Los papeles póstumos del club Pickwick (96 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—No era ésa mi intención, Sammy —dijo Mr. Weller, un tanto desconcertado por el inesperado derrotero del incidente.

—Pruebe el tratamiento interno, sir —dijo Sam, viendo que el pastor se frotaba la cabeza con gesto doloroso—. ¿Qué le parece a usted de eso en calidad de vanidad caliente, sir?

Aunque no respondió verbalmente Mr. Stiggins, fue bien expresivo su ademán. Gustó el contenido del vaso que Sam puso en su mano, depositó su paraguas en el suelo y tomó otro sorbo; acaricióse suavemente el estómago dos o tres veces, apuró el vaso de una vez, chascó sus labios satisfecho y tendió el vaso en demanda de nueva provisión.

No se quedó atrás la señora Weller en la tarea de hacer honor a la bebida. Empezó la buena señora asegurando que no le era posible tomar ni una gota; luego tomó una gotita; luego, una gota más grande; luego, muchas gotas, y siendo su temperamento extraordinariamente susceptible a los líquidos fuertes, vertió una lágrima por cada gota de ponche, y así continuó liquidando sus sentimientos hasta llegar a la más patética de las tristezas.

El viejo Weller observó estos síntomas con manifestaciones de profundo desagrado; y cuando, después de haber consumido una segunda porción de la bebida, empezó Mr. Stiggins a suspirar desconsoladamente, evidenció claramente la desaprobación que le merecía todo aquello por medio de varios susurros incoherentes, entre los que hubo de oírse varias veces, en tono de ira, la palabra «farsa».

—Te diré, Samivel, hijo mío —murmuró el viejo al oído de su vástago, al cabo de una larga y atenta contemplación de su señora y de Mr. Stiggins—, que me parece que tu madrastra y el de la nariz roja tienen algo roto dentro.

—¿Qué quiere usted decir? —dijo Sam.

—Quiero decir, Sammy —replicó el anciano—, que lo que beben parece que no les alimenta; todo se les vuelve agua caliente y se les sale por los ojos. Indudablemente, Sammy, se trata de una enfermedad constitucional.

Expuso Mr. Weller esta opinión científica entreverada con gestos corroborantes, que, interpretados por la señora Weller como vejatorios para ella, para Mr. Stiggins, o para los dos, amenazaron agravar extraordinariamente la triste situación de la señora. Poniéndose de pie Mr. Stiggins a costa de complicados esfuerzos, procedió a obsequiar al concurso con un discurso edificante, especialmente enderezado a Mr. Samuel, al que hubo de conjurar en términos conmovedores a que meditara en la sima de iniquidad en que estaba a punto de arrojarse, a que refrenara todo sentimiento hipócrita y orgulloso y a que siguiera escrupulosamente su propio ejemplo, el de Stiggins, con lo cual podía estar seguro de llegar, tarde o temprano, al resultado consolador de ser, como él, un hombre de condición irreprochable y elevada, en tanto que todos sus amigos y conocidos podían considerarse irremisiblemente perdidos. Lo cual, decía, no podía menos de proporcionar la más honda satisfacción.

Conjuróle, además, a huir sobre todo del vicio de la embriaguez, hábito condenable que le asemejaba al cerdo, y de aquellas venenosas y nocivas drogas que al ser mascadas disipan la memoria. Al llegar a este punto de su discurso, comenzó a manifestarse el de la nariz roja por demás incoherente y a tambalearse inseguro en el calor de su elocuencia, viéndose obligado a agarrarse al respaldo de una silla para conservar su verticalidad.

No se cuidó Mr. Stiggins de poner en guardia a sus oyentes contra aquellos falsos profetas y pérfidos detractores de la religión, que, sin sentido bastante para propagar las doctrinas fundamentales ni corazón para abrigar sus esenciales principios, resultan más peligrosos para la sociedad que los ordinarios criminales; contra aquellos que, imponiéndose, como ocurre fatalmente, a los débiles y a los indoctos, proyectan el desdén sobre lo que debe ser más sagrado y mancillan en cierto modo el prestigio de las grandes colectividades integradas por individuos de sanas costumbres que pertenecen a sectas excelentes y que profesan respetables credos. Mas como hubo de permanecer largo tiempo apoyado en el respaldo de la silla, con un ojo cerrado y guiñando con el otro, es presumible que pensara todo esto, aunque lo guardara para sí.

Mientras duró la peroración no cesó la señora Weller de llorar y suspirar al fin de cada párrafo. Entre tanto, sentado Sam, con las piernas cruzadas y con los brazos apoyados en el respaldo de la silla, miraba al predicador en actitud de suave mansedumbre, cambiando de cuando en cuando miradas de inteligencia con el anciano, que, deleitándose al principio, se durmió hacia la mitad.

—¡Bravo! ¡Muy bonito! —dijo Sam cuando, al dar por terminado su discurso, el de la nariz roja se ponía los guantes, sacando los dedos por los agujeros terminales—. ¡Muy bonito!

—Espero que esto te haga bien, Samuel —dijo solemnemente la señora Weller.

—Así lo creo, mamá —replicó Sam.

—¡Ojalá pudiera servir de algo a tu padre! —dijo la señora Weller.

—Gracias, querida —dijo el anciano Mr. Weller—. ¿Cómo te encuentras tú después del sermón, amor mío?

—¡Hereje! —exclamó la señora Weller.

—¡Hombre sin luces! —dijo el reverendo Mr. Stiggins.

—Pues si no tuviera más luz que ese rayo de luna que nos ha dado usted, mi respetable señor —dijo el viejo Mr. Weller—, me parece que me vería precisado a viajar de noche todo el camino. Señora Weller: si el carcamal sigue en esta faena, no se va a poder tener de pie cuando volvamos, y a lo mejor va a arrojar su sillón sobre cualquier seto, con el pastor dentro, por supuesto.

Ante esta perspectiva, consternado, el reverendo Mr. Stiggins requirió su sombrero y su paraguas y propuso salir inmediatamente, a lo que accedió la señora Weller. Acompañóles Sam hasta la puerta exterior y les hizo una cortés despedida.

—¡Abur, Samivel! —dijo el anciano.

—¿Qué es eso de abur? —preguntó Sam.

—Pues que adiós —dijo el anciano.

—¡Ah! ¿Era eso lo que quería usted decir? —dijo Sam—. ¡Adiós!

—Sammy —murmuró Mr. Weller, mirando con cautela en derredor—, mis saludos a tu amo, y dile que si piensa de otra manera en este asunto, no deje de comunicármelo. Yo y el ebanista hemos discurrido un plan para sacarle. ¡Un piano, Samivel, un piano! —dijo Mr. Weller, golpeando suavemente el pecho de su hijo con el revés de la mano y haciéndose un poco atrás.

—¿Qué quiere usted decir? —dijo Sam.

—Un piano fuerte, Samivel —repuso Mr. Weller, adoptando un tono más misterioso aún—; puede tomar en alquiler uno para no tocarlo, Sammy.

—¿Y qué objeto tendría eso? —dijo Sam.

—Pues mandar a mi amigo el ebanista que venga a llevárselo otra vez —replicó Mr. Weller—. ¿Estás ya al cabo?

—No —respondió Sam.

—No tiene dentro maquinaria —murmuró su padre—. Puede él caber cómodamente en la caja, con sombrero y zapatos, y respirar por las patas, que son huecas. Tomar un pasaje para América. El Gobierno americano no le echará mientras le quede dinero que gastar, Sammy. Que tu amo se quede allí hasta que haya muerto la señora Bardell, o hasta que Dodson y Fogg sean ahorcados, lo cual es más probable que ocurra primero, y luego puede volver a escribir un libro sobre los americanos, con lo que sacará para gastos y más aún si lo explota bien.

Luego de formular Mr. Weller esta sumaria exposición de su plan con voz queda y vehemente, como si temiera debilitar el efecto de la tremenda revelación prolongando el diálogo, hizo el saludo de los cocheros y desapareció.

Apenas recobró Sam la naturalidad de su semblante, profundamente trastornada por la secreta comunicación de su respetable progenitor, oyó que le llamaba Mr. Pickwick.

—Sam —dijo Mr. Pickwick.

—Sir —respondió Mr. Weller.

—Voy a dar una vuelta por la prisión y quiero que me acompañes. Hacia nosotros veo venir a un prisionero conocido, Sam —dijo sonriendo Mr. Pickwick.

—¿Quién es, sir? —preguntó Mr. Weller—. ¿El peludo o el interesante cautivo de las medias?

—Ninguno de los dos —replicó Mr. Pickwick—. Es un antiguo amigo tuyo, Sam.

—¿Mío, sir? —exclamó Mr. Weller.

—Apuesto a que te acuerdas muy bien de ese señor, Sam —repuso Mr. Pickwick—, porque si no, revelarías ser más olvidadizo respecto de tus antiguos conocimientos de lo que yo me figuraba. ¡Chisst!, ni una palabra, Sam; ni una sílaba. Aquí está.

Al decir esto Mr. Pickwick, llegaba Jingle. Parecía menos miserable que antes, pues vestía un traje en mediano uso, que, gracias a Mr. Pickwick, había rescatado de la prendería. Llevaba además camisa limpia y se había cortado el pelo. Estaba pálido y flaco, sin embargo, y al acercarse pausadamente, apoyado en un bastón, era fácil percatarse de que sufría profundamente de enfermedad y de hambre y que su debilidad era extremada. Quitóse el sombrero para saludar a Mr. Pickwick y sintióse humillado y abatido a la vista de Sam Weller.

Pisándole los talones venía Mr. Job Trotter, en el catálogo de cuyos vicios no figuraban en modo alguno la infidelidad ni el desafecto hacia su compañero. Mostrábase aún derrotado y escuálido; pero su rostro no aparecía tan demacrado como la primera vez que le viera Mr. Pickwick unos días antes. Al descubrirse ante nuestro bondadoso amigo, murmuró unas cuantas frases cortadas de gratitud y musitó algo en que se traslucía su reconocimiento por haberle librado de morir de inanición.

—Bien, bien —dijo Mr. Pickwick, atajándole impaciente—; váyase con Sam.

—Tengo que hablar con usted, Mr. Jingle. ¿Puede usted andar sin la ayuda de su brazo?

—Desde luego, sir... perfectamente... no muy de prisa... flaquean las piernas... se va la cabeza... todo da vueltas... sensación de temblor de tierra.

—Pues deme su brazo —dijo Mr. Pickwick.

—No, no —replicó Jingle—, no quiero... más vale que no.

—¡Qué tontería! —dijo Mr. Pickwick—. Apóyese en mí, yo lo deseo, sir.

Viendo que se hallaba agitado y confuso y que no sabía qué hacer, resolvió Mr. Pickwick su incertidumbre tomando el brazo del inválido y obligándole a marchar, sin hablar más del asunto.

Durante todo este tiempo el rostro de Mr. Samuel Weller no cesó de manifestar el más profundo asombro que pueda concebirse. Después de mirar en silencio a Job y a Jingle, murmuró las palabras: «¡Pues, señor, quién iba a figurárselo!». Después de repetir la frase un buen número de veces, pareció verse privado del habla, y una vez más empezó a pasear sus ojos del uno al otro, mudo de extrañeza y maravilla.

—¡Vamos a ver, Sam! —dijo Mr. Pickwick, volviendo la cabeza.

—Voy, sir —replicó Mr. Weller, siguiendo maquinalmente a éste, pero sin quitar los ojos de Mr. Job Trotter, que a su lado marchaba en silencio.

Mantuvo Job sus ojos fijos en el suelo por algún tiempo. Sam, sin perder de vista a Job, avanzó entre la multitud, atropellando a los pequeños y tropezando en todos los escalones y barandillas, sin darse cuenta de ello hasta que Job, mirándole furtivamente, dijo:

—¿Qué tal está usted, Mr. Weller?

—¡Es él! —exclamó Sam.

Y una vez establecida de un modo inequívoco la identidad de Job, diose un golpe en la pierna, y dejó escapar sus sensaciones por medio de un agudo y prolongado silbido.

—Han cambiado las cosas para mí, sir —dijo Job.

—Ya lo veo —exclamó Mr. Weller, examinando el destrozado indumento de su compañero, sin disimular la estupefacción que sentía—. Esto ha sido cambiar para ir a peor, Mr. Trotter, como dijo aquel a quien le dieron dos chelines y medio en piezas falsas a cambio de media corona verdadera.

—Así es —replicó Job, moviendo la cabeza—. Ahora no es fingido, Mr. Weller. Las lágrimas —añadió Job con fugaz gesto malicioso—, las lágrimas no son las únicas pruebas de la desgracia, ni tampoco las mejores.

—Claro que no lo son —replicó Sam con ademán comprensivo.

—Hay que guardárselas, Mr. Weller —dijo Job.

—Eso creo yo —dijo Sam—. Algunos parece que las tienen siempre a la mano y las ocultan cuando les viene en gana.

—Sí —replicó Job—; pero esas cosas no se fingen tan fácilmente, Mr. Weller, y suponen un esfuerzo bastante penoso. Al decir esto, señaló a sus hundidas mejillas, y, remangándose la chaqueta, descubrió un brazo cuyo hueso parecía había de romperse sólo con tocarlo; tan afilado y quebradizo se mostraba bajo su tenue envolvente de carne.

—¿Pero qué es lo que ha hecho usted consigo? —dijo Sam, haciéndose atrás.

—Nada —replicó Job.

—¡Nada! —repitió Sam.

—Hace muchas semanas que no hago nada —dijo Job—, y de comer y de beber digo lo mismo, poco más o menos. Dirigió Sam una mirada atenta y comprensiva al escuálido rostro y desmedrada persona de Mr. Trotter. Al fin, tomándole por un brazo, le arrastró tras de sí con gran violencia.

—¿Dónde va usted, Mr. Weller? —dijo Job, tratando en vano de luchar contra la enérgica presa de su antiguo enemigo.

—¡Vamos —dijo Sam—, vamos!

Sin dignarse dar explicaciones, continuó hasta llegar a la cantina, donde pidió un vaso de cerveza, que le fue servido inmediatamente.

—Ahora —dijo Sam— beba eso sin dejar gota, y luego ponga el vaso boca abajo, para que yo me convenza de que ha tomado la medicina.

—¡Pero, mi querido Mr. Weller! —protestó Job.

—¡Arriba con ello! —dijo Sam en tono apremiante.

Así, conminado Mr. Trotter, acercó el vaso a sus labios y, siguiendo imperceptible gradación, lo levantó en el aire. Detúvose una vez, sólo una vez, para tomar resuello, mas sin levantar la cara del vaso, que momentos después mostró invertido, tendiendo el brazo en toda su longitud. Sólo cayeron al suelo unos copos de espuma, que se desprendieron lentamente del borde en perezoso descenso.

—¡Bien! —dijo Sam—. ¿Cómo se encuentra usted después de eso?

—Mejor, sir. Me parece que estoy mejor —respondió Job. —Ya se ve que lo está usted —dijo Sam con aire convencido—. Es lo mismo que meter gas en el globo. Ha engordado usted a ojos vistas por efecto de la bebida. ¿Qué tendría usted que oponer a otro del mismo porte?

—No me atrevo, se lo agradezco mucho, sir —replicó Job—, pero no me atrevo.

—Bien. ¿Entonces qué diría usted de algo comestible? —inquirió Sam.

—Gracias a su dignísimo amo, sir —dijo Mr. Trotter—, tenemos media pierna de carnero cocida para las tres menos cuarto, con patatas debajo para que no se pegue.

—¡Cómo! ¿Es que les ha socorrido a ustedes? —preguntó Sam con énfasis.

—Sí, sir —replicó Job—. Más aún, Mr. Weller: como mi amo está enfermo, nos ha proporcionado una habitación: estábamos en una zahurda, y la ha pagado, sir, y viene a vernos por la noche sin que nadie se entere. Mr. Weller —dijo Job, mostrando, por una vez, lágrimas sinceras en sus ojos—, yo serviría a ese señor hasta que me cayera muerto a sus pies.

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