Los viajes de Tuf (57 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción

BOOK: Los viajes de Tuf
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—¿Lo ha conseguido? —dijo Tolly Mune con aire no muy convencido.

—Por dos veces S'uthlam ha venido a mí en busca de una salvación milagrosa de las consecuencias de su propia locura reproductiva y de la rigidez de sus creencias religiosas —dijo Tuf—. Por dos veces se me ha llamado para que multiplicara los panes y los peces. Pero recientemente se me ocurrió, mientras estaba estudiando un libro que contiene casi todos los viejos mitos, de entre los cuales se ha sacado tal anécdota, que se me estaba pidiendo un milagro equivocado. La simple multiplicación es una réplica poco adecuada a una continua progresión geométrica y los panes y los peces, aunque sean muy abundantes y sabrosos, deben resultar en última instancia insuficientes para sus necesidades.

—¿De qué diablos está hablando? —inquirió Tolly Mune.

—Esta vez —dijo Tuf—, les ofrezco una respuesta duradera.

—¿Cuál?

—Maná —dijo Tuf.

—Maná —dijo Tolly Mune.

—Un alimento realmente milagroso —dijo Haviland Tuf—, por cuyos detalles no debe preocuparse. Los revelaré todos, en el momento adecuado.

La Primera Consejera y su gato le contemplaron con suspicacia.

—¿El momento adecuado? ¿Y cuando será ese maldito momento Tuf?

—Cuando se haya hecho caso de mis condiciones —dijo.

—¿Qué condiciones?

Primero —dijo Tuf—, teniendo en cuenta que no me atrae en lo más mínimo la perspectiva de pasar el resto de mi vida en órbita alrededor de S'uthlam, debe acordarse mi libertad para que pueda partir una vez completada mi labor aquí.

—No puedo acceder a eso —dijo Tolly Mune—, y aunque lo hiciera el Consejo me echaría del puesto en un maldito instante.

—Segundo —prosiguió Tuf—, la guerra debe terminar. Me temo que no seré capaz de concentrarme adecuadamente en mi trabajo, cuando es muy probable que a mí alrededor estalle en cualquier momento una batalla espacial. Me distraen fácilmente las espacionaves que explotan en pedazos, los dibujos formados por el fuego de los láser y los alaridos de los agonizantes. Lo que es más, no me parece muy útil esforzarme por convertir la ecología de S'uthlam en un mecanismo nuevamente equilibrado y funcional cuando las flotas aliadas amenazan con soltar bombas de plasma encima de mi obra, deshaciendo de tal forma mis pequeños logros.

—Le pondría fin a esta guerra si pudiera —dijo Tolly Mune. Tuf, no es tan condenadamente fácil. Me temo que me está pidiendo un imposible.

—Si no se puede tratar de una paz permanente, al menos que sea una pequeña pausa en las hostilidades —dijo Tuf. Podría enviarle una embajada a las fuerzas aliadas y pedirles un armisticio temporal.

—Quizá fuera posible —dijo Tolly Mune no muy segura. Pero, ¿por qué? —Blackjack emitió un maullido de inquietud. Está tramando algo, ¡maldita sea!

—Su salvación —admitió Tuf. Le ruego me excuse si me entrometo en sus diligentes esfuerzos por animar a las mutaciones mediante la radiactividad.

—¡Nos estamos defendiendo! ¡No queríamos la guerra!

—Estupendo. En tal caso, un leve retraso no les causará ningún inconveniente excesivo.

—Los aliados nunca estarán de acuerdo y el Consejo tampoco.

—Lamentable —dijo Tuf—. Quizá deberíamos darle a S'uthlam algún tiempo para meditar. Dentro de doce años puede que los supervivientes se muestren más flexibles en su actitud.

Tolly Mune extendió la mano y rascó a Blackjack detrás de las orejas. Blackjack miró fijamente a Tuf y un minuto después emitió un maullido extrañamente agudo. Cuando la Primera Consejera se puso bruscamente en pie, el inmenso gato gris plateado saltó melindrosamente de su regazo al suelo.

—Usted gana, Tuf —dijo. Lléveme a un aparato de comunicaciones y arreglaré todo el maldito tinglado. Cada momento de retraso representa más muertes —hablaba con voz dura pero, en su interior, por primera vez en meses, Tolly Mune sintió que algo de esperanza se había mezclado a su inquietud. Quizá pudiera poner fin a la guerra y solucionar la crisis. Quizás hubiera realmente una oportunidad, pero no permitió que en su voz se filtrara ni una pizca de sus sentimientos. Extendió un dedo hacia Tuf y dijo—. Pero no crea que voy a consentir ninguna broma de las suyas.

—¡Ay! —dijo Haviland Tuf—, el humor nunca ha sido mi gran virtud.

—Recuerde que tengo a Blackjack. Dax está demasiado asustado como para servirle de algo y apenas empiece a pensar en traicionarnos, Jack me avisará.

—Mis buenas intenciones siempre son recibidas con sospecha.

—Tuf, a partir de ahora Blackjack y yo vamos a ser sus condenadas sombras. No pienso irme de esta nave hasta que todo se haya solucionado y estaré observando con mucho cuidado todo lo que haga.

—Ciertamente —dijo Tuf.

—Intente no olvidarlo —dijo Tolly Mune—. Ahora soy la Primera Consejera. No tiene delante a Josen Rael ni a Cregor Blaxon, sino a mí. Cuando era Maestre de Puerto les gustaba llamarme la Viuda de Acero. Puede pasar una o dos horas meditando en cómo llegué a conseguir ese maldito nombre.

—Lo haré, no lo dude —dijo Tuf poniéndose en pie ¿Le gustaría recordarme alguna otra cosa, señora?

—Sólo una —dijo ella—, una escena de Tuf y Mune.

—He luchado con suma diligencia para expulsar esa ficción de mi recuerdo —dijo Tuf—. ¿Cuál de sus detalles piensa obligarme a recordar?

—La escena en que la gata hace pedazos al centinela con sus garras —dijo Tolly Mune con una leve sonrisa llena de dulzura. Blackjack se frotó en su rodilla y luego alzó sus enigmáticos ojos hacia Tuf, con su inmenso cuerpo estremecido por un sordo ronroneo.

Hicieron falta casi diez días para lograr el armisticio y otros tres para que los embajadores de los aliados llegaran a S'uthlam. Tolly Mune pasó ese tiempo recorriendo el Arca, dos pasos recelosamente detrás de Tuf, preguntándole por las razones de todos sus actos, mirando por encima de su hombro cuando trabajaba en su consola, acompañándole durante las rondas a sus tanques de clonación y ayudándole a dar de comer a sus gatos (así como a mantener apartado de Blackjack a un Dax cada vez más hostil). Tuf no intentó nada que le pareciera abiertamente sospechoso.

Cada día tenía docenas de llamadas. Instaló una oficina en la sala de comunicaciones, para no estar nunca muy lejos de Tuf, y se encargó de resolver los problemas que no podían esperar a su vuelta.

Cada día llegaban cientos de llamadas para Haviland Tuf y éste le dio instrucciones a su ordenador para que las rechazara todas.

Cuando, por fin, llegó el día, los enviados emergieron de sus amplias y lujosas lanzaderas diplomáticas para contemplar la inmensa y cavernosa cubierta de aterrizaje del Arca y su flota de espacionaves en ruinas. Componían un grupo tan diverso como abigarrado. La mujer de Jazbo tenía una cabellera negro azulada que le llegaba hasta la cintura y que relucía por haber sido untada con aceites aromáticos, sus mejillas estaban cubiertas por una intrincada serie de cicatrices indicativas de su rango. Skrymir había enviado un hombre corpulento, con el rostro más bien cuadrado y rojizo, cuyo cabello tenía el color del hielo. Sus ojos eran de un azul cristalino que armonizaba con el de su traje de placas metálicas. El enviado del Triuno Azur avanzaba por entre un borroso torbellino de proyecciones holográficas y su casi indistinguible silueta no dejaba de cambiar mientras hablaba en un murmullo casi inaudible. El embajador ciborg de Roggandor era tan ancho como alto y estaba hecho con partes iguales de plastiacero, aleaciones inoxidables y carne de un rojo oscuro cubierta de pecas. Una mujer delgada y de aire delicado, ataviada con sedas transparentes de color pastel, representaba al Mundo de Henry. Tenía el cuerpo asexuado de una adolescente y ojos escarlata que no parecían tener edad. El grupo era dirigido por un hombretón opulentamente vestido que procedía de Vandeen. Su piel, arrugada por la edad, tenía el color del cobre y su larga cabellera, anudada en multitud de trencillas, le cubría los hombros y parte de la espalda.

Haviland Tuf conduciendo un vehículo articulado que cruzó la cubierta como una serpiente sobre ruedas, se detuvo justo ante los embajadores. El hombre de Vandeen dio un paso hacia adelante, sonrió ampliamente, alzó la mano y se pellizcó con entusiasta vigor la mejilla en tanto hacía una reverencia.

—Le ofrecería mi mano, pero recuerdo su opinión acerca de tal costumbre —dijo—. ¿Se acuerda de mí, mosca?

Haviland Tuf pestañeó.

—Tengo el vago recuerdo de haberle encontrado en el tren que lleva a la superficie de S'uthlam, hace unos diez años —dijo.

—Ratch Norren —dijo el hombre. No soy lo que podría llamarse un diplomático de carrera, pero los Coordinadores creyeron mejor enviar alguien ya conocido por usted y que conociera también a los sutis.

—Norren, ese término es ofensivo —dijo Tolly Mune secamente.

—Igual que ustedes —replicó Ratch Norren.

—Y peligrosos —murmuró el enviado del Triuno Azur, desde el centro de su neblina holográfica.

—Aquí los únicos malditos agresores son ustedes... —empezó a decir Tolly Mune.

—Agresión defensiva —retumbó el ciborg de Roggandor.

—Recordamos la última guerra —dijo el jazboíta—, y esta vez nos negamos a esperar hasta que sus malditos expansionistas estallen de nuevo, para intentar colonizar nuestros mundos.

—No tenemos ese tipo de planes —dijo Tolly Mune.

—Usted no los tiene, hilandera —dijo Ratch Norren—, pero míreme con fijeza a los ópticos y dígame que sus expansionistas no mojan la cama, cada noche, soñando con reproducirse por todo Vandeen.

—Y Skrymir.

—Roggandor no quiere que le toque parte alguna de sus basuras humanas.

—Nunca conseguirán apoderarse del Triuno Azur.

—¿Quién infiernos querría el Triuno Azur para nada? —replicó secamente Tolly Mune. Blackjack ronroneó aprobatoriamente.

—Este primer vistazo a los mecanismos internos de la alta diplomacia interestelar ha sido muy ilustrativo —anunció Haviland Tuf—. Sin embargo, tengo la impresión de que nos aguardan asuntos más apremiantes. Si los enviados tuvieran la bondad de subir a mi vehículo, podríamos dirigirnos sin más dilación al lugar donde conferenciaremos.

Todavía murmurando entre dientes, los embajadores aliados hicieron tal y como les había pedido Tuf. Una vez lleno el vehículo, cruzó nuevamente la cubierta de aterrizaje serpenteando por entre la miríada de naves abandonadas. Una escotilla redonda, y tan oscura como la boca de un túnel o como las fauces de una bestia insaciable, se abrió ante ellos para engullirles. Una vez la hubieron cruzado, el vehículo se detuvo y la escotilla se cerró detrás de ellos, sumergiendo al grupo en la más absoluta oscuridad. Tuf no hizo caso alguno de los susurros de queja. A su alrededor se oyó un chirrido metálico y el suelo empezó a bajar, Cuando hubieron bajado dos niveles se abrió otra puerta. Tuf conectó los faros del vehículo y dirigió éste hacia un pasillo negro como la pez.

Atravesaron un laberinto de corredores sumidos en una gélida penumbra, pasaron ante una incontable sucesión de puertas cerradas y finalmente acabaron siguiendo una tenue cinta de color índigo que parpadeaba ante ellos, como un fantasma empotrado en el suelo cubierto de polvo. La única iluminación era la que daban los faros del vehículo y el débil brillo del panel de instrumentos que Tuf tenía delante. Al principio los enviados hablaron entre ellos, pero las negras profundidades del Arca eran tan opresivas como claustrofóbicas y, uno a uno, los miembros de la delegación fueron quedándose callados. Blackjack empezó a clavar rítmicamente las garras en los pantalones de Tolly Mune.

Tras haber rodado un largo rato a través del polvo, la oscuridad y el silencio, el vehículo se encontró ante un inmenso par de puertas que se abrieron con un silbido amenazador y se cerraron con un pesado golpe detrás suyo. En el interior, la atmósfera era más bien cálida y estaba cargada de humedad. Haviland Tuf desconectó el motor y apagó las luces. Una tiniebla impenetrable les envolvió.

—¿Dónde estamos? —inquirió Tolly Mune. Su voz rebotó en un techo lejano aunque el eco pareció curiosamente ahogado. Aunque negra como un pozo, era obvio que la estancia tenía unas dimensiones muy grandes. Blackjack lanzó un bufido de inquietud, husmeó el aire y luego emitió un sordo maullido de preocupación.

Tolly Mune oyó pisadas y, entonces, una luz no muy potente se encendió a dos metros de distancia. Era Tuf, inclinado sobre una consola de instrumentos mientras observaba un monitor. Oprimió una tecla de un tablero luminoso y se volvió hacía ellos. Un asiento flotante emergió, con un leve zumbido, de la cálida oscuridad. Tuf subió a él, como un rey ascendiendo a su trono, y manipuló el control que había en uno de los brazos. El asiento empezó a relucir con una débil fosforescencia violeta.

—Tengan la amabilidad de seguirme —dijo Tuf–. El asiento flotante giró en redondo y empezó a moverse.

—¡Infiernos y maldición! —murmuró Tolly Mune. Abandonó a toda prisa el vehículo, con Blackjack en brazos, y partió en pos del ya lejano trono de Tuf. Los embajadores aliados la siguieron en masa, gimiendo y quejándose amargamente a cada paso que daban. Detrás de ella resonaban las fuertes pisadas del ciborg. El asiento de Tuf se había convertido en un puntito luminoso perdido en el mar de tinieblas que les rodeaba. Tolly Mune echó a correr y tropezó con algo.

El repentino maullido la hizo retroceder tropezando con el pecho acorazado del ciborg. Confundida, Tolly Mune se arrodilló, extendiendo una mano e intentando sostener a Blackjack con su otro brazo. Sus dedos rozaron un pelaje suave. El gato se frotó entusiásticamente contra sus dedos, ronroneando de placer. Apenas si podía verle, pero le pareció que era pequeño, casi un cachorro. El gato rodó sobre si mismo, para permitirle que le rascara la barriga, y el jazboíta estuvo a punto de caer, al tropezar con ella. De pronto, Blackjack saltó al suelo y empezó a husmear al recién llegado, que le devolvió el cumplido durante unos instantes para girar luego en redondo y desaparecer de un salto en las tinieblas. Blackjack vaciló durante unos segundos y luego, con un potente maullido, partió en su busca.

—¡Maldito seas! —gritó Tolly Mune—. ¡Jack, maldición, no alejes tu condenado culo de mí! —su voz levantó una tempestad de ecos, pero el gato no volvía. El resto del grupo estaba cada vez más lejos. Tolly Mune lanzó una ristra de blasfemias y apretó el paso para alcanzarles.

Ante ella apareció una isla de luz y cuando llegó allí, se encontró a los demás instalados en una hilera de asientos junto a una larga mesa metálica. Haviland Tuf, en su trono flotante, se hallaba al otro lado de la mesa, con el rostro inmutable y las manos cruzadas sobre el estómago.

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