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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción

Los viajes de Tuf (44 page)

BOOK: Los viajes de Tuf
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—Está sudando —le explicó Norn. Danel Leigh lo ha hecho enloquecer de rabia antes de soltarlo en la arena. Debe comprender que su animal posee la ventaja de la experiencia y el mono estrangulador es una criatura salvaje. A diferencia de su primo, el feridian montañés, es por naturaleza un carnívoro y no le hace falta mucho entrenamiento. Pero el colmillos de hierro de Norn es más joven, así que el combate debería resultar interesante —el Maestre de Animales de Norn se inclinó hacia adelante, en tanto que Tuf permanecía tranquilo e inmóvil.

El mono fue dando vueltas por la arena gruñendo roncamente. El colmillos de hierro se dirigía ya hacia él, rugiendo, su silueta convertida en un confuso manchón negroazulado que lanzaba chorros de arena a cada lado de su veloz curso. El mono estrangulador le esperó sin moverse, abriendo al máximo sus grandes brazos y Tuf distinguió confusamente cómo el enorme asesino de Norn salía despedido del suelo en un tremendo salto. Un instante después los dos animales se convirtieron en una masa oscura, que rodaba sobre la arena en tanto que el aire se llenaba con una sinfonía de rugidos.

—El cuello —gritaba Norn—. ¡Ábrele el cuello! ¡Ábrele el cuello a mordiscos!

Los dos animales se apartaron el uno del otro con la misma velocidad con que se habían enzarzado. El colmillos de hierro empezó a moverse en lentos círculos y Tuf vio que una de sus patas delanteras estaba rota. Cojeaba, con sólo tres miembros útiles, pero seguía moviéndose alrededor de su enemigo. El mono estrangulador giraba constantemente para impedir que le cogiera por sorpresa. En su potente torso había largas heridas sangrientas fruto de los sables del animal de Norn, pero el mono parecía muy poco afectado por ellas. Herold Norn había empezado a murmurar en voz baja.

Cada vez más impaciente a causa de la inactividad de los dos animales, el público de la Arena de Bronce empezó a entonar un canto rítmico, una especie de pulsación carente de palabras que fue subiendo de tono a medida que un mayor número de voces nuevas se unían al coro. Tuf notó inmediatamente que el sonido afectaba a los animales. Empezaron a gruñir y bufar, emitiendo salvajes rugidos que parecían gritos de batalla. El mono estrangulador se balanceaba alternativamente, primero sobre una pata y luego sobre otra, como en un baile macabro. Mientras, de las fauces del colmillos de hierro, fluía un torrente de baba sanguinolenta.

El cántico asesino subía y bajaba, haciéndose cada vez más poderoso hasta que la cúpula pareció retumbar lentamente. Los animales enloquecieron. El colmillos de hierro se lanzó nuevamente a la carga y los largos brazos del mono se extendieron para recibir el feroz impacto de su salto. El golpe hizo caer al mono de espaldas, pero Tuf vio que los dientes del colmillos de hierro se habían cerrado sobre el vacío y que, en cambio, las manos del simio habían logrado apresar la garganta negroazulada. El colmillos de hierro se debatió locamente y los dos animales rodaron sobre la arena. Entonces se oyó un horrible chasquido y la criatura parecida a un lobo se convirtió en un fláccido amasijo de pieles, cuya cabeza colgaba grotescamente a un lado. Los espectadores interrumpieron su cántico y empezaron a silbar y aplaudir. Unos instantes después la puerta escarlata y oro se abrió nuevamente y el mono estrangulador se fue por donde había venido. Cuatro hombres vestidos con los colores de Norn se encargaron de llevarse el cadáver del colmillos de hierro.

Herold Norn parecía algo abatido.

—Otra derrota. Hablaré con Kers. Su animal no supo encontrar la garganta.

—¿Qué se hará del cuerpo? —le preguntó Tuf.

—Lo despellejarán y luego lo harán pedazos —murmuró Herold Norn—. La Casa de Arneth utilizará su piel para tapizar un asiento en su parte de la arena. La carne será repartida entre los mendigos que ahora están lanzando vítores junto a su puerta. Las Grandes Casas siempre han sido caritativas.

—Ya veo —dijo Haviland Tuf, levantándose de su asiento con lenta dignidad—. Bien, ya he contemplado su Arena de Bronce.

—¿Se marcha? —le preguntó Norn con ansiedad—. ¡No debe irse tan pronto! Aún faltan cinco combates más y en el siguiente un feridian gigante combatirá contra un escorpión acuático de la Isla de Amar.

—Sólo deseaba ver, si todo lo que había oído comentar sobre la afamada Arena de Bronce de Lyronica era cierto. Ya he visto que lo es y, por lo tanto, no hay necesidad de que permanezca más tiempo aquí. No es necesario consumir todo el contenido de una botella para juzgar si la cosecha resulta agradable o no.

Herold Norn se puso en pie. —Bien —dijo—, entonces acompáñeme a la Casa de Norn. Le enseñaré los cubiles y los pozos de entrenamiento. ¡Le daremos un banquete como jamás ha visto antes!

—No es necesario —dijo Haviland Tuf—. Habiendo visto ya su Arena de Bronce confío en mi imaginación y mis poderes deductivos para que me proporcionen una imagen adecuada de sus cubiles y pozos de entrenamiento. Volveré al Arca sin perder ni un instante más.

Norn extendió una mano, temblorosa hacia el brazo de Tuf para detenerle.

—Entonces, ¿nos venderá un monstruo? Ya ha visto la situación en la que estamos...

Tuf esquivó la mano del Maestre de Animales con una habilidad que parecía imposible en un corpachón de su talla.

—Caballero, no pierda el control, se lo ruego —cuando Norn hubo apartado la mano, Tuf inclinó la cabeza para mirarle—. No me cabe duda alguna de que en Lyronica hay un problema y quizás un hombre más práctico que yo podría juzgar que dicho problema no le concierne, pero dado que, en el fondo de mi corazón, soy un altruista, no soy capaz de abandonarle en su situación actual. Meditaré sobre lo que he visto y me encargaré de poner en práctica las necesarias medidas correctoras. Puede llamarme al Arca dentro de tres días y quizá para ese tiempo se me hayan ocurrido una o dos ideas, de las cuales pueda hacerle partícipe.

Y, sin decir ni una palabra más, Haviland Tuf le dio la espalda y abandonó la Arena de Bronce para volver al espaciopuerto de la Ciudad de Todas las Casas, donde le aguardaba su lanzadera, el Basilisco.

Obviamente, Herold Norn no estaba preparado para ver el Arca.

Emergió de su pequeña lanzadera gris y negra, que no tenía demasiado buen aspecto, para encontrarse con la inmensidad de la cubierta de aterrizaje y se quedó paralizado, con la boca abierta, inclinando la cabeza a un lado y a otro para contemplar la oscuridad llena de ecos que tenía encima, las gigantescas naves alienígenas y aquel objeto que parecía un inmenso dragón metálico y que casi se confundía con las sombras lejanas. Cuando Haviland Tuf apareció en su vehículo para recibirle, el Maestre de Animales no hizo esfuerzo alguno por ocultar su sorpresa.

—Tendría que haberlo imaginado —repetía una y otra vez—. El tamaño de esta nave, su tamaño... Pero, naturalmente, tendría que haberlo imaginado.

Haviland Tuf permaneció inmóvil durante unos segundos, sosteniendo a Dax en un brazo y acariciándolo con gestos lentos y mesurados.

—Quizás haya quien encuentre al Arca excesivamente grande y algunos pueden llegar al extremo de considerar sus amplios recintos inquietantes, pero yo me encuentro muy cómodo en ella —dijo con voz impasible—. Las viejas sembradoras del CIE tenían en su tiempo unos doscientos tripulantes y la única teoría que puedo avanzar al respecto es que compartían mi repugnancia a los lugares pequeños.

Herold Norn se instaló junto a Tuf. —¿Cuántos hombres tiene en su tripulación? —le preguntó mientras que Tuf ponía en marcha el vehículo de tres ruedas.

—Uno o cinco, según se quiera contar a los miembros de la especie felina o solamente a los humanoides.

—¿Usted es el único tripulante? —dijo Norn. Dax se irguió repentinamente en el regazo de Tuf, con el largo pelaje negro totalmente erizado.

—La población del Arca está formada por mi humilde persona, Dax y otros tres gatos, llamados Caos, Hostilidad y Sospecha. Por favor, Maestre de Animales Norn, le ruego que no se deje alarmar por sus nombres. Son criaturas amables e inofensivas.

—Un hombre y cuatro gatos —dijo Herold Norn con expresión pensativa—. Una tripulación muy pequeña para una nave tan grande, sí, sí...

Dax lanzó un bufido. Tuf, que conducía el vehículo con una sola mano, utilizó la otra para acariciar al gato, que pareció calmarse un poco.

—Claro que también podría mencionar a los durmientes, dado que parece haber desarrollado, repentinamente, un agudo interés por los habitantes del Arca.

—¿Los durmientes? —dijo Herold Norn—. ¿Qué son?

—Se trata de organismos vivos, cuyo tamaño va desde lo microscópico hasta lo monstruoso, cuyo proceso de clonación ya ha terminado, pero a los que se mantiene en estado de coma gracias a la estasis perpetua que reina en las cubas del Arca. Aunque siento un cariño bastante acusado hacia los animales de todo tipo, en el caso de los durmientes, le he permitido sabiamente a mi intelecto que dominara mis emociones y, por lo tanto, no he tomado ninguna medida para poner fin a su largo sopor no turbado por los sueños. Tras haber investigado la naturaleza de dichas especies, decidí, hace largo tiempo, que resultarían mucho menos agradables como compañeros de viaje que mis gatos y debo admitir que en algunos momentos he llegado a considerarles como una molestia. A intervalos regulares debo cumplir la pesada tarea de introducir cierta orden secreta en los ordenadores del Arca para que su largo sueño no se interrumpa. Mi gran temor es que un día olvide dicha labor, sea por la razón que sea, y que mi nave se vea repentinamente inundada de plagas extrañas y carnívoros babeantes, con lo cual se me impondría la necesidad de perder mucho tiempo y tomarme grandes molestias en la subsiguiente labor de limpieza. Quién sabe si incluso podría llegar a sufrir algún daño personal, por no mencionar a mis felinos.

Herold Norn estudió durante unos segundos el rostro inmutable de Tuf y luego el de su enorme y hostil felino.

—Ah —dijo por fin—. Sí, sí, parece peligroso, desde luego, Tuf. Quizá debería... bueno, abortar o poner fin a esos durmientes. Entonces se encontraría más seguro.

Dax le miró y volvió a echar un bufido. —Una idea interesante —replicó Tuf—. Sin duda fueron las vicisitudes de la guerra las culpables de que los hombres y mujeres del CIE se vieran dominados por todo tipo de ideas paranoicas y acabaran sintiendo la obligación de programar tan temibles defensas biológicas. Siendo por naturaleza más confiado y honesto que ellos, algunas veces he pensado en deshacerme de los durmientes pero, a decir verdad, no me siento capaz de abolir mediante una decisión unilateral una práctica que ha sido mantenida durante más de un milenio y ha llegado a ser histórica. Ésa es la razón de que les permita continuar su sueño y que me esfuerce al máximo para recordar constantemente las contraórdenes secretas.

—Claro, claro —dijo Herold Norn torciendo el gesto. Dax se dejó caer nuevamente en el regazo de Tuf y empezó a ronronear.

—¿Ha tenido alguna idea? —le preguntó Norn.

—Mis esfuerzos no han sido enteramente en vano —le respondió Tuf con cierta sequedad, mientras emergían de un gran pasillo para desembocar en el enorme eje central del Arca. Herold Norn quedó nuevamente boquiabierto. Rodeándoles en todas direcciones, hasta perderse en la oscuridad, se encontraba una interminable sucesión de cubas de todos los tamaños y formas imaginables. En algunas, generalmente de tamaño intermedio, se veían confusas siluetas que se agitaban dentro de bolsas traslúcidas.

—Durmientes —murmuró Norn.

—Ciertamente —dijo Haviland Tuf, mientras seguía conduciendo con la mirada fija y Dax estaba hecho una bola en su regazo. Norn iba mirando a un lado y a otro con asombro.

Un rato después salieron del gran eje en penumbra, cruzaron un pasillo más angosto y, tras abandonar el vehículo, entraron en una gran habitación blanca. En las cuatro esquinas de la habitación se veían cuatro grandes asientos acolchados, con paneles de control en sus gruesos brazos. En el centro del suelo había una placa circular de metal azulado. Haviland Tuf depositó a Dax en uno de los asientos y se instaló luego en otro. Norn miró alrededor y acabó escogiendo el asiento diagonalmente opuesto a Tuf.

—Hay varias cosas de las cuales debo informarle —dijo Tuf.

—Sí, sí —replicó Norn.

—Los monstruos son caros —dijo Tuf—. Mi precio son cien mil unidades.

—¿Cómo? ¡Un precio escandaloso! Ya le dije que Norn era una casa pobre.

—Muy bien. Entonces quizás una Casa más rica, sea capaz de satisfacer el precio requerido. El Cuerpo de Ingeniería Ecológica desapareció hace siglos, caballero. No hay ninguna sembradora en condiciones de operar con la excepción del Arca y su ciencia ha sido olvidada. Las técnicas de la ingeniería genética y la clonación, tal y como eran practicadas en aquel entonces, existen sólo en el lejano mundo de Prometeo y puede que en la Vieja Tierra, pero ésta resulta inaccesible y los habitantes de Prometeo protegen sus secretos biológicos con celoso fervor —Tuf miró a Dax. Y, sin embargo, a Herold Norn mi precio le parece excesivo.

—Cincuenta mil unidades —dijo Norn—, y nos resultará difícil pagar esa suma.

Haviland Tuf guardó silencio. —¡Entonces, ochenta mil! No puedo subir más el precio. ¡La Casa de Norn irá a la quiebra! ¡Harán pedazos nuestras estatuas de bronce y sellarán la Puerta de Norn!

Haviland Tuf siguió callado. —¡Maldición! Cien mil unidades, sí, sí..., pero sólo en caso de que el monstruo luche tal como queremos.

—La suma total será pagada en el momento de la entrega.

—¡Imposible!

Tuf no despegó los labios. Herold Norn intentó superarle a base de paciencia. Miró lo que le rodeaba con fingida despreocupación. Tuf seguía mirándole. Se pasó los dedos por el pelo. Tuf seguía mirándole. Se removió en el asiento. Tuf seguía mirándole.

—¡Oh, está bien! —dijo Norn, finalmente derrotado.

—En cuanto a la bestia —dijo Tuf—, he estudiado muy atentamente sus necesidades y he consultado con mis ordenadores. En la biblioteca celular del Arca hay muestras de miles y miles de depredadores procedentes de una increíble cantidad de planetas, incluyendo muestras de tejido fósil. Dentro de tales muestras pueden encontrarse los modelos genéticos de seres legendarios, seres que llevan mucho tiempo extinguidos en sus mundos natales, y ello me permite obtener duplicados de tales especies. Por lo tanto, hay una amplia gama de elección y, para simplificar el asunto he tomado en cuenta varios criterios adicionales, aparte de la simple ferocidad de los animales. Por ejemplo, me he limitado a las especies que respiran oxígeno y posteriormente a las que pueden encontrarse cómodas en una clima como el reinante en las praderas de la Casa de Norn.

BOOK: Los viajes de Tuf
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