Read Los perros de Riga Online
Authors: Henning Mankell
Una noche, cuando la tormenta rugía con especial virulencia, Wallander invitó al mayor a su casa. Había comprado para la ocasión una botella de whisky, que acabaron en el transcurso de la velada. Wallander notó que estaba achispado tras unas copas, mientras que el mayor Liepa parecía totalmente impasible. Había empezado a tomarse la confianza de llamarle «mayor», a secas, cosa que pareció no molestarle. No era fácil mantener una conversación con el policía letón, pero Wallander no pudo precisar si se debía a la timidez, o a que le avergonzaban las dificultades con la lengua inglesa, o tal vez porque sufría una especie de soberbia comedida. Wallander le habló de su familia, de Linda, su hija, que estudiaba en Estocolmo; y el mayor le explicó en pocas palabras que estaba casado con una mujer llamada Baiba, y que no tenían hijos. La noche transcurrió lenta, y durante largos intervalos de tiempo permanecieron callados con las copas en la mano.
—Entre Suecia y Letonia —empezó Wallander—, ¿hay similitudes o solo diferencias? Intento imaginarme Letonia, pero no veo nada, a pesar de que somos vecinos.
En el preciso instante en que acababa de formular la pregunta, Wallander comprendió que carecía de sentido. Suecia no era un país colonizado por una potencia extranjera, ni en las calles suecas se levantaban barricadas, ni mataban a personas inocentes, ni los carros blindados las atropellaban. ¿Había algo más que no fuesen diferencias?
Aun así, la respuesta del mayor fue sorprendente.
—Soy creyente, a pesar de que no creo en ningún Dios —respondió—. Pero se puede tener fe en algo que es ajeno al limitado campo de la inteligencia. Incluso el marxismo incorpora partes de fe, a pesar de querer hacerse pasar por ser una ciencia racional y no una ideología. Esta es mi primera visita al mundo occidental: hasta ahora solo había viajado a la Unión Soviética, a Polonia y a los demás Estados bálticos. En Suecia veo una abundancia material ilimitada. La diferencia que hay entre nuestros dos países al mismo tiempo es su similitud: los dos son pobres, si bien la pobreza tiene distintas caras. A nosotros nos falta su abundancia y su libertad de elección, mientras que aquí, me parece intuir, son pobres en el sentido de que no tienen que luchar por la supervivencia, lucha que, para mí, tiene una dimensión religiosa. No me gustaría tener que cambiarme con usted.
Wallander comprendió que el mayor se había preparado la respuesta con detenimiento, ya que no le hizo falta buscar las palabras exactas.
Pero ¿qué había querido decir en realidad con lo de la pobreza sueca?
Wallander sintió la necesidad de protestar.
—Se equivoca, mayor —objetó—. También en este país se está librando una batalla. Hay muchas personas al margen —¿realmente se decía
closed from?—
de la abundancia de la que usted habla. Claro que no hay nadie que se muera de hambre, pero no crea que nosotros no tenemos que luchar.
—Solo se puede luchar por sobrevivir —siguió el mayor— Y en ello incluyo la lucha por la libertad y la independencia. Además, creo que es algo voluntario, no obligatorio.
La conversación se estancó. Wallander tenía más preguntas que hacerle, sobre todo acerca de lo que había sucedido el mes anterior en Riga, pero no tuvo el valor suficiente. No quería que el mayor viera lo ignorante que era, y en lugar de preguntar, se levantó a poner un disco de María Callas.
—Ah...
Turandot...
—dijo el mayor—. Qué hermoso...
La nieve caía con fuerza y el viento silbaba en el exterior. Wallander se quedó observando por la ventana al mayor cuando este se marchó poco después de la medianoche: iba encogido por el frío en su desproporcionado abrigo.
Al día siguiente amainó la tormenta, y se reanudaron los trabajos para quitar la nieve de los caminos bloqueados. Al despertar, Wallander notó que tenía resaca. Durante el sueño había tomado una determinación: mientras estuvieran esperando la decisión del fiscal general, se llevaría al mayor a Brantevik a ver el pesquero que había visitado la semana anterior.
Poco después de las nueve, estaban los dos sentados en el coche en dirección al este. El paisaje aparecía cubierto de nieve, brillante a la luz del resplandeciente sol. Estaban a tres grados bajo cero, y no soplaba viento.
El puerto estaba desierto; en el muelle exterior había varios pesqueros amarrados. Al principio, Wallander no podía decir en cuál de ellos había subido. Salieron al comienzo del muelle, y Wallander contó setenta y tres pasos.
El barco se llamaba
Byron
, era de madera, estaba pintado de blanco y tenía unos doce metros de eslora. Wallander apoyó una mano en el grueso cabo de amarre y entornó los ojos. ¿Acaso lo reconocía? No estaba seguro. Subieron a bordo. Una lona de color rojo oscuro estaba atada a la escotilla. Cuando se dirigieron a la cabina de mandos, Wallander tropezó con un cabo enrollado, y fue entonces cuando supo que estaba en el barco correcto. La cabina de mandos estaba cerrada con un gran candado. El mayor soltó una punta de la lona y alumbró la bodega con una linterna: estaba vacía.
—No huele a pescado —comentó Wallander—, y por ninguna parte se ven ni escamas ni redes. Este es un barco de contrabando, pero ¿de qué?, ¿y adónde va?
—De cualquier cosa —dijo el mayor—. Como hasta ahora ha habido gran escasez en nuestros países, puede hacerse contrabando con todo.
—Averiguaré quién es el dueño de este barco —dijo Wallander—. Aunque lo haya prometido, puedo investigar el registro de la propiedad. Usted, mayor, ¿lo habría prometido tal y como hice yo?
—No, no lo habría hecho nunca.
No había nada más que ver en el barco. Ya de regreso en Ystad, Wallander dedicó toda la tarde a averiguar quién era el propietario del pesquero
Byron
, lo que no fue fácil: el barco había cambiado de dueño muchísimas veces durante los últimos años; entre otros, había pertenecido a una empresa comercial de Simrishamn que tenía el imaginativo nombre de Pescadería Señal de Ramojo. Posteriormente lo vendieron a un pescador llamado Öhrström, que a su vez lo vendió al cabo de pocos meses. Al final, Wallander descubrió que el actual propietario del barco era un tal Sten Holmgren, con residencia en Ystad, y, para su sorpresa, descubrió que vivía en su misma calle, la de Mariagatan. Buscó a Sten Holmgren en el listín telefónico, pero no lo encontró. En el gobierno provincial de Malmö no había datos sobre ninguna empresa registrada a nombre de Sten Holmgren. Para estar más seguro, Wallander se informó también en los gobiernos provinciales de Kristianstadt y de Karlskrona, pero tampoco allí había ningún Sten Holmgren registrado.
Arrojó el bolígrafo sobre la mesa y salió en busca de una taza de café. Cuando volvió al despacho el teléfono estaba sonando: Anette Brolin quería hablar con él.
—Adivina lo que tengo que decirte —dijo.
—Que estás descontenta con algunas de las investigaciones que hemos llevado a cabo.
—Sí, lo estoy, pero no es de eso de lo que quería hablarte.
—Entonces, no lo sé.
—Se suspende la investigación: el caso se transfiere a Riga.
—¿Estás segura?
—El fiscal general del Estado y el Ministerio de Asuntos Exteriores están de acuerdo, y nos han avisado de que se suspende la investigación. Acaban de informarme de ello. Todas las formalidades se han resuelto en un tiempo récord. Ahora tu mayor podrá irse para casa con los dos cadáveres.
—Se alegrará —respondió Wallander—. Quiero decir de poder ir a casa.
—¿Lo lamentas?
—En absoluto.
—Dile que venga a verme. Ya he informado a Björk. ¿Tienes a Liepa por ahí?
—Está fumando en el despacho de Svedberg. Nunca he visto a nadie que fume tanto como él.
Al día siguiente, el mayor Liepa se marchó a Estocolmo con el primer avión, para luego continuar hasta Riga. Trasladaron los dos ataúdes de zinc en coche hasta Estocolmo para después cargarlos en el avión.
Wallander y el mayor Liepa se despidieron en el aeropuerto de Sturup. Wallander le había comprado una obra ilustrada sobre Escania como regalo de despedida a falta de una ocurrencia mejor.
—Me gustaría saber cómo continúa el caso —dijo.
—Le tendré informado —contestó el mayor.
Se dieron la mano, y el mayor se fue.
«Un hombre curioso —pensó Wallander al dejar el aeropuerto—. Me gustaría saber lo que pensaba de mí en el fondo.»
El día siguiente era sábado. Wallander durmió hasta tarde y luego fue a ver a su padre. Por la noche cenó en una pizzería y bebió vino. Solo podía centrar su pensamiento en si debía o no solicitar el puesto de trabajo en la fábrica de caucho de Trelleborg. El plazo de solicitud se acababa unos días más tarde. La mañana del domingo la ocupó en hacer la colada y en la aburrida limpieza del apartamento. Por la noche fue al único cine que había en Ystad, donde vio una película policíaca norteamericana, que, a pesar de todas las exageraciones, encontró emocionante.
La mañana del lunes entró en el despacho poco después de las ocho. Acababa apenas de quitarse la chaqueta, cuando Björk entró por la puerta.
—Ha llegado un télex de la policía de Riga —empezó.
—¿Del mayor Liepa? ¿Qué dice?
Björk ponía cara de confundido.
—Me parece que el mayor Liepa ya no dirá nada más —continuó Björk titubeante.
Wallander le miró inquisitivo.
—¿Qué quieres decir?
—Le han asesinado —dijo Björk—. El mismo día que regresó a Riga. Este télex está firmado por un coronel de la policía llamado Putnis. Solicitan nuestra ayuda, lo que significa que tendrás que ir allí.
Wallander se sentó para leer el télex.
¿El mayor muerto? ¿Asesinado?
—Lo siento mucho —dijo Björk—. ¡Qué horror! Llamaré al director general de la policía para que nos asesore con la solicitud.
Wallander permanecía petrificado en su silla.
¿El mayor Liepa asesinado?
Se le hizo un nudo en la garganta. ¿Quién había asesinado al pequeño hombre miope, fumador contumaz? ¿Y por qué? Pensó en Rydberg, que también estaba muerto, y de repente se sintió desamparado en el mundo.
Tres días después viajó a Letonia. Alrededor de las dos de la tarde del 28 de febrero, el avión de la compañía Aeroflot giró a la izquierda sobre el golfo de Riga.
Wallander contempló la bahía que le quedaba justo debajo y no pudo menos de preguntarse lo que le esperaría en aquella ciudad.
Lo primero que llamó su atención fue el frío.
No notó ninguna diferencia de temperatura entre el exterior y el interior cuando se puso en la cola del control de pasaportes. En aquel país parecía hacer el mismo frío dentro que fuera de los edificios, y se arrepintió de no haberse llevado un par de calzoncillos largos.
La cola de ateridos pasajeros avanzaba con lentitud en la lúgubre terminal. Dos daneses rompían el silencio de la gente con sus quejas acerca de lo que podían esperar de su visita a Letonia. El mayor de los dos hombres al parecer ya había estado antes en Riga, y le comentaba a su otro colega la situación desesperanzadora de apatía e inseguridad que él decía que reinaba en el país. A Wallander le irritaron los dos ruidosos daneses: tenía la impresión de que no mostraban el menor respeto por el mayor letón asesinado hacía poco.
Hizo un esfuerzo por recordar todo lo que sabía del país al que acababa de llegar. La semana anterior apenas habría podido ubicar correctamente los tres países bálticos en un mapa: Tallin bien podía haber sido la capital de Letonia, y Riga una importante ciudad portuaria de Estonia. De su época de escolar solo recordaba vagas e incompletas piezas de un mapa general de Europa. Los días previos a la partida procuró leer todo lo que encontró sobre Letonia. Empezaba a intuir la imagen de un país pequeño, que, por los caprichos de la historia, siempre había caído víctima de las luchas entre diferentes potencias. Incluso Suecia en varias ocasiones le había causado estragos con sangrienta determinación. Creía que la situación actual del país se remontaba a la fatal primavera de 1945, cuando el caballo de guerra alemán yacía vencido y el poder soviético pudo ocupar y anexionarse Letonia sin ningún obstáculo. El intento de formar un gobierno letón independiente fue brutalmente sofocado. Por caprichos de la historia, el antiguo ejército de liberación se había convertido en un instrumento de opresión de la nación letona.
Pero, aun así, le parecía que no sabía nada acerca de aquel país. Su mente estaba llena de huecos sin información.
Los dos escandalosos daneses que estaban en Riga para hacer negocios de maquinaria agrícola habían llegado al control de pasaportes. Cuando Wallander iba a sacar el pasaporte del bolsillo interior de la chaqueta, notó que alguien le tocaba el hombro, y se sobresaltó como si fuera un delincuente al que acabaran de atrapar. Al darse la vuelta vio a un hombre vestido de uniforme de color azul grisáceo.
—¿Kurt Wallander? —preguntó—. Me llamo Jazeps Putnis. Siento llegar tan tarde, pero su avión aterrizó antes de lo previsto. Naturalmente, no vamos a molestarle con las formalidades habituales. Iremos por aquí.
Jazeps Putnis hablaba un excelente inglés, y Wallander recordó la eterna lucha del mayor Liepa por encontrar las palabras y la pronunciación correctas. Siguió a Putnis hasta una puerta custodiada por un soldado de guardia, y salieron a otra sala, igual de lúgubre y deteriorada que la anterior, en la que descargaban las maletas de un carro.
—Esperemos que su equipaje no tarde mucho —dijo Putnis—. Permítame darle la bienvenida a Letonia y a Riga. ¿Había visitado nuestro país antes?
—No; hasta ahora no había tenido ocasión.
—Me habría gustado que las circunstancias hubiesen sido distintas —prosiguió Putnis—. La muerte del mayor Liepa ha sido un duro golpe.
Wallander se quedó esperando una explicación que no llegó. Jazeps Putnis, que, según los télex, tenía el rango de coronel, se calló de golpe. En lugar de hablar del mayor asesinado, se dirigió a un hombre vestido con un mono desteñido y un gorro de piel que holgazaneaba apoyado en una pared. El hombre se irguió cuando Putnis le habló con voz severa, para luego desaparecer rápidamente por una de las puertas que daban a las pistas.
—Todo va tan lento... —dijo Putnis con una sonrisa—. ¿Tienen el mismo problema en Suecia?
—A veces también tenemos que esperar —respondió Wallander.
El coronel Putnis era diametralmente opuesto al mayor Liepa: muy alto, con movimientos resueltos y enérgicos, y la mirada penetrante. Su perfil era agudo y sus ojos grises parecían captar todo lo que se movía a su alrededor. A Wallander, le recordó un animal: un lince o un leopardo vestido con uniforme de color azul grisáceo.