Read Los perros de Riga Online
Authors: Henning Mankell
Solo era verdad en parte. Aún no había decidido si iría a Brantevik de noche para observar de cerca el pesquero.
A las seis y media llamó como de costumbre a su padre, que le pidió que comprara un nuevo juego de cartas para la próxima visita. En cuanto acabó de hablar con él, abandonó la comisaría. El viento había amainado y el cielo era límpido. De camino a casa, se detuvo en una tienda a comprar algo de comer. A las ocho, cuando ya había cenado y esperaba que se hiciera el café, seguía sin decidir si debía ir o no a Brantevik, pero luego pensó que lo dejaría para el día siguiente, ya que se sentía cansado por la excursión de la noche anterior.
Estuvo un buen rato sentado a la mesa de la cocina ante su taza de café. Intentó imaginarse que Rydberg estaba sentado enfrente de él, y paso a paso revisó la investigación junto con su visitante invisible. Ya habían pasado tres días desde que el bote alcanzara la playa de Mossby Strand. No podrían avanzar si no determinaban la identidad de los dos cadáveres, con lo que el enigma seguía siendo un enigma.
Puso la taza en el fregadero. Una planta casi marchita le llamó la atención. La regó con un vaso de agua, entró luego en la sala de estar y puso un disco de María Callas. Al son de las notas de La Traviata decidió dejar para el día siguiente el asunto del pesquero.
Al cabo de un rato intentó llamar a su hija a la escuela de las afueras de Estocolmo, pero el teléfono sonó y sonó sin que nadie contestara. A las diez y media se fue a la cama y se durmió casi en el acto.
Al día siguiente, el cuarto desde el comienzo de las investigaciones, poco antes de las dos de la tarde, ocurrió lo que todo el mundo estaba esperando que ocurriese: Birgitta Törn entró en el despacho de Wallander y le entregó un télex. Por mediación de sus colegas superiores en Moscú, la policía de Riga, en Letonia, había informado al Ministerio de Asuntos Exteriores sueco que los dos cadáveres del bote salvavidas probablemente correspondían a dos ciudadanos letones. Para facilitar aún más la investigación, el mayor Litvinov, de la policía de Moscú, proponía que los colegas suecos se pusieran directamente en contacto con el grupo de homicidios de Riga.
—Así que existe una policía letona —dijo Wallander.
—¿Quién ha dicho lo contrario? —preguntó Birgitta Törn—. Pero si te hubieses dirigido directamente a Riga, podrían haber surgido complicaciones diplomáticas. Tal vez no se hubiesen dignado contestarnos. Me imagino que no se te ha pasado por alto que la situación actual en Letonia es muy tensa.
Wallander sabía de sobra a qué se refería: no había pasado ni un mes desde que las fuerzas de elite soviéticas, llamadas boinas negras, dispararan contra el edificio del Ministerio del Interior en el centro de Riga. Habían muerto varios ciudadanos inocentes. Wallander recordaba haber visto en las fotografías de los periódicos barricadas de bloques de piedra y tubos de hierro fundido. Sin embargo, no sabía exactamente lo que estaba ocurriendo, nunca sabía a ciencia cierta lo que sucedía a su alrededor.
—¿Qué hacemos ahora, pues? —preguntó inseguro.
—Ponernos en contacto con la policía de Riga. Ante todo se trata de que nos confirmen que los dos muertos son los del télex.
Wallander volvió a leer el mensaje.
El hombre del barco tenía razón: el bote había venido a la deriva desde algún Estado báltico.
—Todavía no sabemos quiénes eran esos dos hombres —dijo.
Tres horas más tarde, Wallander ya lo sabía. El equipo de investigación estaba reunido en la sala de conferencias después de que les avisaran de que esperaban una llamada telefónica de Riga. Björk estaba tan nervioso que se le derramó el café por encima.
—¿Hay alguien de aquí que hable letón? —preguntó Wallander.
—Hemos solicitado que la conversación se haga en inglés —informó Birgitta Törn.
—Tú hablas inglés —le dijo Björk a Wallander.
—Pero mi inglés no es muy bueno.
—Seguro que tampoco lo es el suyo —replicó Rönnlund—. ¿Cuál es su nombre? ¿Mayor Litvinov? No te preocupes.
—El mayor Litvinov trabaja en Moscú —indicó Birgitta Törn—. Ahora vamos a hablar con la policía de Riga, en Letonia.
A las cinco y diecinueve minutos se produjo la conferencia. La comunicación era asombrosamente nítida y Wallander oyó una voz que se presentó como el mayor Liepa, del grupo de homicidios de Riga. Wallander tomaba nota mientras escuchaba, y de vez en cuando contestaba a alguna pregunta. El inglés del mayor Liepa era muy malo, por lo que Wallander receló de su propia capacidad de entender todo lo que le decía. Cuando acabó la conferencia, había logrado apuntar lo más importante en su bloc de notas.
Dos nombres. Dos identidades.
Janis Leja y Juris Kalns.
—Riga tiene sus huellas dactilares —dijo Wallander—. Según el mayor Liepa, no cabe duda de que nuestros cadáveres son ellos.
—Estupendo —exclamó Björk—. ¿De qué clase de personas se trataba?
Wallander leyó lo que había anotado en su bloc de notas:
—
Notorious
criminals
, que podría traducirse por delincuentes conocidos, ¿verdad?
—¿Alguna sospecha de por qué fueron asesinados? —preguntó Björk.
—No, pero tampoco parecía demasiado sorprendido. Si no le entendí mal, nos enviará material. Preguntó también si estábamos interesados en que enviara algunos policías letones para ayudarnos en la investigación.
—Sería estupendo, ¿no? —dijo Björk—. Cuanto antes acabemos con esta historia, mejor.
—El Ministerio de Asuntos Exteriores lo apoyará —afirmó Birgitta Törn.
Estaba decidido. Al día siguiente, el quinto de la investigación, el mayor Liepa envió un télex donde informaba que se personaría en el aeropuerto de Arlanda la tarde siguiente, y que desde ahí cogería un avión a Sturup.
—Un mayor —dijo Wallander—. ¿Qué significa eso?
—Ni idea —contestó Martinson—. Yo me siento casi siempre como un cabo en esta profesión.
Birgitta Törn regresó a Estocolmo y Wallander pensó que nunca más volvería a verla. Ahora que ya no estaba, le costaba recordar su aspecto o su voz.
«No la veré nunca más. Y dudo que llegue a saber por qué razón vino en realidad.»
Björk se encargó personalmente de ir a buscar al mayor letón al aeropuerto, lo que significó que Kurt Wallander pudo dedicar la noche a jugar a la canasta con su padre. En el coche, de camino a Löderup, pensó que el caso de los dos hombres que habían llegado a la deriva hasta la playa de Mossby Strand pronto estaría aclarado, ya que el policía letón les daría una explicación plausible. En adelante la investigación se llevaría desde Riga, donde con toda seguridad se encontraba el autor de los crímenes. Aunque el bote salvavidas había ido a la deriva hasta la costa sueca, el punto de partida, los asesinatos, tenían su origen al otro lado del mar. Los restos mortales serían devueltos a Letonia, donde debía de hallarse la solución.
Era un juicio gravemente erróneo.
En realidad nada había empezado aún.
Aquella noche, el invierno llegó a Escania con toda su fuerza.
Kurt Wallander imaginaba que el mayor Karlis Liepa llegaría a la comisaría de Ystad vestido de uniforme, pero el hombre que Björk le presentó por la mañana del sexto día de la investigación vestía un traje gris holgado y una corbata mal anudada. Era un hombre bajito y mostraba unos hombros enjutos, como si no tuviese cuello. Wallander no observó en él ningún rasgo militar. Pero el oficial letón fumaba un cigarrillo tras otro, por lo que sus dedos estaban manchados de nicotina y pronto causó problemas en la comisaría: los no fumadores se dirigieron a Björk para quejarse de que el mayor fumaba en todas partes, incluso en las zonas en que estaba terminantemente prohibido. Björk les aconsejó que tuviesen cierta comprensión para con el huésped, y le pidió a Wallander que comunicara al mayor que tenía que respetar las zonas donde no se podía fumar. Cuando Wallander le explicó, en su vacilante inglés, las medidas suecas contra el tabaco, el mayor Liepa se encogió de hombros y apagó el cigarrillo. Después de que se lo advirtieran, se limitó a fumar en el despacho de Wallander y en la sala de conferencias, pero la cada vez más intensa densidad del humo amenazaba con ser insoportable incluso para Wallander, por lo que se dirigió a Björk y pidió que el mayor Liepa tuviese su propio despacho. El asunto se arregló con el traslado temporal de Svedberg al despacho de Martinson.
El mayor Liepa también era muy miope. Las gafas sin montura que llevaba parecían no tener las suficientes dioptrías, porque cuando leía levantaba el papel hasta muy pocos centímetros de los ojos. Tanto es así, que se podía llegar a pensar que, en lugar de leer el texto, lo olía. A los que le veían por primera vez, les costaba mucho guardar las formas y no burlarse de él, hasta el punto de que Wallander en más de una ocasión oyó comentarios irrespetuosos sobre el pequeño y enjuto mayor, por lo que se apresuró a sofocarlos, ya que enseguida descubrió que el mayor Liepa era un policía extremadamente hábil y sagaz. Se parecía en cierto modo a Rydberg, no solo por ser una persona apasionada, sino también porque, a pesar de que las investigaciones policiales casi siempre seguían sus rutinas habituales, él nunca pensaba de forma rutinaria. Era un policía entusiasta, y tras su aspecto aparentemente gris se escondía una brillante y aguda inteligencia.
La mañana del sexto día de la investigación policial fue gris y ventosa. Todo hacía prever que un temporal de nieve sacudiría Escania aquella misma noche. El virus de la gripe estaba causando estragos entre los policías, los crímenes sin resolver comenzaban a acumularse y exigían una rápida actuación. Björk se vio en la necesidad de liberar a Svedberg del caso. Lovén y Rönnlund ya habían regresado a Estocolmo; Björk, que también se encontraba decaído, dejó en manos de Martinson y Wallander al mayor Liepa, una vez terminadas las presentaciones, en la sala de conferencias, donde el mayor fumó un cigarrillo tras otro.
Wallander, que había pasado la noche anterior jugando a la canasta con su padre, puso el despertador a las cinco para tener tiempo de leer el folleto sobre Letonia que un librero le había entregado el día anterior. Era de la opinión de que antes de meterse de lleno en la investigación sería conveniente que se informasen mutuamente de cómo estaba organizada la policía en sus respectivos países. El hecho de que la policía letona usara rangos militares auguraba grandes diferencias entre los dos cuerpos. Cuando Wallander se puso a exponer en inglés, a grandes rasgos, cómo era la policía sueca, de repente se sintió inseguro, ya que ni él mismo sabía cómo funcionaba la policía de su propio país. Los avisos tan anunciados por el director general de la policía sobre considerables reformas dentro de la actual organización no lo hacían más fácil: hasta ahora Wallander había leído numerosísimos y siempre mal redactados informes sobre los inminentes cambios dentro del cuerpo. Cuando en más de una ocasión había querido comentar con Björk lo que supondría en realidad la reforma, solo había obtenido por respuesta comentarios difusos. Ahora, sentado frente a su colega de Riga, pensaba que podría omitir esa información. Si surgían errores organizativos podrían arreglarlos sobre la marcha.
Cuando Björk abandonó la sala tosiendo, Wallander creyó oportuno empezar con unas frases de cortesía, y le preguntó dónde se hospedaba durante su estancia en Ystad.
—En un hotel —contestó el mayor Liepa—, pero ahora mismo no recuerdo su nombre.
Wallander perdió el hilo de la conversación. El mayor Liepa parecía impasible ante todo lo que no tuviese relación con la investigación.
«La cortesía tendrá que esperar —pensó—. Lo único que tenemos en común es la investigación del doble asesinato.» El mayor Liepa hizo un largo y extenso resumen de los pasos que había dado la policía letona para confirmar la identidad de los dos cadáveres. Su inglés era malo, y eso le irritaba. En una pausa, Wallander llamó a su amigo el librero para preguntarle si tenía algún diccionario inglés-letón, pero no era así. Estaban condenados a un arduo trabajo en común sin poder entenderse con el idioma.
Después de pasarse nueve intensas horas leyendo informes —Martinson y Wallander estuvieron horas y horas con sendas copias en ciclostil del informe letón, al tiempo que el mayor Liepa traducía, buscaba palabras y seguía con otro expediente—, Wallander empezaba a vislumbrar algo de luz en aquel caso. Janis Leja y Juris Kalns, a pesar de su relativa juventud, eran unos delincuentes sanguinarios e impredecibles. Wallander advirtió el desprecio con que el mayor Liepa constataba que pertenecían a la minoría rusa del país. También sabía que las grandes etnias rusas que se encontraban en el país desde la anexión soviética tras la Segunda Guerra Mundial se oponían al presente proceso de liberación política, pero hasta ahora no se había formado una opinión de la magnitud del problema; sus conocimientos políticos eran demasiado pobres para eso. El desprecio del mayor Liepa era manifiesto y daba muestras de ello repetidamente.
—Delincuentes rusos —decía—. Delincuentes rusos, miembros de nuestras mafias del Este.
Pese a su juventud, pues Leja tenía veintiocho años y Kalns había cumplido los treinta y uno, sus historiales criminales eran extensos: atracos, asaltos, contrabando y transacciones monetarias ilegales. La policía de Riga les atribuyó la autoría de tres asesinatos, pero no pudieron demostrarla.
Cuando el mayor Liepa acabó de repasar todos los informes y los extractos de los expedientes que poseían de criminales letones, Wallander formuló una pregunta clave:
—Estos hombres han cometido graves delitos —dijo. (La palabra «grave» le causó dificultades hasta que Martinson le propuso la palabra inglesa
serious
)—. Lo más sorprendente de todo es que a pesar de ser culpables y condenados, solo han pasado en la cárcel períodos de tiempo muy breves.
El mayor Liepa sonrió. Su pálido rostro se relajó en una sonrisa amplia y llena de interés. Wallander se dio cuenta de que su colega estaba esperando esa pregunta desde hacía tiempo. «Esta pregunta es más importante que todas las frases de cortesía», pensó.
—Para dar una respuesta, tengo que empezar por explicar cómo funciona mi país —anunció antes de encender otro cigarrillo—. A pesar de que solo un quince por ciento de la población es rusa, desde la Segunda Guerra Mundial los rusos han dominado nuestra sociedad en todos los aspectos. El comunismo de Moscú se sirve de la inmigración rusa para oprimir a nuestro país. Entiendo que se pregunte cómo es posible que Leja y Kalns hayan pasado tan poco tiempo en la cárcel cuando deberían estar cumpliendo una cadena perpetua, o incluso haber sido ejecutados. Con esto no quiero decir que todos los fiscales y jueces sean corruptos, porque sería simplificar la verdad. Sin embargo, estoy convencido de que Leja y Kalns tenían detrás protectores muy poderosos.