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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

Los vigilantes del faro (19 page)

BOOK: Los vigilantes del faro
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Se sentó en el sofá y se encogió con las rodillas flexionadas. Matte logró apaciguar su ira. Por unas horas, una tarde y una noche breves, no se había sentido sola desde la muerte de sus padres. Pero ya no estaba. Apoyó la frente en las rodillas y lloró. Seguía siendo Annie, una pobre niña abandonada.

-¿E
stá Erling?

—En su despacho, no tenéis más que llamar. —Gunilla se levantó a medias de la silla y señaló en dirección a la puerta cerrada de Erling.

—Gracias —respondió Gösta, y se fue por el pasillo. Iba irritado por lo que consideraba un viaje de lo más innecesario. Si se hubiera acordado de preguntar por el ordenador cuando Paula y él estuvieron allí, no habría tenido que volver. Pero los dos se olvidaron.

—¡Adelante! —Se oyó la voz de Erling, que respondió de inmediato cuando oyó que llamaban a la puerta. Gösta abrió y entró.

—Si la Policía sigue visitándonos tan asiduamente, no tendremos que preocuparnos por la seguridad del edificio —dijo Erling con su mejor sonrisa de político, estrechándole la mano a Gösta con entusiasmo.

—Mmm…, sí, verás, hay un asunto del que tengo que hacer un seguimiento —comenzó Gösta en un murmullo mientras tomaba asiento.

—Pregunta. Estamos al servicio de la Policía.

—Pues sí, es lo del ordenador de Mats Sverin. Acabamos de revisar su apartamento y parece que tenía un portátil. ¿Es posible que esté aquí?

—¿El ordenador de Mats? Vaya, pues en eso no había pensado yo. Espera, voy a mirar.

Erling se levantó y salió al pasillo, pero entró enseguida en la oficina contigua. Volvió casi de inmediato.

—No, ahí no está. ¿Lo han robado? —preguntó con aire de preocupación, antes de sentarse otra vez en su puesto.

—No lo sabemos. Pero tenemos mucho interés en encontrarlo.

—¿Habéis encontrado el maletín? —preguntó Erling—. Uno de piel marrón. Siempre lo llevaba cuando venía al trabajo, y sé que solía llevar dentro el ordenador.

—No, nada de maletines marrones.

—Vaya, pues eso no es nada bueno. Si han robado el maletín y el ordenador, hay un montón de información delicada por ahí.

—¿A qué te refieres?

—Pues a que, como es lógico, no nos interesa que se difundan detalles sobre las finanzas del municipio y esas cosas de forma incontrolada. Son datos públicos, o sea, que no nos andamos con ningún secreto, pero nos gusta saber cómo y cuándo se maneja esa información. Y con esto de Internet, uno nunca sabe adónde van a parar las cosas.

—Eso es verdad —dijo Gösta.

Se sentía decepcionado por el hecho de que el ordenador no estuviera allí. ¿Adónde habría ido a parar? ¿Estaría Erling en lo cierto y lo habrían robado, o lo tendría Matte guardado en algún lugar del apartamento?

—Gracias de todos modos —Gösta se levantó—. Seguro que volvemos a preguntar por este asunto. Si aparecieran el ordenador o el maletín, ¿podríais avisarnos enseguida?

—Por supuesto —respondió Erling, y acompañó a Gösta al pasillo—. Y vosotros podéis hacer lo mismo, ¿verdad? Resulta muy desagradable pensar que algo que es propiedad del ayuntamiento haya desaparecido de ese modo. Sobre todo ahora que estamos inmersos en el Proyecto Badis, la mayor apuesta de nuestra historia. —Erling se paró en seco—. A propósito, cuando Mats se fue del despacho el viernes, mencionó que había algunas irregularidades que lo tenían preocupado. Pensaba hablarlo con Anders Berkelin, el responsable del plan económico de Badis. Podéis preguntarle a él si sabe algo del ordenador. Un poco rebuscado, sí, pero como te decía, tenemos mucho interés en recuperarlo.

—Hablaremos con él y, por supuesto, os avisaremos enseguida si lo encontramos.

Gösta suspiró para sus adentros al salir del ayuntamiento. Aquello presagiaba mucho trabajo, demasiado trabajo. Y la temporada de golf había empezado ya hacía tiempo.

L
os locales de la asociación Fristad se hallaban discretamente situados en una zona de oficinas en Hisingen. A Patrik le pasó inadvertida la puerta cuando llegaron, pero logró dar con ella después de dar varias vueltas.

—¿Nos esperan? —preguntó Paula al salir del coche.

—No. Preferí no avisar de nuestra llegada, la verdad.

—¿Qué sabes de ellos? —dijo Paula señalando la placa de la puerta en la que se leían los nombres de las empresas.

—Se dedican a ayudar a mujeres maltratadas. Les ofrecen un refugio cuando tienen que huir, de ahí el nombre. Incluso les dan apoyo mientras aún viven inmersas en la relación con el agresor, para ayudarles a ellas y a los hijos a salir del atolladero. Annika no ha encontrado mucha información sobre ellos, según me dijo. Parece que lo llevan con suma discreción.

—Perfectamente comprensible —dijo Paula, y llamó al timbre que había junto al nombre de la asociación—. Aunque no ha sido fácil encontrar el sitio, supongo que no es aquí donde reciben a las mujeres.

—No, claro, tendrán un local en otro sitio.

—¿Hola? ¿Fristad? —Se oyó un chisporroteo en el telefonillo y Paula miró a Patrik, que carraspeó antes de hablar.

—Soy Patrik Hedström. He venido con una colega, somos de la Policía de Tanum y querríamos subir a haceros unas preguntas. —Hizo una pausa—. A propósito de Mats Sverin.

Se hizo un silencio. Luego se oyó un zumbido y entraron. Las oficinas se encontraban en la segunda planta, y subieron por la escalera. Patrik se dio cuenta de que tenían una puerta distinta de las demás. Era más robusta, de acero y con cerradura de dos pestillos. Llamaron a otro timbre y volvieron a oír el consabido chisporroteo.

—Soy Patrik Hedström.

Aguardaron unos segundos, hasta que abrieron la puerta.

—Lo siento. Somos muy cautos con las visitas. —Les abrió una mujer de unos cuarenta años, con vaqueros desgastados y una camiseta blanca. Les dio la mano—. Leila Sundgren. Soy la responsable de Fristad.

—Patrik Hedström. Esta es mi colega Paula Morales.

Se saludaron educadamente.

—Pasad, vamos a sentarnos en mi despacho. Se trata de Matte, ¿no? —Un punto de inquietud le resonó en la voz.

—Sí, podemos entrar en materia en cuanto nos hayamos sentado —dijo Patrik.

Leila asintió y los condujo a una habitación pequeña pero luminosa. Las paredes aparecían cubiertas de dibujos infantiles, pero la mesa estaba limpia y ordenada. No se parecía en nada a la suya, pensó Patrik cuando él y Paula se sentaron.

—¿A cuántas mujeres ayudáis al año? —preguntó Paula.

—Unas treinta, a las que damos alojamiento. Aunque la demanda es enorme. A veces tenemos la sensación de que esas treinta son una gota en la inmensidad del mar pero, por desgracia, dependemos de los recursos.

—¿Cómo se financia la asociación? —Paula tenía verdadera curiosidad, y Patrik se relajó en la silla y dejó que se encargara de las preguntas.

—Recibimos dinero de dos fuentes. Ayudas municipales y donaciones privadas. Pero, como decía, el dinero es un bien escaso, y nos gustaría poder hacer más.

—¿Cuántos empleados hay?

—Tres contratados, y una serie de voluntarios. Aunque quiero señalar que los sueldos no son altos. Los que trabajamos aquí hemos perdido salarialmente en comparación con los trabajos que teníamos antes. No hacemos esto por dinero.

—Pero Mats Sverin era asalariado, ¿verdad? —intervino Patrik.

—Sí, era jefe financiero. Trabajó para nosotros durante cuatro años y lo hizo de maravilla. En su caso, el salario era una limosna en comparación con lo que ganaba antes. Él fue verdaderamente una de las almas de la asociación. Y no me costó mucho convencerlo de que colaborase en el proyecto.

—¿El proyecto? —preguntó Patrik.

Leila reflexionó unos segundos sobre cómo expresarlo.

—Fristad es una asociación única —dijo al final—. En condiciones normales, no hay hombres en los centros para mujeres maltratadas. Incluso diría que es tabú tener a un hombre trabajando en ellos. Nosotros, en cambio, teníamos una distribución totalmente equitativa cuando Matte trabajaba aquí, dos mujeres y dos hombres, y eso era precisamente lo que yo quería cuando puse en marcha Fristad. Pero no siempre ha sido fácil.

—¿Por qué? —preguntó Paula. Jamás se había planteado aquellos problemas, y tampoco había tenido nada que ver con mujeres maltratadas hasta ese momento.

—Es un tema explosivo y hay defensores de dos posturas totalmente opuestas. Quienes sostienen que los hombres deben quedar totalmente al margen de los refugios de mujeres entienden que estas necesitan una zona sin hombres después de todo lo que han pasado. Otros, como en mi caso, pensamos que ese es un camino equivocado. En mi opinión, los hombres tienen una función que cumplir en los refugios. El mundo está lleno de hombres, y apartarlos crea una sensación de seguridad ilusoria. Sobre todo, me parece una aportación esencial la de demostrar que existe otro tipo de hombres distintos de aquellos a los que estas mujeres tienen costumbre de ver, cuando no son los únicos con los que han tratado. Es importante mostrarles que hay hombres buenos. Por eso yo he ido contracorriente poniendo en marcha el primer refugio con un equipo compuesto de hombres y mujeres. —Hizo una pausa—. Pero, como es lógico, eso implica investigar a fondo a los hombres para tener plena confianza en ellos.

—¿Por qué tenías esa confianza en Mats? —preguntó Patrik.

—Era muy buen amigo de mi sobrino. Salían mucho juntos y, durante un par de años, tuve ocasión de verlo en varias ocasiones. Me habló de lo insatisfecho que se sentía en su trabajo y me dijo que estaba buscando otra cosa. Cuando le conté lo que hacíamos en Fristad se entusiasmó y logró convencerme de que era la persona idónea para el trabajo. Quería ayudar a la gente de verdad, y aquí tuvo la oportunidad de hacerlo.

—¿Por qué dejó el trabajo? —Patrik miraba a Leila. Vio un destello en sus ojos, pero se extinguió enseguida.

—Quería seguir adelante. Y después de la agresión, supongo que se le despertó la idea de volver a casa. No es de extrañar. Salió muy mal parado, como ya sabréis.

—Sí, hemos estado hablando con el médico del Sahlgrenska.

Leila exhaló un largo suspiro.

—¿Por qué habéis venido a preguntar por Matte? Hace varios meses que se fue de aquí.

—¿Sabes si alguien de la asociación ha tenido contacto con él desde entonces? —preguntó Patrik, evitando responder a su pregunta.

—No, fuera del trabajo apenas nos relacionábamos, así que no mantuvimos el contacto después. Pero la verdad, quisiera saber por qué me hacéis todas estas preguntas —insistió elevando ligeramente el tono de voz y con las manos cruzadas sobre la mesa.

—Lo encontraron muerto anteayer. De un tiro en la nuca.

Leila se estremeció.

—No puede ser.

—Sí, por desgracia —dijo Patrik. Leila se había puesto pálida, y Patrik pensó si no debería ir por un vaso de agua.

La mujer tragó saliva y pareció serenarse un poco, pero le temblaba la voz:

—¿Por qué? ¿Sabéis quién lo hizo?

—Por ahora, el autor de los hechos nos es desconocido —Patrik se oyó a sí mismo caer en el tono seco y la jerga policial, como siempre que las emociones cobraban protagonismo.

Leila estaba visiblemente afectada.

—¿Existe alguna conexión entre…? —No concluyó la pregunta.

—Por ahora no sabemos nada —respondió Paula—. Sencillamente, estamos tratando de obtener más información sobre Mats, y si había en su vida alguien que tuviera motivos para matarlo.

—El trabajo que aquí realizáis es muy particular —dijo Patrik. Supongo que las amenazas no son algo insólito, ¿verdad?

—No, no lo son —dijo Leila—. Aunque por lo general van dirigidas más bien a las mujeres, no a nosotros. Además, Mats se encargaba principalmente de la economía, y actuaba de enlace de muy pocas mujeres. Como ya he dicho, dejó de trabajar con nosotros hace tres meses. Me cuesta entender cómo…

—¿No recuerdas ningún suceso especial mientras estuvo aquí? ¿Ninguna situación llamativa, ninguna amenaza dirigida específicamente contra él?

Una vez más, Patrik creyó advertir ese destello en su mirada, pero se esfumó tan rápido que dudaba de que no hubieran sido figuraciones suyas.

—No, no recuerdo nada de eso. Matte trabajaba más bien entre bambalinas. Llevaba los libros contables. El debe y el haber.

—¿Qué contacto tenía con las mujeres que os pedían ayuda? —preguntó Paula.

—Muy poco. Él se ocupaba sobre todo de lo administrativo. —Leila seguía conmocionada por la noticia de la muerte de Mats. Miraba sin comprender a Paula y a Patrik.

—Bueno, pues creo que ya no tenemos más preguntas, por ahora —dijo Patrik. Sacó una tarjeta y la dejó en la mesa de Leila—. Si tú o algún otro empleado cayera en algún detalle, no tenéis más que llamar.

Leila asintió y guardó la tarjeta.

—Por supuesto.

Cuando se despidieron, la pesada puerta de acero se cerró a sus espaldas.

—¿Qué te parece? —preguntó Patrik con un tono discreto mientras bajaban la escalera.

—Creo que nos oculta algo —dijo Paula.

—Estoy de acuerdo.

Patrik parecía disgustado. Tendrían que investigar la asociación Fristad un poco más a fondo.

Fjällbacka, 1871

E
l ambiente había sido de lo más extraño a lo largo del día. Karl y Julian estuvieron vigilando el faro a ratos y, por lo demás, se mantenían apartados de ella. Ninguno de los dos la miraba a los ojos.

Los demás también notaban que había algo amenazador en el aire. Estaban más presentes que de costumbre, aparecían de pronto para esfumarse enseguida y a toda prisa. Se cerraban puertas y se oían en el piso de arriba pasos que cesaban cuando ella subía. Querían algo de ella, eso estaba claro, pero no alcanzaba a comprender qué. En varias ocasiones notó el soplo de un hálito en la mejilla y cómo alguien le tocaba el hombro o el brazo. Como el roce de una pluma en la piel que, una vez desaparecido, se le antojaba una ilusión. Pero sabía que era real, tan real como la sensación de que debería huir de allí.

Emelie contemplaba el manto de hielo con nostalgia. Tal vez debiera aventurarse a cruzarlo. No acababa de pensarlo cuando notó una mano en la espalda, como queriendo empujarla hacia la puerta. ¿Sería eso lo que querían decirle? ¿Que debería irse mientras pudiera? Pero le faltaba valor. Allí seguía, deambulando por la casa como un alma en pena. Limpiaba, ordenaba e intentaba no pensar. Era como si la ausencia de aquellas miradas malévolas fuera más ominosa y aterradora que las miradas en sí mismas.

A su alrededor, los otros buscaban su atención. Trataban de que los escuchara, pero por mucho que se esforzaba, no los entendía. Notaba las manos que la tocaban, oía los pasos que la seguían impacientes dondequiera que fuese y los susurros nerviosos y entremezclados, imposibles de distinguir.

Cuando cayó la noche le temblaba todo el cuerpo. Sabía que Karl no tardaría en salir al primer turno de guardia en el faro y le corría prisa tener la cena lista. Sin pensarlo, se puso a preparar el pescado salado. Al ir a verter el agua hirviendo de las patatas, temblaba de tal manera que estuvo a punto de escaldarse.

Se sentaron a la mesa y, de repente, oyó un retumbar como de pasos en el piso de arriba. Resonaba cada vez con más fuerza, cada vez más rítmicamente. Karl y Julian no parecían advertirlo, pero se revolvían inquietos en el banco de la cocina.

—Saca el aguardiente —le ordenó Karl con la voz bronca señalando el armario donde guardaban el alcohol.

Emelie no sabía qué hacer. Aunque solían volver como cubas del Abelas, rara vez sacaban la botella cuando estaban en casa.

—Te digo que saques el aguardiente —insistió, y Emelie se levantó en el acto. Abrió el armario y sacó la botella, que estaba casi llena. La puso en la mesa, junto con dos vasos.

—Tú también vas a beber —dijo Julian. Tenía en la mirada un brillo que le daba escalofríos.

—Yo… no sé… —acertó a decir. Prefería no beber alcohol tan fuerte. En alguna ocasión había probado un poco y no le gustaba.

Karl se levantó irritado, sacó un vaso del armario y lo puso de golpe en la mesa, delante de Emelie. Luego, lo llenó con colmo.

—Yo no quisiera… —se le quebró la voz y sintió que temblaba más que antes. Nadie había probado bocado aún. Muy despacio, se llevó el vaso a los labios y dio un sorbito.

—De un trago —dijo Karl. Se sentó y llenó su vaso y el de Julian—. De un trago. Ya.

En el piso de arriba se oían los redobles cada vez más fuertes. Pensó en el hielo que se extendía hasta Fjällbacka, y que habría podido resistir su peso y llevarla a un lugar seguro si hubiera sabido escuchar, si se hubiera atrevido. Pero ya era de noche, imposible huir. De repente, notó una mano en el hombro, un leve roce que le decía que no estaba sola.

Emelie apuró el vaso hasta el fondo. No tenía elección, estaba prisionera. No sabía por qué, pero así era. Era la prisionera de aquellos dos hombres.

Karl y Julian apuraron lo suyo cuando vieron que ella se lo había bebido todo. Luego, Julian le llenó una y otra vez el vaso hasta el borde. Se derramó un poco en la mesa. No tuvieron que decir nada. Emelie sabía lo que tenía que hacer. No apartaban la vista de ella mientras se servían de nuevo, y comprendió que, pasara lo que pasara, tendría que beberse el aguardiente una y otra vez.

Al cabo de un rato le daba vueltas la habitación y se dio cuenta de que la estaban desnudando. Ella no opuso resistencia. El alcohol le pesaba en las articulaciones y no tenía fuerzas para resistirse. Y mientras crecía la fuerza de los redobles en el piso de arriba hasta que el ruido le llenó la cabeza, Karl se tumbó encima de ella. Luego llegó el dolor; y la oscuridad. Julian le sujetaba con fuerza los brazos, y lo último que vio fueron sus ojos llenos de odio.

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