—Las soluciones a que se refiere son, por naturaleza propia, meros aplazamientos —comentó Haviland Tuf—. Estoy seguro que de ello debe resultar obvio. La única solución verdadera es el control de la población.
—No nos comprende, Tuf. Las restricciones sobre los nacimientos son un anatema para la inmensa mayoría de los s'uthlameses. Jamás conseguirá que un número realmente significativo de gente las acepte y, desde luego, no conseguirá que lo hagan sólo para evitar una maldita catástrofe irreal en la que, de todos modos, ninguno de ellos cree. Unos cuantos políticos excepcionalmente estúpidos e idealistas lo han intentado y se les hizo caer de la noche a la mañana, denunciándoles como personas inmorales y opuestas a la vida.
—Ya veo —dijo Haviland Tuf—. Maestre de Puerto Mune, ¿es usted una mujer de fuertes convicciones religiosas?
Ella torció el gesto y bebió un poco más de cerveza. —¡Diablos, no! Supongo que soy agnóstica. No lo sé, no pienso demasiado en ello. Pero también pertenezco a los cero, aunque es algo que no admitiré nunca ahí abajo. Muchos hiladores son de los cero. En un sistema tan pequeño y cerrado como el Puerto, los efectos de una procreación incontrolada se harían muy pronto condenadamente aparentes y serían condenadamente terribles. Ahí abajo, ¡maldición!, la cosa no esta tan clara. Y la Iglesia... ¿está familiarizado con la Iglesia de la Vida en Evolución?
—Tengo cierta familiaridad sucinta con sus preceptos —dijo Tuf—, aunque debo admitir que la he adquirido muy recientemente.
—S'uthlam fue colonizada por los ancianos de la Iglesia de la Vida en Evolución —dijo Tolly Mune—. Venían huyendo de la persecución religiosa en Tara y se les perseguía a causa de que procreaban tan condenadamente aprisa que estaban amenazando con apoderarse del planeta por su simple número, cosa que al resto de nativos no les gustaba ni pizca.
—Un sentimiento muy comprensible —dijo Tuf.
—Eso fue lo mismo que terminó con el programa de colonización, lanzado por los expansionistas hace unos cuantos siglos. La Iglesia... bueno, su creencia básica es que el destino de la vida consciente es llenar todo el universo, que la vida es el bien definitivo y último. La antivida es el mal definitivo. La Iglesia cree que la vida y la antivida mantienen una especie de carrera entre sí. La Iglesia dice que debemos evolucionar a través de estados cada vez más elevados, en conciencia y genio, hasta llegar a una especie de eventual divinidad y que debemos conseguir tal divinidad a tiempo de evitar la muerte calórica del universo. Dado que la evolución trabaja mediante el mecanismo biológico de la procreación, lo que debemos hacer es procrear, expandiendo y enriqueciendo continuamente el estanque genético y llevando nuestra semilla hasta los astros. Restringir los nacimientos... si lo hacemos, quizás estuviéramos interfiriendo con el siguiente paso en la evolución humana, quizás estuviéramos abortando a un genio, a un protodiós, al portador de un cromosoma mutante que sería capaz de hacer ascender a la raza ese peldaño siguiente de la escalera, tan cargado de trascendencia.
—Creo haber comprendido lo esencial de su credo —dijo Tuf.
—Somos un pueblo libre, Tuf —dijo Tolly Mune—. Hay diversidad religiosa, libertad de culto y todo eso. Tenemos además Erikaners, Cristeros Viejos y Niño del Soñador. Tenemos bastiones de los Ángeles de Acero y comunas del Crisol, lo que se le ocurra. Pero más del ochenta por ciento de la población sigue perteneciendo a la Iglesia de la Vida en Evolución y sus creencias son más fuertes ahora que en ningún otro momento. Miran a su alrededor y ven los frutos obvios de las enseñanzas de la Iglesia. Cuando se tiene a miles de millones de personas se tiene a millones de genios y se tiene, además, el estímulo de una virulenta fertilización cruzada, de una competición salvaje en busca del progreso y de unas necesidades increíbles. Por lo tanto, ¡maldición!, es muy lógico que S'uthlam haya conseguido llevar a cabo avances tecnológicos casi milagrosos. Ven nuestras ciudades y el ascensor, ven a los visitantes que acuden de un centenar de mundos para estudiar aquí, ven cómo estamos eclipsando a todos nuestros vecinos. No ven una catástrofe y los líderes de la Iglesia no paran de repetir que todo irá estupendamente, ¡Por qué demonios van a permitir que a la gente se le impida procrear! —Le dio un fuerte golpe a la mesa y se volvió hacia un camarero—. ¡Tú! —le dijo secamente—. Más cerveza y rápido. —Luego se volvió hacia Tuf—. Por lo tanto, no me suelte esas ingenuas sugerencias. Las restricciones de nacimientos son impracticables dada nuestra situación. Es imposible. ¿Lo ha entendido, Tuf?
—No hay ninguna necesidad de impugnar mi inteligencia —dijo Haviland Tuf y acarició a Desorden, que se había instalado de nuevo en su regazo después de haberse atracado de carne—. El apuro en que se encuentra S'uthlam me ha llegado al corazón. Haré todo lo que esté en mi mano para aliviar las calamidades de su planeta.
—Entonces, ¿nos venderá el Arca? —le preguntó ella secamente.
—Ésa es una hipótesis carente de base —replicó Tuf—. Sin embargo, haré ciertamente cuanto se encuentre dentro de mis capacidades como ingeniero ecológico antes de partir rumbo a otros mundos.
Los camareros estaban trayendo ya el postre: grandes frutas jugosas de color verde azulado que nadaban en cuencos de espesa crema. Desorden olió la crema y saltó sobre la mesa para emprender una investigación más concienzuda, en tanto que Haviland Tuf alzaba la fina cuchara de plata que habían puesto ante él.
Tolly Mune meneó la cabeza. —Llévenselo —dijo bruscamente—, es demasiado condenadamente espesa para mí. Sólo quiero una cerveza.
Tuf la miró y levantó un dedo. —¡Un instante! No serviría de nada permitir que su ración de este delicioso postre se desperdiciara. Estoy seguro de que a Desorden le encantará.
La Maestre de Puerto tomó un sorbo de su nueva jarra y frunció el ceño.
—Se me han terminado las palabras, Tuf. Estamos ante una crisis. Necesitamos esa nave. Ésta es su última oportunidad. ¿Quiere venderla?
Tuf la miró y Desorden avanzó rápidamente hacia el cuenco del postre.
—Mi posición no ha variado.
—Entonces, lo siento —dijo Tolly Mune—. No quería verme obligada a hacer esto. —Chasqueó los dedos. En el silencio que siguió a ese instante, durante el cual sólo se había oído el ruido de la gata lamiendo la crema, el chasquido resonó como un disparo. A lo largo de los muros cristalinos los altos y serviciales camareros metieron la mano bajo sus elegantes libreas negro y oro sacando de ellas pistolas neurales.
Tuf parpadeó y movió la cabeza, primero a la derecha y luego a la izquierda, estudiando por turno a cada uno de los hombres, mientras Desorden empezaba con la fruta.
—¡Traición! —dijo con voz átona—. Me encuentro gravemente decepcionado. Mi confianza y mi buena disposición natural han sido cruelmente utilizadas en mi contra.
—Tuf, condenado estúpido, usted me obligó a...
—Tal abuso del rango no hace sino exacerbar la traición en lugar de justificarla —dijo Tuf con la cuchara en la mano—. ¿Voy a ser ahora, por ventura, asesinado en secreto y con la peor de las villanías?
—Somos gente civilizada —dijo Tolly Mune con voz irritada, enfadada con Tuf, con Josen Rael, con la condenada Iglesia de la Vida en Evolución y, por encima de todo, con ella misma por haber llegado a tal extremo—. No, nada de eso. Ni tan siquiera vamos a robar esa maldita nave suya por la que tanto se preocupa. Todo esto es legal, Tuf. Se encuentra arrestado.
—Ciertamente —dijo Tuf—. Por favor, acepte mi rendición. Siempre estoy entusiásticamente dispuesto a cumplir con las leyes locales. ¿Cuáles son los cargos por los que voy a ser juzgado?
Tolly Mune sonrió sin ningún entusiasmo, sabiendo muy bien que esta noche en la Casa de la Araña su nombre volvería a ser la Viuda de Acero. Luego señaló hacia el otro extremo de la mesa, en el cual Desorden estaba sentada lamiéndose cuidadosamente los bigotes llenos de crema.
—Importación ilegal de alimañas dentro del Puerto de S'uthlam —dijo.
Tuf depositó cuidadosamente su cuchara en la mesa y plegó las manos sobre el vientre.
—Me parece recordar que traje aquí a Desorden a resultas de una clara invitación por su parte.
Tolly Mune sacudió la cabeza. —No servirá de nada, Tuf. Tengo grabada toda nuestra conversación. Es cierto que dije no haber visto jamás un animal vivo, pero eso es simplemente una afirmación y ningún tribunal podría llegar a considerarla como una incitación para que cometiera una violación criminal de nuestros reglamentos sanitarios. Al menos, ninguno de nuestros tribunales. —En su sonrisa había cierto matiz de disculpa.
—Ya veo —dijo Tuf—. En tal caso, pasemos por alto las siempre engorrosas y lentas maquinaciones legales. Me declaro culpable y estoy dispuesto a pagar la multa que corresponda a esta leve infracción.
—Muy bien —dijo Tolly Mune—. La multa es de cincuenta unidades base. —Hizo un gesto y uno de los camareros avanzó hacia la mesa y se apoderó de la gata—. Naturalmente —concluyó Tolly—, la alimaña debe ser destruida.
—Odio la gravedad —le dijo Tolly Mune a un sonriente Josen Rael una vez hubo terminado su informe sobre la cena—. Me agota y odio pensar en lo que toda esa condenada tensión le hace a mis músculos y órganos internos. ¿Cómo podéis vivir los gusanos de ese modo, día tras día? ¡Y toda esa condenada comida! La engullía de una forma casi obscena y todos esos olores...
—Maestre de Puerto, tenemos asuntos más importantes que discutir —dijo Rael—. ¿Está todo listo? ¿Le hemos cogido?
—Tenemos a su gata —dijo ella con voz lúgubre—. Para ser más exactos, tengo a su gata. —Como si hubiera estado esperando esas palabras Desorden lanzó un maullido y pegó la cabeza a la rejilla de plastiacero de la jaula que los hombres de seguridad habían erigido en uno de los rincones de su habitación. Desorden maullaba muchísimo. Estaba claro que la ingravidez no le resultaba nada cómoda y cada vez que intentaba moverse empezaba a girar sobre sí misma sin lograr controlarse. Cada vez que la gata se golpeaba con la rejilla, Tolly Mune no podía reprimir un leve pinchazo de culpabilidad. Estaba segura de que él habría sellado el documento de transferencia sólo para salvar a ese condenado animal.
Josen Rael no parecía muy alegre. —La verdad es que su plan no me parece demasiado bueno, Maestre de Puerto. En el nombre de la vida, ¿por qué iba alguien a entregar un tesoro de la magnitud del Arca para preservar un espécimen animal? Y menos aún cuando, según me ha dicho, posee otras alimañas del mismo tipo a bordo de su nave.
—Porque está emocionalmente muy unido a esta alimaña en particular —dijo Tolly Mune con un suspiro—. Pero Tuf es mucho más tozudo de lo que pensaba. Se dio cuenta de que yo estaba fanfarroneando.
—Entonces, destruya al animal. Demuéstrele que estamos hablando en serio.
—¡Oh, Josen, un poco de cordura! —replicó ella con impaciencia—. ¿Y dónde estaríamos entonces? Si llevo adelante el plan y mato a esa maldita bestia, entonces me quedo sin nada. Tuf lo sabe y sabe que yo lo sé y sabe que yo sé que él lo sabe. Al menos ahora tenemos algo que él desea. Estamos en tablas.
—Cambiaremos las leyes —sugirió Josen Rael—. A ver, sí. ¡La pena por introducir alimañas en el Puerto debería incluir la confiscación de la nave usada para dicho acto de contrabando!
—Condenadamente genial —dijo Tolly Mune—. Es una pena que estén prohibidas las leyes con efectos retroactivos.
—Todavía no he oído ningún plan mejor por su parte.
—Josen, ello se debe a que todavía no tengo ninguno. Pero ya lo tendré. Discutiré con él, le engañaré, no lo sé. Conocemos sus debilidades: la comida, sus gatos. Puede que haya algo más y que podamos utilizarlo. Conciencia, libido, una debilidad hacia el juego o la bebida... —se quedó callada y empezó a pensar—. El juego —repitió—, claro... Le gusta jugar. Apuntó con un dedo hacia la pantalla—. No se meta en esto. Me dio tres días y mi tiempo todavía no se ha terminado. Mantenga bien firme la cremallera. —Con un gesto hizo esfumarse sus rasgos de la gran pantalla y en su lugar puso la oscuridad del espacio, con el Arca flotando ante un telón de estrellas inmóviles.
La gata pareció reconocer la imagen de la pantalla y emitió un maullido quejumbroso. Tolly Mune la miró con el ceño fruncido y pidió que la pusieran en comunicación con su encargada de seguridad.
—Tuf —ladró—, ¿dónde está ahora?
—Está en el Hotel Panorama del Mundo, en su sala de juegos clase estelar, Mamá —respondió la encargada de ese turno.
—¿El Panorama del Mundo? —gimió ella—. ¿Así que ha acabado eligiendo un maldito palacio para gusanos, eh? ¿Qué tienen ahí, gravedad completa? Oh, infiernos, no importa. Cuida de que no se mueva de ahí. Ahora bajo.
Le encontró jugando a la canasta a cinco. Tenía delante una pareja de gusanos de tierra ya mayores; un cibertec al que habían suspendido de empleo y sueldo por saquear sistemas, unas cuantas semanas antes, y un negociador comercial, más bien obeso y paliducho, de Jazbo. De guiarse por el montón de fichas que había ante él, Tuf estaba ganando bastante. Tolly hizo chasquear los dedos y la camarera se acercó rápidamente con una silla. Tolly Mune se instaló junto a Tuf y le tocó suavemente el brazo.
—Tuf —dijo. Él volvió la cabeza y se apartó un poco de ella.
—Tenga la amabilidad de no ponerme las manos encima, Maestre de Puerto Mune.
Ella retiró la mano. —¿Qué está haciendo, Tuf?
—Por el momento estoy poniendo a prueba una estratagema, tan nueva como interesante, recién inventada por mí en contra del Negociador Dez. Me temo que quizás acabe resultando que carece de fundamento científico, pero el tiempo lo dirá. Hablando en un sentido más amplio, estoy esforzándome por ganar una magra cantidad de unidades base mediante la aplicación del análisis estadístico y la psicología práctica. Debo decir que S'uthlam no resulta nada barata, Maestre de Puerto Mune.
El jazboíta, con su larga cabellera empapada con aceites irisados y su obeso rostro lleno de cicatrices, rió roncamente, exhibiendo con ello una pulida dentadura negra en la que había incrustadas diminutas joyas carmesí.
—Hago un desafío, Tuf —dijo, tocando un botón que había junto a su puesto y que hizo centellear brevemente sus cartas sobre la superficie iluminada de la mesa.
Tuf se inclinó por un segundo hacia adelante. —Ciertamente —replicó. Un dedo pálido y muy largo se movió en el gesto preciso y su propia jugada se encendió dentro del círculo—. Me temo que ha perdido, señor. Mi experimento ha resultado triunfante, aunque no dudo de que ello se ha debido a un mero capricho de la fortuna.