Los papeles póstumos del club Pickwick (95 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Unas cuantas mañanas después de su encarcelamiento, después de haber arreglado Mr. Samuel Weller con todo celo la habitación de su amo y de verle sentado confortablemente entre sus libros y papeles, retiróse con propósito de emplear una o dos horas en aquello que le viniera en gana. Era una mañana hermosa y pensó Sam que una pinta de cerveza gustada al aire libre podría amenizarle un cuarto de hora, lo mismo que cualquier otro pasatiempo con que pudiera regalarse.

Formulada esta conclusión, encaminóse a la cantina. Después de adquirir la cerveza y de proveerse además del periódico de cuatro días atrás, dirigióse al patio del juego de bolos y, sentándose en un banco, procedió a solazarse apacible y metódicamente.

Empezó por refrescarse el gaznate con un trago de cerveza, y enderezando su mirada hacia una ventana, dedicó una platónica ojeada a una muchachita que pelaba patatas enfrente. Desplegó el periódico y lo dobló de modo que quedara visible la sección de política; y como esta operación es un tanto difícil y embarazosa cuando reina el viento, tomó otro sorbo de cerveza, luego de haberla llevado a feliz término.

Leyó un par de líneas del diario, y se detuvo de pronto para mirar a una pareja de jugadores que terminaba un partido, concluido el cual gritó Sam: «¡Muy bien!», manifestando su aprobación, y paseó la mirada por los espectadores con objeto de cerciorarse de si la opinión de éstos coincidía con la suya propia. Todo esto imponía la necesidad de mirar también hacia la ventana, y como la muchacha aún se encontrara allí, era obligada la fineza de un nuevo guiño, así como el beber a su salud, acompañando el acto de un nuevo ademán, propinándose un segundo trago de cerveza; y después de mirar con terrible ceño a un chiquillo que se había percatado de la amable demostración referida, abriendo los ojos desmesuradamente, cruzó las piernas y, sujetando el periódico con las dos manos, empezó a leer con gran atención.

Aún no había logrado la abstracción requerida, cuando le pareció oír su nombre, pronunciado hacia una puerta lejana. No era ilusión, porque el nombre pasó de boca en boca, y a los pocos segundos tronó el aire con el nombre de ¡Weller!

—¡Presente! —gritó Sam con voz estentórea—. ¿Qué se ofrece? ¿Quién le busca? ¿Es que ha venido alguien a decir que está ardiendo su quinta?

—Le buscan en la portería —dijo uno que estaba a su lado.

—Encárguese usted del periódico y del vaso de cerveza, buen amigo —dijo Sam—. Vuelvo en seguida. ¡A buen seguro que si alguien me llamara para comparecer ante el Tribunal no haría más ruido!

Acompañando estas palabras de una suave palmada en la cabeza del joven mencionado, que, inconsciente de la vecindad de la persona requerida, estaba gritando «¡Weller!» con toda su alma, atravesó Sam el patio apresuradamente y subió a la portería. En ella, el primer objeto que toparon sus ojos fue su amado padre, que estaba sentado en el fondo de una escalera, con el sombrero en la mano, gritando «¡Weller!» con su voz más poderosa y a intervalos de medio minuto.

—¿Qué está usted ahí vociferando —dijo Sam impetuosamente, en el momento en que el viejo acababa de proferir el ruidoso vocativo— y sofocándose de tal manera que parece usted un soplador de vidrio a punto de estallar? ¿Qué ocurre?

—¡Ajá! —contestó el anciano—. Empezaba a temer que hubieras hecho una escapada a Regency Park, Sammy.

.

—Vaya —dijo Sam—, no hay que burlarse de una víctima de la avaricia, y salga usted ya de esa escalera. ¿Para qué se ha sentado ahí? Yo no vivo por ese lado.

—Te traigo un buen entretenimiento, Sammy —dijo, levantándose, el anciano Weller.

—Espere un momento —dijo Sam—; está usted manchado de blanco por detrás.

—Es verdad, Sammy; límpialo —dijo Mr. Weller mientras su hijo le quitaba el polvo—. ¿No estaría mal, ni sería impropio del lugar, el que se pasease uno por aquí con la ropa encalada, eh, Sammy?

Como Mr. Weller empezara a ofrecer en este punto síntomas inequívocos de un inminente ataque de regocijo, apresuróse Sam a atajarle.

—Tranquilícese, haga el favor —dijo Sam—; en la vida se ha visto una caricatura igual. ¿Qué es lo que le hace a usted reventar ahora?

—Sammy —dijo Mr. Weller, enjugando su frente—, estoy viendo que un día de éstos me va a dar una apoplejía de tanto reír, hijo mío.

—Bueno. Pues entonces, ¿para qué lo hace? —dijo Sam—. Vamos a ver, ¿qué es lo que tiene usted que decirme?

—¿Quién dirás que ha venido conmigo, Samivel? —dijo Mr. Weller, haciéndose un poco atrás, poniendo los labios en punta y enarcando las cejas.

—¿Pell? —dijo Sam.

Movió la cabeza negativamente Mr. Weller, y su mejilla escarlata se infló en una carcajada que pugnaba por encontrar salida.

—¿El de la cara pintada, quizás? —sugirió Sam.

De nuevo negó Mr. Weller con la cabeza.

—Entonces, ¿quién? —preguntó Sam.

—Tu madrastra —dijo Mr. Weller.

Y no fue poca fortuna el que lo dijera, pues de otra suerte hubieran reventado sus carrillos a consecuencia de la anormal distensión.

—Tu madrastra, Sammy —dijo Mr. Weller—, y el de la nariz roja, hijo mío, y el de la nariz roja. ¡Ju, ju, ju!

Y diciendo esto, Mr. Weller cayó en una risa convulsiva, en tanto que Sam le miraba con un gesto de asombro, que iba gradualmente invadiendo su fisonomía.

—Han venido a hablar contigo seriamente, Samivel —dijo Mr. Weller, secándose los ojos—. Que no se te escape nada acerca del desnaturalizado acreedor, Sammy.

—¿Y por qué no han de saber quién es? —inquirió Sam.

—Ni una palabra de eso —replicó su padre.

—¿Dónde están? —dijo Sam, correspondiendo largamente a todos los aspavientos del anciano.

—En la sala de espera —continuó Mr. Weller—. Cualquiera pesca al de la nariz roja sino donde haya bebida; no es fácil, Samivel, no. Hicimos esta mañana un delicioso viaje en el coche desde El Marqués, Sammy —dijo Mr. Weller cuando se halló en condiciones de emitir sonidos articulados—. Conduje al viejo carcamal en ese carrucho que pertenecía al primer poseedor de tu madrastra, en el que se había colocado un sillón para el pastor; y te aseguro —dijo Mr. Weller con gesto de profundo desdén—, te aseguro que si no le han traído una escalera portátil para que suba, no le han traído nada.

—¿Es posible? —dijo Sam.

—Y tan posible, Sammy —replicó su padre—; y me hubiera gustado que le vieras agarrarse para subir, como si tuviera miedo de caer al suelo desde una altura de seis pies y hacerse añicos. Al fin se metió, y salimos, y me parece, digo que me parece, Samivel, que no ha tenido mal ajetreo al doblar las esquinas.

—Claro. ¿No le habrá hecho tropezar con unos cuantos guardacantones? —dijo Sam.

—No diría yo —replicó Mr. Weller en una verdadera orgía de guiños—, no diría yo que no hubiéramos cogido uno o dos, Sammy; ha estado a punto de volar del sillón todo el camino.

Empezó el anciano en este momento a mover la cabeza de lado a lado y a notarse en él un regocijado gruñido interno, acompañado de una violenta inflación del rostro, síntomas que no dejaron de alarmar a su hijo.

—No te asustes, Sammy, no te asustes —dijo el anciano cuando, al cabo de sobrehumanos esfuerzos y de varios pisotones convulsivos, recobró el uso de la palabra—. Es que intento habituarme a una risa tranquila, Sammy.

—Pues si es así —dijo Sam—, mejor es que no lo intente. Se va usted a encontrar con un resultado peligroso.

—¿No te gusta, Sammy? —preguntó el viejo.

—Absolutamente nada —replicó Sam.

—Bien —dijo Mr. Weller, por cuyas mejillas resbalaban algunas lágrimas todavía—; hubiera sido para mí una gran ventaja el haberlo conseguido, y hubiera servido para ahorrar muchas palabras algunas veces entre tu madrastra y yo; pero voy viendo que tienes razón, Sammy; es fácil por ahí llegar a la apoplejía. Muy fácil, Samivel.

Hablando de esta suerte llegaron a la portería, en la cual entró Sam inmediatamente, no sin haberse detenido un instante para mirar por encima del hombro, con gesto ladino y sonriente, a su respetable progenitor, que aún vibraba detrás.

—Madrastra —dijo Sam, saludando cortésmente a la dama—, muy agradecido a usted por esta visita. Pastor, ¿cómo está usted?

—¡Oh Samuel! —dijo la señora Weller—. Esto es espantoso.

—Nada de eso, mamá —replicó Sam—. ¿Verdad, pastor?

Alzó sus manos Mr. Stiggins y levantó sus ojos al cielo, hasta vérsele solamente el blanco, o, mejor dicho, el amarillo; pero no respondió.

—¿Es que tiene este caballero alguna enfermedad dolorosa? —dijo Sam, mirando a su madrastra en demanda de una explicación.

—El buen señor se duele de verte aquí, Samuel —replicó la señora Weller.

—¡Oh! ¿Es eso? —dijo Sam—. Yo pensaba, al ver esas cosas que hace, que tal vez se hubiera olvidado de tomar pimienta con el último pepino que ha comido. Siéntese, sir; no cobramos más por sentarse, como observó el rey cuando quiso volar a sus ministros.

—Joven —dijo solamente Mr. Stiggins—, me temo que no le va a suavizar esta reclusión.

—Dispense, sir —replicó Sam—. ¿Qué tenía usted la bondad de observar?

—Decía, joven, que su temperamento no va a suavizarse por este castigo —dijo Mr. Stiggins con voz fuerte.

—Sir —repuso Sam—, es usted muy amable al decir eso. Yo comprendo que mi temperamento no es suave, sir. Muy agradecido por su buena opinión, sir.

Al llegar a este punto la conversación, un ruido que se parecía mucho a una carcajada oyóse venir de la silla en que estaba sentado Mr. Weller. Entonces la señora Weller, haciéndose cargo rápidamente de las circunstancias, consideró deber indeclinable empezar a dejarse atacar por el histerismo.

—¡Weller! —dijo la señora (el anciano estaba sentado en un rincón)—. ¡Weller! Ven acá.

—Muchas gracias, querida —respondió Mr. Weller—, pero me encuentro muy bien aquí.

Al oír esto, rompió a llorar la señora Weller.

—¿Qué le pasa, mamá? —dijo Sam.

—¡Oh Samuel! —replicó la señora Weller—. Tu padre me hace desgraciadísima. ¿Es que no hay manera de hacerle bueno?

—¿Oye usted eso? —dijo Sam—. La señora desea saber si hay algo que pueda hacerle bien.

—Muy reconocido a la señora Weller por su afectuoso interés, Sammy —repuso el anciano—. Yo creo que una pipa me haría un gran beneficio. ¿Puede arreglarse, Sammy?

Vertió algunas lágrimas más la señora Weller y gruñó Mr. Stiggins.

—¡Hola! Este pobre señor se ha puesto malo otra vez —dijo Sam, mirando alrededor—. ¿Dónde siente usted el dolor ahora, sir?

—En el mismo sitio, joven —repuso Mr. Stiggins—, en el mismo sitio.

—¿Dónde es, sir? —preguntó Sam con afectada inocencia.

—En el pecho, joven —replicó Mr. Stiggins, apoyando el paraguas en su chaleco.

Impotente la señora Weller para reprimir sus sentimientos, suspiró ruidosamente y proclamó su convicción de que el de la nariz roja era un santo. Mr. Weller se aventuró a insinuar por lo bajo que debía de ser el representante de las dos parroquias de San Simón Fuera y San Correntón Dentro.

—Me parece, mamá —dijo Sam—, que este caballero que tiene la cara torcida siente algo de sed a causa del triste espectáculo que aquí contempla. ¿No es eso, mamá?

La digna señora miró hacia Mr. Stiggins, solicitando una respuesta, y el caballero, dando vueltas a los ojos y apretándose el pecho con la mano derecha, ejecutó una mímica significativa de tragar, para dar a entender que se hallaba sediento.

—A mí se me figura, Samuel, que el sufrimiento le ha producido eso —dijo la señora Weller con acento compasivo.

—¿Cuál es su bebida habitual, sir? —preguntó Sam.

—¡Oh mi joven amigo! —repuso Mr. Stiggins—. ¡Todas las bebidas no son sino vanidades!

—Verdaderamente, verdaderamente —dijo la señora Weller, murmurando un gruñido y asintiendo con la cabeza.

—Bien —dijo Sam—. Así será, sir. ¿Pero cuál es su vanidad predilecta? ¿Cuál es la vanidad cuya esencia le gusta más, sir?

—¡Oh mi joven amigo! —replicó Mr. Stiggins—. A todas las desprecio por igual. Pero si hubiera alguna —añadió Mr. Stiggins— que me resultara menos odiosa que las demás, es el licor llamado ron, caliente, mi joven amigo, con tres terrones de azúcar en el vaso.

—Lo siento mucho, sir —dijo Sam—; pero en este establecimiento no se vende esa vanidad especial.

—¡Oh, qué corazón tan duro el de esos hombres pervertidos! —exclamó Mr. Stiggins—. ¡Oh, cuán malvados y crueles son esos inhumanos perseguidores!

Al decir estas palabras, de nuevo levantó sus ojos Mr. Stiggins y golpeóse el pecho con el paraguas. Y para hacer justicia al reverendo señor, no sobra decir que su indignación parecía sincera y en modo alguno afectada.

Después de comentar la señora Weller y el de la nariz roja este inhumano proceder en términos enérgicos y de haber emitido santas y piadosas execraciones contra los que así proceden, pidió el último una botella de oporto caliente con un poco de agua, especias y azúcar, como bebida estomacal y de sabor menos vanidoso que cualquier otra composición. Diose orden para que se preparase el brebaje, y en tanto que se preparaba, el de la nariz roja y la señora Weller miraron al anciano en actitud de gruñona reconvención.

—Bien, Sammy —dijo Mr. Weller—; supongo que te habrá confortado el espíritu esta bienhechora visita. Es una conversación muy alegre y muy educadora. ¿Verdad, Sammy?

—Es usted un réprobo —replicó Sam—, y hágame el favor de no dirigirme más esas importunas observaciones.

Lejos de enmendarse el anciano con esta réplica, entregóse una vez más a sus aparatosas gesticulaciones, contumacia que hubo de forzar a la señora y a Mr. Stiggins a cerrar los ojos y a agitarse inquietos en sus sillas, manifestando intensa perturbación. Al observar esto, Mr. Weller produjo varios otros actos de pantomima, en los que se advertía el deseo de apretar y retorcer las narices del mencionado Stiggins, operación que parecía constituir para el anciano un desahogo necesario. Poco faltó para que Mr. Stiggins se apercibiera de estos ademanes, porque el pastor, conmovido por la llegada del ponche, acertó a poner su cabeza casi en inmediato contacto con el puño cerrado de Mr. Weller, que describía en el aire caprichosas trayectorias a dos pulgadas del de la nariz roja.

—¿Por qué se empeña usted en alcanzar el vaso de ese modo salvaje? —dijo Sam con oportuna presteza—. ¿No ve usted que a poco le da un golpe a ese caballero?

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