—Apartaos, joven —gritó Jussac, que sin duda por sus gestos y la expresión de su rostro había adivinado el designio de D’Artagnan—. Podéis retiraros, os lo permitimos. Salvad vuestra piel, de prisa.
D’Artagnan no se movió.
—Decididamente sois un valiente —dijo Athos apretando la mano del joven.
—¡Vamos, vamos, tomemos una decisión! —prosiguió Jussac.
—Veamos —dijeron Porthos y Aramis—, hagamos algo.
—El señor está lleno de generosidad —dijo Athos.
Pero los tres pensaban en la juventud de D’Artagnan y temían su inexperiencia.
—No seremos más que tres, uno de ellos herido, además de un niño —prosiguió Athos—, y no por eso dejarán de decir que éramos cuatro hombres.
—¡Sí, pero retroceder…! —dijo Porthos.
—Es difícil —añadió Athos.
D’Artagnan comprendió su falta de resolución.
—Señores, ponedme a prueba —dijo—, y os juro por mi honor que no quiero marcharme de aquí si somos vencidos.
—¿Cómo os llamáis, valiente? —dijo Athos.
—D’Artagnan, señor.
—¡Pues bien, Athos, Porthos, Aramis y D’Artagnan, adelante! —gritó Athos.
—¿Y bien? Veamos, señores, ¿os decidís a decidiros? —gritó por tercera vez Jussac.
—Está resuelto, señores —dijo Athos.
—¿Y qué decisión habéis tomado? —preguntó Jussac.
—Vamos a tener el honor de cargar contra vos —respondió Aramis, alzando con una mano su sombrero y sacando su espada con la otra.
—¡Ah! ¿Os resistís? —exclamó Jussac.
—¡Por todos los diablos! ¿Os sorprende?
Y los nueve combatientes se precipitaron unos contra otros con una furia que no excluía cierto método.
Athos cogió a un tal Cahusac
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, favorito del cardenal; Porthos tuvo a Bicarat
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y Aramis se vio frente a dos adversarios.
En cuanto a D’Artagnan, se encontró lanzado contra el mismo Jussac.
El corazón del joven gascón batía hasta romperle el pecho, no de miedo, a Dios gracias, del que no conocía siquiera la sombra, sino de emulación; se batía como un tigre furioso, dando vueltas diez veces en torno a su adversario, cambiando veinte veces sus guardias y su terreno. Jussac era, como se decía entonces, un enamorado de la espada, y la había practicado mucho; sin embargo, pasaba todos los apuros del mundo defendiéndose contra un adversario que, ágil y saltarín, se alejaba a cada momento de las reglas recibidas, atacando por todos los lados a la vez, y precaviéndose además como hombre que tiene el mayor respeto por su epidermis.
Por fin la lucha terminó por hacer perder la paciencia a Jussac. Furioso de ser tenido en jaque por aquel al que había mirado como a un niño, se calentó y comenzó a cometer errores. D’Artagnan que, a pesar de la práctica, poseía una profunda teoría, redobló la agilidad. Jussac, queriendo terminar, lanzó una terrible estocada a su adversario tirándose a fondo; pero éste paró primero, y mientras Jussac se ponía en pie, deslizándose como una serpiente bajo su acero, le pasó su espada a través del cuerpo. Jussac cayó como una mole.
D’Artagnan lanzó entonces una mirada inquieta y rápida sobre el campo de batalla.
Aramis había matado ya a uno de sus adversarios; pero el otro le acosaba vivamente. Sin embargo, Aramis estaba en buena situación y aún podía defenderse.
Bicarat y Porthos acababan de hacer un golpe doble: Porthos había recibido una estocada atravesándole el brazo, y Bicarat atravesándole el muslo. Pero como ninguna de las dos heridas era grave, no se batían sino con más encarnizamiento.
Athos, herido de nuevo por Cahusac, palidecía a ojos vistas, pero no retrocedía un ápice: se había limitado a cambiar de mano su espada, y se batía con la izquierda.
Según las leyes del duelo de esa época, D’Artagnan podía socorrer a uno; mientras buscaba con los ojos qué compañero tenía necesidad de su ayuda sorprendió una mirada de Athos. Aquella mirada era de una elocuencia sublime. Athos moriría antes que pedir socorro; pero podía mirar, y con la mirada pedir apoyo. D’Artagnan lo adivinó, dio un salto terrible y cayó sobre el flanco de Cahusac gritando:
—¡A mí, señor guardia, que yo os mato!
Cahusac se volvió, justo a tiempo. Athos, a quien sólo su extremado valor sostenía, cayó sobre una rodilla.
—¡Maldita sea! —gritó a D’Artagnan—. ¡No lo matéis, joven, os lo suplico; tengo un viejo asunto que terminar con él cuando esté curado y con buena salud! Desarmadle solamente, quitadle la espada. ¡Eso es, bien, muy bien!
Esta exclamación le había sido arrancada a Athos por la espada de Cahusac, que saltaba a veinte pasos de él. D’Artagnan y Cahusac se lanzaron a la vez, uno para recuperarla, el otro para apoderarse de ella; pero D’Artagnan, más rápido llegó el primero y puso el pie encima.
Cahusac corrió hacia aquel de los guardias que había matado Aramis, se apoderó de su acero y quiso volver a D’Artagnan; pero en su camino se encontró con Athos, que durante aquella pausa de un instante que le había procurado D’Artagnan había recuperado el aliento y que, por temor a que D’Artagnan le matase a su enemigo, quería volver a empezar el combate.
D’Artagnan comprendió que sería contrariar a Athos no dejarle actuar. En efecto, algunos segundos después, Cahusac cayó con la garganta atravesada por una estocada.
En ese mismo instante, Aramis apoyaba su espada contra el pecho de su adversario derribado, y le forzaba a pedir merced.
Quedaban Porthos y Bicarat: Porthos hacía mil fanfarronadas preguntando a Bicarat qué hora podía ser, y le felicitaba por la compañía que acababa de obtener su hermano en el regimiento de Navarra; pero, mientras bromeaba, nada ganaba. Bicarat era uno de esos hombres de hierro que no caen más que muertos.
Sin embargo, había que terminar. La ronda podía llegar y prender a todos los combatientes, heridos o no, realistas o cardenalistas. Athos, Aramis y D’Artagnan rodearon a Bicarat y le conminaron a rendirse. Aunque solo contra todos y con una estocada que le atravesaba el muslo, Bicarat quería seguir; pero Jussac, que se había levantado sobre el codo, le gritó que se rindiera. Bicarat era gascón como D’Artagnan; hizo oídos sordos y se contentó con reír, y entre dos quites, encontrando tiempo para dibujar con la punta de su espada un lugar en el suelo, dijo parodiando un versículo de la Biblia:
—¡Aquí morirá Bicarat, el único de los que están con él!
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—Pero están cuatro contra ti; acaba, te lo ordeno.
—¡Ah! Si lo ordenas, es distinto —dijo Bicarat—; como eres mi brigadier, debo obedecer.
Y dando un salto hacia atrás, rompió la espada sobre su rodilla para no entregarla, arrojó los trozos por encima de la tapia del convento y se cruzó de brazos silbando un motivo cardenalista.
La bravura siempre es respetada, incluso en un enemigo. Los mosqueteros saludaron a Bicarat con sus espadas y las devolvieron a la vaina. D’Artagnan hizo otro tanto, y luego, ayudado por Bicarat, el único que había quedado en pie, llevó bajo el soportal del convento a Jussac, Cahusac y a aquel de los adversarios de Aramis que sólo había sido herido. El cuarto, como ya hemos dicho, estaba muerto. Luego hicieron sonar la campana y llevando cuatro de las cinco espadas se encaminaron ebrios de alegría hacia el palacio del señor de Tréville.
Se les veía con los brazos entrelazados, ocupando todo lo ancho de la calle, y agrupando tras sí a todos los mosqueteros que encontraban, por lo que, al fin, aquello fue una marcha triunfal. El corazón de D’Artagnan nadaba en la ebriedad, caminaba entre Athos y Porthos apretándolos con ternura.
—Si todavía no soy mosquetero —dijo a sus nuevos amigos al franquear la puerta del palacio del señor de Tréville—, al menos ya soy aprendiz, ¿no es verdad?
E
l suceso hizo mucho ruido. El señor de Tréville bramó en voz alta contra sus mosqueteros, y los felicitó en voz baja; pero como no había tiempo que perder para prevenir al rey el señor de Tréville se apresuró a dirigirse al Louvre. Era demasiado tarde, el rey se hallaba encerrado con el cardenal, y dijeron al señor de Tréville que el rey trabajaba y que no podía recibir en aquel momento. Por la noche, el señor de Tréville acudió al juego del rey. El rey ganaba, y como su majestad era muy avaro, estaba de excelente humor; por ello, cuando el rey vio de lejos a Tréville, dijo:
—Venid aquí, señor capitán, venid que os riña; ¿sabéis que Su Eminencia ha venido a quejárseme de vuestros mosqueteros, y ello con tal emoción que esta noche Su Eminencia está enfermo? ¡Pero, bueno, vuestros mosqueteros son incorregibles, son gentes de horca!
—No, Sire
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—respondió Tréville, que vio a la primera ojeada cómo iban a desarrollarse las cosas—; no, todo lo contrario, son buenas criaturas, dulces como corderos, y que no tienen más que un deseo, de eso me hago responsable: y es que su espada no salga de la vaina más que para el servicio de Vuestra Majestad. Pero, qué queréis, los guardias del señor cardenal están buscándoles pelea sin cesar, y por el honor mismo del cuerpo los pobres jóvenes se ven obligados a defenderse.
—¡Escuchad al señor de Tréville! —dijo el rey—. ¡Escuchadle! ¡Se diría que habla de una comunidad religiosa! En verdad, mi querido capitán, me dan ganas de quitaros vuestro despacho y dárselo a la señorita de Chemerault
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, a quien he prometido una abadía. Pero no penséis que os creeré sólo por vuestra palabra. Me llaman Luis el Justo, señor de Tréville, y ahora mismo lo veremos.
—Porque me fío de esa justicia, Sire, esperaré paciente y tranquilo el capricho de Vuestra Majestad.
—Esperad pues, señor, esperad —dijo el rey—, no os haré esperar mucho.
En efecto, la suerte cambiaba, y como el rey empezaba a perder lo que había ganado, no era difícil encontrar un pretexto para hacer —perdónesenos esta expresión de jugador, cuyo origen, lo confesamos, lo desconocemos— para hacer el carlomagno
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. El rey se levantó, pues, al cabo de un instante y, metiendo en su bolsillo el dinero que tenía ante sí y cuya mayor parte procedía de su ganancia, dijo:
—La Vieuville
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, tomad mi puesto, tengo que hablar con el señor de Tréville por un asunto de importancia… ¡Ah!…, yo tenía ochenta luises ante mí; poned la misma suma, para que quienes han perdido no tengan motivos de queja. La justicia ante todo.
Luego, volviéndose hacia el señor de Tréville y caminando con él hacia el vano de una ventana, continuó:
—Y bien, señor, vos decís que son los guardias de la Eminentísima los que han buscado pelea a vuestros mosqueteros.
—Sí, Sire, como siempre.
—Y ¿cómo ha ocurrido la cosa? Porque como sabéis, mi querido capitán, es preciso que un juez escuche a las dos partes.
—Dios mío, de la forma más simple y más natural. Tres de mis mejores soldados, a quienes Vuestra Majestad conoce de nombre y cuya devoción ha apreciado más de una vez, y que tienen, puedo afirmarlo al rey, su servicio muy en el corazón; tres de mis mejores soldados, digo, los señores Athos, Porthos y Aramis, habían hecho una excursión con un joven cadete de Gascuña que yo les había recomendado aquella misma mañana. La excursión iba a tener lugar en Saint-Germain, según creo, y se habían citado en los Carmelitas Descalzos, cuando fue perturbada por el señor de Jussac y los señores Cahusac, Bicarat y otros dos guardias que ciertamente no venían allí en tan numerosa compañía sin mala intención contra los edictos.
—¡Ah, ah!, me dais que pensar —dijo el rey—; sin duda iban para batirse ellos mismos.
—No los acuso, Sire, pero dejo a Vuestra Majestad apreciar qué pueden ir a hacer cuatro hombres armados a un lugar tan desierto como lo están los alrededores del convento de los Carmelitas.
—Sí, tenéis razón, Tréville, tenéis razón.
—Entonces, cuando vieron a mis mosqueteros, cambiaron de idea y olvidaron su odio particular por el odio de cuerpo; porque Vuestra Majestad no ignora que los mosqueteros, que son del rey y nada más que para el rey, son los enemigos de los guardias, que son del señor cardenal.
—Sí, Tréville, sí —dijo el rey melancólicamente—, y es muy triste, creedme, ver de este modo dos partidos en Francia, dos cabezas en la realeza; pero todo esto acabará, Tréville, todo esto acabará. Decís, pues, que los guardias han buscado pelea a los mosqueteros.
—Digo que es probable que las cosas hayan ocurrido de este modo, pero no lo juro, Sire. Ya sabéis cuán difícil de conocer es la verdad, y a menos de estar dotado de ese instinto admirable que ha hecho llamar a Luis XIII el Justo…
—Y tenéis razón, Tréville, pero no estaban solos vuestros mosqueteros, ¿no había con ellos un niño?
—Sí, Sire, y un hombre herido, de suerte que tres mosqueteros del rey, uno de ellos herido, y un niño no solamente se han enfrentado a cinco de los más terribles guardias del cardenal, sino que aun han derribado a cuatro por tierra.
—Pero ¡eso es una victoria! —exclamó el rey radiante—. ¡Una victoria completa!
—Sí, Sire, tan completa como la del puente de Cé
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—¿Cuatro hombres, uno de ellos herido y otro un niño decís?
—Un joven apenas hombre, que se ha portado tan perfectamente en esta ocasión que me tomaré la libertad de recomendarlo a Vuestra Majestad.
—¿Cómo se llama?
—D’Artagnan, Sire. Es hijo de uno de mis más viejos amigos; el hijo de un hombre que hizo con el rey vuestro padre, de gloriosa memoria, la guerra partidaria.
—¿Y decís que se ha portado bien ese joven? Contadme eso, Tréville; ya sabéis que me gustan los relatos de guerra y combate.
Y el rey Luis XIII se atusó orgullosamente su mostacho poniéndose en jarras.
—Sire —prosiguió Tréville—, como os he dicho, el señor D’Artagnan es casi un niño, y como no tiene el honor de ser mosquetero, estaba vestido de paisano; los guardias del señor cardenal, reconociendo su gran juventud, y que además era extraño al cuerpo, le invitaron a retirarse antes de atacar.
—¡Ah! Ya veis, Tréville —interrumpió el rey—, que son ellos los que han atacado.
—Exactamente, Sire; sin ninguna duda; le conminaron, pues, a retirarse, pero él respondió que era mosquetero de corazón y todo él de Su Majestad, y que por eso se quedaría con los señores mosqueteros.