Los tres mosqueteros (6 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: Los tres mosqueteros
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—¡Un cirujano! —gritó el señor de Tréville—. ¡El mío, el del rey, el mejor! ¡Un cirujano! Si no, maldita sea, mi valiente Athos va a morir.

A los gritos del señor de Tréville todo el mundo se precipitó en su gabinete sin que él pensara en cerrar la puerta a nadie, afanándose todos en torno del herido. Pero todo aquel afán hubiera sido inútil si el doctor exigido no hubiera sido hallado en el palacio mismo; atravesó la multitud, se acercó a Athos, que continuaba desvanecido y como todo aquel ruido y todo aquel movimiento le molestaba mucho, pidió como primera medida y como la más urgente que el mosquetero fuera llevado a una habitación vecina. Por eso el señor de Tréville abrió una puerta y mostró el camino a Porthos y a Aramis, que llevaron a su compañero en brazos. Detrás de este grupo iba el cirujano, y detrás del cirujano la puerta se cerró.

Entonces el gabinete del señor de Tréville, aquel lugar ordinariamente tan respetado, se convirtió por un momento en una sucursal de la antecámara. Todos disertaban, peroraban, hablaban en voz alta, jurando, blasfemando, enviando al cardenal y a sus guardias a todos los diablos.

Un instante después, Porthos y Aramis volvieron; sólo el cirujano y el señor de Tréville se habían quedado junto al herido.

Por fin, el señor de Tréville regresó también. El herido había recuperado el conocimiento; el cirujano declaraba que el estado del mosquetero nada tenía que pudiese inquietar a sus amigos, habiendo sido ocasionada su debilidad pura y simplemente por la pérdida de sangre.

Luego el señor de Tréville hizo un gesto con la mano y todos se retiraron excepto D’Artagnan, que no olvidaba que tenía audiencia y que, con su tenacidad de gascón, había permanecido en el mismo sitio.

Cuando todo el mundo hubo salido y la puerta fue cerrada, el señor de Tréville se volvió y se encontró solo con el joven. El suceso que acababa de ocurrir le había hecho perder algo el hilo de sus ideas. Se informó de lo que quería el obstinado solicitante. D’Artagnan entonces dio su nombre, y el señor de Tréville, trayendo a su memoria de golpe todos sus recuerdos del presente y del pasado, se puso al corriente de la situación.

—Perdón —le dijo sonriente—, perdón, querido compatriota, pero os había olvidado por completo. ¡Qué queréis! Un capitán no es nada más que un padre de familia cargado con una responsabilidad mayor que un padre de familia normal. Los soldados son niños grandes; pero como debo hacer que las órdenes del rey, y sobre todo las del señor cardenal, se cumplan…

D’Artagnan no pudo disimular una sonrisa. Ante ella, el señor de Tréville pensó que no se las había con un imbécil y, yendo derecho al grano, cambiando de conversación, dijo:

—Quise mucho a vuestro señor padre. ¿Qué puedo hacer por su hijo? Daos prisa, mi tiempo no es mío.

—Señor —dijo D’Artagnan—, al dejar Tarbes y venir hacia aquí, me proponía pediros, en recuerdo de esa amistad cuya memoria no habéis perdido, una casaca de mosquetero; pero después de cuanto he visto desde hace dos horas, comprendo que un favor semejante sería enorme, y tiemblo de no merecerlo.

—En efecto, joven, es un favor —respondió el señor de Tréville—; pero quizá no esté tan por encima de vos como creéis o fingís creerlo. Sin embargo, una decisión de Su Majestad ha previsto este caso, y os anuncio con pesar que no se recibe a nadie como mosquetero antes de la prueba previa de algunas campañas, de ciertas acciones de brillo, o de un servicio de dos años en algún otro regimiento menos favorecido que el nuestro.

D’Artagnan se inclinó sin responder nada. Se sentía aún más deseoso de endosarse el uniforme de mosquetero desde que había tan grandes dificultades en obtenerlo.

—Pero —prosiguió Tréville fijando sobre su compatriota una mirada tan penetrante que se hubiera dicho que quería leer hasta el fondo de su corazón—, pero por vuestro padre, antiguo compañero mío como os he dicho, quiero hacer algo por vos, joven. Nuestros cadetes de Béarn no son por regla general ricos, y dudo de que las cosas hayan cambiado mucho de cara desde mi salida de la provincia. No debéis tener, para vivir, demasiado dinero que hayáis traído con vos.

D’Artagnan se irguió con un ademán orgulloso que quería decir que él no pedía limosna a nadie.

—Está bien, joven, está bien —continuó Tréville— ya conozco esos ademanes; yo vine a París con cuatro escudos en mi bolsillo, y me hubiera batido con cualquiera que me hubiera dicho que no me hallaba en situación de comprar el Louvre.

D’Artagnan se irguió más y más; gracias a la venta de su caballo, comenzaba su carrera con cuatro escudos más de los que el señor de Tréville había comenzado la suya.

—Debéis, pues, decía yo, tener necesidad de conservar lo que tenéis, por fuerte que sea esa suma; pero debéis necesitar también perfeccionaros en los ejercicios que convienen a un gentilhombre. Escribiré hoy mismo una carta al director de la Academia Real y desde mañana os recibirá sin retribución alguna. No rechacéis este pequeño favor. Nuestros gentileshombres de mejor cuna y más ricos lo solicitan a veces sin poder obtenerlo. Aprenderéis el manejo del caballo, esgrima y danza; haréis buenos conocimientos, y de vez en cuando volveréis a verme para decirme cómo os encontráis y si puedo hacer algo por vos.

Por desconocedor que fuera D’Artagnan de las formas de la corte, se dio cuenta de la frialdad de aquel recibimiento.

—¡Desgraciadamente, señor —dijo— veo la falta que hoy me hace la carta de recomendación que mi padre me había entregado para vos!

—En efecto —respondió el señor de Tréville—, me sorprende que hayáis emprendido tan largo viaje sin ese viático obligado, único recurso de nosotros los bearneses.

—La tenía, señor, y, a Dios gracias, en buena forma —exclamó D’Artagnan—; pero me fue robada pérfidamente.

Y contó toda la escena de Meung, describió al gentilhombre desconocido en sus menores detalles, todo ello con un calor y una verdad que encantaron al señor de Tréville.

—Sí que es extraño —dijo este último pensando—. ¿Habíais hablado de mí en voz alta?

—Sí, señor, sin duda cometí esa imprudencia; qué queréis, un nombre como el vuestro debía servirme de escudo en el camino. ¡Juzgad si me puse a cubierto a menudo!

La adulación estaba muy de moda entonces, y el señor de Tréville amaba el incienso como un rey o como un cardenal. No pudo impedirse por tanto sonreír con satisfacción visible, pero aquella sonrisa se borró muy pronto, volviendo por sí mismo a la aventura de Meung.

—Decidme —repuso—, ¿no tenía ese gentilhombre una ligera cicatriz en la sien?

—Sí, como lo haría la rozadura de una bala.

—¿No era un hombre de buen aspecto?

—Sí.

—¿Y de gran estatura?

—Sí.

—¿Pálido de tez y moreno de pelo?

—Sí, sí, eso es. ¿Cómo es, señor, que conocéis a ese hombre? ¡Ah, si alguna vez lo encuentro, y os juro que lo encontraré, aunque sea en el infierno…!

—¿Esperaba a una mujer? —prosiguió Tréville.

—Al menos se marchó tras haber hablado un instante con aquella a la que esperaba.

—¿No sabéis cuál era el tema de su conversación?

—Él le entregaba una caja, le decía que aquella caja contenía sus instrucciones, y le recomendaba no abrirla hasta Londres.

—¿Era inglesa esa mujer?

—La llamaba Milady.

—¡Él es! —murmuró Tréville—. ¡Él es! Y yo le creía aún en Bruselas.

—Señor, sabéis quién es ese hombre —exclamó D’Artagnan—. Indicadme quién es y dónde está, y os libero de todo, incluso de vuestra promesa de hacerme ingresar en los mosqueteros; porque antes que cualquier otra cosa quiero vengarme.

—Guardaos de ello, joven —exclamó Tréville—; antes bien, si lo veis venir por un lado de la calle, pasad al otro. No os enfrentéis a semejante roca: os rompería como a un vaso.

—Eso no impide —dijo D’Artagnan— que si alguna vez lo encuentro…

—Mientras tanto —prosiguió Tréville—, no lo busquéis, si tengo algún consejo que daros.

De pronto Tréville se detuvo, impresionado por una sospecha súbita. Aquel gran odio que manifestaba tan altivamente el joven viajero por aquel hombre que, cosa bastante poco verosímil, le había robado la carta de su padre, aquel odio ¿no ocultaba alguna perfidia? ¿No le habría sido enviado aquel joven por Su Eminencia? ¿No vendría para tenderle alguna trampa? Ese presunto D’Artagnan ¿no sería un emisario del cardenal que trataba de introducirse en su casa, y que le habían puesto al lado para sorprender su confianza y para perderlo más tarde, como mil veces se había hecho? Miró a D’Artagnan más fijamente aún que la vez primera. Sólo se tranquilizó a medias por el aspecto de aquella fisonomía chispeante de ingenio astuto y de humildad afectada.

«Sé de sobra que es gascón —pensó—. Pero puede serlo tanto para el cardenal como para mí. Veamos, probémosle».

—Amigo mío —le dijo lentamente— quiero, como a hijo de mi viejo amigo (porque tengo por verdadera la historia de esa carta perdida), quiero —dijo—, para reparar la frialdad que habéis notado ante todo en mi recibimiento, descubriros los secretos de nuestra política. El rey y el cardenal son los mejores amigos del mundo: sus aparentes altercados no son más que para engañar a los imbéciles. No pretendo que un compatriota, un buen caballero, un muchacho valiente, hecho para avanzar, sea víctima de todos esos fingimientos y caiga como un necio en la trampa, al modo de tantos otros que se han perdido por ello. Pensad que yo soy adicto a estos dos amos todopoderosos, y que nunca mis diligencias serias tendrán otro fin que el servicio del rey y del señor cardenal, uno de los más ilustres genios que Francia ha producido. Ahora, joven, regulad vuestra conducta sobre esto, y si tenéis, bien por familia, bien por amigos, bien por propio instinto, alguna de esas enemistades contra el cardenal semejante a las que vemos manifestarse en los gentileshombres, decidme adiós y despidámonos. Os ayudaré en mil circunstancias, pero sin relacionaros con mi persona. Espero que mi franqueza, en cualquier caso, os hará amigo mío; porque sois, hasta el presente, el único joven al que he hablado como lo hago.

Tréville se decía aparte para sí:

«Si el cardenal me ha despachado a este joven zorro, a buen seguro, él, que sabe hasta qué punto lo execro, no habrá dejado de decir a su espía que el mejor medio de hacerme la corte es echar pestes de él; así, pese a mis protestas, el astuto compadre va a responderme con toda seguridad que siente horror por Su Eminencia».

Ocurrió de muy otra forma a como esperaba Tréville; D’Artagnan respondió con la mayor simplicidad:

—Señor, llego a París con intenciones completamente idénticas. Mi padre me ha recomendado no aguantar nada salvo del rey, del señor cardenal y de vos, a quienes tiene por los tres primeros de Francia.

D’Artagnan añadía el señor de Tréville a los otros dos, como podemos darnos cuenta; pero pensaba que este añadido no tenía por qué estropear nada.

—Tengo, pues, la mayor veneración por el señor cardenal —continuó—, y el más profundo respeto por sus actos. Tanto mejor para mí, señor, si me habláis, como decís, con franqueza; porque entonces me haréis el honor de estimar este parecido de gustos; mas si habéis tenido alguna desconfianza, muy natural por otra parte, siento que me pierdo diciendo la verdad; pero, tanto peor; así no dejaréis de estimarme, y es lo que quiero más que cualquier otra cosa en el mundo.

El señor de Tréville quedó sorprendido hasta el extremo. Tanta penetración, tanta franqueza, en fin, le causaba admiración, pero no disipaba enteramente sus dudas; cuanto más superior fuera este joven a los demás, tanto más era de temer si se engañaba. Sin embargo, apretó la mano de D’Artagnan, y le dijo:

—Sois un joven honesto, pero en este momento no puedo hacer nada por vos más que lo que os he ofrecido hace un instante. Mi palacio estará siempre abierto para vos. Más tarde, al poder requerirme a todas horas y por tanto aprovechar todas las ocasiones, obtendréis probablemente lo que deseáis obtener.

—Eso quiere decir, señor —prosiguió D’Artagnan—, que esperáis a que vuelva digno de ello. Pues bien, estad tranquilo, —añadió con la familiaridad del gascón—, no esperaréis mucho tiempo.

Y saludó para retirarse como si el resto corriese en adelante de su cuenta.

—Pero esperad —dijo el señor de Tréville deteniéndolo—, os he prometido una carta para el director de la Academia. ¿Sois demasiado orgulloso para aceptarla, mi joven gentilhombre?

—No, señor —dijo D’Artagnan—; os respondo que no ocurrirá con esta como con la otra. La guardaré tan bien que os juro que llegará a su destino, y ¡ay de quien intente robármela!

El señor de Tréville sonrió ante esa fanfarronada y, dejando a su joven compatriota en el vano de la ventana, donde se encontraba y donde habían hablado juntos, fue a sentarse a una mesa y se puso a escribir la carta de recomendación prometida. Durante ese tiempo, D’Artagnan, que no tenía nada mejor que hacer, se puso a batir una marcha contra los cristales, mirando a los mosqueteros que se iban uno tras otro, y siguiéndolos con la mirada hasta que desaparecían al volver la calle.

El señor de Tréville, después de haber escrito la carta, la selló y, levantándose, se acercó al joven para dársela; pero en el momento mismo en que D’Artagnan extendía la mano para recibirla, el señor de Tréville quedó completamente estupefacto al ver a su protegido dar un salto, enrojecer de cólera y lanzarse fuera del gabinete gritando:

—¡Ah, maldita sea! Esta vez no se me escapará.

—¿Pero quién? —preguntó el señor de Tréville.

—¡El, mi ladrón! —respondió D’Artagnan—. ¡Ah, traidor!

Y desapareció.

—¡Diablo de loco! —murmuró el señor de Tréville—. A menos —añadió— que no sea una manera astuta de zafarse, al ver que ha marrado su golpe.

Capítulo IV
El hombro de Athos, el tahalí de Porthos y el pañuelo de Aramis

D’
Artagnan, furioso, había atravesado la antecámara de tres saltos y se abalanzaba a la escalera cuyos escalones contaba con descender de cuatro en cuatro cuando, arrastrado por su camera, fue a dar de cabeza en un mosquetero que salía del gabinete del señor de Tréville por una puerta de excusado; y al golpearle con la frente en el hombro, le hizo lanzar un grito o mejor un aullido.

—Perdonadme —dijo D’Artagnan tratando de reemprender su carrera—, perdonadme, pero tengo prisa.

Apenas había descendido el primer escalón cuando un puño de hierro le cogió por su bandolera y lo detuvo.

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