—¿Cuál? —dijo ella con inquietud—. ¿Qué decisión? Usted ha tomado todas las malditas decisiones. ¿De qué infiernos está hablando?
—Permítame indicar que, por el momento, ni una sola espora del maná ha sido liberada en la atmósfera de S'uthlam —dijo Haviland Tuf.
Ella lanzó un resoplido despectivo.
—¿Y? Ya hemos accedido a su maldito trato. No tengo modo alguno de pararle los pies.
—Ciertamente, y es lamentable. Pero quizá pueda ocurrírsele alguno. Mientras tanto sugiero que volvamos a mis aposentos. Dax está esperando su cena. He preparado una excelente crema de hongos, procedentes de mi propio suministro, y también hay cerveza helada de Moghoun, un brebaje lo bastante fuerte para complacer tanto a los dioses como a los monstruos. Y, por supuesto, mi equipo de comunicaciones se encuentra a su disposición, para el caso de que acabe descubriendo la necesidad de hablar con su gobierno.
Tolly Mune abrió la boca para replicarle de modo cortante, pero volvió a cerrarla, asombrada.
—¿Quiere usted decir, lo que me parece que quiere decir? —preguntó.
—Resulta difícil afirmarlo, señora —dijo Tuf—. Aquí la única poseedora de un gato psiónico es usted.
El camino hasta los aposentos de Tuf fue tan silencioso como interminable, al igual que la cena fue un tormento que parecía no tener fin. Comieron en un rincón de la sala de comunicaciones, rodeados de consolas, pantallas y gatos. Tuf permaneció muy inmóvil con Dax en el regazo y se dedicó a engullir su comida con metódica concentración. Al otro extremo de la mesa, Tolly Mune fue comiendo, sin enterarse muy bien de lo que había en su plato. No tenía apetito. Se encontraba muy cansada y tenía la impresión de haber envejecido de golpe. Y estaba asustada.
Blackjack reflejaba su confusión. Con toda su anterior serenidad desaparecida, permanecía acurrucado en su regazo, levantando de vez en cuando la cabeza, por encima de la mesa, para lanzar un gruñido de advertencia al otro extremo, donde estaba sentado Tuf.
Y, finalmente, llegó el momento, tal y como ella había sabido que ocurriría. Un zumbido y una lucecita azul que se encendió señalando la llegada de una transmisión. Tolly Mune contempló fijamente la luz y, con un gesto rígido que hizo chirriar la silla sobre el suelo metálico, se volvió hacia la consola. Blackjack, asustado, abandonó de un salto su regazo. Tolly Mune empezó a levantarse, pero se quedó inmóvil, en una agonía de indecisión.
—Está programado según mis instrucciones para que no se me moleste mientras como —anunció Tuf. Ergo, y siguiendo un lógico proceso de eliminación, la llamada es para usted.
La aguja de luz azul se encendía y se apagaba, se encendía y se apagaba, se encendía y se apagaba.
—Usted no es un maldito dios —dijo Tolly Mune. Maldición, y yo tampoco lo soy. Tuf, no quiero aceptar esta condenada carga.
La luz seguía encendiéndose y apagándose.
—Quizá sea el comandante Wald Ober —sugirió Tuf—. Creo que debería recibir su llamada antes de que decida empezar la cuenta atrás.
—Nadie tiene ese derecho, Tuf —dijo ella—. Ni usted ni yo.
Tuf se encogió pesadamente de hombros.
La luz se encendía y se apagaba.
Blackjack lanzó un maullido, Tolly Mune dio dos pasos hacia la consola, se detuvo y se volvió hacia Tuf.
—La creación es parte de la divinidad —dijo con voz repentinamente segura—. Tuf, usted puede destruir, pero no puede crear, y eso es lo que le convierte en un monstruo y no en un dios.
—La creación de vida en los tanques de clonación es un elemento perfectamente normal y cotidiano de mi profesión —dijo Tuf.
La luz se encendía y se apagaba sin cesar.
—No —dijo ella—, aquí puede copiar la vida, pero no puede crearla. Esa vida tiene que haber existido ya en algún otro lugar y en algún otro tiempo, y necesita una célula de muestra, un fósil, algo. De lo contrario no puede hacer nada. ¡Sí, infiernos y maldición! ¡Oh!, de acuerdo, tiene el poder de la creación, pero es el mismo maldito poder que tengo yo y cada hombre y mujer enterrado en una ciudad subterránea. La procreación Tuf, ahí está su impresionante poder, ése es el único milagro existente. Lo único que hace de los seres humanos criaturas semejantes a los dioses y eso mismo es lo que usted se propone arrebatarle al noventa y nueve, coma, noventa y nueve por ciento de los s'uthlameses. ¡Al infierno con eso! No es usted un creador y no es ningún dios.
—Ciertamente —dijo Haviland Tuf, impasible e inexpresivo.
—Por lo tanto no tiene derecho alguno a decidir como tal —dijo ella. Y yo tampoco lo tengo, ¡maldita sea!
—Avanzó hacia la consola con tres zancadas llenas de seguridad y oprimió un botón. Una pantalla se iluminó con un remolino de colores que acabaron formando la imagen de un casco de combate pulido cual un espejo y en cuyo penacho se veía un globo estilizado. Dos sensores escarlata ardían bajo el oscuro visor de plastiacero—. Comandante Ober... —dijo ella.
—Primera Consejera Mune —replicó Wald Ober. Estaba algo preocupado. Los embajadores aliados están soltando unas tonterías increíbles delante de los reporteros. Algo sobre un tratado de paz y un nuevo florecimiento—. ¿Puede confirmar todo eso? ¿Qué está pasando? ¿Tiene problemas?
—Sí —dijo ella—. Escúcheme bien, Ober, y...
—Tolly Mune —dijo Tuf.
Ella giró en redondo.
—¿Qué?
—Si la procreación es la señal distintiva de la divinidad —dijo Tuf—, entonces creo que puedo argumentar que los gatos también son dioses, ya que también ellos se reproducen. Permítame indicarle que, en muy corto espacio de tiempo, hemos llegado a una situación en la cual tiene usted más gatos que yo, pese a haber empezado con sólo una pareja.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué está diciendo? —quitó el sonido, para que las palabras de Tuf no fueran transmitidas.
Wald Ober gesticuló nerviosamente en un repentino silencio.
Haviland Tuf formó un puente con sus dedos sobre la mesa.
—Estoy meramente indicando que, pese a mi gran aprecio hacia las propiedades de los felinos, tomo medidas para controlar su reproducción. Llegué a tal decisión tras haber meditado cuidadosamente en ello y sopesando todas las alternativas. En último extremo, tal y como usted misma descubrirá, sólo hay dos opciones fundamentales. Debe reconciliarse con la idea de inhibir de alguna forma la fertilidad de sus felinos, y podría añadir que, por supuesto, sin ningún consentimiento por parte de ellos o, si no lo hace, le aseguro que algún día se encontrará echando por su escotilla una bolsa repleta de gatitos recién nacidos al frío espacio. En caso de que no elija ya habrá elegido. El fracaso a la hora de tomar una decisión, basándose en que no tiene derecho a ello, es por si mismo una decisión, Primera Consejera. Si se abstiene ya ha votado.
—Tuf —dijo ella con la voz llena de dolor ¡No! ¡No quiero este maldito poder!
Dax subió de un salto a la mesa y sus ojos dorados se clavaron en ella.
—La divinidad es una profesión todavía más exigente que la ecología —dijo Tuf—, aunque podría decirse que ya conocía los riesgos de la profesión cuando decidí asumir esa carga.
—No —empezó a decir ella, balbuceando—, no puede decir que... Los gatitos y las criaturas humanas no son... Son gente, ellos tienen el poder de... eso es, mentes, mentes y corazones al igual que gónadas. Son seres racionales, es su decisión, es suya, no mía... No puedo decidir por ellos... por millones, por miles de millones.
—Ciertamente —dijo Tuf. Había olvidado a la buena gente de S'uthlam y su larga historia de muy racionales decisiones. Indudablemente verán ante ellos la guerra, el hambre y la plaga y de pronto, por miles de millones, decidirán cambiar su modo de vida y, de ese modo, evitarán diestramente el oscuro abismo que amenaza con tragarse S'uthlam y sus altivas torres. Resulta muy extraño que no me haya dado cuenta de ello anteriormente.
Tolly Mune y Haviland Tuf se contemplaron en silencio.
Dax empezó a ronronear y luego, apartando sus ojos de Tolly Mune, se acercó al cuenco de Tuf para lamer la crema. Blackjack empezó a frotarse en su pierna, sin quitarle la vista de encima a Dax, al otro extremo de la estancia.
Tolly Mune se volvió muy lentamente hacia la consola y ese giro le llevó todo un día... no, una semana, un año, una vida entera. Necesitó cuarenta mil millones de vidas para completarlo, pero una vez que lo hubo hecho, se dio cuenta de que sólo había necesitado un instante y que todas esas vidas habían desaparecido cual si no hubieran existido nunca.
Contempló la fría y silenciosa máscara que la miraba desde la pantalla y en el plastiacero negro y reluciente vio reflejarse todo el horror sin rostro de la guerra y detrás de él vio arder los implacables ojos febriles del hambre y de la enfermedad. Luego tocó un control y restableció el sonido.
—¿Qué está pasando ahí? —preguntaba una y otra vez Wald Ober. Primera Consejera, no puedo oírle. ¿Cuáles son sus órdenes? ¿Me oye? ¿Qué está pasando ahí?
—Comandante Ober —dijo Tolly Mune, obligándose a sonreír.
—¿Qué ocurre, algo anda mal?
Tolly Mune tragó saliva.
—¿Mal? Nada, nada en absoluto. ¡Infiernos y maldición! Todo anda increíblemente bien. La guerra ha terminado y la crisis también, Comandante.
—¿Le están obligando a decir eso? —ladró Wald Ober.
—No —se apresuró a responder ella—. ¿Por qué piensa semejante cosa?
—Lágrimas —replicó él—. Veo sus lágrimas, Primera Consejera.
—Son de alegría, Comandante. Son lágrimas de alegría. Maná, Ober, así le llama él, maná del cielo —rió en voz baja—. Comida de las estrellas. Tuf es un genio. A veces —se mordió el labio con dureza, haciéndose daño—. A veces incluso pienso que quizá sea...
—¿Qué?
—Un dios —dijo ella. Apretó un botón y la pantalla se apagó.
Su nombre era Tolly Mune, pero en los libros de historia ha recibido muchos nombres distintos.
FIN
GEORGE R. R. MARTIN, Estados Unidos (Bayonne, 1948). Escritor norteamericano de ciencia ficción y fantasía. Creció en una familia muy modesta, con padres de ascendencia extranjera. Desde muy pequeño siente en los libros una atracción impropia de su edad. Se graduó como periodista en 1971 en Illinois.
George Raymond Richard Martin, que es su nombre completo, también denominado GRRM por sus admiradores, es un autor prolífico de obras cortas de ficción en la década de los 70, pero su obra más sobresaliente, La muerte de la luz, se publicó en 1977, que fue la que le consideró como escritor con autonomía para dedicarse exclusivamente a la literatura. Durante la década de los 80 acude a la llamada de Hollywood compatibilizando su producción narrativa con los guiones para cine y televisión. En 1996 deja la meca del cine y se retira a Santa Fe (Nuevo México), donde regresa al mundo de la literatura reposada y reflexiva, muy distinto a la presión mediática de los platós televisivos, con uno de sus grandes éxitos de crítica y ventas, Canción de hielo y fuego.