Read Los perros de Riga Online
Authors: Henning Mankell
—El mayor Liepa se había mostrado preocupado por su propia seguridad —empezó—, pero no explicó las razones de tal inquietud. Esa es una de las preguntas a las que el coronel Putnis debe intentar encontrar respuesta: si existe alguna relación entre los dos muertos del bote y el asesinato del mayor Liepa.
A Wallander le pareció intuir un ligero cambio en el rostro de Murniers, y dedujo que acababa de decir algo que el otro no esperaba. Pero ¿era ese conocimiento suyo lo inesperado?, ¿o bien ya sabía que el mayor Liepa había estado preocupado?
—Usted ya debe de haberse formulado las preguntas clave —prosiguió—. ¿Por qué salió el mayor Liepa en plena noche? ¿Quién podía tener motivos para asesinarle? Incluso cuando asesinan a un político hay que preguntarse si hay motivos personales, como en el caso de Kennedy, o como cuando en Suecia asesinaron a Olof Palme en plena calle hace unos años. Ustedes deben de haberlo considerado, ¿verdad?, al igual que habrán llegado a la conclusión de que no existe ningún motivo personal razonable. De lo contrario, no me hubieran pedido que viniese.
—En efecto —contestó Murniers—. Es usted muy sagaz. Su análisis es muy certero: el mayor Liepa era feliz en su matrimonio, no tenía problemas económicos, no era jugador ni tenía amantes. Era un policía apasionado por su trabajo, y creía que con su labor ayudaba al desarrollo del país. Al igual que usted, somos de la opinión de que su muerte, de alguna forma, está relacionada con su profesión. Como no estaba al cargo de ninguna otra investigación aparte de la de los dos cadáveres del bote salvavidas, solicitamos ayuda a Suecia. Pensamos que quizá les comunicó algo que no aparece redactado en el informe que nos entregó el día de su muerte. Necesitamos saberlo, y esperamos que usted pueda ayudarnos.
—El mayor Liepa habló de drogas —informó Wallander— y de la proliferación de laboratorios de anfetaminas en la Europa oriental. Estaba convencido de que los dos cadáveres habían sido víctimas de un ajuste de cuentas de una banda dedicada al contrabando de narcóticos. De lo que no estaba seguro era de si los dos hombres fueron asesinados por venganza o porque se hubiesen negado a revelar algo. Además, teníamos nuestras razones para creer que el bote salvavidas llevaba un cargamento de narcóticos, ya que lo robaron en nuestra propia comisaría; pero no supimos atar los diferentes cabos sueltos entre sí.
—Espero que lo averigüe el coronel Putnis —repuso Murniers—. Es un interrogador muy eficiente. Mientras tanto, le sugiero que vayamos al lugar donde asesinaron al mayor Liepa, ya que el coronel Putnis suele tomarse su tiempo en los interrogatorios.
—¿El lugar donde lo encontraron es el mismo que el del crimen?
—No hay indicios para pensar lo contrario. La zona portuaria está apartada, y por las noches poca gente la transita.
«Hay algo que no encaja —pensó Wallander—. El mayor se habría resistido a ir allí. No creo que resultara tan fácil arrastrarlo hasta el muelle en plena noche. Que el lugar esté apartado no es razón suficiente para pensar que lo mataran allí.»
—Me gustaría conocer a la viuda del mayor Liepa —dijo Wallander—. Es muy posible que una conversación con ella pueda ser importante incluso para mí. Supongo que ustedes ya habrán hablado con ella.
—Sí, la hemos interrogado en varias ocasiones —le explicó Murniers—. Por supuesto, le organizaremos una entrevista con ella.
Bordearon el río esa misma mañana de invierno. El sargento Zids recibió la orden de ponerse en contacto con Baiba Liepa mientras que Wallander y el coronel Murniers iban al lugar donde encontraron al mayor muerto, que según Murniers era el lugar del crimen.
—Su teoría... —empezó Wallander una vez que se hubieron sentado en el asiento trasero del coche de Murniers, que era mucho más grande y cómodo que el que habían puesto a su disposición—. Tanto usted como el coronel Putnis deben de haber pensado en ello.
—Narcóticos —contestó resuelto—. Sabemos que los cabecillas del tráfico de estupefacientes tienen sus propios guardaespaldas, por lo general drogadictos dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de recibir sus dosis diarias. Posiblemente consideraron que el mayor Liepa se había acercado demasiado a ellos.
—¿Y lo había hecho?
—No. De ser cierta esa teoría, como mínimo una decena de oficiales de alto rango de la policía de Riga habrían encabezado una posible lista de objetivos. Lo más curioso de todo es que el mayor Liepa nunca había investigado crímenes relacionados con el narcotráfico. Fue una casualidad que le encontráramos el más adecuado para ir a Suecia.
—¿De qué tipo de investigaciones se encargaba el mayor Liepa?
Murniers estaba mirando por la ventanilla del coche cuando le contestó:
—Era un inspector muy inteligente. Hace poco hubo unos asesinatos con robo en Riga, y el mayor Liepa no cejó en su empeño hasta atrapar a los culpables. Muchos inspectores, con la misma experiencia que él, solicitaban su ayuda cuando se atascaban en alguna investigación.
Permanecieron en silencio en un semáforo en rojo. Wallander contempló a un grupo de personas que, encogidas por el frío, esperaban el autobús, y tuvo la impresión de que este nunca llegaría ni abriría sus puertas.
—Narcóticos —dijo—. Mientras que para nosotros es un viejo problema, para ustedes es uno nuevo.
—No del todo —objetó Murniers—, pero lo que sí es nuevo es la magnitud que está alcanzando en la actualidad. La apertura de fronteras ha creado un mercado que antes no existía. Tengo que reconocer que a veces nos sentimos tan desamparados que nos vemos en la necesidad de cooperar con la policía occidental, puesto que la mayor parte de la droga que pasa por Letonia tiene su destino final en los mercados occidentales. Es vuestra poderosa moneda la que los atrae. Para nosotros está fuera de toda duda que Suecia es uno de los principales mercados de las bandas letonas, por razones tan sencillas como la corta distancia que hay entre Ventspils y la costa sueca; además, como la línea costera es larga, resulta difícil de vigilar. En otras palabras, se trata de una clásica ruta de contrabando que se ha vuelto a abrir. Antaño, por esa misma ruta se transportaban barriles de alcohol.
—Continúe —insistió Wallander—. ¿Dónde se elabora la droga? ¿Quiénes están detrás?
—Ante todo, debe entender que este es un país pobre, tan pobre y arruinado como nuestros vecinos. Durante años hemos vivido encerrados en una jaula, desde la que contemplábamos las riquezas de Occidente como algo lejano. Y ahora, de repente, se vuelven accesibles, siempre y cuando se tenga dinero. Para quien no tenga escrúpulos ni moral, la droga es el camino más rápido para acceder a este dinero. Cuando nos ayudaron a derribar los muros y abrir las verjas donde habíamos vivido encerrados, a la vez se abrieron las esclusas a una oleada de avidez, avidez por todo lo que antes nos habíamos visto forzados a contemplar a distancia pero que nos estaba prohibido o nos resultaba inaccesible. Lo que está claro es que no sabemos lo que va a pasar.
Murniers se inclinó para decirle algo al chófer, que en el acto pisó el freno y se aproximó a la acera.
Murniers señaló con el dedo la fachada de una casa.
—Agujeros de bala —comentó—. Hace más o menos un mes.
Wallander se echó hacia delante para verlo: la pared estaba perforada por las balas.
—¿Qué casa es esta? —preguntó.
—Es uno de nuestros ministerios —respondió Murniers—. Se lo enseño para que vea que no sabemos lo que puede ocurrir. Ignoramos si gozaremos de mayor libertad; si, por el contrario, disminuirá, o si desaparecerá del todo. Debe entender, inspector Wallander, que se halla en un país donde nada está decidido todavía.
Continuaron adelante y entraron en una amplia zona portuaria. Wallander reflexionó sobre lo que Murniers le acababa de decir, y sintió una repentina simpatía hacia aquel hombre pálido, de cara hinchada. Era como si todo lo que decía el coronel pudiera aplicarse también a su persona.
—Sabemos que hay laboratorios que se dedican a la elaboración de anfetaminas y drogas como la morfina y la efedrina —siguió Murniers—. Además, sospechamos que los cárteles de cocaína sudamericanos y asiáticos intentan abrir nuevas rutas de transporte a través de los Estados del Este. Su idea es sustituir las antiguas rutas que van directamente a Europa occidental, la mayoría de las cuales ya están reventadas por la policía europea. En la virgen Europa oriental, aún es posible escapar del acecho policial. En otras palabras, que resulta más fácil sobornarnos y corrompernos.
—¿Como al mayor Liepa?
—Jamás se habría rebajado a aceptar un soborno.
—Me refería a que era un policía acechante.
—Si el hecho de ser un buen profesional le llevó a la muerte, espero que el coronel Putnis pronto lo averigüe.
—¿Quién es la persona detenida?
—Un hombre que estuvo relacionado con los dos muertos del bote salvavidas en varias ocasiones: un ex carnicero de Riga, cabecilla de la delincuencia organizada contra la que luchamos sin tregua. Curiosamente siempre ha logrado evitar la cárcel, pero quizá podamos encerrarle ahora.
El coche frenó y se detuvo al lado de un muelle lleno de chatarra y restos de grúas. Salieron del vehículo y se acercaron al borde del muelle.
—Ahí encontraron al mayor Liepa.
Wallander miró a su alrededor en busca de una impresión general.
¿Cómo llegaron hasta ahí los asesinos y el mayor? ¿Por qué aquí? No le bastaba la explicación de que el muelle estaba apartado. Wallander contempló los restos de una grúa.
«Please»
, había escrito Baiba Liepa. Murniers fumaba a la vez que golpeaba rítmicamente el suelo con los pies para luchar contra el frío.
«¿Por qué no quiere informarme sobre el lugar del crimen? —pensó Wallander—. ¿Por qué Baiba Liepa quiere verme en secreto? "Cuando pregunten por el señor Eckers tiene que venir." ¿Por qué estoy aquí en Riga?»
Volvió a sentir el mismo malestar que por la mañana, y lo atribuyó a que era un extraño en un país completamente desconocido para él. Ser policía significaba conocer una realidad de la que uno mismo formaba parte, y en Riga se encontraba al margen. Quizá pudiera penetrar en el paisaje desconocido encarnando al «señor Eckers», ya que el inspector sueco Kurt Wallander no tenía cabida en ese país.
Regresó al coche.
—Me gustaría estudiar los informes: la autopsia, la investigación del lugar del crimen y las fotografías.
—Mandaremos traducir el material —contestó Murniers.
—Quizá sea más rápido con un intérprete —propuso Wallander—. El sargento Zids habla un inglés perfecto. Murniers esbozó una sonrisa, y encendió otro cigarrillo.
—Tiene usted prisa. Está impaciente —dijo—. Por supuesto que el sargento Zids puede traducirle los informes.
Regresaron al cuartel general de la policía. Allí, situado; detrás de un espejo que a ellos les hacía invisibles, vieron al coronel Putnis interrogar a un hombre. La sala de interrogatorios, salvo por una pequeña mesa de madera y dos sillas, estaba completamente vacía. El coronel Putnis se había quitado la chaqueta del uniforme; el hombre que estaba sentado enfrente de él estaba sin afeitar y tenía cara de cansancio. Contestaba con mucha lentitud a las preguntas de Putnis.
—Esto va para largo —comentó Murniers pensativo—. Pero tarde o temprano sabremos la verdad.
—¿Qué verdad?
—Si estamos en lo cierto o no.
Volvieron al laberinto de pasillos, y condujeron a Wallander hasta una pequeña sala situada en el mismo pasillo que el despacho de Murniers. El sargento Zids se presentó con una carpeta con la investigación de las circunstancias de la muerte del mayor. Antes de dejarlos solos, Murniers intercambió una breve conversación con el sargento en letón.
—Traerán a Baiba Liepa para interrogarla a las dos de la tarde —dijo Murniers.
Wallander se asustó.
Me ha traicionado, señor Eckers. ¿Por qué lo ha hecho?
—Me había imaginado más una charla que un interrogatorio.
—Debí haber usado otra palabra en lugar de interrogatorio —continuó Murniers—. Déjeme decirle que se ha alegrado de poder conocerle.
Murniers abandonó la habitación; al cabo de dos horas Zids ya había traducido todo el contenido del informe. Wallander contempló las borrosas fotografías del cadáver. La impresión que tenía de que algo no encajaba se vio reforzada. Como sabía que pensaba mejor cuando estaba ocupado en otra cosa, le pidió al sargento que le acompañase a comprar unos calzoncillos largos. El sargento no reaccionó de ningún modo especial cuando le dijo
«Long underpants».
Wallander notó lo absurdo de la situación cuando, con paso militar, entró en la tienda con el sargento. Era como si estuviera comprando unos calzoncillos largos bajo escolta policial. Zids habló por él e insistió en que Wallander se probara los calzoncillos antes de pagar. Compró dos pares y se los envolvieron en un papel marrón atado con un cordel. Al salir a la calle, Wallander le propuso ir a comer.
—Pero me niego a ir al hotel Latvia —exigió—. Donde sea, pero allí no.
El sargento Zids salió por una de las calles principales y se metió en el casco antiguo. A Wallander le pareció que entraba en otro laberinto del que no sabría salir nunca por su propio pie.
El restaurante que eligió el sargento se llamaba Sigulda. Wallander comió una tortilla mientras que el sargento prefirió una sopa. El aire era denso y el olor a tabaco, asfixiante. Cuando llegaron, el comedor estaba a rebosar, pero el sargento ordenó que les preparasen una mesa.
—En Suecia es impensable que un policía entre y exija una mesa pese a estar lleno —comentó mientras comían.
—Aquí se prefiere estar a bien con la policía —respondió sin inmutarse.
A Wallander le irritó la arrogancia con que hablaba el sargento Zids.
—A partir de ahora no quiero que pasemos por delante de los demás —ordenó.
El sargento le miró asombrado.
—Entonces no comeremos —contestó.
—El comedor del hotel Latvia siempre está vacío —dijo escuetamente.
Poco antes de las dos estaban de vuelta en el cuartel general de la policía. Durante la comida, Wallander permaneció todo el rato callado reflexionando sobre lo que no encajaba en el informe que le habían traducido. Le inquietó llegar a la conclusión de que todo encajara a la perfección, como si el informe estuviera redactado ex profeso para que cualquier pregunta resultara innecesaria; aun así, no progresó más en sus cábalas, ya que desconfiaba de su propio juicio. ¿Acaso estaba viendo fantasmas donde no los había?