Los viajes de Tuf (49 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción

BOOK: Los viajes de Tuf
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La cubierta del Arca tenía dos veces el tamaño del campo de aterrizaje del Espaciopuerto de K'theddion y estaba repleta de naves. Entre ellas había otras cuatro lanzaderas iguales al Grifo, una vieja nave mercante con el casco en forma de lágrima, típica de Avalon, reposando sobre sus algo torcidos soportes de aterrizaje; un caza militar de aspecto más bien maligno; una especie de barcaza de un tamaño absurdamente grande, recubierta de barrocos ornamentos dorados y con un primitivo cañón de arpones montado encima; dos naves que parecían de diseño alienígena y no inspiraban demasiada confianza y otra que aparentaba no ser sino una gran placa cuadrada con un pilón en el centro.

—¿Colecciona naves espaciales? —le preguntó Jaime Kreen una vez que Tuf hubo posado el Grifo y los dos hubieron bajado a la cubierta.

—Una idea interesante —replicó Tuf—, pero no es así. Las cinco lanzaderas son parte del equipo original del Arca y conservo la vieja nave mercante por razones sentimentales, ya que fue mi primera propiedad. Las demás las he ido adquiriendo durante mis viajes. Quizá debería ir pensando en limpiar un poco la cubierta, pero siempre existe la posibilidad de que alguna de tales naves pueda revelarse dotada de valor comercial, por lo que, hasta el momento, me he abstenido de hacerlo. Es un asunto en el cual debo meditar. Ahora, haga el favor de acompañarme.

Avanzaron por una serie de salas de recepción y luego tomaron por varios corredores hasta llegar a un garaje en el que había varios pequeños vehículos de tres ruedas. Haviland Tuf le indicó a Kreen que subiera a uno, dejó a Dax en el espacio intermedio del asiento y luego lo puso en marcha, enfilando por un enorme túnel lleno de ecos que parecía tener muchos kilómetros de largo. El túnel estaba ocupado a los lados por tanques de cristal de muchas formas y tamaños distintos, todos llenos de fluidos y líquidos de variable consistencia. En algunas de las cubas se veían siluetas oscuras que se apilaban lentamente en el interior de bolsas traslúcidas, y algunas de ellas daban la impresión de seguirles con la mirada al pasar. Kreen encontró esos movimientos más bien terribles y espantosos, pero Tuf no pareció prestarles la más mínima atención. Guiaba el vehículo con los ojos clavados en la lejanía.

Tuf acabó deteniendo el vehículo en una habitación idéntica a la primera que habían visitado, recogió a Dax y condujo a su prisionero, por otro pasillo, hasta una estancia algo polvorienta, pero de aspecto cómodo, que se encontraba atiborrada de muebles. Le indicó con una seña a Kreen que tomara asiento y él hizo lo mismo, depositando a Dax en un tercer asiento ya que, una vez sentado, Tuf se había convertido en una masa esférica carente de regazo.

—Y ahora —dijo Haviland Tuf—, hablaremos. Las vastas dimensiones de la nave de Tuf habían logrado amansar un tanto a Jaime Kreen, pero al oír esas palabras pareció recobrar el ánimo.

—No tenemos nada de qué hablar —replicó.

—¿Eso es lo que piensa? —dijo Haviland Tuf—. No estoy de acuerdo. No obré por un simple impulso generoso cuando le rescaté de su ignominiosa prisión. Me ha planteado un misterio, tal y como le hice notar a Dax, cuando nos atacó por primera vez. Los misterios me ponen nervioso. Deseo algunas aclaraciones al respecto.

El delgado rostro de Jaime Kreen adoptó una expresión levemente calculadora.

—¿Qué razón tengo para ayudarle? Sus falsas acusaciones me llevaron a la cárcel y ahora me ha comprado en calidad de esclavo. ¡Además, me rompió los brazos! No le debo nada.

—Caballero —dijo Haviland Tuf, cruzando sus manazas sobre la inmensidad de su estómago—, ya hemos dejado claramente sentado el hecho de que me debe cuatrocientas unidades. Estoy dispuesto a ser razonable. Le haré preguntas y usted me dará respuestas. Por cada respuesta, deducirá una unidad de la deuda que tiene para conmigo.

—¡Una! Absurdo. No importa lo que desee saber. Sea lo que sea, ya vale más que eso. ¡Diez unidades por cada respuesta! ¡Ni una pizca menos!

—Le aseguro —dijo Haviland Tuf—, que sea cual sea la información que posee lo más probable es que no valga nada. Sólo siento curiosidad. Soy un esclavo de tal emoción. Es un defecto que soy incapaz de corregir y del cual ahora se encuentra usted en posición de sacar provecho. Pero no creo que deba intentar aprovechar excesivamente tal ventaja. Me niego a ser estafado. Dos unidades.

—Nueve —dijo Kreen.

—Tres y no pienso subir más el precio. Me estoy impacientando —el rostro de Tuf permanecía totalmente inexpresivo.

—Ocho —dijo Kreen—, y no intente jugar conmigo. Haviland Tuf no le respondió. No hizo el menor gesto, pero sus ojos se volvieron hacia Dax. El enorme gato negro bostezó y se estiró voluptuosamente.

Después de unos cinco minutos de silencio Kreen dijo: —Seis unidades y el precio es barato. Sé muchas cosas importantes, cosas que Moisés estaría muy contento de conocer. Seis.

Haviland Tuf siguió callado. Transcurrieron unos cuantos minutos más.

—Cinco —dijo Kreen frunciendo el ceño. Haviland Tuf guardó silencio.

—De acuerdo —acabó diciendo Kreen—, tres unidades. Es usted un estafador y un canalla, aparte de un criminal. Carece de ética.

—No pienso hacer caso alguno de sus desahogos verbales —dijo Haviland Tuf—. Entonces, la suma acordada es de tres unidades. Se me ha ocurrido la repentina idea de que quizá sienta la tentación de proporcionarme respuestas evasivas o que puedan inducirme a error, para con ello obligarme a formular muchas preguntas obteniendo una información insignificante. Le advierto que no consentiré tal tipo de estupideces y que tampoco pienso tolerar engaño alguno. Por cada mentira que intente hacerme tragar añadiré otras diez unidades a su deuda.

Kreen se rió. —No tengo intención alguna de mentir, Tuf. Pero incluso si lo hiciera, ¿cómo podría saberlo? No soy tan transparente.

Haviland Tuf se permitió entonces una pequeña sonrisa, pero era un fruncimiento tan imperceptible de labios que una vez desaparecido era imposible estar seguro de que había existido.

—Caballero —dijo—, puedo asegurarle que lo sabría de inmediato. Dax me lo diría, del mismo modo que me indicó cuanto pensaba rebajar su absurda petición de diez unidades y me advirtió de su cobarde ataque en K'theddion. Dax pertenece a la especie felina, caballero, como no dudo de que, incluso usted, habrá sido capaz de notar. Todos los felinos poseen cierta habilidad psiónica, como la humanidad ha sabido muy bien a lo largo de su historia, y Dax es el resultado final de generaciones de crianza dirigida y de manipulación genética que han fortalecido enormemente ese rasgo en él. Por lo tanto, todos nos ahorraremos buena cantidad de tiempo y esfuerzos, si me da respuestas completas y honestas. En tanto que los talentos de Dax no alcanzan el grado suficiente de sofisticación, como para discernir en su mente las siempre difíciles ideas abstractas, le aseguro que le resulta sumamente fácil saber si miente o si está reteniendo alguna información. Por lo tanto, y teniendo ello bien presente, ¿podemos empezar?

Jaime Kreen estaba mirando fijamente al enorme gato negro con expresión venenosa. Dax volvió a bostezar.

—Adelante —acabó diciendo Kreen con súbito desánimo.

—Primero —dijo Tuf, tenemos el misterio de su ataque contra nosotros. No le conozco, caballero. Su persona me resulta totalmente desconocida. No soy más que un sencillo mercader y mis servicios benefician a todos los que me emplean. No le ofendí en nada y pese a ello me atacó. Con ello surgen varios interrogantes. ¿Por qué? ¿Cuál era su motivo? ¿Me conoce de algo? ¿Le ofendí acaso por alguna acción de la cual me he olvidado?

—¿Es una sola pregunta o son cuatro a la vez? —dijo Kreen.

Haviland Tuf cruzó nuevamente las manos sobre su estómago.

Un buen tanto, señor. Empecemos con ésta: ¿me conoce?

—No —dijo Kreen—, pero conozco su reputación. Tanto usted como su Arca, Tuf, son únicos y su fama es grande. Y cuando le encontré por casualidad en ese sucio restaurante, no me resultó difícil reconocerle. Los gigantes gordinflones, pálidos y sin un solo pelo, no resultan excepcionalmente comunes, ya podrá suponerlo.

—Tres unidades —dijo Tuf—. No pienso darme por enterado, ni de sus insultos ni de sus halagos. Así pues, no me conocía. ¿Por qué me atacó?

—Estaba borracho.

—No es suficiente. Es cierto que lo estaba, pero había otros clientes en el local y cualquiera de ellos habría estado dispuesto a complacerle, caso de que sencillamente hubiera estado buscando pelea. No era así. Me eligió entre todos los demás. ¿Por qué?

—No me gusta usted. Según mi punto de vista, es un criminal.

—Los puntos de vista varían, claro está, según la persona —replicó Tuf—. En algunos planetas, mi simple estatura ya sería un crimen. En otros mundos, el hecho de que sus botas estén hechas con piel de vaca, podría proporcionarle una larga condena de prisión. Así pues y en dicho sentido, ambos somos criminales. Pero tengo la sensación de que es injusto juzgar a un hombre por otras leyes distintas a las de la cultura en la cual vive o se encuentra en un momento dado. En dicho sentido no soy un criminal y su respuesta sigue siendo insuficiente. Explique mejor las razones de que no le gusta mi persona. ¿De qué crímenes me acusa?

—Soy caritano —dijo Kreen y tosió—. Quizá debería decir que lo he sido. De hecho era administrador, aunque sólo del sexto grado. Moisés destruyó mi carrera. Mi acusación criminal es que usted le ayudó. Eso es algo que todos saben y no deseo que me aburra con sus negativas.

Haviland Tul miró a Dax. —Parece que me está diciendo la verdad y su respuesta contiene una buena cantidad de información, aunque al mismo tiempo hace surgir nuevos interrogantes y dista mucho de resultar clara. Sin embargo, seré bondadoso y la contaré como respuesta válida. Así pues, seis unidades. Y mis siguientes preguntas serán muy sencillas. ¿Quién es Moisés y qué es un caritano?

Jaime Kreen le miró con incredulidad. —¿Pretende regalarme seis unidades? No finja, Tuf, porque no pienso tragarme eso. Sabe muy bien quién es Moisés.

—Ciertamente, lo sé, aunque no del todo —replicó Tuf—. Moisés es una figura mítica, asociada a las diversas religiones ortodoxas cristianas, una figura que se supone vivió en la Vieja Tierra en algún lejano momento del pasado. Creo que tiene cierta relación con Noé, de quien deriva el nombre de mi Arca, aunque no sé muy bien cómo. Puede que fueran hermanos, no conozco bien los detalles. De cualquier modo, ambos se contaron entre los primeros practicantes de la guerra ecológica, campo con el cual me encuentro muy familiarizado. Así pues y en cierto sentido sé quién era Moisés. Sin embargo, ese Moisés lleva muerto un periodo de tiempo lo bastante prolongado, como para hacer sumamente improbable que fuera el causante de la destrucción de su carrera y aún más improbable el que fuera a importarme un comino las informaciones que usted pudiera darme sobre él. Por lo tanto, debo juzgar que me está hablando de algún otro Moisés al cual no conozco. Y ése, caballero, era el punto hacia el cual pretendía apuntar mi pregunta.

—Muy bien —dijo Kreen—. Si insiste en fingir ignorancia, seguiré su estúpido juego. Un caritano es un ciudadano de Caridad, como usted sabe perfectamente. Moisés, tal y como se llama a sí mismo, es un demagogo religioso que dirige la Sacra Restauración Altruista. Con su ayuda ha emprendido una devastadora campaña de guerra ecológica, contra la Ciudad de Esperanza, nuestra única gran arcología y el centro de la vida caritana.

—Doce unidades —dijo Tuf—. Amplíe su explicación. Kreen suspiró y se removió en su asiento.

—Los Sacros Altruistas fueron hace siglos los colonizadores originales de Caridad. Abandonaron su planeta de origen al ver ofendidas sus sensibilidades religiosas por el avance tecnológico. La Sacra Iglesia Altruista enseña que la salvación se consigue viviendo de modo sencillo en la proximidad de la naturaleza, sufriendo y sacrificándose. Por lo tanto, los Altruistas decidieron buscar un planeta inhóspito, sufrir, sacrificarse y morir felizmente, cosa que hicieron durante unos cien años o más. Los recién llegados construyeron la arcología que llamamos Ciudad de Esperanza, cultivaron la tierra con avanzada maquinaria robotizada, abrieron un espaciopuerto y pecaron en modos muy variados contra Dios. Lo que es aún peor, unos cuantos años después, los hijos de los Altruistas empezaron a huir en gran número del desierto, para ir a la Ciudad y disfrutar un poco de la vida. En unas cuantas generaciones, de los Altruistas sólo quedaba un puñado de viejos. Pero entonces apareció Moisés conduciendo el movimiento que llaman la Restauración. Fue a la Ciudad de Esperanza, se enfrentó al consejo de los administradores y pidió que dejáramos marchar a su gente. Los administradores le explicaron que su gente no quería marcharse, pero Moisés no se dejó impresionar por ello. Dijo que si no dejábamos marchar a su gente, si no cerrábamos el espaciopuerto y no desmantelábamos la Ciudad de Esperanza, para vivir cerca de Dios, haría caer plagas incontables sobre nosotros.

—Interesante —dijo Haviland Tuf—. Continúe.

—El dinero es suyo —replicó Jaime Kreen—. Bueno, los administradores le dieron a Moisés una patada en su peludo trasero y todo el mundo se rió mucho de él. Pero también hicimos algunas comprobaciones, por si acaso. Todos habíamos oído viejas historias de horror sobre la guerra biológica, claro está, pero dábamos por sentado que sus secretos se habían perdido hacía mucho tiempo, cosa que nuestros ordenadores confirmaron. Las técnicas de clonación y manipulación genética empleadas por los Imperiales de la Tierra sobrevivieron sólo en un puñado de planetas muy alejados unos de otros y el más cercano de los cuales estaba a siete años de nosotros, utilizando impulsores MRL.

—Ya veo —dijo Haviland Tuf—. Pero no me cabe duda alguna de que también debieron oír algo sobre las sembradoras del extinguido Cuerpo de Ingeniería Ecológica del Imperio Federal.

—Sí, algo oímos —dijo Kreen con una sonrisa amarga—. No quedaba ya ninguna. Todas habían sido destruidas o se habían perdido hacía siglos y no debíamos preocuparnos por ellas. Al menos así lo creímos hasta que el capitán de una nave mercante, que hizo escala en Puerto Fe, nos trajo otras informaciones. Los rumores viajan, Tuf, aunque sea entre las estrellas. Su fama le precede y le condena. Nos lo contó todo sobre usted y su Arca descubierta por casualidad, esa nave que estaba usando para llenarse los bolsillos de dinero y la tripa de grasa. Otras naves de otros mundos nos confirmaron su existencia y el hecho de que controlaba una sembradora del CIE todavía en funcionamiento. Pero no teníamos ni idea de que estuviera aliado a Moisés, hasta que empezaron las plagas.

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