Los perros de Riga (14 page)

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Authors: Henning Mankell

BOOK: Los perros de Riga
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—O bien mintió a su esposa, o bien le engañaron.

—En el segundo caso, debió de reconocer la voz —constató Wallander—, o quien llamó no le infundió sospechas.

—Opinamos lo mismo —replicó Putnis.

—No descartamos que su asesinato tenga relación con el trabajo que llevó a cabo en Suecia —empezó Murniers desde las sombras—. No podemos descartar nada. Por esta razón hemos solicitado ayuda a la policía sueca, en concreto la de usted, inspector Wallander. Agradeceremos cualquier sugerencia o hipótesis que pueda ayudarnos, por lo que nos ponemos a su entera disposición para todo lo que precise.

Murniers se levantó de la silla.

—Sugiero que por hoy lo dejemos aquí. Supongo que estará cansado del viaje, inspector Wallander.

Wallander no se sentía cansado en absoluto; al contrario, estaba listo para trabajar toda la noche si era menester. Pero como Putnis también se levantó, comprendió que la reunión había concluido.

Murniers pulsó un botón situado debajo de la mesa, y al instante la puerta se abrió y entró un joven policía uniformado.

—Le presento al sargento Zids —le informó Murniers—. Habla inglés a la perfección y en adelante será su chófer.

Zids juntó los tacones con un golpe y le hizo un saludo militar, a lo que Wallander respondió con un simple meneo de cabeza. Ni Putnis ni Murniers le invitaron a cenar, por lo que comprendió que pasaría la noche a solas. Acompañó a Zids hasta el patio cercado. El frío seco le azotó de pleno, en contraste con la bien climatizada sala de conferencias. Se acomodó en el asiento trasero del coche negro después de que el sargento le abriera la puerta.

—Hace frío —dijo Wallander cuando cruzaron el portal.

—Sí, mi coronel. En esta época hace mucho frío en Riga.

«Coronel —pensó Wallander—. Da por sentado que mi rango es igual que el de Putnis y Murniers.» La escena le divertía. Se dio cuenta de que le resultaría muy fácil acostumbrarse a los nuevos privilegios: coche propio, chófer, atención.

El sargento Zids conducía deprisa por las desiertas calles. Wallander no se sentía cansado, y no quería meterse en la habitación fría del hotel.

—Tengo hambre —le dijo al sargento—. Lléveme a un buen restaurante que no sea demasiado caro.

—El comedor del hotel Latvia es el mejor —contestó Zids.

—Ya he estado ahí —protestó Wallander.

—No hay otro restaurante mejor en Riga —respondió Zids al tiempo que frenaba ante un tranvía que, ruidosamente, doblaba una esquina.

—Pero debe de haber más de un buen restaurante en una ciudad de un millón de habitantes.

—La comida no es buena —insistió el sargento—; solo puedo aconsejarle el hotel Latvia.

«Es obvio que tendré que ir allí —pensó Wallander, mientras se acomodaba en el asiento—. Quizá le hayan dado órdenes expresas de no dejarme ir a mis anchas por la ciudad. Asignarme un chófer puede que sea la forma de tenerme bajo control.»

Zids frenó delante del hotel, y antes de que Wallander tuviese tiempo de asir el tirador, el sargento ya le había abierto la puerta.

—¿A qué hora quiere usted que le recoja mañana, mi coronel? —le preguntó.

—A las ocho me va bien —contestó Wallander.

El gran vestíbulo estaba ahora más desierto que antes. Desde alguna parte del hotel se escuchaba música de fondo. Recogió la llave en la recepción y preguntó si el comedor aún estaba abierto. El conserje, al que le pesaban los párpados y cuya palidez le recordaba la del coronel Murniers, asintió con la cabeza. Wallander aprovechó para preguntarle de dónde provenía la música.

—Tenemos un espectáculo de variedades en el hotel —contestó el conserje con una mirada sombría.

Cuando Wallander salió de la recepción, se topó con el mismo hombre que había estado tomando té en el comedor; ahora estaba sentado en un sofá de piel desgastada, sumergido en un periódico procurando pasar inadvertido. Wallander estaba seguro de que era el mismo hombre.

«Están vigilándome —pensó—. Como en la peor de las novelas sobre la guerra fría, un hombre enfundado en un traje gris pretende pasar inadvertido. ¿Qué es lo que temen Putnis y Murniers que haga?»

El comedor estaba casi igual de abandonado que antes. En torno a una larga mesa unos hombres vestidos de negro conversaban en susurros. Para su asombro, los camareros invitaron a Wallander a sentarse a la misma mesa que por la tarde. Le sirvieron para cenar una sopa de verduras y una chuleta reseca demasiado hecha; la cerveza letona, en cambio, era muy buena. Como no se sentía a gusto, no quiso tomar café, pagó y salió del comedor en busca del club nocturno del hotel. El hombre del traje gris continuaba sentado en el sofá.

Tuvo la impresión de hallarse perdido en un laberinto: escaleras que parecían no llevar a ninguna parte daban una y otra vez al comedor. Intentó orientarse por la música hasta que descubrió un letrero luminoso al final de un pasillo oscuro. Le abrió la puerta un hombre que le dijo algo que no entendió. Wallander entró en un bar poco iluminado. El contraste con el desierto comedor fue impactante, ya que el bar estaba atestado de gente. Tras una cortina, que separaba el bar de la pista de baile, tocaba una orquesta con gran estruendo. A Wallander le pareció reconocer una de las canciones de ABBA. La atmósfera era irrespirable, lo que le hizo evocar rápidamente el fuerte olor de los cigarrillos del mayor. Vio una mesa libre y se abrió paso entre la muchedumbre a empujones. Todo el tiempo tuvo la impresión de que numerosas miradas le perseguían. Tenía sobradas razones para mostrarse cauteloso, ya que era harto conocido que los clubes nocturnos de los estados del Este funcionaban de tapadera de las bandas especializadas en atracar a los turistas occidentales. A pesar del ruido logró gritar su pedido al camarero. Minutos más tarde tenía sobre su mesa una copa de whisky que le costó casi lo mismo que la cena. Olió el contenido de la copa y, acto seguido, se imaginó un complot a base de bebidas envenenadas; desalentado, bebió a su propia salud.

De la penumbra surgió una muchacha que, sin decir su nombre, se sentó en la silla de al lado. No se percató de su presencia hasta que acercó la cabeza a su cara. Su perfume le recordó a las manzanas de invierno. Cuando le habló en alemán él negó con la cabeza. El inglés de ella era malo, mucho peor que el del mayor Liepa, pero, aun así, se hizo entender para ofrecerle su compañía y pedirle una copa. Wallander se sintió completamente confuso. Aunque sabía que era una prostituta, no quería pensar en ello. En esa Riga desierta y fría, necesitaba hablar con alguien que no fuese coronel de la policía. Pensó que podía invitarla a una copa, si bien él se encargaría de poner los límites. En más de una ocasión se había excedido con la bebida, hasta llegar a perder el juicio por completo. La última vez había sido el año pasado, cuando en un acceso de ira y excitación se abalanzó sobre Anette Brolin, la fiscal del distrito. Solo de pensarlo, se estremeció. «Nunca volverá a ocurrir —pensó—. Por lo menos, no en Riga.» Al mismo tiempo se dio cuenta de que se sentía halagado por la atención que le prestaba la mujer.

«Se ha sentado demasiado pronto a mi mesa —pensó—. Acabo de llegar, y todavía no me he acostumbrado a este país.»

—Quizá mañana —dijo—. Esta noche, no.

Después se fijó en que no tenía más de veinte años. Tras el maquillaje, el rostro que se veía le recordaba al de su propia hija.

Acabó la copa, se levantó y se fue. «Por los pelos —pensó—. Por muy poco.»

El hombre vestido de gris continuaba leyendo el periódico en el vestíbulo.

«Que duermas bien. Apuesto lo que sea a que nos vemos mañana.»

Durmió intranquilo, porque le pesaba el edredón y la cama era incómoda. Desde el profundo sueño oía cómo sonaba un teléfono sin cesar. Quiso levantarse para contestar, y cuando por fin despertó todo estaba en absoluto silencio.

Unos golpes en la puerta le despertaron a la mañana siguiente. Recién levantado gritó «Pase», y cuando volvieron a llamar se dio cuenta de que estaba echada la llave. Se puso los pantalones y abrió. Al otro lado había una señora vestida con una bata de la limpieza y una bandeja con el desayuno, lo que le sorprendió, ya que no había pedido nada; luego pensó que quizá fuera parte del funcionamiento del hotel, o bien que lo hubiese encargado el sargento Zids.

La asistenta le dijo buenos días en letón, palabra que Wallander procuró recordar. Colocó la bandeja en una mesa, sonrió tímidamente y se dirigió a la puerta. Él la siguió para cerrar.

Lo que pasó luego ocurrió muy deprisa. En lugar de salir, la asistenta cerró la puerta por dentro y se llevó un dedo a los labios. Wallander la miró sin entender nada, y vio que, con mucho cuidado, sacaba un papel del bolsillo de la bata. Wallander iba a decir algo cuando ella le tapó la boca. Él podía advertir lo asustada que estaba. Vio que, en realidad, aquella mujer no pertenecía al servicio del hotel, y comprendió que no era ninguna amenaza para él. Que tan solo estaba asustada. Cogió el papel y leyó el texto en inglés dos veces para memorizar el contenido. Luego la miró, y ella metió la mano en el otro bolsillo, del que extrajo algo parecido a un póster arrugado. Se lo dio, y cuando lo desplegó, vio que se trataba de la sobrecubierta del libro sobre Escania que él le había regalado a su marido, el mayor Liepa, la semana anterior y donde figuraba una imagen de la catedral de Lund. Volvió a contemplar a la mujer, su semblante atemorizado había cobrado otra expresión, una especie de determinación mezclada con rebeldía. Cruzó el frío suelo de la habitación para coger un bolígrafo del escritorio, y sobre aquel papel que le acababa de tender la mujer escribió que había entendido:

«I have understood».
Cuando le devolvió aquella sobrecubierta, pensó que Baiba Liepa no se parecía en nada a como él se la había imaginado, si bien no recordaba lo que había pensado cuando el mayor, sentado en el sofá de su casa mientras escuchaba a María Callas, le contó que su mujer se llamaba Baiba.

Luego, mientras él carraspeaba, ella abrió la puerta sigilosamente y desapareció.

Se había presentado en el hotel porque quería hablarle de su difunto marido y porque tenía miedo. Las instrucciones eran claras: cuando llamasen a su habitación preguntando por el «señor Eckers», Wallander tendría que dirigirse al vestíbulo, luego bajar las escaleras que daban a la sauna del hotel y buscar una puerta de acero gris situada junto a la entrada de mercancías, que podría abrir desde dentro sin llave, y una vez en la calle, ella estaría esperándole detrás del hotel para hablarle de su difunto marido.

«Please
—había escrito—,
please, please.»
Ahora estaba seguro de que en su rostro no solo había miedo, sino también rebeldía, acaso odio.

«Aquí está ocurriendo algo más grave de lo que me imaginaba —pensó—. Ha hecho falta un mensajero vestido con el uniforme de la limpieza para que me diera cuenta. Había olvidado que estoy en un mundo completamente desconocido para mí.»

Poco antes de las ocho, ya estaba en la planta baja.

El hombre que leía el periódico no estaba, pero sí otra persona que contemplaba una vitrina con postales.

Cuando Wallander salió a la calle, notó que hacía menos frío que el día anterior. El sargento Zids, que le esperaba en el coche, le dio los buenos días, y cuando Wallander se acomodó en el asiento trasero, puso el motor en marcha. Amanecía lentamente sobre Riga. Como había tráfico, el sargento no pudo conducir tan rápido como deseaba.

No podía apartar de su cabeza el rostro de Baiba Liepa.

Y, de pronto, sin ningún aviso, le asaltó el miedo.

8

Poco antes de las ocho y media Kurt Wallander pudo comprobar que el coronel Murniers fumaba los mismos cigarrillos fuertes que el mayor Liepa. Reconoció el paquete de la marca Prima que el coronel sacó de uno de sus bolsillos y colocó sobre la mesa.

A Wallander se le ocurrió de pronto que se hallaba en lo más intrincado de un laberinto, ya que el sargento Zids le había conducido por las numerosas escaleras que subían y bajaban del cuartel general, antes de detenerse delante de la puerta del despacho de Murniers. Wallander pensó que se trataba de una especie de juego, que tenía que haber un camino más corto y más fácil de recorrer hasta el despacho de Murniers, pero que por alguna razón no querían que él lo supiera.

La habitación estaba escasamente amueblada y no era muy grande; lo primero que le llamó la atención fueron los tres teléfonos que había. Un archivador abollado y cerrado se apoyaba contra una pared. Aparte de los teléfonos, en el escritorio había un gran cenicero de hierro forjado con un ornamento rebuscado que a Wallander le pareció una pareja de cisnes, pero más tarde comprendió que era un hombre musculoso enarbolando una bandera al viento. Ceniceros y teléfonos, pero ni rastro de ningún papel. Wallander no pudo saber si las persianas de los ventanales que estaban detrás de Murniers estaban bajadas hasta la mitad o rotas. Estuvo contemplándolas mientras repasaba con celeridad la gran noticia que Murniers le había dado justo al entrar.

—Hemos atrapado a un sospechoso —le informó el coronel—. Durante la noche, nuestras investigaciones han dado el resultado que esperábamos.

Kurt Wallander pensó que se refería al asesino del mayor, pero luego comprendió que estaba hablando de los dos hombres del bote salvavidas.

—Una banda —siguió Murniers—. Una banda con ramificaciones que llegan hasta Tallin y Varsovia. Una red de delincuentes que viven del contrabando, de los asaltos y los atracos, de todo lo que pueda dar dinero. Sospechamos que últimamente también han empezado a sacar provecho del tráfico de estupefacientes, que, por desgracia, se ha introducido en nuestro país. El coronel Putnis está ahora interrogando al hombre, y muy pronto sabremos más cosas al respecto.

Pronunció estas últimas palabras con serenidad, como si lo hubiese calculado con minuciosidad. Wallander se imaginó al coronel Putnis sonsacándole poco a poco la verdad al pobre diablo mediante la tortura. ¿Qué sabía él en realidad de la policía letona? ¿Existen límites entre lo que está permitido y lo que no en una dictadura? ¿Era Letonia en realidad una dictadura?

Pensó en el rostro de Baiba Liepa, en el temor y su polo opuesto. «Cuando llamen y pregunten por el señor Eckers, usted tiene que venir.»

Murniers le sonrió, como si hubiese sido capaz de leer los pensamientos del inspector sueco, que, en un intento de ocultar su secreto, mintió para salir del paso:

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