—Más importante, señor más importante.
—¿De la señora D’Aiguillon?
—Más importante todavía.
—¿De la señora de Chevreuse?
—¡Más alto, mucho más alto!
—De la… —D’Artagnan se detuvo.
—Sí, señor —respondió tan bajo que apenas se pudo oír al espantado burgués.
—¿Y con quién?
—¿Con quién puede ser si no es con el duque de…?
—El duque de…
—¡Sí, señor! —respondió el burgués dando a su voz una entonación más sorda todavía.
—Pero ¿cómo sabéis vos todo eso?
—¡Ah! ¿Que cómo lo sé?
—Sí, ¿cómo lo sabéis? Nada de confidencias a medias o… ¿Comprendéis?
—Lo sé por mi mujer, señor por mi propia mujer.
—Que lo sabe…, ¿por quién?
—Por el señor de La Porte. ¿No os he dicho que era la ahijada del señor de La Porte el hombre de confianza de la reina? Pues bien, el señor de La Porte la puso junto a Su Majestad para que nuestra pobre reina tuviera al menos alguien de quien fiarse, abandonada como está por el rey, espiada como está por el cardenal, traicionada como es por todos.
—¡Ah, ah! Ya se van concretando las cosas —dijo D’Artagnan.
—Mi mujer vino hace cuatro días, señor; una de sus condiciones era que vendría a verme dos veces por semana; porque, como tengo el honor de deciros, mi mujer me quiere mucho; mi mujer, pues vino y me confió que la reina, en aquel momento, tenía grandes temores.
—¿De verdad?
—Sí, el señor cardenal, a lo que parece, la persigue y acosa más que nunca. No puede perdonarle la historia de la zarabanda. ¿Sabéis vos la historia de la zarabanda?
—Pardiez, claro que la sé —respondió D’Artagnan, que no sabía nada en absoluto, pero que quería aparentar estar al corriente.
—De suerte que ahora ya no es odio; es venganza.
—¿De veras?
—Y la reina cree…
—Y bien, ¿qué cree la reina?
—Cree que han escrito al señor duque de Buckingham en su nombre.
—¿En nombre de la reina?
—Sí, para hacerle venir a París, y una vez venido a París, para atraerle a alguna trampa.
—¡Diablo! Pero vuestra mujer, mi querido señor, ¿qué tiene que ver en todo esto?
—Es conocida su adhesión a la reina, y se la quiere alejar de su ama, o intimidarla por estar al tanto de los secretos de Su Majestad, o seducirla para servirse de ella como espía.
—Es probable —dijo D’Artagnan—; pero al hombre que la ha raptado, ¿lo conocéis?
—Os he dicho que creía conocerle.
—¿Su nombre?
—No lo sé; lo que únicamente sé es que es una criatura del cardenal, su instrumento ciego.
—Pero ¿lo habéis visto?
—Sí, mi mujer me lo ha mostrado un día.
—¿Tiene algunas señas por las que se le pueda reconocer?
—Por supuesto, es un señor de gran estatura, pelo negro, tez morena, mirada penetrante, dientes blancos y una cicatriz en la sien.
—¡Una cicatriz en la sien! —exclamó D’Artagnan—. Y además dientes blancos, mirada penetrante, tez morena, pelo negro y gran estatura. ¡Es mi hombre de Meung!
—¿Es vuestro hombre, decís?
—Sí, sí; pero esto no importa. No, me equivoco, esto simplifica mucho las cosas por el contrario; si vuestro hombre es el mío, ejecutaré dos venganzas de un golpe; eso es todo; pero ¿dónde coger a ese hombre?
—No lo sé.
—¿No tenéis ninguna información sobre su domicilio?
—Ninguna; un día que yo llevaba a mi mujer al Louvre, él salía al tiempo que ella iba a entrar, y me lo señaló.
—¡Diablo! ¡Diablo! —murmuró D’Artagnan—. Todo esto es muy vago. ¿Por quién habéis sabido el rapto de vuestra mujer?
—Por el señor de La Porte.
—¿Os ha dado algún detalle?
—Él no tenía ninguno.
—¿Y vos no habéis sabido nada por otro lado?
—Sí, he recibido…
—¿Qué?
—Pero no sé si no cometo una gran imprudencia.
—¿Volvéis otra vez a las andadas? Sin embargo, os haré observar que esta vez es algo tarde para retroceder.
—Yo no retrocedo, voto a bríos —exclamó el burgués jurando para hacerse ilusiones—. Además, palabra de Bonacieux…
—¿Os llamáis Bonacieux? —le interrumpió D’Artagnan.
—Sí, ése es mi nombre.
—Decíais, pues, ¡palabra de Bonacieux! Perdón si os he interrumpido; pero me parecía que ese nombre no me era desconocido.
—Es posible, señor. Yo soy vuestro casero.
—¡Ah, ah! —dijo D’Artagnan semincorporándose y saludando—. ¿Sois mi casero?
—Sí, señor, sí. Y como desde hace tres meses estáis en mi casa, y como, distraído sin duda por vuestras importantes ocupaciones, os habéis olvidado de pagar mi alquiler, como, digo yo, no os he atormentado un solo instante, he pensado que tendríais en cuenta mi delicadeza.
—¡Cómo no, mi querido señor Bonacieux! —prosiguió D’Artagnan—. Creed que estoy plenamente agradecido por semejante proceder y que, como os he dicho, si puedo serviros en algo…
—Os creo, señor, os creo, y como iba diciéndoos, palabra de Bonacieux, tengo confianza en vos.
—Acabad, pues, lo que habéis comenzado a decirme.
El burgués sacó un papel de su bolsillo y lo presentó a D’Artagnan.
—¡Una carta! —dijo el joven.
—Que he recibido esta mañana.
D’Artagnan la abrió, y como el día empezaba a declinar, se acercó a la ventana. El burgués le siguió.
«No busquéis a vuestra mujer —leyó D’Artagnan—; os será devuelta cuando ya no haya necesidad de ella. Si dais un solo paso para encontrarla estáis perdido».
—Desde luego es positivo —continuó D’Artagnan—; pero, después de todo, no es más que una amenaza.
—Sí, peso esa amenaza me espanta; yo, señor, no soy un hombre de espada en absoluto; y le tengo miedo a la Bastilla.
—¡Hum! —hizo D’Artagnan—. Pero es que yo temo la Bastilla tanto como vos. Si no se tratase más que de una estocada, pase todavía.
—Sin embargo, señor, había contado con vos para esta ocasión.
¿Sí?
—Al veros rodeado sin cesar de mosqueteros de aspecto magnífico y reconocer que esos mosqueteros eran los del señor de Tréville, y por consiguiente enemigos del cardenal, había pensado que vos y vuestros amigos, además de hacer justicia a nuestra pobre reina, estaríais encantados de jugarle una mala pasada a Su Eminencia.
—Sin duda.
—Y además había pensado que, debiéndome tres meses de alquiler de los que nunca os he hablado…
—Sí, sí, ya me habéis dado ese motivo, y lo encuentro excelente.
—Contando además con que, mientras me hagáis el honor de permanecer en mi casa, no os hablaré nunca de vuestro alquiler futuro…
—Muy bien.
—Y añadid a eso, si fuera necesario, que cuento con ofreceros una cincuentena de pistolas si, contra toda probabilidad, os hallarais en apuros en este momento.
—De maravilla; pero entonces, ¿sois rico, mi querido señor Bonacieux?
—Vivo con desahogo, señor, esa es la palabra; he amontonado algo así como dos o tres mil escudos de renta en el comercio de la mercería, y sobre todo colocado a unos fondos en el último viaje del célebre navegante Jean Mocquet
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de suerte que, como comprenderéis, señor… ¡Ah! Pero… —exclamó el burgués.
—¿Qué? —preguntó D’Artagnan.
—¿Qué veo ahí?
—¿Dónde?
—En la calle, frente a vuestras ventanas, en el hueco de aquella puerta: un hombre embozado en una capa.
—¡Es él! —gritaron a la vez D’Artagnan y el burgués, reconociendo los dos al mismo tiempo a su hombre.
—¡Ah! Esta vez —exclamó D’Artagnan saltando sobre su espada—, esta vez no se me escapará.
Y sacando su espada de la vaina, se precipitó fuera del alojamiento.
En la escalera encontró a Athos y Porthos que venían a verle. Se apartaron. D’Artagnan pasó entre ellos como una saeta.
—¡Vaya! ¿Adónde corres de ese modo? —le gritaron al mismo tiempo los dos mosqueteros.
—¡El hombre de Meung! —respondió D’Artagnan, y desapareció.
D’Artagnan había contado más de una vez a sus amigos su aventura con el desconocido, así como la aparición de la bella viajera a la que aquel hombre había parecido confiar una misiva tan importante.
La opinión de Athos había sido que D’Artagnan había perdido su carta en la pelea. Un gentilhombre, según él —y, por la descripción que D’Artagnan había hecho del desconocido, no podía ser más que un gentilhombre—, un gentilhombre debía ser incapaz de aquella bajeza, de robar una carta.
Porthos no había visto en todo aquello más que una cita amorosa dada por una dama a un caballero o por un caballero a una dama, y que había venido a turbar la presencia de D’Artagnan y de su caballo amarillo.
Aramis había dicho que esta clase de cosas, por ser misteriosas, más valía no profundizarlas.
Comprendieron, pues por algunas palabras escapadas a D’Artagnan, de qué asunto se trataba, y como pensaron que después de haber cogido a su hombre o haberlo perdido de vista, D’Artagnan terminaría por volver a subir a su casa, prosiguieron su camino.
Cuando entraron en la habitación de D’Artagnan, la habitación estaba vacía: el casero, temiendo las secuelas del encuentro que sin duda iba a tener lugar entre el joven y el desconocido, había juzgado, debido a la exposición que él mismo había hecho de su carácter, que era prudente poner pies en polvorosa.
C
omo habían previsto Athos y Porthos, al cabo de una media hora D’Artagnan regresó. También esta vez había perdido a su hombre, que había desaparecido como por encanto. D’Artagnan había corrido, espada en mano, por todas las calles de alrededor, pero no había encontrado nada que se pareciese a aquel a quien buscaba; luego, por fin, había vuelto a aquello por lo que habría debido empezar quizá, y que era llamar a la puerta contra la que el desconocido se había apoyado; pero fue inútil que hubiera hecho sonar diez o doce veces seguidas la aldaba, nadie había respondido, y los vecinos que, atraídos por el ruido, habían acudido al umbral de su puerta o habían puesto las narices en sus ventanas, le habían asegurado que aquella casa, cuyos vanos por otra parte estaban cerrados, estaba desde hace seis meses completamente deshabitada.
Mientras D’Artagnan corría por calles y llamaba a las puertas, Aramis se había reunido con sus dos compañeros, de suerte que, al volver a su casa, D’Artagnan encontró la reunión al completo.
—¿Y bien? —dijeron a una los tres mosqueteros al ver entrar a D’Artagnan con el sudor en la frente y el rostro alterado por la cólera.
—¡Y bien! —exclamó éste arrojando la espada sobre la cama—. Ese hombre tiene que ser el diablo en persona; ha desaparecido como un fantasma, como una sombra, como un espectro.
—¿Creéis en las apariciones? —le preguntó Athos a Porthos.
—Yo no creo más que en lo que he visto, y como nunca he visto apariciones, no creo en ellas.
—La Biblia —dijo Aramis— hace ley el creer en ellas; la sombra de Samuel se apareció a Saúl
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y es un artículo de fe que me molestaría ver puesto en duda, Porthos.
—En cualquier caso, hombre o diablo, cuerpo o sombra, ilusión o realidad, ese hombre ha nacido para mi condenación, porque su fuga nos hace fallar un asunto soberbio, señores, un asunto en el que había cien pistolas y quizá más para ganar.
—¿Cómo? —dijeron a la vez Porthos y Aramis.
En cuanto a Athos, fiel a su sistema de mutismo, se contentó con interrogar a D’Artagnan con la mirada.
—Planchet —dijo D’Artagnan a su criado, que pasaba en aquel momento la cabeza por la puerta entreabierta para tratar de sorprender algunas migajas de la conversación—, bajad a casa de mi casero, el señor Bonacieux, y decidle que nos envíe media docena de botellas de vino de Beaugency: es el que prefiero.
—¡Vaya! ¿Es que tenéis crédito con vuestro casero? —preguntó Porthos.
—Sí —respondió D’Artagnan—, desde hoy. Y estad tranquilos, que, si su vino es malo, le enviaremos a buscar otro.
—Hay que usar y no abusar —dijo silenciosamente Aramis.
—Siempre he dicho que D’Artagnan era la cabeza fuerte de nosotros cuatro —dijo Athos, quien, después de haber emitido esta opinión, a la que D’Artagnan respondió con un saludo, cayó al punto en su silencio acostumbrado.
—Pero, en fin, veamos, ¿qué pasa? —preguntó Porthos.
—Sí —dijo Aramis——, confiádnoslo, mi querido amigo, a no ser que el honor de alguna dama se halle interesado por esa confidencia, en cuyo caso haríais mejor guardándola para vos.
—Tranquilizaos —respondió D’Artagnan—, ningún honor tendrá que quejarse de lo que tengo que deciros.
Y entonces contó a sus amigos palabra por palabra lo que acababa de ocurrir entre él y su huésped, y cómo el hombre que había raptado a la mujer del digno casero era el mismo con el que había tenido que disputar en la hostería del
Franc Meunier
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—Vuestro asunto no es malo —dijo Athos después de haber degustado el vino como experto e indicado con un signo de cabeza que lo encontraba bueno—, y se podrá sacar de ese buen hombre de cincuenta a sesenta pistolas. Ahora queda por saber si cincuenta o sesenta pistolas valen la pena de arriesgar cuatro cabezas.
—Pero prestad atención —exclamó D’Artagnan—, hay una mujer en este asunto, una mujer raptada, una mujer a la que sin duda se amenaza, a la que quizá se tortura, y todo ello porque es fiel a su ama.
—Tened cuidado, D’Artagnan, tened cuidado —dijo Aramis—, os acaloráis demasiado, en mi opinión, por la suerte de la señora Bonacieux. La mujer ha sido creada para nuestra perdición, y de ella es de donde nos vienen todas nuestras miserias.
A esta sentencia de Aramis, Athos frunció el ceño y se mordió los labios.
—No me inquieto por la señora Bonacieux
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—exclamó D’Artagnan—, sino por la reina, a quien el rey abandona, a quien el cardenal persigue y que ve caer, una tras otra, las cabezas de todos sus amigos.
—¿Por qué ella ama lo que más detestamos del mundo, a los españoles y a los ingleses?
—España es su patria —respondió D’Artagnan—, y es muy lógico que ame a los españoles, que son hijos de la misma tierra que ella. En cuanto al segundo reproche que le hacéis, he oído decir que no amaba a los ingleses, sino a un inglés.
—¡Y a fe mía —dijo Athos— hay que confesar que ese inglés es bien digno de ser amado! Jamás he visto mayor estilo que el suyo.