sabemos que es su trabajo. Y, naturalmente, queremos que encuentren a quien… lo hizo. Si podemos ayudar de alguna manera, estamos más que dispuestos.

Gunnar se había sentado junto a su mujer, y acercó un poco más la silla, con un gesto protector. Signe no había tocado el café.

—Bebe un poco —le dijo Gunnar, y le llevó la taza a los labios. La mujer tragó reacia unos cuantos sorbos.

—Ayer ya les hice algunas preguntas, pero ¿podrían empezar hablándome un poco más de Mats? Lo que sea, no importa, puede ser algo que les apetezca contar.

—Era tan bueno… desde que era un bebé —dijo Signe. Tenía la voz reseca y rota. Desentrenada—. Dormía las noches enteras desde el principio y nunca daba un problema. Pero yo me preocupaba, desde siempre. Como a la espera de que le ocurriera algo horrible.

—Y al final, tenías razón. Debería haberte hecho más caso —dijo Gunnar bajando la mirada.

—No, eras tú quien tenía razón —dijo Signe. Parecía que hubiese despertado de pronto del sopor—. Malgasté tanto tiempo y perdí tanta alegría en preocuparme, mientras que tú eras feliz y te sentías agradecido por lo que teníamos, y por Matte. Porque cuando por fin ocurre, es imposible estar preparado. Me he pasado la vida preocupándome por todo lo habido y por haber, pero jamás habría podido prepararme para esto. Debería haber disfrutado más de él —calló un instante—. ¿Qué quería saber? —continuó, y tomó un sorbo de café, sin ayuda, esta vez.

—Cuando se fue de casa, ¿se mudó directamente a Gotemburgo?

—Sí, después del instituto, entró en la Escuela Superior de Ciencias Económicas. Sacaba muy buenas notas —respondió Gunnar sin disimular su orgullo.

—Pero venía a menudo los fines de semana —añadió Signe. Hablar de su hijo parecía surtir un efecto benéfico. Incluso le había vuelto el color a las mejillas y tenía la mirada más clara.

—Bueno, con los años, cada vez menos, claro, pero los primeros cursos venía prácticamente todos los fines de semana — asintió Gunnar.

—¿Y le iba bien con los estudios?

Patrik decidió seguir hablando de lo que les infundía confianza y tranquilidad.

—Sí, también en la facultad obtenía buenos resultados —dijo Gunnar—. Nunca pude explicarme de dónde sacó aquella cabeza para estudiar. De mí no, desde luego.

Gunnar sonrió y, por un instante, pareció olvidar por qué estaban hablando de aquello. Pero luego cayó en la cuenta, y se le murió la sonrisa en los labios.

—¿Y qué hizo después de terminar los estudios?

—El primer trabajo fue en la asesoría fiscal, ¿no? —Signe se volvió a Gunnar con el ceño fruncido.

—Sí, yo creo que sí, pero por más que me esfuerce, no recuerdo cómo se llamaba. Era algo americano. Pero allí solo se quedó unos años. En realidad, nunca le gustó. Muchos números y muy pocas personas, decía siempre.

—¿Qué pasó luego? —A Patrik ya se le había enfriado el café, pero siguió bebiendo a sorbitos.

—Estuvo en varios sitios. Si queréis saber dónde con exactitud, puedo mirarlo. Pero los últimos cuatro años, fue el responsable económico de una asociación altruista llamada Fristad.

—¿Qué tipo de asociación era?

—Para mujeres que huyen de maridos violentos, les ayudan a reconstruir su vida. A Matte le encantaba trabajar allí. Apenas hablaba de otra cosa.

—¿Y por qué lo dejó?

Gunnar y Signe se miraron, y Patrik comprendió que ellos se habían formulado la misma pregunta.

—Bueno, nosotros lo relacionamos con lo que le ocurrió. Tal vez no se sentía seguro viviendo en la ciudad —respondió Gunnar.

No, pensó Patrik, desde luego que no era seguro. Cualquiera que fuese la razón que lo impulsó a irse de Gotemburgo, la violencia terminó encontrándolo.

—Y después de la agresión, ¿cuánto tiempo estuvo en el hospital?

—Tres semanas, si no recuerdo mal —dijo Gunnar—. Nos quedamos sobrecogidos cuando fuimos a verlo al Sahlgrenska.

—Enséñale las fotos —dijo Signe con serenidad.

Gunnar se levantó y se dirigió a la sala de estar. Volvió a la mesa, con una caja en las manos.

—En realidad, no sé por qué las he guardado. No son de las que uno arde en deseos de sacar y contemplar. —Con su mano huesuda, Gunnar sacó despacio las primeras fotografías de la caja.

—¿Puedo verlas? —Patrik extendió el brazo y Gunnar le dio el montón de fotos—. ¡Madre mía!

No pudo contenerse al ver las fotos de Mats Sverin en el hospital. Resultaba imposible reconocerlo como el Mats de las fotos que había visto en la sala de estar. Tenía la cara hinchada, y también la cabeza. Y la piel de diversos tonos de rojo y morado.

—Sí —dijo Gunnar, apartando la vista.

—Dijeron que la cosa podría haber acabado muy mal, pero tuvo suerte, dadas las circunstancias. —Signe cerró los ojos para contener el llanto.

—Y, según tengo entendido, no dieron con los agresores, ¿verdad?

—No. ¿Cree que esto guardará relación con lo que le ha ocurrido? La agresión se produjo en la calle, y fueron unas personas totalmente desconocidas. Una pandilla de chicos. Al parecer, le había dicho a uno de ellos que no se pusiera a orinar delante de su portal. Según nos contó, no los había visto nunca. ¿Por qué iban a…? —A Signe se le quebró la voz.

Gunnar le acarició el brazo para tranquilizarla.

—Nadie sabe nada todavía. La Policía solo quiere averiguar tanto como sea posible.

—Exacto —dijo Patrik—. Por ahora no tenemos ninguna hipótesis. Queremos saber más acerca de Mats y de su vida. —Se volvió a Signe—. Su marido dijo que Mats no tenía novia en estos momentos, que ustedes supieran.

—No, ese tema siempre lo llevó con toda discreción. De hecho, yo ya empezaba a perder la esperanza de tener nietos —dijo Signe. Pero, al caer en la cuenta de lo que acababa de decir, de que había desaparecido toda esperanza de tener nietos, empezó a llorar.

Gunnar le apretó la mano entre las suyas.

—Yo creo que en Gotemburgo tenía a alguien —continuó Signe con el llanto en la voz—. No es que él nos lo contara, era más bien una sensación mía. Y a veces, cuando venía a vernos, le olía la ropa a perfume. Siempre el mismo olor.

—¿Y nunca mencionó un nombre?

—No, nunca, y desde luego, no porque Signe no preguntara —dijo Gunnar con una sonrisa.

—Ya, porque no me explicaba por qué tenía que ser tan secreto. No habría pasado nada porque la hubiera traído a casa un fin de semana para que la conociéramos. Cuando nos esforzamos, sabemos comportarnos.

Gunnar meneó la cabeza.

—Bueno, ese es un tema delicado, ya lo ves.

—¿Tenían la impresión de que la mujer, quienquiera que fuese, seguía en la vida de Mats cuando se mudó a Fjällbacka?

—Pues… —Gunnar miró inquisitivo a Signe.

—No, estoy segura —afirmó esta—. Las madres nos damos cuenta de esas cosas. Y podría jurar que no había ninguna mujer en su vida.

—Yo creo que nunca olvidó a Annie —intervino Gunnar.

—Pero ¿qué bobadas dices? De eso hace una eternidad. Si eran unos niños.

—¿Y qué importa? Lo de Annie fue algo especial. Siempre lo pensé, y creo que Matte… Ya viste cómo reaccionó cuando le dijimos que había vuelto, ¿no?

—Ya, pero ¿qué edad tenían? ¿Diecisiete? ¿Dieciocho?

—Bueno, yo sé lo que creo —dijo Gunnar adelantando la barbilla—. Y además, dijo que iba a ir a verla.

—Perdón —interrumpió Patrik—. ¿Quién es Annie?

—Annie Wester. Matte y ella crecieron juntos. Estaban en la misma clase que su mujer, por cierto, tanto Matte como Annie.

Gunnar se sintió un poco avergonzado de admitir que conocía a Erica. Pero a Patrik no le sorprendió. Aparte de que en Fjällbacka se conocía todo el mundo, los vecinos llevaban un control algo más exhaustivo de Erica, después del éxito cosechado con sus libros.

—¿Sigue viviendo aquí?

—No, hace mucho que se mudó. Se fue a Estocolmo y Matte y ella perdieron el contacto. Pero es propietaria de una isla del archipiélago. Se llama Gråskär.

—¿Y cree que Mats fue a verla?

—No sé si tuvo tiempo de ir… —dijo Gunnar—. Pero no tenéis más que llamar a Annie y preguntarle. —Se levantó y fue a buscar una nota que tenía en el frigorífico—. Aquí tiene su móvil. No sé cuánto se quedará. Ha venido con su hijo.

—¿Suele venir por aquí?

—No, la verdad es que nos sorprendió un poco. Apenas ha venido desde que se trasladó a Estocolmo, y ya han pasado muchos años desde la última vez. Pero la isla es suya. La compró su abuelo hace tiempo, y Annie es la única propietaria, puesto que no tiene hermanos. Nosotros le hemos ayudado cuidándole la casa, pero el faro quedará insalvable si no se hace algo pronto.

—¿El faro?

—Sí, en la isla hay un viejo faro del siglo diecinueve. Y una sola casa. En ella vivía antiguamente el farero con su familia.

—Parece un tanto solitario. —Patrik apuró el café e hizo una mueca.

—Solitario o agradable y tranquilo, según se mire —dijo Signe—. Claro que yo no habría sido capaz de pasar allí sola ni una noche.

—¿No decías que eso eran bobadas y viejas supersticiones? —preguntó Gunnar.

—¿El qué? —preguntó Patrik lleno de curiosidad.

—La gente la llama la Isla de los Espíritus. Según cuentan en esta zona, le pusieron el nombre porque quienes mueren allí no la abandonan nunca —explicó Gunnar.

—O sea que hay fantasmas, ¿no?

—¡Bah! La gente dice tantas cosas… —resopló Signe.

—Bueno, sea como sea, llamaré a Annie. Muchísimas gracias por el café y las galletas, y por haberme dedicado su tiempo. —Patrik se levantó y colocó la silla en su sitio.

—Ha sido un regalo poder hablar de él un rato —dijo Signe con un hilo de voz.

—¿Podría llevármelas prestadas? —preguntó Patrik señalando las fotos del hospital Sahlgrenska—. Les prometo que tendremos mucho cuidado con ellas.

—Sí, claro, quédeselas. —Gunnar le entregó las copias—. Tenemos una de esas cámaras digitales modernas, así que guardo las imágenes en el ordenador.

—Gracias —respondió Patrik, y las metió en el maletín.

Signe y Gunnar lo acompañaron hasta la puerta. Cuando se sentó en el coche, aún recordaba las fotos de Mats Sverin de niño, de adolescente, de adulto. Decidió almorzar en casa. Sentía una necesidad imperiosa de darles un beso a los gemelos.

-¿C
ómo está hoy el ojito derecho del abuelo?

También Mellberg había ido a casa a almorzar, y tan pronto como entró por la puerta, Rita le dio a Leo y él empezó a subirlo por los aires. El niño chillaba entre risas.

—Claro, cómo no. En cuanto el abuelo llega a casa, ya puede perderse la abuela. —Rita adoptó una expresión severa, pero enseguida se adelantó sonriendo para besar las mejillas rollizas del nieto y del abuelo.

Desde la participación de Bertil en el nacimiento de Leo, existía entre él y el pequeño un lazo inquebrantable, y nada podía satisfacer más a Rita. Aun así, sintió un gran alivio cuando Bertil se dejó convencer para empezar a trabajar otra vez a jornada completa. Fue una buena idea descargar de trabajo a Paula, pero por mucho que Rita quisiera a su héroe, no se hacía demasiadas ilusiones sobre su buen juicio, que a ratos se le antojaba deficiente, como poco.

—¿Qué hay para almorzar? —Mellberg sentó al niño en la trona y le anudó el babero.

—Pollo y mi salsa casera, la que tanto te gusta.

Mellberg se relamía. En la vida había comido nada más exótico que carne al eneldo con patatas, pero Rita había conseguido operar en él una transformación. Su salsa era tan picante que casi le quemaba el esmalte de los dientes, pero le chiflaba.

—Anoche acabasteis tarde —dijo colocando un plato de comida más suave, que había preparado para Leo, y le dejó a Bertil la tarea de darle de comer.

—Sí, ya estamos en plena vorágine otra vez. Paula y los chicos están haciendo el trabajo de campo, pero Hedström señaló con mucho acierto que hacía falta alguien que se quedase al frente de la comisaría, alguien capaz de manejar a la prensa. Y no hay nadie más apto que yo para asumir esa responsabilidad. —Le dio una cucharada demasiado grande a Leo, que dejó chorrear la mitad alegremente por la barbilla.

Rita se aguantó la risa. Al parecer, Patrik había conseguido una vez más arreglárselas para mantener a su jefe al margen. Le gustaba Hedström. Se las ingeniaba para tratar a Mellberg del modo adecuado: con paciencia, diplomacia y la medida justa de adulación, uno podía llevar a Bertil a donde quisiera. Ella hacía exactamente lo mismo para que la vida en casa fluyera sin fricciones.

—Pobrecillo, qué trabajo más duro —dijo mientras le servía el pollo con un buen cucharón de salsa.

El plato de Leo estaba vacío y Mellberg se empleó con el suyo. Un par de raciones después, se retrepó satisfecho en la silla y se dio unas palmaditas en la barriga.

—Qué rico estaba. Y ya sé yo cuál es el mejor colofón, ¿a que sí, chiquitín?

Se levantó y se dirigió al congelador.

Rita sabía que debería detenerlo, pero no tuvo valor. Lo dejó sacar tres helados Magnum, que repartió con expresión de felicidad. La cara de Leo apenas se atisbaba detrás del helado. Si por Bertil fuera, el pequeño no tardaría en estar tan ancho como alto. Hoy harían una excepción.

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