Read Los perros de Riga Online
Authors: Henning Mankell
—Señor Eckers —dijo una voz desde el interior oscuro del coche—, debemos salir de inmediato.
Se sentó en el asiento trasero a la vez que le asaltaba el pensamiento de que lo que estaba haciendo estaba mal. Y recordó el miedo repentino que había sentido esa misma mañana en el coche del sargento Zids.
Ahora lo sentía de nuevo.
El olor áspero a lana húmeda.
De ese modo recordaría Kurt Wallander aquel trayecto nocturno por las calles de Riga. Se había agachado e introducido en el asiento trasero, y antes de que los ojos se le acostumbraran a la oscuridad, unas manos le cubrieron la cabeza con una capucha que olía a lana. Al cabo de un rato estaba sudando y empezó a picarle la piel. Pero el miedo, la aguda impresión de que todo iba mal, desapareció en el mismo instante que entró en el coche. Una voz, que suponía pertenecía a las mismas manos que le habían puesto la capucha, intentaba calmarle.
—We are no terrorists. We just have to be cautious.
Reconoció la voz del teléfono, la voz que había pedido por el «señor Eckers» y que luego se disculpó por haberse equivocado de habitación. La voz tranquilizadora era del todo convincente, y se le ocurrió que era algo que las personas de los Estados del Este abocados al hundimiento tenían que aprender, ser convincentes cuando decían que no había peligro cuando en realidad sí lo había.
El coche era incómodo. Por el ruido del motor supo que era de fabricación rusa, probablemente un Lada. Aunque no pudo calcular cuántas personas había en el interior, sabía que como mínimo eran dos, porque delante de él había alguien que tosía y conducía, y el hombre que le hablaba con voz tranquilizadora estaba sentado a su lado. Bajaban el cristal de la ventanilla de cuando en cuando para dejar salir el humo del tabaco, y el aire frío le golpeaba en la cara. Por un instante le pareció sentir una suave fragancia en el coche, el perfume de Baiba Liepa, pero pronto comprendió que era fruto de su imaginación o quizá del deseo. Le resultaba imposible determinar si iban rápido o no, pero sí notó que la calzada había cambiado, por lo que dedujo que habían dejado atrás la ciudad. De vez en cuando el coche frenaba y torcía en alguna dirección. En una ocasión, circularon por una rotonda. Intentó calcular el tiempo que pasaban en el coche, pero pronto perdió la cuenta. El viaje por fin acabó, el coche dobló una última vez y ahora traqueteaba y botaba como si fuesen por un terreno sin asfaltar. El chófer detuvo el motor, abrieron las puertas y le ayudaron a salir.
Notó el frío y el olor a pino. Le sujetaron por el brazo para que no tropezara y le hicieron subir unas escaleras. Oyó el chirrido de unas bisagras, y entró en una habitación cálida que olía a queroseno. Cuando le quitaron la capucha, se sobresaltó mucho más que cuando le taparon la cabeza. La habitación era alargada con paredes de gruesos troncos. Lo primero que pensó fue que se hallaba en una especie de cabaña de caza. Una cabeza de ciervo colgaba de una chimenea de leña; los muebles eran de madera clara, y por toda iluminación había dos lámparas de queroseno.
El hombre de la voz tranquilizadora habló de nuevo. Su cara no se parecía en nada a la que Kurt Wallander había imaginado, si es que había imaginado alguna: era bajito, enjuto, como si hubiese sufrido mucho o pasado por una huelga de hambre autoimpuesta, tenía el rostro pálido y llevaba unas gafas de carey demasiado grandes y pesadas para sus pómulos. Wallander pensó que el hombre podría tener entre veinticinco y cincuenta años. Le señaló con una sonrisa una silla, en la que Wallander se sentó.
—Sit down, please
—dijo con su voz serena.
De la penumbra se deslizó sigilosamente un hombre con un termo y unas tazas de café. «Quizá sea el conductor», pensó Wallander. Era un hombre mayor, moreno, y casi podía asegurar que nunca sonreía. Le dieron una taza de té y luego los dos hombres se sentaron al otro lado de la mesa y el chófer subió la llama de la lámpara. Un sonido casi imperceptible llegó a los oídos de Wallander proveniente de las sombras que se extendían fuera del círculo de luz. «Hay alguien más aquí, alguien que ha estado esperando y que ha preparado el té.»
—Solo podemos ofrecerle té —dijo el hombre de voz serena—. Pero ha cenado poco antes de que viniéramos a recogerle, señor Wallander, y tampoco vamos a retenerle mucho tiempo.
Lo que acababa de oír indignó a Wallander. Mientras había sido el «señor Eckers» se sentía como si todo lo que estaba ocurriendo en realidad no le incumbiese directamente a él, pero ahora era el «señor Wallander», y desde sus invisibles mirillas le habían estado vigilando y le habían visto cenar. El único error que habían cometido era llamarle segundos antes de que abriese la puerta de la habitación.
—Tengo muchas razones para desconfiar de ustedes. Ni siquiera sé quiénes son. ¿Dónde está Baiba Liepa, la viuda del mayor?
—Disculpe mi descortesía; mi nombre es Upitis. Puede estar usted completamente tranquilo. Le garantizo que cuando acabe nuestra conversación, volverá a su hotel.
«Upitis —se dijo Wallander—. Igual que "señor Eckers". Cualquiera que sea su nombre, no es este.»
—No sirve de nada que me lo garantice alguien a quien no conozco —replicó Wallander—. Me raptan poniéndome una capucha en la cabeza. —«¿"Capucha" se decía
hood?»—.
Acepté reunirme con la señora Liepa bajo sus condiciones, ya que conocí a su marido. Supuse que quería contarme algo relacionado con la muerte del mayor Liepa que ayudaría a la policía. No sé quiénes son ustedes, por lo que tengo mis razones para desconfiar.
El hombre que decía llamarse Upitis asintió pensativo con la cabeza.
—Estoy de acuerdo con usted —replicó—, pero es imprescindible que seamos precavidos y cautos. La señora Liepa no ha podido estar esta noche con nosotros, así que voy a hablar en su nombre.
—¿Cómo puedo estar seguro de que dice la verdad? ¿Qué quieren en realidad?
—Queremos su ayuda.
—¿Por qué tienen que proporcionarme una identidad falsa y hacer que nos reunamos en un lugar secreto?
—Como ya le he dicho, es absolutamente imprescindible. Cuando lleve más tiempo en Letonia, señor Wallander, lo comprenderá.
—¿Cómo puedo ayudarles?
De nuevo oyó el sonido apenas audible proveniente de las sombras de detrás de la tenue luz de las lámparas. «Es Baiba Liepa —pensó—. No se deja ver, pero sé que está aquí a mi lado.»
—Tenga un poco de paciencia —continuó Upitis—. Déjeme empezar por explicarle lo que es Letonia en realidad.
—¿Lo cree necesario? Me figuro que Letonia es un país como otro cualquiera, aunque tengo que reconocer que no sé cuáles son los colores de su bandera.
—Es imprescindible que se lo explique, sobre todo cuando acaba de decir que nuestro país es como otro cualquiera; hay muchas cosas que tiene usted que entender sin falta.
Wallander tomó un sorbo de té tibio, e intentó penetrar en las sombras con su mirada. Con el rabillo del ojo le pareció ver una rendija de luz, como la de una puerta entreabierta. El hombre que iba al volante, con los ojos entornados, se calentaba las manos con la taza. Wallander comprendió que la conversación se mantendría entre Upitis y él.
—¿Quiénes sois? —preguntó—. Al menos decidme esto.
—Somos letones —respondió Upitis—. Nos ha tocado nacer en una época y un país lacerados. Nuestros caminos se han cruzado y nos hemos dado cuenta de que estamos unidos en una misión que cumplir.
—¿El mayor Liepa...? —preguntó Wallander dejando en suspenso la pregunta.
—Déjeme empezar por el principio —dijo Upitis—. Antes de nada, tiene que comprender que nuestro país está al borde del derrumbe definitivo. Al igual que ocurre con nuestros otros vecinos bálticos, o con los demás países bajo el mando de la Unión Soviética, la gente intenta a toda costa reconquistar la libertad perdida durante la Segunda Guerra Mundial. La libertad nace del caos, señor Wallander, y monstruos atroces acechan en la sombra. Creer que solo se puede estar a favor o en contra de la libertad es un grave error, porque ésta tiene muchas caras. La población rusa trasladada aquí para que se mezclara con la gente del país y nos obligara a afrontar nuestra propia destrucción, no solo está preocupada porque se cuestione su presencia, sino también por el temor a perder sus privilegios. La historia no conoce ningún ejemplo de nadie que haya cedido sus privilegios voluntariamente. Por eso se arman en la clandestinidad, y por eso suceden cosas como las del otoño pasado: que las fuerzas soviéticas tomen el control e instauren el estado de sitio. Creer que una nación brutalmente oprimida por una dictadura puede llegar al unísono a algo parecido a la democracia es otro grave error. Para nosotros, los letones, la libertad es algo que nos atrae, como una hermosa mujer cuyos encantos no se pueden resistir; mientras que, para otros, constituye una amenaza contra la que hay que luchar con todos los medios.
Upitis se calló, como si sus palabras también le hubiesen alterado a él.
—¿Una amenaza? —preguntó Wallander.
—Puede estallar una guerra civil en cualquier momento —aseguró Upitis—. La discusión política puede sustituirse por personas ávidas de venganza capaces de destruirlo todo en un acceso de rabia. El afán de libertad puede convertirse en un infierno de dimensiones imprevisibles. Los monstruos acechan en la sombra y los cuchillos se afilan de noche. El desenlace es tan difícil de predecir como el futuro.
Una misión que cumplir.
Wallander intentó descifrar el verdadero significado de las palabras de Upitis, pero sabía de antemano que era infructuoso, ya que de la transformación que sufría Europa apenas sabía nada. En su ámbito profesional, el compromiso político nunca había estado presente: se limitaba a votar con indiferencia cuando había elecciones. Los cambios que no le afectaban directamente a él le resultaban ajenos.
—Un policía no acostumbra a perseguir monstruos —dijo titubeante en un intento por justificarse—. Me dedico a la investigación de crímenes reales perpetrados por personas reales. La única razón por la que he aceptado pasar por ser el señor Eckers es porque suponía que Baiba Liepa quería verme a solas. La policía letona me ha pedido que les ayude a encontrar el asesino del mayor Liepa, y sobre todo que investigue si su asesinato tiene alguna conexión con dos ciudadanos leones que aparecieron muertos en la costa sueca. Y ahora ustedes me piden ayuda. Tiene que haber un modo más sencillo de decirlo, sin tantos rodeos ni explicaciones políticas, de las que no entiendo nada.
—En efecto —concedió Upitis—. Lo mejor será que digamos que nos ayudamos mutuamente.
Wallander intentó recordar en vano la palabra inglesa para «enigma».
—Es demasiado confuso —afirmó—. Será mejor que me digan lo que quieren sin rodeos.
Upitis cogió un bloc de notas que estaba tras la lámpara, y del bolsillo de la vieja chaqueta desgastada sacó un lápiz.
—El mayor Liepa le visitó a usted en Suecia —dijo—. Dos muertos de nacionalidad letona llegaron a la deriva a la costa sueca. ¿Usted colaboró con él?
—Sí; era un inspector muy eficiente.
—Pero estuvo muy pocos días en Suecia, ¿no?
—Sí.
—¿Cómo pudo saber en tan poco tiempo que era un hábil inspector?
—La meticulosidad y la experiencia se ven de inmediato.
A Wallander las preguntas le parecieron inocentes, pero, sin embargo, intuía el propósito de Upitis: tejer una red invisible. Actuaba como el hábil investigador de un crimen, que desde el principio se dirigía a una determinada meta. La aparente inocencia de las preguntas era una ilusión. «Quizá sea policía —pensó Wallander—. Tal vez no sea Baiba Liepa la que se esconde en la sombra, sino el coronel Putnis o Murniers. »
—Así pues, usted apreciaba el trabajo del mayor Liepa.
—Por supuesto. Ya se lo he dicho, ¿no?
—¿Y si dejamos al margen la experiencia y habilidad del mayor Liepa...?
—¿Cómo podría hacerlo?
—¿Qué impresión le dio como persona?
—La misma impresión que como policía. Era tranquilo, meticuloso, muy paciente, hábil e inteligente.
—El mayor Liepa tenía la misma opinión de usted, señor Wallander: que era un inspector muy hábil.
En su interior Wallander oyó un reloj de alarma: intuía vagamente que Upitis se adentraba en el terreno de las preguntas importantes al tiempo que presentía que algo iba mal. Aunque el mayor Liepa había tenido muy poco tiempo de estar en casa antes de que le asesinaran, el tal Upitis que tenía sentado enfrente tenía conocimientos detallados sobre su viaje a Suecia, información que solo podía haber proporcionado el mayor o su esposa.
—Qué amable por su parte que apreciase mi trabajo —respondió Wallander.
—¿Tenía usted mucho trabajo los días que el mayor estuvo en Suecia?
—La investigación de un asesinato siempre es ardua.
—Es decir, que no tuvieron tiempo de verse fuera del trabajo.
—No le entiendo.
—Frecuentarse, relajarse, reír, cantar, ya sabe. He oído que a los suecos les gusta cantar.
—El mayor Liepa y yo no formamos ningún dúo, si se refiere a eso. Le invité una noche a mi casa. Eso es todo. Esa noche había una tormenta de nieve, y nos bebimos una botella de whisky y escuchamos música, y luego se fue a su hotel.
—Al mayor Liepa le encantaba la música. A menudo se quejaba de no tener tiempo para ir a los conciertos.
En su interior el reloj de alarma sonaba más fuerte. «¿Qué coño querrá saber? —pensó—. ¿Quién es este Upitis? ¿Dónde está Baiba Liepa?»
—¿Puedo preguntarle qué música escucharon? —preguntó Upitis.
—Ópera, María Callas. Aunque no lo recuerdo muy bien, creo que era
Turandot
.
—No la conozco.
—Es una de las óperas más hermosas de Puccini.
—¿Y bebieron whisky?
—Sí.
—¿Y había una tormenta de nieve?
—Sí.
«Ahora se acerca al punto culminante —pensó Wallander—. ¿Qué será lo que quiere que le diga sin que yo me dé cuenta?»
—¿Qué marca de whisky tomaron?
—J B, creo.
—El mayor Liepa bebía alcohol con mucha moderación, pero de cuando en cuando le gustaba relajarse con una copa.
—¿Ah, sí?
—Era muy moderado en todos los aspectos.
—Creo que me afectó a mí más que a él, si eso es lo que quiere saber.
—Tengo la impresión de que recuerda la noche con bastante claridad, ¿verdad?