Los papeles póstumos del club Pickwick (92 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Bien —dijo Sam—; decía que ha sido usted un profeta al predecir lo que le va a ocurrir a mi amo si se le deja solo. ¿No ve usted la manera de velar por él?

—No, no la veo, Sam —dijo Mr. Weller con semblante reflexivo.

—¿No ve ningún camino? —preguntó Sam.

—Ninguno —dijo Mr. Weller—, a menos que...

Y un destello de comprensión iluminó su semblante. Apagó la voz, y, aplicando su boca al oído de su vástago, dijo murmurando:

—A menos de que pudiera sacársele en un colchón liado, sin que se enteraran los porteros, Sammy; o vistiéndole de vieja, con un gran manto.

Sam Weller escuchó ambas sugestiones con soberano desdén y repitió su pregunta.

—No —dijo el viejo—; si él no quiere que tú estés allí, no veo manera. No hay salida, Sammy, no hay salida.

—Bien; entonces verá usted lo que se me ha ocurrido —dijo Sam—: voy a molestarle a usted pidiéndole un préstamo de veinticinco libras.

—¿Y para qué? —preguntó Mr. Weller.

—No se preocupe —replicó Sam—. Figúrese usted que me pide esas libras dentro de cinco minutos; figúrese usted que yo no se las quiero pagar, y ya está armada. ¿Y se atreverá usted a mandar prender a su propio hijo por ese dinero y enviarle a la cárcel de Fleet? ¿Se atreverá usted, perverso vagabundo?

Como consecuencia del apóstrofe, cambiaron padre e hijo un código completo de muecas y gesticulaciones telegráficas, después del cual el viejo Mr. Weller se sentó en un escalón de piedra y rompió a reír hasta ponérsele la faz amoratada.

—¡Vaya un viejo mascarón! —exclamó Sam, indignado por el tiempo que estaba perdiéndose—. ¿Para qué se sienta ahí y para qué se está poniendo la cara como el manillero de un llamador de puerta habiendo tanto que hacer? ¿Dónde está el dinero?

—En la bolsa, Sam, en la bolsa —replicó Mr. Weller, componiendo los rasgos de su fisonomía—. Tenme el sombrero, Sammy.

Aliviado Mr. Weller del embarazoso artefacto, imprimió a su cuerpo un brusco movimiento lateral, y mediante una diestra contorsión logró introducir su mano derecha en un inmenso bolsillo, del cual, a vuelta de no pocas manipulaciones laboriosas, extrajo un cuaderno en octavo mayor, que tenía arrollada una enorme correa. De este cuaderno sacó un par de trallas, tres o cuatro hebillas, un saquito de muestras de granos y, por último, un pequeño rollo de sucios billetes de Banco, del que separó la cantidad requerida, que entregó a Sam acto seguido.

—Y ahora, Sammy —dijo el viejo, una vez que fueron nuevamente empaquetadas las trallas, las hebillas y el saco de muestras y luego de haber depositado el cuaderno en el fondo del bolsillo mencionado—, ahora, Sammy, sé yo de un señor que hay aquí que nos arreglará el asunto en menos que se dice... un corderillo de la ley, Sammy, que como las ranas, tiene los sesos desparramados por todo el cuerpo y le llegan hasta la punta de los dedos; un amigo del lord canciller, Sammy, a quien con decirle lo que hace falta basta para que te encierre por toda la vida.

—Bueno —dijo Sam—; no se trata de eso.

—¿No se trata de qué? —preguntó Mr. Weller.

—Hombre, nada de procedimientos anticonstitucionales —protestó Sam—. Los
carga con el cuerpo,
después del movimiento continuo, son las cosas más maravillosas que se han inventado. Lo he leído en los periódicos muchas veces.

—¿Pero qué tiene eso que ver con lo nuestro? —preguntó Mr. Weller.

—Pues que yo quiero —dijo Sam— proteger esa invención y entrar por ese sistema. Ni una palabra a la Cancillería; no me gusta ese medio. Puede no ser muy seguro para cuando se trate de salir.

Defiriendo a las convicciones de su hijo acerca de este punto, requirió Mr. Weller inmediatamente al erudito Salomón Pell y le participó su deseo de extender al instante un escrito por la suma de veinticinco libras y las costas del proceso, para ejecutar sin demora a su hijo Samuel Weller y apoderarse de su cuerpo a responder de la deuda, a más de los derechos adelantados para Salomón Pell.

El procurador estaba loco de contento, porque el cochero industrioso había sido absuelto libremente. Aprobó Mr. Pell encomiásticamente la adhesión de Sam hacia su amo; declaró que aquello le recordaba muy vivamente los sentimientos de afecto y devoción que él abrigara para con su amigo el canciller, y acto seguido condujo a Mr. Weller al Temple para jurar el affidávit de la deuda, que el chico, con la ayuda del saco azul, había extendido sobre el terreno.

Entre tanto Sam, habiendo sido ceremoniosamente presentado al cochero absuelto y a sus amigos como el retoño de Mr. Weller, de Belle Savage, fue acogido con marcada complacencia e invitado a regalarse con ellos para celebrar las circunstancias, invitación que Sam no vaciló en aceptar.

El regocijo entre los caballeros de esta clase es por lo general de un carácter grave y pacífico; pero el caso presente constituía una fiesta especial, en gracia a la cual subió algo de tono la expansión. Después de unos cuantos brindis, algo tumultuosos, en honor del comisario jefe y de Mr. Salomón Pell, que habían desplegado aquel día tan notables habilidades, un individuo con la cara picada de viruelas y de bufanda azul propuso que cantara alguien. Era de rigor que si el señor de las viruelas abogaba por el canto, se encargase él de ejecutarlo; pero el virolento declinó la proposición de una manera descompuesta y un tanto ofensiva. Con lo cual bastó para que, como suele ocurrir en tales casos, se promoviese un violento coloquio.

—Señores —dijo el cochero—, antes que romper la armonía de esta deliciosa reunión, merecía la pena de que Mr. Samuel Weller honrase a la concurrencia.

—En realidad, señores —dijo Sam—, no tengo costumbre de cantar sin acompañamiento; pero debe hacerse cualquier cosa por llevar una vida tranquila, como dijo el hombre en el momento en que se posesionaba del faro.

Inmediatamente después de este preludio prorrumpió Sam Weller en la siguiente primitiva y hermosa leyenda, que, por considerarla poco conocida, nos tomamos la libertad de transcribir. Creemos deber llamar la atención acerca del monosílabo con que terminan el segundo y cuarto versos, que no sólo proporciona al cantor un compás de espera para tomar aliento, sino que contribuye grandemente al encanto del metro.

ROMANCE

—Por el soto de Hounlow,

raudo como un proyectil... iii...

iba en su intrépida jaca

el intrépido Turpín... iii...

Al obispo, en su carroza,

desde lejos vio venir,

y, galopando hasta el coche,

en él metió la nariz.

Viole llegar el obispo,

y, asustado, dijo así:

«Como los huevos son huevos,

éste es el bravo Turpín».

CORO

Viole llegar el obispo

«Te has de comer lo que has dicho

con plomo», dijo Turpín.

Y, disparando en su boca,

tragar le hizo el proyectil.

No gustó mucho al cochero

de aquella broma el cariz,

y arreando a los caballos

quiso a todo escape huir.

Mas dos balas en la espalda

le metió el bravo Turpín,

y de que no se escapase

consiguióle persuadir.

CORO

(Con sarcasmo.)

Mas dos balas...

—Yo sostengo que ese canto ofende al uniforme personalmente —dijo el virolento, interrumpiendo bruscamente la canción—. Que se me diga el nombre de ese cochero.

—No lo sabe nadie —replicó Sam—. No llevaba la tarjeta en su bolsillo.

—Protesto de que se mezcle la política —dijo el de la cara picada—. Yo afirmo que en esta asamblea es ésa una canción política, o, lo que es lo mismo, que no tiene una palabra de verdad. Yo aseguro que ese cochero no huyó, sino que lo cazaron como a un faisán; y que no oiga yo que nadie me contradice.

Como el hombre de cara picada se expresaba con gran energía y resolución y como la división de opiniones que reinaba acerca del asunto amenazaba renovar el altercado, fue oportunísima la llegada de Mr. Weller y de Mr. Pell.

—Corriente, Sammy—dijo Mr. Weller.

—El oficial estará aquí a las cuatro —dijo Mr. Pell—. ¿Supongo que no se nos escapará usted en tanto, eh? ¡Ja, ja!

—Tal vez mi cruel papá se ablande antes —replicó Sam con un gesto risueño.

—Yo no —dijo el anciano Weller.

—Sí, hombre —dijo Sam.

—De ninguna manera, por nada del mundo —replicó el inexorable acreedor.

—Pagaré a plazos de seis peniques mensuales —dijo Sam.

—No lo admitiré —dijo Mr. Weller.

—¡Ja, ja, ja! ¡Muy bien, muy bien —dijo Mr. Salomón Pell, en tanto que extendía su cuentecilla de costas—, divertido incidente! Benjamín, copia eso.

Y sonrió nuevamente Mr. Pell, mientras enteraba a Mr. Weller del importe total.

—Gracias, gracias —dijo el profesional, tomando uno de los grasientos billetes que sacó Mr. Weller del cuaderno—. Tres diez y una diez hacen cinco. Muchas gracias, Mr. Weller. Su hijo de usted es un joven verdaderamente meritorio, sir. Es un rasgo encantador en un joven —añadió Mr. Pell sonriendo amablemente en derredor, al tiempo que se abrochaba el dinero.

—¡Es buena pieza! —dijo el anciano Mr. Weller con un gesto de complacencia—. ¡Un hijo prodigioso!

—Pródigo, hijo pródigo, sir —sugirió dulcemente Mr. Pell.

—No se moleste, sir —dijo con dignidad Mr. Weller—. Yo sé ya la hora que es, sir. Cuando no lo sepa se lo preguntaré a usted, sir.

Cuando llegó el agente habíase hecho Sam tan popular, que los señores congregados resolvieron acompañarle en masa a la prisión. Salieron, pues, el demandante y el demandado del brazo; al frente, el oficial, y ocho corpulentos aurigas a la retaguardia. En el café de la Posada del Doctor hizo alto la comitiva para tomar un refrigerio, y, completados los requisitos legales, reanudó la procesión su marcha.

Alguna conmoción hubo de producirse en Fleet Street como consecuencia de la humorada de los ocho cocheros, que persistían en marchar de a cuatro en fondo. Fue también necesario dejar atrás al de la cara picada peleándose con uno del Orden público, luego de convenirse en que volverían sus amigos a buscarle. Sólo estos pequeños incidentes sobrevinieron en el camino. Cuando llegaron a la puerta de Fleet, los de la cabalgata, tomándole la vez al demandante, produjeron tres horrísonas aclamaciones en honor del demandado y luego de estrecharse las manos, se separaron.

Entregado Sam a la guardia de Fleet con las formalidades de rúbrica, ante la más intensa extrañeza de Roker y con emoción evidente hasta del flemático Neddy, penetró en la prisión, dirigióse al cuarto de su amo y llamó a la puerta.

—Adelante —dijo Mr. Pickwick.

Entró Sam, quitóse el sombrero y sonrió.

—¡Ah, Sam, mi buen amigo! —dijo Mr. Pickwick, evidentemente satisfecho al ver de nuevo a su criado—. No fue mi intención herir ayer tus sentimientos, mi fiel compañero. Deja el sombrero, Sam, y permíteme que te explique un poco más lo que quise decirte.

—Ahora no; ¿para qué, sir? —le objetó Sam.

—Sí, hombre —dijo Mr. Pickwick—. ¿Pero por qué no quieres?

—Mejor luego, sir —repuso Sam.

—¿Por qué? —inquirió Mr. Pickwick.

—Porque... —dijo Sam vacilando.

—¿Por qué razón? —preguntó Mr. Pickwick, alarmado ante la actitud de su criado—. Explícate, Sam.

—Porque —continuó Sam—, porque tengo que ventilar un asunto.

—¿Qué asunto? —preguntó Mr. Pickwick, sorprendido por la confusión de Sam.

—Nada de particular, sir —replicó Sam.

—Pues si no es nada de particular —dijo Mr. Pickwick sonriendo—, dímelo primero.

—Me parece mejor ir a eso ahora mismo —dijo Sam titubeando aún.

Miróle atónito Mr. Pickwick, pero no dijo nada.

—La cosa es... —dijo Sam, deteniéndose bruscamente.

—¡Vamos! —dijo Mr. Pickwick—. Explícate, Sam.

—Pues la cosa es... —dijo Sam, haciendo un esfuerzo desesperado—. Tal vez fuera mejor buscarme una cama antes de hacer nada.

—¡Una cama! —exclamó asombrado Mr. Pickwick.

—Sí, una cama, sir —replicó Sam—. Estoy prisionero. Fui arrestado esta tarde por deudas.

—¡Arrestado por deudas! —exclamó Mr. Pickwick, desplomándose en su silla.

—Sí, por deudas, sir —replicó Sam—. Y el hombre que me ha hecho arrestar no me dejará salir hasta que usted se marche.

—¡Dios mío! —gritó Mr. Pickwick—. ¿Qué es esto?

—Lo que digo, sir —repuso Sam—. Y si cuarenta años tuvieran que pasar, seguiría yo prisionero, y muy contento; había de ser en Newgate y me daría lo mismo. ¡En este caso, el asesino está fuera, y ya lo sabe usted todo!

Con estas palabras, que hubo de repetir con violento énfasis, arrojó Sam Weller su sombrero al suelo, presa de una excitación en él desacostumbrada, y, cruzándose de brazos, quedóse mirando fijamente a su amo.

44. Trata de diversos menudos incidentes ocurridos en la cárcel de Fleet y de la misteriosa conducta de Mr. Winkle; refiere, además, cómo obtuvo, al fin, su libertad el pobre recluso de Chancery

Estaba Mr. Pickwick harto conmovido por la calurosa prueba de afecto de Sam para que le fuera dable manifestarse airado o descontento por la precipitación con que aquél se había confinado voluntariamente en una prisión por deudas, por tiempo indefinido. El único punto que persistía en aclarar era el nombre del acreedor de Sam; pero en esto no cedía Mr. Weller.

—No hay para qué, sir —dijo Sam una y otra vez—. Es un hombre atrabiliario, rencoroso, despótico y vengativo, con un corazón tan duro que no hay quien se lo ablande, como dijo el virtuoso clérigo al anciano hidrópico moribundo cuando éste le participó que, después de todo, le parecía mejor dejar su fortuna a su esposa que emplearla en construir una iglesia.

—Pero considera, Sam —reconvínole Mr. Pickwick— que la suma es tan pequeña, que es muy fácil de satisfacer, y una vez decidido a conservarte a mi servicio, debieras recapacitar en cuánto más útil habrías de serme si pudieras salir a la calle.

—Mucho se lo agradezco, sir —replicó gravemente Mr. Weller—; pero más vale que no.

—¿Que no qué, Sam?

—Hombre, que más vale no tener que pedir el favor al malvado enemigo.

—Pero no es favor pedirle que tome el dinero, Sam —argumentó Mr. Pickwick.

—Dispénseme, sir —repuso Sam—; sería un gran favor pagarle, y no lo merece; ahí está la cosa, sir.

Frotóse Mr. Pickwick las narices con aire contrariado y Mr. Weller juzgó pertinente cambiar el tema del diálogo.

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