—¡Tenéis prisa! —exclamó el mosquetero, pálido como un lienzo—. Con ese pretexto golpeáis, decís: «Perdonadme», y creéis que eso basta. De ningún modo, amiguito. ¿Creéis que porque habéis oído al señor de Tréville hablarnos un poco bruscamente hoy, se nos puede tratar como él nos habla? Desengañaos, compañero; vos no sois el señor de Tréville.
—A fe mía —replicó D’Artagnan al reconocer a Athos, el cual, tras el vendaje realizado por el doctor, volvía a su alojamiento—, a fe mía que no lo he hecho a propósito, ya he dicho «Perdonadme». Me parece, pues, que es bastante. Sin embargo, os lo repito, y esta vez es quizá demasiado, palabra de honor, tengo prisa, mucha prisa. Soltadme, pues, os lo suplico y dejadme ir a donde tengo que hacer.
—Señor —dijo Athos soltándole—, no sois cortés. Se ve que venís de lejos.
D’Artagnan había ya salvado tres o cuatro escalones, pero a la observación de Athos se detuvo en seco.
—¡Por todos los diablos, señor! —dijo—. Por lejos que venga no sois vos quien me dará una lección de buenos modales, os lo advierto.
—Puede ser —dijo Athos.
—Ah, si no tuviera tanta prisa —exclamó D’Artagnan—, y si no corriese detrás de uno…
—Señor apresurado, a mí me encontraréis sin correr, ¿me oís?
—¿Y dónde, si os place?
—Junto a los Carmelitas Descalzos.
[44]
—¿A qué hora?
—A las doce.
—A las doce, de acuerdo, allí estaré.
—Tratad de no hacerme esperar, porque a las doce y cuarto os prevengo que seré yo quien corra tras vos y quien os corte las orejas a la camera.
—¡Bueno! —le gritó D’Artagnan—. Que sea a las doce menos diez.
Y se puso a correr como si lo llevara el diablo, esperando encontrar todavía a su desconocido, a quien su paso tranquilo no debía haber llevado muy lejos.
Pero a la puerta de la calle hablaba Porthos con un soldado de guardia. Entre los dos que hablaban, había el espacio justo de un hombre. D’Artagnan creyó que aquel espacio le bastaría, y se lanzó para pasar como una flecha entre ellos dos. Pero D’Artagnan no había contado con el viento. Cuando iba a pasar, el viento sacudió en la amplia capa de Porthos, y D’Artagnan vino a dar precisamente en la capa. Sin duda, Porthos tenía razones para no abandonar aquella parte esencial de su vestimenta, porque en lugar de dejar ir el faldón que sostenía, tiró de él, de tal suerte que D’Artagnan se enrolló en el terciopelo con un movimiento de rotación que explica la resistencia del obstinado Porthos.
D’Artagnan, al oír jurar al mosquetero, quiso salir de debajo de la capa que lo cegaba, y buscó su camino por el doblez. Temía sobre todo haber perjudicado el lustre del magnífico tahalí que conocemos; pero, al abrir tímidamente los ojos, se encontró con la nariz pegada entre los dos hombros de Porthos, es decir, encima precisamente del tahalí.
¡Ay!, como la mayoría de las cosas de este mundo que sólo tienen apariencia el tahalí era de oro por delante y de simple búfalo por detrás. Porthos, como verdadero fanfarrón que era, al no poder tener un tahalí de oro, completamente de oro, tenía por lo menos la mitad; se comprende así la necesidad del resfriado y la urgencia de la capa.
—¡Por mil diablos! —gritó Porthos haciendo todo lo posible por desembarazarse de D’Artagnan que le hormigueaba en la espalda—. ¿Tenéis acaso la rabia para lanzaros de ese modo sobre las personas?
—Perdonadme —dijo D’Artagnan reapareciendo bajo el hombro del gigante—, pero tengo mucha prisa, corro detrás de uno, y…
—¿Es que acaso olvidáis vuestros ojos cuando corréis? —preguntó Porthos.
—No —respondió D’Artagnan picado—, no, y gracias a mis ojos veo incluso lo que no ven los demás.
Porthos comprendió o no comprendió; lo cierto es que dejándose llevar por su cólera dijo:
—Señor, os desollaréis, os lo aviso, si os restregáis así en los mosqueteros.
—¿Desollar, señor? —dijo D’Artagnan—. La palabra es dura.
—Es la que conviene a un hombre acostumbrado a mirar de frente a sus enemigos.
—¡Pardiez! De sobra sé que no enseñáis la espalda a los vuestros.
Y el joven, encantado de su travesura, se alejó riendo a mandíbula batiente.
Porthos echó espuma de rabia e hizo un movimiento para precipitarse sobre D’Artagnan.
—Más tarde, más tarde —le gritó éste—, cuando no tengáis vuestra capa.
—A la una, pues, detrás del Luxemburgo.
—Muy bien, a la una —respondió D’Artagnan volviendo la esquina de la calle.
Pero ni en la calle que acababa de recorrer, ni en la que abarcaba ahora con la vista vio a nadie. Por despacio que hubiera andado el desconocido, había hecho camino; quizá también había entrado en alguna casa. D’Artagnan preguntó por él a todos los que encontró, bajó luego hasta la barcaza
[45]
, subió por la calle de Seine y la Croix Rouge; pero nada, absolutamente nada. Sin embargo, aquella carrera le resultó beneficiosa en el sentido de que a medida que el sudor inundaba su frente su corazón se enfriaba.
Se puso entonces a reflexionar sobre los acontecimientos que acababan de ocurrir; eran abundantes y nefastos: eran las once de la mañana apenas, y la mañana le había traído ya el disfavor del señor de Tréville, que no podría dejar de encontrar algo brusca la forma en que D’Artagnan lo había abandonado.
Además, había pescado dos buenos duelos con dos hombres capaces de matar, cada uno, tres D’Artagnan; en fin, con dos mosqueteros, es decir, con dos de esos seres que él estimaba tanto que los ponía, en su pensamiento y en su corazón, por encima de todos los demás hombres.
La coyuntura era triste. Seguro de ser matado por Athos, se comprende que el joven no se inquietara mucho de Porthos. Sin embargo, como la esperanza es lo último que se apaga en el corazón del hombre, llegó a esperar que podría sobrevivir, con heridas terribles, por supuesto, a aquellos dos duelos, y, en caso de supervivencia, se hizo para el futuro las reprimendas siguientes:
—¡Qué atolondrado y ganso soy! Ese valiente y desgraciado Athos estaba herido justamente en el hombro contra el que yo voy a dar con la cabeza como si fuera un morueco. Lo único que me extraña es que no me haya matado en el sitio; estaba en su derecho y el dolor que le he causado ha debido de ser atroz. En cuanto a Porthos…, ¡oh, en cuanto a Porthos, a fe que es más divertido!
Y a pesar suyo, el joven se echó a reír, mirando no obstante si aquella risa aislada, y sin motivo a ojos de quienes le viesen reír, iba a herir a algún viandante.
—En cuanto a Porthos, es más divertido; pero no por ello dejo de ser un miserable atolondrado. No se lanza uno así sobre las personas sin decir cuidado, no, y no se va a mirarlos debajo de la capa para ver lo que no hay. Me habría perdonado de buena gana, seguro; me habría perdonado si no le hubiera hablado de ese maldito tahalí, con palabras encubiertas, cierto; sí, bellamente encubiertas. ¡Ah, soy un maldito gascón, sería ingenioso hasta en la sartén de freír! ¡Vamos, D’Artagnan, amigo mío —continuó, hablándole a sí mismo con toda la confianza que creía deberse— si escapas a ésta, cosa que no es probable, se trata de ser en el futuro de una cortesía perfecta! En adelante es preciso que te admiren, que te citen como modelo. Ser atento y cortés no es ser cobarde. Mira mejor a Aramis: Aramis es la dulzura, es la gracia en persona. ¡Y bien!, ¿a quién se le ha ocurrido alguna vez decir que Aramis era un cobarde? No desde luego que a nadie y de ahora en adelante quiero tomarle en todo por modelo. ¡Ah, precisamente ahí está!
D’Artagnan, mientras caminaba monologando, había llegado a unos pocos pasos del palacio D’Aiguillon y ante este palacio había visto a Aramis hablando alegremente con tres gentileshombres de la guardia del rey. Por su parte, Aramis vio a D’Artagnan; pero como no olvidaba que había sido delante de aquel joven ante el que el señor de Tréville se había irritado tanto por la mañana, y como un testigo de los reproches que los mosqueteros habían recibido no le resultaba en modo alguno agradable, fingía no verlo. D’Artagnan, entregado por entero a sus planes de conciliación y de cortesía, se acercó a los cuatro jóvenes haciéndoles un gran saludo acompañado de la más graciosa sonrisa. Aramis inclinó ligeramente la cabeza, pero no sonrió. Por lo demás, los cuatro interrumpieron en aquel mismo instante su conversación.
D’Artagnan no era tan necio como para no darse cuenta de que estaba de más; pero no era todavía lo suficiente ducho en las formas de la alta sociedad para salir gentilmente de una situación falsa como lo es, por regla general, la de un hombre que ha venido a mezclarse con personas que apenas conoce y en una conversación que no le afecta. Buscaba por tanto en su interior un medio de retirarse lo menos torpemente posible, cuando notó que Aramis había dejado caer su pañuelo y, por descuido sin duda, había puesto el pie encima; le pareció llegado el momento de reparar su inconveniencia: se agachó, y con el gesto más gracioso que pudo encontrar, sacó el pañuelo de debajo del pie del mosquetero, por más esfuerzos que hizo éste por retenerlo, y le dijo devolviéndoselo:
—Señor, aquí tenéis un pañuelo que en mi opinión os molestaría mucho perder.
En efecto, el pañuelo estaba ricamente bordado y llevaba una corona y armas en una de sus esquinas. Aramis se ruborizó excesivamente y arrancó más que cogió el pañuelo de manos del gascón.
—¡Ah, ah! —exclamó uno de los guardias—. Encima dirás, discreto Aramis, que estás a mal con la señora de Bois-Tracy, cuando esa graciosa dama tiene la cortesía de prestarte sus pañuelos.
Aramis lanzó a D’Artagnan una de esas miradas que hacen comprender a un hombre que acaba de ganarse un enemigo mortal; luego, volviendo a tomar su tono dulzarrón, dijo:
—Os equivocáis, señores, este pañuelo no es mío, y no sé por qué el señor ha tenido la fantasía de devolvérmelo a mí en vez de a uno de vosotros, y prueba de lo que digo es que aquí está el mío, en mi bolsillo.
A estas palabras, sacó su propio pañuelo, pañuelo muy elegante también, y de fina batista, aunque la batista fuera cara en aquella época, pero pañuelo bordado, sin armas, y adornado con una sola inicial, la de su propietario.
Esta vez, D’Artagnan no dijo ni pío, había reconocido su error, pero los amigos de Aramis no se dejaron convencer por sus negativas, y uno de ellos, dirigiéndose al joven mosquetero con seriedad afectada, dijo:
—Si fuera como pretendes, me vería obligado, mi querido Aramis, a pedírtelo; porque, como sabes, Bois-Tracy es uno de mis íntimos, y no quiero que se haga trofeo de las prendas de su mujer.
—Lo pides mal —respondió Aramis—; y aun reconociendo la justeza de tu reclamación en cuanto al fondo, me negaré debido a la forma.
—El hecho es —aventuró tímidamente D’Artagnan—, que yo no he visto salir el pañuelo del bolsillo del señor Aramis. Tenía el pie encima, eso es todo, y he pensado que, dado que tenía el pie, el pañuelo era suyo.
—Y os habéis equivocado, querido señor —respondió fríamente Aramis, poco sensible a la reparación.
Luego, volviéndose hacia aquel de los guardias que se había declarado amigo de Bois-Tracy, continuó:
—Además, pienso, mi querido íntimo de Bois-Tracy, que yo soy amigo suyo no menos cariñoso que puedas serlo tú; de suerte que, en rigor, este pañuelo puede haber salido tanto de tu bolsillo como del mío.
—¡No, por mi honor! —exclamó el guardia de Su Majestad.
—Tú vas a jurar por tu honor y yo por mi palabra, y entonces evidentemente uno de nosotros dos mentirá. Mira, hagámoslo mejor, Montaran, cojamos cada uno la mitad.
—¿Del pañuelo?
—Sí.
—De acuerdo —exclamaron los otros dos guardias— el juicio del rey Salomón. Decididamente, Aramis, estás lleno de sabiduría.
Los jóvenes estallaron en risas, y como es lógico, el asunto no tuvo más continuación. Al cabo de un instante la conversación cesó, y los tres guardias y el mosquetero, después de haberse estrechado cordialmente las manos, tiraron los tres guardias por su lado y Aramis por el suyo.
—Este es el momento de hacer las paces con ese hombre galante —se dijo para sí D’Artagnan, que se había mantenido algo al margen durante toda la última parte de aquella conversación. Y con estas buenas intenciones, acercándose a Aramis, que se alejaba sin prestarle más atención, le dijo:
—Señor, espero que me perdonéis.
—¡Ah, señor! —le interrumpió Aramis—. Permitidme haceros observar que no habéis obrado en esta circunstancia como un hombre galante debe hacerlo.
—¡Cómo, señor! —exclamó D’Artagnan—. Suponéis…
—Supongo, señor, que no sois un imbécil, y que sabéis bien, aunque lleguéis de Gascuña, que no se pisan sin motivo los pañuelos de bolsillo. ¡Qué diablos! París no está empedrado de batista.
—Señor, os equivocáis tratando de humillarme —dijo D’Artagnan, en quien el carácter peleón comenzaba a hablar más alto que las resoluciones pacíficas—. Soy de Gascuña, cierto, y puesto que lo sabéis, no tendré necesidad de deciros que los gascones son poco sufridos; de suerte que cuando se han excusado una vez, aunque sea por una tontería, están convencidos de que ya han hecho más de la mitad de lo que debían hacer.
—Señor, lo que os digo —respondió Aramis—, no es para buscar pelea. A Dios gracias no soy un espadachín, y siendo sólo mosquetero por ínterin, sólo me bato cuando me veo obligado, y siempre con gran repugnancia; pero esta vez el asunto es grave, porque tenemos a una dama comprometida por vos.
—Por nosotros querréis decir —exclamó D’Artagnan.
—¿Por qué habéis tenido la torpeza de devolverme el pañuelo?
—¿Por qué habéis tenido vos la de dejarlo caer?
—He dicho y repito, señor, que ese pañuelo no ha salido de mi bolsillo.
—¡Pues bien, mentís dos veces, señor, porque yo lo he visto salir de él!
—¡Ah, con que lo tomáis en ese tono, señor gascón! ¡Pues bien, yo os enseñaré a vivir!
—Y yo os enviaré a vuestra misa, señor abate. Desenvainad, si os place, y ahora mismo.
—No, por favor, querido amigo; no aquí, al menos. ¿No veis que estamos frente al palacio D’Aiguillon, que está lleno de criaturas del cardenal? ¿Quién me dice que no es Su Eminencia quien os ha encargado procurarle mi cabeza? Pero yo aprecio mucho mi cabeza, dado que creo que va bastante correctamente sobre mis hombros. Quiero mataros, estad tranquilo, pero mataros dulcemente, en un lugar cerrado y cubierto, allí donde no podáis jactaros de vuestra muerte ante nadie.