—¡Bravo joven! —murmuró el rey.
—Y en efecto, permaneció a su lado; y Vuestra Majestad tiene a un campeón tan firme que fue él quien dio a Jussac esa terrible estocada que encoleriza tanto al señor cardenal.
—¿Fue él quien hirió a Jussac? —exclamó el rey—. ¡Él, un niño! Eso es imposible, Tréville.
—Ocurrió como tengo el honor de decir a Vuestra Majestad.
—¡Jussac, uno de los primeros aceros del reino!
—¡Pues bien, Sire, ha encontrado su maestro!
—Quiero ver a ese joven, Tréville, quiero verlo, y si se puede hacer algo, pues bien, nosotros nos ocuparemos.
—¿Cuándo se dignará recibirlo Vuestra Majestad?
—Mañana a las doce, Tréville.
—¿Lo traigo solo?
—No, traedme a los cuatro juntos. Quiero darles las gracias a todos a la vez; los hombres adictos son raros, Tréville, y hay que recompensar la adhesión.
—A las doce, Sire, estaremos en el Louvre.
—¡Ah! Por la escalera pequeña, Tréville, por la escalera pequeña. Es inútil que el cardenal sepa…
—Sí, Sire.
—¿Comprendéis, Tréville? Un edicto es siempre un edicto; está prohibido batirse a fin de cuentas.
—Pero ese encuentro, Sire, se sale a todas luces de las condiciones ordinarias de un duelo: es una riña, y la prueba es que eran cinco guardias del cardenal contra mis tres mosqueteros y el señor D’Artagnan.
—Exacto —dijo el rey—; pero no importa, Tréville; de todas formas, venid por la escalera pequeña.
Tréville sonrió. Pero como era ya mucho para él haber obtenido que aquel niño se revolviese contra su maestro, saludó respetuosamente al rey, y con su licencia se despidió de él.
Aquella misma tarde los tres mosqueteros fueron advertidos del honor que se les había concedido. Como conocían desde hacía tiempo al rey, no se enardecieron demasiado; pero D’Artagnan, con su imaginación gascona, vio venir su fortuna y pasó la noche haciendo sueños dorados. Por eso, a las ocho de la mañana estaba en casa de Athos.
D’Artagnan encontró al mosquetero completamente vestido y dispuesto a salir. Como la cita con el rey no era hasta las doce, había proyectado con Porthos y Aramis ir a jugar a la pelota a un garito situado al lado de las caballerizas del Luxemburgo. Athos invitó a D’Artagnan a seguirlos, y pese a su ignorancia de aquel juego, al que nunca ha jugado, éste aceptó, sin saber qué hacer de su tiempo desde las nueve de la mañana que apenas eran hasta las doce.
Los dos mosqueteros hablan llegado ya y peloteaban juntos. Athos, que era muy aficionado a todos los ejercicios corporales, pasó con D’Artagnan al lado opuesto, y los desafió. Pero al primer movimiento que intentó, aunque jugaba con la mano derecha, comprendió que su herida era demasiado reciente aún para permitirle semejante ejercicio. D’Artagnan se quedó, pues, solo, y como declaró que era demasiado torpe para sostener un partido en regla, continuaron enviando solamente pelotas sin contar los tantos. Pero una de aquellas pelotas, lanzada por el puño hercúleo de Porthos, pasó tan cerca del rostro de D’Artagnan que pensó que, si en lugar de pasarle de lado, le hubiera dado, su audiencia se habría probablemente perdido, dado que le hubiera sido del todo imposible presentarse ante el rey. Y como, según su imaginación gascona, de aquella audiencia dependía todo su porvenir, saludó cortésmente a Porthos y Aramis, declarando que no proseguirla la partida sino cuando estuviera en situación de hacerles frente, y se volvió para situarse junto a la soga y en la galería.
Por desgracia para D’Artagnan, entre los espectadores se encontraba un guardia de Su Eminencia, el cual, todo enardecido aun por la derrota de sus compañeros, y llegado la víspera solamente, se había prometido aprovechar la primera ocasión de vengarla. Creyó, pues, que la ocasión había llegado y, dirigiéndose a su vecino, dijo:
—No es sorprendente que ese joven tenga miedo de una pelota, es sin duda un aprendiz de mosquetero.
D’Artagnan se volvió como si una serpiente lo hubiera mordido y miró fijamente al guardia que acababa de decir aquella insolente frase.
—¡Pardiez! —prosiguió aquél rizándose insolentemente el mostacho—. Miradme cuanto queráis, mi querido señor, he dicho lo que he dicho.
—Y como lo que habéis dicho está demasiado claro para que vuestras palabras necesiten una explicación —respondió D’Artagnan en voz baja—, os ruego que me sigáis.
—Y eso, ¿cuándo? —preguntó el guardia con el mismo aire burlón.
—Ahora mismo, si os place.
—Y ¿sabéis por casualidad quién soy?
—Lo ignoro completamente, y no me inquieta.
—Pues os equivocáis, porque si supieseis mi nombre, quizá no tuvierais tanta prisa.
—¿Cómo os llamáis?
—Bernajoux
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, para serviros.
—Pues bien, señor Bernajoux —dijo tranquilamente D’Artagnan—, voy a esperaros a la puerta.
—Id, señor, os sigo.
—No os apresuréis, señor, que no se den cuenta de que salimos juntos; comprended que, para lo que vamos a hacer, demasiada gente nos molestaría.
—Está bien —respondió el guardia asombrado de que su nombre no hubiera producido más efecto sobre el joven.
En efecto, el nombre de Bernajoux era conocido de todo el mundo, a excepción quizá de D’Artagnan solamente; porque era uno de esos que figuraba la mayoría de las veces en las riñas cotidianas que todos los edictos del rey y del cardenal no habían podido reprimir.
Porthos y Aramis estaban tan ocupados con su partido y Athos los miraba con tanta atención que no vieron siquiera salir a su joven compañero, que, como había dicho al guardia de Su Eminencia, se detuvo en la puerta; un momento después, éste bajaba a su vez. Como D’Artagnan no tenía tiempo que perder, dado que la audiencia del rey estaba fijada para las doce, echó una ojeada en torno suyo y, viendo que la calle estaba desierta, dijo a su adversario:
—A fe mía que, aunque os llaméis Bernajoux, es una suerte para vos tener que habérosla sólo con un aprendiz de mosquetero; pero tranquilizaos, lo haré lo mejor que pueda. ¡En guardia!
—Pero —dijo aquel a quien D’Artagnan provocaba de ese modo— me parece que el lugar está bastante mal escogido, y que estarían mejor detrás de la abadía de Saint-Germain o en el Pré-aux-Clercs
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—Lo que decís está muy puesto en razón —respondió D’Artagnan—; desgraciadamente, no me sobra el tiempo, tengo una cita a las doce en punto. ¡En guardia, pues, señor, en guardia!
Bernajoux no era hombre para hacerse repetir dos veces semejante cumplido. En el mismo instante su espada brilló en su mano y lanzó sobre su adversario al que, gracias a su gran juventud, espera intimidar.
Pero D’Artagnan había hecho la víspera su aprendizaje, y recién salido de su victoria, todo henchido de su futuro favor, había resuelto no retroceder un paso; por eso los dos aceros se encontraron metidos hasta las guardas, y como D’Artagnan se mantenía firme en su puesto fue su adversario el que dio un paso en retirada. Pero D’Artagnan aprovechó el momento en que, en ese movimiento, el acero de Bernajoux se desviaba de la línea, libró, se lanzó a fondo y tocó a su adversa en el hombro. En seguida D’Artagnan dio un paso hacia atrás a su vez y levantó su espada; pero Bernajoux le gritó que no era nada, y tirándose ciegamente sobre él, se ensartó él mismo. Sin embargo, como no caía, como no se declaraba vencido, sino que sólo se iba acercando hacia el palacio del señor de la Trémouille
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a cuyo servicio tenía un pariente, D’Artagnan, ignorando él mismo la gravedad de la última herida que su adversario había recibido, le acosaba vivamente, y sin duda lo iba a rematar de una tercera estocada cuando, habiéndose extendido el rumor que se alzaba en la calle hasta el juego de pelota, dos de los amigos del guardia, que le habían oído intercambiar algunas palabras con D’Artagnan y que le habían visto salir a raíz de aquellas palabras, se precipitaron espada en mano fuera del garito y cayeron sobre el vencedor. Pero al momento Athos, Porthos y Aramis aparecieron a su vez, y en el momento en que los guardias atacaban a su joven camarada, los forzaron a volverse. En aquel momento Bernajoux cayó; y como los guardias eran sólo dos contra cuatro, se pusieron a gritar: «¡A nosotros, palacio de la Trémouille!». A estos gritos, todos los que había en el palacio salieron, abalanzándose sobre los cuatro compañeros que por su parte se pusieron a gritar: «¡A nosotros, mosqueteros!».
Este grito era atendido con frecuencia; porque se sabía a los mosqueteros enemigos de su Eminencia, y se los amaba por el odio que sentían hacia el cardenal. Por eso los guardias de otras compañías distintas a las que pertenecían al duque Rojo, como lo había llamado Aramis, por lo general tomaban partido en esta clase de querellas por los mosqueteros del rey. De tres guardias de la compañía del señor Des Essarts
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que pasaban, dos vinieron, pues, en ayuda de los cuatro compañeros, mientras el otro corría al palacio del señor de Tréville, gritando: «¡A nosotros, mosqueteros, a nosotros!». Como de costumbre, el palacio del señor de Tréville estaba lleno de soldados de esa arma, que acudieron en socorro de sus camaradas. La refriega se hizo general, pero la fuerza estaba del lado de los mosqueteros: los guardias del cardenal y las gentes del señor de La Trémouille se retiraron al palacio, cuyas puertas cerraron justo a tiempo para impedir que sus enemigos hicieran irrupción a la vez que ellos. En cuanto al herido, había sido transportado dentro al principio y, como hemos dicho, en muy mal estado.
La agitación llegaba a su colmo entre los mosqueteros y sus aliados, y se deliberaba ya si, para castigar la insolencia que habían tenido los criados del señor de La Trémouille de hacer una salida contra los mosqueteros del rey, no se prendería fuego a su palacio. La proposición había sido hecha y acogida con entusiasmo cuando afortunadamente sonaron las once; D’Artagnan y sus compañeros se acordaron de su audiencia y, como habrían sentido que se diera un golpe tan hermoso sin ellos, consiguieron calmar los ánimos. Se contentaron, pues, con arrojar algunos adoquines contra las puertas, pero las puertas resistieron; entonces se cansaron; por otro lado, aquellos que debían ser mirados como cabecillas de la empresa habían abandonado hacía un instante el grupo y se encaminaban hacia el palacio del señor de Tréville, que los esperaba, al corriente ya de esta algarada.
—Deprisa, al Louvre —dijo—, al Louvre sin perder un instante, y tratemos de ver al rey antes de que sea prevenido por el cardenal; nosotros le contaremos las cosas como una continuación del asunto de ayer, y los dos pasarán juntos.
El señor de Tréville, acompañado de los cuatro jóvenes, se encaminó pues hacia el Louvre; pero, para gran asombro del capitán de los mosqueteros, le anunciaron que el rey habla ido a montería del ciervo en el bosque de Saint-Germain. El señor de Tréville se hizo repetir dos veces aquella nueva, y a cada vez sus compañeros vieron su rostro ensombrecerse.
—¿Acaso Su Majestad —preguntó— tenía desde ayer el proyecto de esta cacería?
—No, Excelencia —respondió el ayuda de cámara—. Ha sido el montero mayor el que ha venido a anunciarle esta mañana que la pasada noche habían apartado un ciervo para él. Al principio respondió que no iría, luego no ha sabido resistir al placer que le proponía esa caza, y después de comer ha partido.
—¿Ha visto el rey al cardenal? —preguntó el señor de Tréville.
—Lo más probable —respondió el ayuda de cámara—, porque esta mañana he visto los caballos de carroza de Su Eminencia, he preguntado dónde iba, y me han contestado: «A Saint-Germain».
—Estamos prevenidos —dijo el señor de Tréville—. Señores, veré al rey esta noche; en cuanto a vos, os aconsejo no arriesgaros.
El aviso era demasiado razonable y sobre todo venía de un hombre que conocía demasiado bien al rey para que los cuatro jóvenes trataran de discutirlo. El señor de Tréville les invitó pues a volver cada uno a su alojamiento y a esperar sus noticias.
Al entrar en su palacio, el señor de Tréville pensó que había que tomar la delantera quejándose el primero. Envió a uno de sus criados a casa del señor de La Trémouille con una carta en la que rogaba echar fuera de su casa al guardia del señor cardenal, y reprender a sus gentes por la audacia que habían tenido de hacer una salida contra los mosqueteros. Pero el señor de La Trémouille, ya prevenido por su escudero, del que, como se sabe, Bernajoux era pariente, le hizo responder que no correspondía ni al señor de Tréville ni a sus mosqueteros quejarse, sino más bien al contrario, a él, contra cuyas gentes habían cargado los mosqueteros y cuyo palacio habían querido quemar. Como el debate entre estos dos señores habría podido durar largo tiempo, porque cada uno debía, naturalmente, mantenerse en sus trece, al señor de Tréville se le ocurrió un expediente que tenía por meta acabar con todo, y era ir a buscar él mismo al señor de La Trémouille.
Se dirigió; pues, en seguida a su palacio, y se hizo anunciar.
Los dos señores se saludaron cortésmente, ya que, si no había amistad entre ellos, había al menos estima. Los dos eran personas de ánimo y de honor, y como el señor de La Trémouille, protestante y que sólo veía rara vez al rey, no era de ningún partido, no llevaba por lo general a sus relaciones sociales prevención alguna. Aquella vez, sin embargo, su acogida, aunque cortés, fue más fría que de costumbre.
—Señor —dijo el señor de Tréville—, ambos creemos tener motivo de queja uno del otro, y yo mismo he venido para que juntos saquemos este asunto a la luz.
—De buen grado —respondió el señor de La Trémouille—, pero os prevengo que estoy bien informado, y toda la culpa es de vuestros mosqueteros.
—Sois un hombre demasiado justo y demasiado razonable, señor —dijo el señor de Tréville—, para no aceptar la propuesta que voy a haceros.
—Hacedla, señor, os escucho.
—¿Cómo se encuentra el señor Bernajoux, el pariente de vuestro escudero?
—Pues muy mal, señor. Además de la estocada que ha recibido en el brazo y que no es nada peligrosa, ha pescado otra que le ha atravesado el pulmón, al punto de que el médico dice tristes cosas.
—Pero ¿ha conservado el herido su conocimiento?
—Perfectamente.
—¿Habla?
—Con dificultad, pero habla.
—Pues bien, señor, vayamos a su lado; conjurémosle, en nombre del Dios ante el que quizá va a ser llamado, a decir la verdad. Le tomo por juez de su propia causa, señor, y lo que diga lo creeré.