—¿Y qué es lo que cuenta? —preguntó Porthos en tono de suficiencia.
—Cuenta que ha encontrado en Bruselas a Rochefort
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, el instrumento ciego del cardenal, disfrazado de capuchino; ese maldito Rochefort, gracias a ese disfraz, engañó al señor de Laigues
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como a necio que es.
—Como a un verdadero necio —dijo Porthos—; pero ¿es seguro?
—Lo sé por Aramis —respondió el mosquetero.
—¿De veras?
—Lo sabéis bien, Porthos —dijo Aramis—; os lo conté a vos mismo ayer, no hablemos pues más.
—No hablemos más, esa es vuestra opinión —prosiguió Porthos—. ¡No hablemos más! ¡Maldita sea! ¡Qué rápido concluís! ¡Cómo! El cardenal hace espiar a un gentilhombre, hace robar su correspondencia por un traidor, un bergante, un granuja; con la ayuda de ese espía y gracias a esta correspondencia, hace cortar el cuello de Chalais, con el estúpido pretexto de que ha querido matar al rey y casar a Monsieur con la reina. Nadie sabía una palabra de este enigma, vos nos lo comunicasteis ayer, con gran satisfacción de todos, y cuando estamos aún todos pasmados por la noticia, venís hoy a decirnos: ¡No hablemos más!
—Hablemos entonces, pues que lo deseáis —prosiguió Aramis con paciencia.
—Ese Rochefort —dijo Porthos—, si yo fuera el escudero del pobre Chalais, pasaría conmigo un mal rato.
—Y vos pasaríais un triste cuarto de hora con el duque Rojo
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—prosiguió Aramis.
—¡Ah! ¡El duque Rojo! ¡Bravo bravo el duque Rojo! —respondió Porthos aplaudiendo y aprobando con la cabeza—. El «duque Rojo» tiene gracia. Haré correr el mote, querido, estad tranquilo. ¡Tiene ingenio este Aramis! ¡Qué pena que no hayáis podido seguir vuestra vocación, querido, qué delicioso abad habríais hecho!
—¡Bah!, no es más que un retraso momentáneo —prosiguió Aramis—: un día lo seré. Sabéis bien, Porthos, que sigo estudiando teología para ello.
—Hará lo que dice —prosiguió Porthos—, lo hará tarde o temprano.
—Temprano —dijo Aramis.
—Sólo espera una cosa para decidirse del todo y volver a ponerse su sotana, que está colgada debajo del uniforme, prosiguió un mosquetero.
—¿Y a qué espera? —preguntó otro.
—Espera a que la reina haya dado un heredero a la corona de Francia.
—No bromeemos sobre esto, señores —dijo Porthos—; gracias a Dios, la reina está todavía en edad de darlo.
—Dicen que el señor de Buckingham está en Francia —prosiguió Aramis con una risa burlona que daba a aquella frase, tan simple en apariencia, una significación bastante escandalosa.
—Aramis, amigo mío, por esta vez os equivocáis —interrumpió Porthos—, y vuestra manía de ser ingenioso os lleva siempre más allá de los límites; si el señor de Tréville os oyese, os arrepentiríais de hablar así.
—¿Vais a soltarme la lección, Porthos? —exclamó Aramis, con ojos dulces en los que se vio pasar como un relámpago.
—Querido, sed mosquetero o abad. Sed lo uno o lo otro, pero no lo uno y lo otro —prosiguió Porthos—. Mirad, Athos os lo acaba de decir el otro día: coméis en todos los pesebres. ¡Ah!, no nos enfademos, os lo suplico, sería inútil, sabéis de sobra lo que hemos convenido entre vos, Athos y yo. Vais a la casa de la señora D’Aiguillon, y le hacéis la corte; vais a la casa de la señora de Bois-Tracy, la prima de la señora de Chevreuse, y se dice que vais muy adelantado en los favores de la dama. ¡Dios mío!, no confeséis vuestra felicidad, no se os pide vuestro secreto, es conocida vuestra discreción. Pero dado que poseéis esa virtud, ¡qué diablos!, usadla para con Su Majestad. Que se ocupe quien quiera y como se quiera del rey y del cardenal; pero la reina es sagrada, y si se habla de ella, que sea para bien.
—Porthos, sois pretencioso como Narciso
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, os lo aviso —respondió Aramis—, sabéis que odio la moral, salvo cuando la hace Athos. En cuanto a vos, querido, tenéis un tahalí demasiado magnífico para estar fuerte en la materia. Seré abad si me conviene; mientras tanto, soy mosquetero: y en calidad de tal digo lo que me place, y en este momento me place deciros que me irritáis.
—¡Aramis!
—¡Porthos!
—¡Eh, señores, señores! —gritaron a su alrededor.
—El señor de Tréville espera al señor D’Artagnan —interrumpió el lacayo abriendo la puerta del gabinete.
Ante este anuncio, durante el cual la puerta permanecía abierta, todos se callaron, y en medio del silencio general el joven gascón cruzó la antecámara en una parte de su longitud y entró donde el capitán de los mosqueteros, felicitándose con toda su alma por escapar tan a punto al fin de aquella extravagante querella.
E
l señor de Tréville estaba en aquel momento de muy mal humor; sin embargo, saludó cortésmente al joven, que se inclinó hasta el suelo, y sonrió al recibir su cumplido, cuyo acento bearnés le recordó a la vez su juventud y su región, doble recuerdo que hace sonreír al hombre en todas las edades. Pero acordándose casi al punto de la antecámara y haciendo a D’Artagnan un gesto con la mano, como para pedirle permiso para terminar con los otros antes de comenzar con él, llamó tres veces, aumentando la voz cada vez, de suerte que recorrió todos los tonos intermedios entre el acento imperativo y el acento irritado:
—¡Athos! ¡Porthos! ¡Aramis!
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Los dos mosqueteros con los que ya hemos trabado conocimiento, y que respondían a los dos últimos de estos tres nombres, dejaron en seguida los grupos de que formaban parte y avanzaron hacia el gabinete cuya puerta se cerró detrás de ellos una vez que hubieron franqueado el umbral. Su continente, aunque no estuviera completamente tranquilo, excitó sin embargo, por su abandono lleno a la vez de dignidad y de sumisión, la admiración de D’Artagnan, que veía en aquellos hombres semidioses, y en su jefe un Júpiter olímpico armado de todos sus rayos.
Cuando los dos mosqueteros hubieron entrado, cuando la puerta fue cerrada tras ellos, cuando el murmullo zumbante de la antecámara, al que la llamada que acababa de hacerles había dado sin duda nuevo alimento, hubo empezado de nuevo, cuando, al fin, el señor de Tréville hubo recorrido tres o cuatro veces, silencioso y fruncido el ceño, toda la longitud de su gabinete pasando cada vez entre Porthos y Aramis, rígidos y mudos como en desfile se detuvo de pronto frente a ellos, y abarcándolos de los pies a la cabeza con una mirada irritada:
—¿Sabéis lo que me ha dicho el rey —exclamó—, y no más tarde que ayer noche? ¿Lo sabéis, señores?
—No —respondieron tras un instante de silencio los dos mosqueteros—; no, señor, lo ignoramos.
—Pero espero que haréis el honor de decírnoslo —añadió Aramis en su tono más cortés y con la más graciosa reverencia.
—Me ha dicho que de ahora en adelante reclutará sus mosqueteros entre los guardias del señor cardenal.
—¡Entre los guardias del señor cardenal! ¿Y eso por qué? —preguntó vivamente Porthos.
—Porque ha comprendido que su vino peleón necesitaba ser remozado con una mezcla de buen vino.
Los dos mosqueteros se ruborizaron hasta el blanco de los ojos. D’Artagnan no sabía dónde estaba y hubiera querido estar a cien pies bajo tierra.
—Sí, sí —continuó el señor de Tréville animándose—, sí, y Su Majestad tenía razón, porque, por mi honor, es cierto que los mosqueteros juegan un triste papel en la corte. El señor cardenal contaba ayer, durante el juego del rey, con un aire de condolencia que me desagradó mucho que anteayer esos malditos mosqueteros, esos juerguistas (y reforzaba estas palabras con un acento irónico que me desagradó más todavía), esos matasietes (añadió mirándome con su ojo de ocelote), se habían retrasado en la calle Férou
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, en una taberna, y que una ronda de sus guardias (creí que iba a reírse en mis narices) se había visto obligada a detener a los perturbadores. ¡Diablos!, debéis saber algo. ¡Arrestar mosqueteros! ¡Erais vosotros, vosotros, no lo neguéis, os han reconocido y el cardenal ha dado vuestros nombres! Es culpa mía, sí, culpa mía, porque soy yo quien elijo a mis hombres. Veamos vos, Aramis, ¿por qué diablos me habéis pedido la casaca cuando tan bien ibais a estar bajo la sotana? Y vos, Porthos, veamos, ¿tenéis un tahalí de oro tan bello sólo para colgar en él una espada de paja? ¡Y Athos! No veo a Athos. ¿Dónde está?
—Señor —respondió tristemente Aramis—, está enfermo, muy enfermo.
—¿Enfermo, muy enfermo, decís? ¿Y de qué enfermedad?
—Temen que sea la viruela, señor —respondió Porthos, queriendo terciar con una frase en la conversación—, y sería molesto porque a buen seguro le estropearía el rostro.
—¡Viruela! ¡Vaya gloriosa historia la que me contáis, Porthos!… ¿Enfermo de viruela a su edad?… ¡No!… sino herido sin duda, muerto quizá… ¡Ah!, si ya lo sabía yo… ¡Maldita sea! Señores mosqueteros, sólo oigo una cosa, que se frecuentan los malos lugares, que se busca querella en la calle y que se saca la espada en las encrucijadas. No quiero, en fin, que se dé motivos de risa a los guardias del señor cardenal, que son gentes valientes, tranquilas, diestras, que nunca se ponen en situación de ser arrestadas, y que, por otro lado, no se dejarían detener…, estoy seguro. Preferirían morir allí mismo antes que dar un paso atrás… Largarse, salir pitando, huir, ¡bonita cosa para los mosqueteros del rey!
Porthos y Aramis temblaron de rabia. De buena gana habrían estrangulado al señor de Tréville, si en el fondo de todo aquello no hubieran sentido que era el gran amor que les tenía lo que le hacía hablar así. Golpeaban el suelo con el pie, se mordían los labios hasta hacerse sangre y apretaban con toda su fuerza la guarnición de su espada. Fuera se había oído llamar, como ya hemos dicho, a Athos, Porthos y Aramis, y se había adivinado, por el tono de la voz del señor de Tréville, que estaba completamente encolerizado. Diez cabezas curiosas se habían apoyado en los tapices y palidecían de furia, porque sus orejas pegadas a la puerta no perdían sílaba de cuanto se decía, mientras que sus bocas iban repitiendo las palabras insultantes del capitán a toda la población de la antecámara. En un instante, desde la puerta del gabinete a la puerta de la calle, todo el palacio estuvo en ebullición.
—¡Los mosqueteros del rey se hacen arrestar por los guardias del señor cardenal! —continuó el señor de Tréville, tan furioso por dentro como sus soldados, pero cortando sus palabras y hundiéndolas una a una, por así decir, y como otras tantas puñaladas en el pecho de sus oyentes—. ¡Ay, seis guardias de Su Eminencia arrestan a seis mosqueteros de Su Majestad! ¡Por todos los diablos! Yo he tomado mi decisión. Ahora mismo voy al Louvre; presento mi dimisión de capitán de los mosqueteros del rey para pedir un tenientazgo entre los guardias del cardenal, y si me rechaza, por todos los diablos, ¡me hago abad!
A estas palabras el murmullo del exterior se convirtió en una explosión; por todas partes no se oían más que juramentos y blasfemias. Los
¡maldición!
, los
¡maldita sea!
, los
¡por todos los diablos!
se cruzaban, en el aire. D’Artagnan buscaba una tapicería tras la cual esconderse, y sentía un deseo desmesurado de meterse debajo de la mesa.
—Bueno, mi capitán —dijo Porthos, fuera de sí—, la verdad es que éramos seis contra seis, pero fuimos cogidos traicioneramente, y antes de que hubiéramos tenido tiempo de sacar nuestras espadas, dos de nosotros habían caído muertos, y Athos, herido gravemente, no valía mucho más. Ya conocéis vos a Athos; pues bien, capitán, trató de levantarse dos veces, y volvió a caer las dos veces. Sin embargo, no nos hemos rendido, ¡no!, nos han llevado a la fuerza. En camino, nos hemos escapado. En cuanto a Athos, lo creyeron muerto, y lo dejaron tranquilamente en el campo de batalla, pensando que no valía la pena llevarlo. Esa es la historia. ¡Qué diablos, capitán, no se ganan todas las batallas! El gran Pompeyo perdió la de Farsalia, y el rey Francisco I, que según lo que he oído decir valía tanto como él, perdió sin embargo la de Pavía
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—Y tengo el honor de aseguraros que yo maté a uno con su propia espada —dijo Aramis— porque la mía se rompió en el primer encuentro… Matado o apuñalado, señor, como más os plazca.
—Yo no sabía eso —prosiguió el señor de Tréville en un tono algo sosegado—. Por lo que veo, el señor cardenal exageró.
—Pero, por favor, señor —continuó Aramis, que, al ver a su capitán aplacarse, se atrevía a aventurar un ruego—, por favor, señor, no digáis que el propio Athos está herido, sería para desesperarse que llegara a oídos del rey, y como la herida es de las más graves, dado que después de haber atravesado el hombro ha penetrado en el pecho, sería de temer…
En el mismo instante, la cortina se alzó y una cabeza noble y hermosa, pero horriblemente pálida, apareció bajo los flecos:
—¡Athos! —exclamaron los dos mosqueteros.
—¡Athos! —repitió el mismo señor de Tréville.
—Me habéis mandado llamar, señor —dijo Athos al señor de Tréville con una voz debilitada pero perfectamente calma—, me habéis llamado por lo que me han dicho mis compañeros, y me apresuro a ponerme a vuestras órdenes; aquí estoy, señor, ¿qué me queréis?
Y con estas palabras, el mosquetero, con firmeza irreprochable, ceñido como de costumbre, entró con paso firme en el gabinete. El señor de Tréville, emocionado hasta el fondo de su corazón por aquella prueba de valor, se precipitó hacia él.
—Estaba diciéndoles a estos señores —añadió—, que prohíbo a mis mosqueteros exponer su vida sin necesidad, porque las personas valientes son muy caras al rey, y el rey sabe que sus mosqueteros son las personas más valientes de la tierra. Vuestra mano, Athos.
Y sin esperar a que el recién venido respondiese por sí mismo a aquella prueba de afecto, al señor de Tréville cogía su mano derecha y se la apretaba con todas sus fuerzas sin darse cuenta de que Athos, cualquiera que fuese su dominio sobre sí mismo, dejaba escapar un gesto de dolor y palidecía aún más, cosa que habría podido creerse imposible.
La puerta había quedado entreabierta, tanta sensación había causado la llegada de Athos, cuya herida, pese al secreto guardado, era conocida de todos. Un murmullo de satisfacción acogió las últimas palabras del capitán, y dos o tres cabezas, arrastradas por el entusiasmo, aparecieron por las aberturas de la tapicería. Iba sin duda el señor de Tréville a reprimir con vivas palabras aquella infracción a las leyes de la etiqueta, cuando de pronto sintió la mano de Athos crisparse en la suya, y dirigiendo los ojos hacia él se dio cuenta de que iba a desvanecerse. En el mismo instante, Athos, que había reunido todas sus fuerzas para luchar contra el dolor, vencido al fin por él, cayó al suelo como si estuviese muerto.