Los papeles póstumos del club Pickwick (87 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Ése es —replicó Mr. Roker, señalando a una herrumbrosa cama que en el rincón había—. Esa cama le hace a uno dormir, quiera o no.

—Yo creería —dijo Sam, examinando el mueble en cuestión con ostensible disgusto—, yo creería que las adormideras no son nada en comparación con ella.

—Nada —dijo Mr. Roker.

—Y supongo —dijo Sam, mirando de soslayo a su amo, como si pretendiera descubrir en él síntomas de cambiar de resolución, en vista de lo que iba viendo—, supongo que los otros caballeros que duermen aquí serán caballeros.

—Nada más que caballeros —dijo Mr. Roker—. Uno de ellos se zampa sus doce pintas de cerveza diarias y no para de fumar ni en las comidas.

—Debe de ser una buena espada —dijo Sam.

—El número uno —replicó Mr. Roker.

Sin dejarse intimidar por todos estos detalles que iba conociendo, declaró Mr. Pickwick, sonriendo, su determinación de ensayar el poder narcotizante de la cama por aquella noche, y Mr. Roker, después de comunicarle que podía entregarse al descanso a la hora que tuviese por conveniente, sin precisar advertencia previa ni formalidad de ninguna clase, retiróse, dejando a Mr. Pickwick y a Sam de pie en la galería.

Anochecía; es decir: se encendieron unos cuantos mecheros de gas en aquel lugar, siempre oscuro, por cortesía a la noche, que sobrevenía en el exterior. Como hacía algún calor, los inquilinos de las numerosas celdas que se abrían a uno y otro lado de la galería tenían las puertas abiertas. Mr. Pickwick asomaba la nariz al pasar, lleno de curiosidad e interés. Aquí, tres o cuatro haraganes, difícilmente visibles entre la humareda del tabaco, mantenían ruidosa y desordenada conversación sobre los vasos de cerveza a medio apurar o jugaban con grasientas barajas. En la estancia contigua, tal solitario recluso inclinábase, a la luz tenue de una vela de sebo, sobre un rimero de manchadas y carcomidas cuartillas, amarillas y destruidas por el tiempo, escribiendo por centésima vez el relato interminable de sus desventuras, con destino a algún magnate, cuyos ojos nunca habrían de leerlo y cuyo corazón jamás habría de conmoverse. En otra celda veíase a un hombre, con su esposa y abundante prole, aderezando una especie de cama sobre el suelo o sobre unas sillas, para que allí pasaran la noche los pequeños. Y en una cuarta, en una quinta, una sexta y una séptima, el barullo, la cerveza, los naipes y el humo del tabaco manifestábanse en confusión incesante.

En las mismas galerías, y más aún en las escaleras, pululaban numerosos individuos, que allí venían, unos por estar sus habitaciones vacías y solitarias; otros, porque sus celdas estaban llenas y calurosas; la mayoría, por sentirse desasosegados y no poseer el secreto de saber qué hacer de sí mismos. Muchas castas de seres veíanse por allí: desde el artesano, con su tosco vestido de paño, hasta el distinguido pródigo, envuelto en su batín mañanero, que, como era del caso, mostraba por los codos la ropa interior. Pero en todos advertíase el mismo aire despreocupado, la algarabía fanfarrona de pájaros insolentes, la inquietud alocada del hampa vagabunda, imposible de describir en palabras, pero fácil de experimentar en cuanto se quiera con sólo entrar en la más cercana prisión de insolventes y pararse a contemplar el primer grupo de reclusos que se vea, con el interés desplegado por Mr. Pickwick.

—Me sorprende ver —dijo Mr. Pickwick, apoyándose en la barandilla de la escalera—, me sorprende ver, Sam, que esta prisión por deudas no me parece un castigo.

—¿Cree usted, sir? —preguntó Mr. Weller.

—¿No ves cómo bebe y fuma y grita esa gente? —repuso Mr. Pickwick—. Es imposible que les preocupe estar donde están.

—¡Ah, ahí está la cosa precisamente! —replicó Sam—. A ésos no les preocupa nada; para ellos no es más que una fiesta... cerveza y patatas asadas. Los otros son los que se encuentran aquí abatidos. Siempre están tristes y no pueden sorber cerveza ni jugar a las cartas. Ésos son los que pagarían si pudieran y que tienen el corazón deshecho en este encierro. Verá usted, sir: para que los que se pasan la vida holgazaneando por las tabernas, esto no les resulta un castigo, y para los otros, que trabajan siempre que pueden, esto es una pena durísima. Es muy desigual, como dice mi padre cuando el ponche no está hecho de mitad y mitad. Es desigual, y ahí está lo malo.

—Me parece que tienes razón, Sam —dijo Mr. Pickwick, después de reflexionar unos momentos—; tienes mucha razón.

—De cuando en cuando se ve por aquí a alguno que no se encuentra a disgusto —dijo Sam, recapacitando—; pero no sé de ninguno, como no fuera un pequeñaco, de cara sucia, y eso por la fuerza de la costumbre.

—¿Y quién fue ése? —preguntó Mr. Pickwick.

—Eso es lo que nadie pudo averiguar —respondió Sam.

—¿Pero qué fue lo que hizo?

—Pues hizo lo que otros mejor conocidos hicieron en su tiempo —replicó Sam—: hacerle una apuesta a la policía y ganársela.

—¿Eso quiere decir que contrajo deudas? —dijo Mr. Pickwick.

—Justamente, sir —replicó Sam—; y con el tiempo acabó por venir aquí. No era mucho: una ejecución por nueve libras, quintuplicadas por las costas, a pesar de lo cual se pasó aquí veinte años. Si algunas arrugas le salieron en la cara, se las borró la suciedad, porque su cara sucia y la chaqueta parda eran las mismas al cabo de los veinte años. Era un hombrecito inofensivo y pacífico, que andaba siempre buscando a alguien para charlar o para jugar, sin que ganara nunca, hasta que los vigilantes le tomaron cariño y todas las noches iba a entretenerse con ellos, contando historias. Una noche estaba, como de costumbre, paseando con un antiguo amigo que se hallaba de guardia, cuando se le ocurrió decir de repente: «No he visto el mercado que hay aquí cerca, Bill», el mercado de Fleet se celebraba entonces, «no he visto el mercado, Bill, hace diecisiete años». «Ya lo comprendo», dijo el vigilante, fumando su pipa. «Me gustaría verlo siquiera un minuto, Bill», dijo. «Ya lo supongo», dijo el vigilante, fumando con aire distraído y afectando no darse por enterado de lo que el otro quería decirle. «Bill», dijo el hombrecito, más súbitamente que antes, «me ha venido esa idea. Déjeme usted que eche un vistazo por las calles antes de morir; y, si no me da una apoplejía, estoy de vuelta en cinco minutos». «¿Y qué sería de mí si le diera a usted la apoplejía?», dijo el vigilante. «Vaya, hombre», dijo el hombrecito, «cualquiera que me encontrase me traería a casa, porque tengo en el bolsillo mi tarjeta, Bill: número veinte, escalera del café». Y era verdad, porque cuando deseaba trabar conocimiento con algún recién llegado siempre sacaba una pequeña y deteriorada cartulina, en la que se leían esas palabras; y ésa era la razón por la que siempre se le llamaba número veinte. Quedóse mirando fijamente el vigilante, y le dijo al cabo, en tono solemne: «Veinte, confío en usted; sé que no ha de poner en un compromiso a su viejo amigo». «No, hombre; creo tener aquí dentro algo bueno», dijo el hombrecito, y al decir esto señaló expresivamente hacia su chaleco, y de cada uno de sus ojos brotó una lágrima, cosa extraordinaria, porque no se sabía que el agua hubiera tocado nunca su rostro. Estrechó la mano del vigilante, salió de la prisión...

—¿Y no volvió? —dijo Mr. Pickwick.

—Por una vez se ha colado usted —replicó Mr. Weller—, porque volvió dos minutos antes de la hora fijada, lleno de rabia y diciendo que a poco le atropella un coche; que él no estaba acostumbrado a aquello, y que estaba decidido a escribir al lord mayor. Lograron calmarle, y se pasó cinco años sin que se le ocurriera asomarse a la puerta.

—¿Murió al cabo de esos cinco años, verdad? —dijo Mr. Pickwick.

—No murió, sir —replicó Sam—. Le entró curiosidad por salir y probar la cerveza de una taberna que acababa de establecerse por allí y que tenía un salón tan bonito que se empeñó en visitarlo todas las noches, lo cual estuvo haciendo por mucho tiempo, volviendo siempre un cuarto de hora antes de cerrarse la prisión, con lo que marchaba a las mil maravillas. Por fin, fue tanto el gusto que le tomó, que empezó a olvidarse de la hora de volver, a no preocuparse por ello y a regresar cada vez más tarde, hasta que una noche, estaba su amigo cerrando, habiendo ya dado vuelta a la llave, cuando acertó allegar. «Aguarda un poco, Bill», dijo. «¿Cómo no ha vuelto a casa aún, veinte?», dijo el vigilante. «Yo creí que estaba dentro hacía rato.» «No estaba», dijo el hombrecito, sonriendo. «Pues entonces, verás lo que te voy a hacer, mi amigo», dijo el vigilante, abriendo la puerta con pausa malhumorada. «Me parece que hace tiempo se junta usted con malas compañías, lo cual me disgusta mucho. Por hoy no quiero hacer nada», dijo; «pero si no se limita usted a frecuentar buenas tertulias y no vuelve a tiempo, tan seguro como estoy aquí que le niego la entrada para siempre». Acometió al hombrecito un violento temblor, y no volvió a salir de la prisión en su vida.

Al acabar Sam este relato, volvió a bajar las escaleras lentamente Mr. Pickwick. Luego de dar unos cuantos paseos, con aire pensativo, por la sala de pinturas, que por hallarse a oscuras estaba desierta, participó a Mr. Weller que le parecía buena hora para que se retirara hasta el día siguiente, diciéndole que buscara una cama en que dormir en el más cercano dormitorio público y que volviera temprano al día siguiente, con objeto de preparar el traslado de las ropas de su amo desde Jorge y el Buitre. Aprestóse a obedecer Sam Weller con toda la solicitud que le era habitual, mas no sin mostrar fuerte resistencia. Llegó hasta significar el deseo de pasar la noche tendido en el suelo; pero convencido de la obstinación con que Mr. Pickwick se hacía el sordo a sus indicaciones, acabó por retirarse.

No hay para qué ocultar el hecho de que Mr. Pickwick se sintiera abatido y preocupado, no por falta de compañía, pues la prisión se hallaba repleta de gente, y una botella de vino hubiérale bastado para comprar la más franca amistad de unos cuantos conspicuos, sin precisar la ceremonia de presentación; mas veíase solo en medio de aquella grosera muchedumbre, y experimentaba el decaimiento espiritual y la angustia que eran consecuencias naturales de reflexionar que estaba allí enjaulado sin esperanza de liberación. En cuanto a la idea de conquistar la libertad sucumbiendo a las argucias sutiles de Dodson y Fogg, ni por un momento sobrevino a su mente.

En tal estado de ánimo, encaminóse a la galería del café y comenzó a pasear lentamente. El lugar estaba inmundo, y el olor del humo del tabaco era sofocante. Oíase un perpetuo batir de puertas, ocasionado por la gente que entraba y salía, y el ruido de voces y pisadas resonaba constantemente a lo largo de las galerías. Una joven, con un niño en sus brazos que apenas si balbuceaba de endeblez y miseria, paseaba arriba y abajo, conversando con su marido, que no disponía de otro sitio para verla. Al pasar junto a Mr. Pickwick, oyó éste sollozar a la joven; y en una ocasión entregóse la muchacha a tan hondo espasmo de amargura, que no tuvo más remedio que apoyarse en la pared, mientras que el hombre tomaba el niño en sus brazos y trataba de calmarla.

Era esto demasiado para el dolorido corazón de Mr. Pickwick, que se fue a acostar más que aprisa.

Aunque la sala de guardias no ofrecía comodidad alguna, ya que en punto a decorado y mobiliario encontrábase cien veces peor que cualquier enfermería de una cárcel provinciana, tenía en aquel momento la ventaja de estar desocupada. Sentóse Mr. Pickwick a los pies de su camita de hierro y empezó a preguntarse cuánto podrían sacar al año los guardias de aquella estancia inmunda. Luego de deducir por cálculos matemáticos que aquella mansión podría equiparar su renta anual a la de una callejuela de los suburbios de Londres, empezó a reflexionar en cuál sería la tentación que podría haber inducido a una desdichada mosca que trepaba por sus pantalones a introducirse en una oscura prisión, cuando podía elegir entre tantos lugares ventilados, meditación que hubo de conducirle a la irrebatible conclusión de que el insecto estaba completamente loco.

Después de resolver este punto, empezó a darse cuenta de que el sueño le invadía. Sacó del bolsillo su gorro de dormir, que había tenido la precaución de tomar aquella mañana, y desnudándose perezosamente metióse en la cama y se quedó dormido.

—¡Bravo! Ahora sobre las puntas... salta y trenza... ¡duro con ello, Céfiro! Que me machaquen si no es la ópera tu centro. ¡Arriba! ¡Hurra!

Estas exclamaciones, pronunciadas en tono jaranero y acompañadas de estrepitosas carcajadas, despertaron a Mr. Pickwick de uno de esos profundos sopores que, sin durar en realidad más de media hora, antójanse al durmiente haberse prolongado tres o cuatro semanas.

No bien cesó la voz prodújose en la estancia trepidación tan violenta que las ventanas temblaron en sus quicios y las camas se conmovieron. Levantóse Mr. Pickwick y quedó estático por algunos minutos, mudo de asombro ante la escena que descubrían sus ojos.

En el suelo veíase a un hombre con cazadora de largos faldones, estrechos pantalones de terciopelo y medias grises de algodón, que ejecutaba con una cornamusa un aire popular y que bailaba con un ademán grotesco y una ligereza que, contrastados con el aspecto de su traje, resultaban indescriptiblemente absurdos. Otro individuo, evidentemente beodo, que debía de haber sido introducido en la cama por sus compañeros, estaba sentado entre las sábanas, entonando a duras penas una canción festiva, con acento extremadamente sentimental; y un tercero, sentado en otra de las camas, aplaudía a ambos ejecutantes con aire de perfecto conocedor y animándoles con el fervoroso entusiasmo que sacara de su sueño a Mr. Pickwick.

Era el jaleador un tipo admirable, de esa clase de gentes que nunca pueden observarse en la plenitud de su ser sino en estos lugares; no es difícil hallarles, si bien más imperfectamente, en las cuadras y en las tabernas; pero nunca alcanzan su florecimiento más que en estas cálidas estufas que parecen hallarse dispuestas por la ley al solo objeto de darles a conocer.

Era un hombre alto, de semblante aceitunado, largos cabellos y enmarañados bigotes, que venían a juntarse por debajo del mentón. No llevaba bufanda, pues había estado jugando todo el día a la pelota, y su abierta camisa mostraba el lujo de su interior musculoso. Llevaba en la cabeza uno de esos casquetes franceses de dieciocho peniques, con una borla juguetona, que armonizaba perfectamente con el tosco paño de su cazadora. Sus piernas, que, siendo muy largas, adolecían de honda debilidad, ostentaban unos pantalones de mezclilla de Oxford, confeccionados, al parecer, para acentuar la simetría de sus miembros. Como no estaban bien ceñidos ni debidamente abotonados, caían en desgraciados pliegues sobre un par de zapatos escotados, para enseñar un par de asquerosas medias blancas. Había en el conjunto una tonalidad de canallesca jactancia y de granujería desvergonzada que valía una mina de oro.

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