Athos y D’Artagnan, seguidos de sus criados, llegaron sin incidentes a la calle des Fossoyeurs. Bonacieux estaba a la puerta y miró a D’Artagnan con aire socarrón.
—¡Vaya, mi querido inquilino! —dijo—. Daos prisa, tenéis una hermosa joven que os espera, y ya sabéis que a las mujeres no les gusta que las hagan esperar.
—¡Es Ketty! —exclamó D’Artagnan.
Y se precipitó por la alameda.
Efectivamente, en el rellano que conducía a su habitación y agazapada junto a su puerta, encontró a la pobre niña toda temblorosa. Cuando ella lo vio:
—Me habéis prometido vuestra protección, me habéis prometido salvarme de su cólera —dijo—; recordad que sois vos quien me habéis perdido.
—Sí, por supuesto —dijo D’Artagnan—, cálmate, Ketty. Pero ¿qué ha pasado después de mi marcha?
—¿Lo sé acaso? —dijo Ketty—. A los gritos que se ha puesto a dar, los lacayos han acudido, estaba loca de cólera; ha vomitado contra vos todas las imprecaciones que existen. Entonces he pensado que ella recordaría que había sido por mi habitación por donde habíais penetrado en la suya, y que entonces pensaría que yo era vuestra cómplice; he cogido el poco dinero que tenía, mis vestidos mejores y me he escapado.
—¡Pobre niña! Pero ¿qué voy a hacer de ti? Me marcho pasado mañana.
—Lo que queráis, señor caballero, hacedme salir de París, hacedme salir de Francia.
—Sin embargo, no puedo llevarte conmigo al sitio de La Rochelle —dijo D’Artagnan.
—No, pero podéis colocarme en provincias, junto a alguna dama de vuestro conocimiento, en vuestra región por ejemplo.
—¡Ay, querida amiga! En mi región las damas no tienen doncellas. Pero espera, me hago cargo del asunto. Planchet, vete a buscarme a Aramis, que venga inmediatamente. Tenemos una cosa muy importante que decirle.
—¡Comprendo! —dijo Athos—. Pero ¿por qué no Porthos? Me parece que su marquesa…
—La marquesa de Porthos se hace vestir por los pasantes de su marido —dijo D’Artagnan riendo—. Además, Ketty no querría quedarse en la calle aux Ours, ¿no es así, Ketty?
—Me quedaré donde queráis —dijo Ketty—, con tal que esté bien escondida y que no sepa dónde estoy.
—Ahora, Ketty, que vamos a separarnos y que por consiguiente no estás ya celosa de mí…
—Señor caballero, cerca o lejos —dijo Ketty—, os amaré siempre.
—¿Dónde diablos va a anidar la constancia? —murmuró Athos.
—También yo —dijo D’Artagnan—, también yo te amaré siempre, estate tranquila. Pero, veamos, respóndeme. Ahora doy gran importancia a la pregunta que te hago: ¿Has oído hablar alguna vez de una dama joven a la que habían raptado cierta noche
[159]
?
—Esperad… ¡Oh, Dios mío! Señor caballero, ¿es que todavía amáis a esa mujer?
—No, uno de mis amigos es el que la ama. Mira, es Athos, ése que está ahí.
—¿Yo? —exclamó Athos con acento parecido al de un hombre que se da cuenta que va a poner el pie sobre una culebra.
—¡Claro, vos! —dijo D’Artagnan apretando la mano de Athos—. Sabéis de sobra el interés que todos nosotros sentimos por esa pobre señora Bonacieux. Además, Ketty no dirá nada, ¿no es así, Ketty? Compréndelo, niña mía —continuó D’Artagnan—, es la mujer de ese horrible mamarracho que has visto a la puerta al entrar aquí.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Ketty—. Me recordáis mi miedo, ¡con tal que no me haya reconocido!…
—¿Cómo reconocido? ¿Has visto en otra ocasión a ese hombre?
—Fue dos veces a casa de Milady.
—Ah, eso es. ¿Cuándo?
—Pues hará unos quince o dieciocho días aproximadamente.
—Exacto.
—Y volvió ayer tarde.
—Ayer tarde.
—Sí, un momento antes de que vos mismo vinieseis.
—Mi querido Athos, estamos envueltos en una red de espías. ¿Y crees que lo ha reconocido?
—He bajado mi cofia al verlo, pero quizá era demasiado tarde.
—Bajad Athos de vos desconfía menos que de mí, y ved si todavía está en la puerta.
Athos descendió y volvió a subir en seguida.
—Se ha marchado —dijo—, y la casa está cerrada.
—Ha ido a informar y a decir que todos los pichones están en este momento en el palomar.
—¡Pues bien, volemos entonces —dijo Athos— y dejemos aquí sólo a Planchet para que nos lleve las noticias!
—¡Un momento! ¿Y Aramis, al que hemos ido a buscar?
—Está bien —dijo Athos— esperemos a Aramis.
En aquel momento entró Aramis.
—Se le expuso el asunto y se le dijo cuán urgente era encontrar un lugar para Ketty entre todos sus altos conocimientos.
Aramis reflexionó un momento y dijo ruborizándose.
—¿Os haría un buen servicio, D’Artagnan?
—Os quedaría agradecido por él toda mi vida.
—Pues bien, la señora de Bois-Tracy me ha pedido según creo para una de sus amigas que vive en provincias, una doncella segura; y si vos, mi querido D’Artagnan, podéis responderme de la señorita…
—¡Oh, señor —exclamó Ketty— sería totalmente adicta, estad seguro de ello, a la persona que me dé los medios para dejar París!
—Entonces —dijo Aramis—, todo está arreglado.
Se sentó a la mesa y escribió unas letras, que luego selló con un anillo, y le dio el billete a Ketty.
—Ahora, hija mía —dijo D’Artagnan—, ya sabes que aquí tan insegura estás tú como nosotros. Separémonos. Ya volveremos a encontrarnos en tiempos mejores.
—En el tiempo en que nos encontremos, y en el lugar que sea —dijo Ketty—, me volveréis a encontrar tan amante como lo soy ahora de vos.
—Juramento de jugador —dijo Athos mientras D’Artagnan iba a acompañar a Ketty a la escalera.
Un instante después los tres jóvenes se separaron tras citarse a las cuatro en casa de Athos y dejando a Planchet para guardar la casa.
Aramis regresó a la Buys, y Athos y D’Artagnan se preocuparon de la venta del zafiro.
Como había previsto nuestro gascón, encontraron fácilmente trescientas pistolas por el anillo. Además el judío anunció que, si querían vendérselo, como le servía de colgante magnífico para los pendientes de las orejas daría por él hasta quinientas pistolas.
Athos y D’Artagnan, con la actividad de dos soldados y la ciencia de dos conocedores, tardaron tres horas apenas en comprar todo el equipo de mosquetero. Además Athos era acomodaticio y gran señor hasta la punta de las uñas. Cada vez que algo le convenía, pagaba el precio exigido sin tratar siquiera de regatear. D’Artagnan quería hacer entonces algunas observaciones, pero Athos le ponía la mano sobre el hombro sonriendo y D’Artagnan comprendía que era bueno para él, pequeño gentilhombre gascón, regatear, pero no para un hombre que tenía aires de príncipe.
El mosquetero encontró un soberbio caballo andaluz, negro como el jade, de belfos de fuego, y patas finas y elegantes, que tenía seis años. Lo examinó y lo halló sin un defecto. Le costó mil libras.
Quizá lo hubiera tenido por menos; pero mientras D’Artagnan discutía el precio con el chalán, Athos contaba las cien pistolas sobre la mesa.
Grimaud tuvo un caballo picardo, achaparrado y fuerte, que costó trescientas libras.
Pero comprada la silla de este último caballo y las armas de Grimaud, no quedaba un céntimo de las cincuentas pistolas de Athos. D’Artagnan ofreció a su amigo que mordiera un bocado en la parte que le correspondía, con la obligación de devolverle más tarde lo que hubiera tomado en préstamo.
Pero Athos se limitó a encogerse de hombros por toda respuesta.
—¿Cuánto daba el judío por quedarse con el zafiro? —preguntó Athos.
—Quinientas pistolas.
—Es decir, doscientas pistolas más; cien pistolas para vos, cien pistolas para mí. Si eso es una auténtica fortuna, amigo mío. Volved a casa del judío.
—¡Cómo! ¿Queréis…?
—Decididamente ese anillo me traía recuerdos demasiado tristes; además, nunca tendríamos trescientas pistolas para devolverle, de modo que perderíamos dos mil libras en este asunto. Id a decirle que el anillo es suyo, D’Artagnan, y volved con las doscientas pistolas.
—Reflexionad, Athos.
—El dinero contante es caro en los tiempos que corren, y hay que saber hacer sacrificios. Id, D’Artagnan, id; Grimaud os acompañará con su mosquetón.
Media hora después, D’Artagnan volvió con las dos mil libras y sin que le hubiera ocurrido ningún accidente.
Así fue como Athos encontró en su ajuar recursos que no se esperaba.
A
las cuatro, los cuatro amigos se hallaban reunidos en casa de Athos. Sus preocupaciones sobre el equipo habían desaparecido por entero, y cada rostro no conservaba otra expresión que las de sus propias y secretas inquietudes; porque detrás de cualquier felicidad presente se oculta un temor futuro.
De pronto Planchet entró con dos cartas dirigidas a D’Artagnan.
Una era un pequeño billete gentilmente plegado a lo largo con un lindo sello de cera verde en el que estaba impresa una paloma trayendo un ramo verde.
La otra era una gran epístola rectangular y resplandeciente con las armas terribles de Su Eminencia el cardenal duque.
A la vista de la carta pequeña, el corazón de D’Artagnan saltó, porque había creído reconocer la escritura; y aunque no había visto esa escritura más que una vez, la memoria de ella había quedado en lo más profundo de su corazón.
Cogió, pues, la epístola pequeña y la abrió rápidamente.
Paseaos (se le decía) el miércoles próximo entre las seis y las siete de la noche, por la ruta de Chaillot, y mirad con cuidado en las carrozas que pasen, pero si amáis vuestra vida y la de las personas que os aman, no digáis ni una palabra, no hagáis un movimiento que pueda hacer creer que habéis reconocido a la que se expone a todo por veros un instante.
Sin firma.
—Es una trampa —dijo Athos—, no vayáis, D’Artagnan.
—Sin embargo —dijo D’Artagnan—, me parece reconocer la escritura.
—Quizá esté amañada —replicó Athos—; a las seis o las siete, a esa hora, la ruta de Chaillot está completamente desierta: sería lo mismo que iros a pasear por el bosque de Bondy.
—Pero ¿y si vamos todos? —dijo D’Artagnan—. ¡Qué diablos! No nos devorarán a los cuatro; además, cuatro lacayos; además, los caballos; además, las armas.
—Además será una ocasión de lucir nuestros equipos —dijo Porthos.
—Pero si es una mujer la que escribe —dijo Aramis—, y esa mujer desea no ser vista, pensad que la comprometéis, D’Artagnan, cosa que está mal por parte de un gentilhombre.
—Nos quedaremos detrás —dijo Porthos—, y sólo él se adelantará.
—Sí, pero un disparo de pistola puede ser disparado fácilmente desde una carroza que va al galope.
—¡Bah! —dijo D’Artagnan—. Me fallarán. Alcanzaremos entonces la carroza y mataremos a quienes se encuentren dentro. Serán otros tantos enemigos menos.
—Tiene razón —dijo Porthos—. ¡Batalla! Además, tenemos que probar nuestras armas.
—¡Bueno, démonos ese placer! —dijo Aramis con su aire dulce y despreocupado.
—Como queráis —dijo Athos.
—Señores —dijo D’Artagnan—, son las cuatro y media; tenemos justo el tiempo de estar a las seis en la ruta de Chaillot.
—Además, si salimos demasiado tarde, nos verían, lo cual es perjudicial. Vamos pues, a prepararnos, señores.
—Pero esa segunda carta —dijo Athos—: os olvidáis de ella; sin embargo, me parece que el sello indica que merece ser abierta; en cuanto a mí, declaro, mi querido D’Artagnan, que me preocupa mucho más que la pequeña chuchería que acabáis de deslizar sobre vuestro corazón.
D’Artagnan enrojeció.
—Pues bien —dijo el joven—, veamos, señores, qué me quiere Su Eminencia.
Y D’Artagnan abrió la carta y leyó:
El señor D’Artagnan, guardia del rey, en la compañía Des Essarts, es esperado en el Palais-Cardinal
[160]
esta noche a las ocho.
L
A
H
OUDINIÈRE
,
Capitán de los guardias.
—¡Diablos! —dijo Athos—. Ahí tenéis una cita tan inquietante como la otra, pero de forma distinta.
—Iré a la segunda al salir de la primera —dijo D’Artagnan—; la una es para las siete, la otra para las ocho; habrá tiempo para todo.
—¡Hum! Yo no iría —dijo Aramis—; un caballero galante no puede faltar a una cita dada por una dama, pero un gentilhombre prudente puede excusarse de no ir a casa de Su Eminencia, sobre todo cuando tiene razones para creer que no es para que lo feliciten.
—Soy de la opinión de Aramis —dijo Porthos.
—Señores —respondió D’Artagnan— ya he recibido del señor de Cavois una invitación semejante de Su Eminencia; me despreocupé de ella, y al día siguiente me ocurrió una desgracia. Constance desapareció; por lo que pueda pasar, iré.
—Si es una decisión —dijo Athos—, hacedlo.
—Pero ¿y la Bastilla? —dijo Aramis.
—¡Bah, vosotros me sacaréis! —replicó D’Artagnan.
—Por supuesto —contestaron Aramis y Porthos con un aplomo admirable y como si fuera la cosa más sencilla—, por supuesto que os sacaremos; pero entretanto, como debemos marcharnos pasado mañana, haríais mejor en no correr el riesgo de la Bastilla.
—Hagamos otra cosa mejor —dijo Athos—: no le perdamos de vista durante la velada, y esperémosle cada uno de nosotros en una puerta del Palais con tres mosqueteros detrás de nosotros; si vemos salir algún coche con la portezuela cerrada y medio sospechoso, le caemos encima. Hace mucho tiempo que no nos hemos peleado con los guardias del señor cardenal, y el señor de Tréville debe de creernos muertos.
—Decididamente, Athos —dijo Aramis—, estáis hecho para general del ejército; ¿qué decís del plan, señores?
—¡Admirable! —repitieron a coro los jóvenes.
—Pues bien —dijo Porthos—, corro a palacio, prevengo a nuestros camaradas que estén preparados para las ocho; la cita será en la plaza del Palais-Cardinal; vos, durante ese tiempo, haced ensillar los caballos para los lacayos.
—Pero yo no tengo caballo —dijo D’Artagnan—; voy a coger uno hasta casa del señor de Tréville.
—Es inútil —dijo Aramis—, cogeréis uno de los míos.
—¿Cuántos tenéis entonces? —preguntó D’Artagnan.
—Tres —respondió sonriendo Aramis.
—Querido —dijo Athos—, sois desde luego el poeta mejor montado de Francia y Navarra.
—Escuchad, mi querido Aramis, no sabéis qué hacer con tres caballos, ¿verdad? No comprendo siquiera que hayáis comprado tres caballos.