Los papeles póstumos del club Pickwick (94 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
2.79Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Sí, eh? —dijo Mr. Pickwick.

—¡Ah, ya lo creo! —replicó Smangle—. Tiene usted que oírle hacer los cuatro gatos en la carretilla... cuatro gatos diferentes, sir, se lo aseguro. ¡Es un chico listísimo! No puede usted dejar de sentir simpatía hacia él en cuanto conozca todos sus rasgos. No tiene más que una falta... esa pequeña flaqueza de que hablé a usted.

Sacudió Mr. Smangle la cabeza con aire confidencial y, dándose cuenta Mr. Pickwick de que no tenía más remedio que decir algo, dijo «¡Ah!», y dirigió a la puerta una mirada impaciente.

—¡Ah! —repitió Mr. Smangle, dejando escapar un prolongado suspiro—. Es un hombre delicioso, sir. No conozco otro compañero mejor, pero no tiene más que ese inconveniente. Si ahora mismo se le apareciera el espectro de su abuelo, le haría firmar el acepto de un préstamo en papel timbrado.

—¡Qué atrocidad! —exclamó Mr. Pickwick.

—¡Sí —añadió Mr. Smangle—, y si estuviera en su poder evocarle otra vez a los dos meses y tres días, le haría renovar el pagaré!

—Son rasgos verdaderamente notables —dijo Mr. Pickwick—; pero temo que mientras nos entretenemos aquí charlando estén mis amigos inquietos por no encontrarme.

—Yo les indicaré el camino —dijo Smangle, dirigiéndose hacia la puerta—. Buenos días; no le molestaré mientras estén aquí. Por cierto que...

Paróse de repente Smangle al pronunciar estas tres últimas palabras; cerró la puerta, que había abierto, y, acercándose suavemente a Mr. Pickwick por detrás, se puso de puntillas y dijo en murmullo imperceptible:

—¿Tendría usted inconveniente en prestarme media corona hasta el fin de la próxima semana?

A duras penas logró Mr. Pickwick contener la sonrisa; mas, conservando su gravedad, sacó la moneda y la depositó en la palma de la mano de Mr. Smangle. Entre guiños y gesticulaciones y encareciendo el más profundo misterio desapareció Smangle para ir en busca de los tres forasteros, con quienes tornó a poco; y después de toser tres veces y de hacer otros tantos signos con la cabeza, para dar a entender a Mr. Pickwick que no se olvidaría de pagarle, estrechó efusivamente las manos de todos y se marchó por fin.

—¡Queridos amigos míos! —dijo Mr. Pickwick, estrechando sucesivamente las manos de Mr. Tupman, Mr. Winkle y Mr. Snodgrass, que no eran otros los visitantes—. ¡Encantado de verles!

El triunvirato manifestóse hondamente conmovido. Mr. Tupman movió la cabeza con gesto dolorido; sacó el pañuelo Mr. Snodgrass con inequívocas señales de ternura, y retiróse a la ventana Mr. Winkle, sollozando ostensiblemente.

—Buenos días, señores —dijo Sam, entrando con los zapatos y las polainas—. Fuera melancolías, como dijo el chico cuando se le murió la maestra. Sean bien venidos al colegio, señores.

—Este atolondrado muchacho —dijo Mr. Pickwick, dando unas palmadas en la cabeza de Sam, que estaba arrodillado abrochando a su amo las polainas—, este atolondrado muchacho se ha hecho arrestar para quedarse a mi lado.

—¡Cómo! —exclamaron los tres amigos.

—Sí, señores —dijo Sam—; estoy... estése quieto, sir, si quiere... estoy prisionero, señores. Confinado, como dijo la señora.

—¡Prisionero! —exclamó Mr. Winkle con vehemencia extremada.

—¡Así es, sir! —respondió Sam levantando la cabeza—. ¿Qué tenemos con eso, sir?

—Yo esperaba, Sam, que... nada, nada —dijo Mr. Winkle atropelladamente.

Manifestóse Mr. Winkle en forma tan brusca y descompuesta, que Mr. Pickwick miró a sus amigos instintivamente en demanda de una explicación.

—No sabemos nada—dijo Mr. Tupman, contestando al mudo interrogante en altavoz—. Lleva dos días muy intranquilo y conduciéndose de una manera desacostumbrada en él. Sospechamos que le ocurre algo; pero él lo niega rotundamente.

—No, no —dijo Mr. Winkle, ruborizándose bajo la mirada de Mr. Pickwick—, no hay nada. Le aseguro a usted, querido, que no hay nada. Tengo que ausentarme por algún tiempo para asuntos particulares, y yo esperaba que usted autorizase a Sam para que me acompañara.

Miróle Mr. Pickwick más asombrado que antes.

—Yo creo —balbució Mr. Winkle— que Sam no se hubiera negado; pero, claro está que encontrándose prisionero es imposible. Así, pues, partiré solo.

Al decir esto Mr. Winkle, advirtió Mr. Pickwick, con alguna extrañeza, que los dedos de Sam temblaban sobre las polainas, como si se sintiera inquieto o sobresaltado. Miró Sam hacia Mr. Winkle también en el momento en que éste acabó de hablar, y por muy fugaz que fuera la mirada que cruzaron, parecieron entenderse mutuamente a las mil maravillas.

—¿No sabes tú nada de esto, Sam? —dijo de pronto Mr. Pickwick.

—No, no sé nada, sir —replicó Mr. Weller, empezando a abotonar con extraordinaria solicitud.

—¿Estás seguro, Sam? —dijo Mr. Pickwick.

—Sir —respondió Mr. Weller—, de lo que estoy seguro es de no haber oído nada de eso hasta este momento. Y si algo creyera adivinar —añadió Sam, mirando a Mr. Winkle—, no creo tener derecho a decir nada, por miedo a equivocarme.

—No me considero autorizado a profundizar más en los asuntos privados de un amigo, por íntimo que sea —dijo Mr. Pickwick después de una breve pausa—; por el momento, sólo he de decir que no entiendo una palabra de ello. Eso es. Ya hemos hablado bastante de esta cuestión.

Dicho esto, llevó Mr. Pickwick la conversación hacia otros temas, y Mr. Winkle pareció ir recobrando gradualmente la serenidad, aunque estuviera aún muy distante de la tranquilidad completa. Tanto era lo que tenían que decirse, que se les pasó la mañana en un vuelo; y cuando a las tres dispuso Mr. Weller sobre la mesita de comer una pierna de carnero asada y una enorme empanada de carne, con varios otros manjares vegetales y los correspondientes vasos de cerveza, todo lo cual estaba sobre las sillas, en la cama—sofá o donde se podía, aprestáronse todos a hacer justicia a los comestibles, no obstante haber sido aderezada y comprada la carne y confeccionada y cocida la empanada en la inmediata cocina de la prisión.

A los manjares y a la cerveza sucedieron una o dos botellas de buen vino, en demanda del cual había Mr. Pickwick despachado un propio al café de El Cuerno, en Doctor's Commons. En realidad la botella, o las dos botellas, pudieran decirse las seis botellas, porque acabaron de consumirse, así como el té, cuando la campana de la prisión comenzó a tañer, avisando que había llegado el momento de que se retirasen los visitantes.

Si la conducta de Mr. Winkle había sido inexplicable por la mañana, resultó completamente solemne y esotérica, bajo la influencia de sus íntimos sentimientos, así como por efecto de su participación en las seis botellas, en el momento de despedirse de su amigo. Hízose el remolón hasta que hubieron desaparecido Mr. Tupman y Mr. Snodgrass. Entonces estrechó fervorosamente la mano de Mr. Pickwick, con una expresión en la que se combinaban la más profunda y enérgica resolución con la quintaesencia de la melancolía.

—¡Buenas noches, amigo querido! —dijo Mr. Winkle por lo bajo.

—¡Que Dios le bendiga, mi querido compañero! —repuso el entrañable Mr. Pickwick, devolviendo el apretón de manos de su amigo.

—¡Vamos! —gritó Mr. Tupman desde la galería.

—Sí, al momento —replicó Mr. Winkle—. ¡Buenas noches!

—Buenas noches —dijo Mr. Pickwick.

Aún hubo otras buenas noches, y otras, y otras, y hasta media docena antes de que Mr. Winkle abandonara la mano de su amigo. A todo esto, mirábale fijamente, con expresión rarísima.

—¿Ocurre algo? —dijo Mr. Pickwick, cuyo brazo estaba martirizado por la incesante sacudida.

—Nada —dijo Mr. Winkle.

—Entonces, buenas noches —dijo Mr. Pickwick, tratando de libertar su mano.

—Amigo mío, mi bienhechor, mi excelente compañero —murmuró Mr. Winkle, asiendo la muñeca de su maestro—: no me juzgue con ligereza; no me juzgue con precipitación si oye que, lanzado a determinaciones extremas en vista de obstáculos desesperados...

—Vamos —dijo Mr. Tupman, reapareciendo a la puerta— ¿Viene usted, o es que nos van a encerrar aquí?

—Sí, sí, voy en seguida —replicó Mr. Winkle.

Y haciendo un esfuerzo violento se desprendió de su mano y salió.

Contemplaba Mr. Pickwick con aire intrigado el pasillo por donde se alejaban sus amigos, cuando vio aparecer a Sam Weller en la escalera, acercarse a Mr. Winkle y murmurar algo en su oído.

—Desde luego, esté usted seguro —dijo en alta voz Mr. Winkle.

—Gracias, sir. ¿No me olvidará, sir? —dijo Sam.

—Claro que no —replicó Mr. Winkle.

—Buena suerte, sir —dijo Sam, llevándose la mano al sombrero—. Me hubiera gustado acompañarle, sir; pero el amo es lo primero.

—Le enaltece mucho eso de quedarse aquí —dijo Mr. Winkle.

Y dicho esto, desapareció escaleras abajo.

—Es extraordinario —dijo Mr. Pickwick, entrando de nuevo en su habitación y sentándose a la mesa en actitud meditabunda—. ¿Qué es lo que puede ir a hacer ese muchacho?

Llevaba un rato rumiando este asunto, cuando oyó la voz del portero Roker, que pedía autorización para entrar.

—Ya lo creo —dijo Mr. Pickwick.

—Le traigo una almohada más blanda, sir —dijo Roker—, en vez de la provisional que tuvo usted anoche.

—Gracias —dijo Mr. Pickwick—. ¿Quiere usted una copa de vino?

—Es usted muy amable, sir —repuso Mr. Roker, aceptando la copa que se le ofrecía—. Por usted, sir.

—Gracias —dijo Mr. Pickwick.

—Tengo el sentimiento de decirle que su patrón está muy mal esta noche, sir —dijo Roker, dejando el vaso e inspeccionando el forro de su sombrero, como para ponérselo otra vez.

—¡Cómo! ¡El prisionero de Chancery! —exclamó Mr. Pickwick.

—No será ya por mucho tiempo el prisionero de Chancery, sir —replicó Roker, dando la vuelta al sombrero hasta poner a la derecha, conforme se mira hacia dentro, la marca del fabricante.

—Me deja usted frío —dijo Mr. Pickwick—. ¿Qué quiere usted decir?

—Hace mucho tiempo que se está consumiendo —dijo Mr. Roker—, y esta noche le ha dado un ahogo. Dijo el médico hace seis meses que como no fuera el cambio de aire nada podía salvarle.

—¡Cielo santo! —exclamó Mr. Pickwick—. ¡Este hombre está siendo asesinado lentamente por la ley desde hace seis meses!

—No sé —repuso el portero, sopesando el sombrero, que tenía sujeto por las alas—. Supongo que le hubiera pasado lo mismo en cualquiera otra parte. Fue a la enfermería esta mañana; el doctor dice que hay que levantarle las fuerzas todo lo posible, y el guarda le ha mandado vino y pan de su casa. No es culpa del guarda, ya comprende usted, sir.

—Claro que no —se apresuró a replicar Mr. Pickwick.

—Temo, sin embargo —dijo Roker, moviendo la cabeza—, que todo sea inútil. He apostado con Neddy seis contra uno acerca de esto; pero no quiere aceptarlo, y hace muy bien. Gracias, sir. Buenas noches, sir.

—Espere —dijo Mr. Pickwick con visible afán—. ¿Dónde está la enfermería?

—Precisamente encima de donde usted duerme, sir —contestó Roker—. Yo le enseñaré si quiere venir.

Descolgó Mr. Pickwick su sombrero sin decir palabra y siguió a Roker.

Condújole el portero en silencio, y levantando suavemente el picaporte de una habitación invitó a entrar a Mr. Pickwick. Era un aposento espacioso, desmantelado y triste, en el que había varias camas de hierro: en una de ellas veíase la sombra yacente de un hombre desvanecido, pálido y espectral. Su respiración era difícil, y cada vez que el aire entraba o salía percibíase un penoso gemido. A la cabecera del lecho sentábase un viejecito con mandil de zapatero, que, con ayuda de unas gafas de cerco de cuerno, leía en alta voz pasajes de la Biblia. Era el afortunado legatario.

El enfermo apoyó su mano en el brazo de su acompañante y le invitó a interrumpir la lectura. El viejo cerró el libro y lo depositó en el lecho.

—Abra la ventana —dijo el paciente.

Hízolo el viejo así. El estrépito de coches y carromatos, el rumor de los gritos de hombres y chicos, el trepidar de las ruedas, el zumbido afanoso de toda una muchedumbre animada por el instinto de la vida y del trabajo fundidos en sordo murmullo flotaban en el interior de la mísera estancia. Sobre el ruidoso eco que entraba de la calle destacábase a las veces una insolente carcajada; un retazo de canción jocosa saltaba de la multitud, hería el oído por un instante y perdíase a poco en el confuso escándalo de voces y pisadas: eran los rompientes del proceloso mar de la vida en su incesante ir y venir. ¡Si tales ecos despiertan sensaciones de melancolía en un indiferente, qué impresión no habrán de causar en aquel que contempla un lecho de muerte!

—No hay aire aquí —dijo el enfermo con acento débil—. El lugar lo enrarece. Era fresco y saludable el que yo respiraba al entrar aquí, hace años; pero se hace tibio y pesado al penetrar entre estas paredes. No puedo respirarlo.

—Juntos lo hemos respirado bastante tiempo —dijo el viejo—. Vamos, vamos.

Siguió un corto silencio, durante el cual se aproximaron a la cama los dos espectadores. El enfermo tomó una mano de su viejo compañero de prisión y, estrechándola efusivamente entre las suyas, la retuvo en un apretón prolongado.

—Espero —balbució al cabo de un rato, con acento tan desmayado que los visitantes tuvieron que acercar el oído para recoger los débiles sonidos que dejaban salir los labios del paciente—, espero que mi Juez Misericordioso me tendrá en cuenta el duro castigo que he sufrido en la tierra. ¡Veinte años, amigo mío, veinte años en esta odiosa tumba! Mi corazón se destrozó cuando murió mi niño, y ni siquiera pude besarle en su cajita. Mi soledad desde entonces, en medio de este ruido y de esta barahúnda, ha sido espantosa. ¡Que Dios me perdone! Él ha visto mi muerte lenta y solitaria.

Cruzó sus manos y, murmurando entre dientes algo que no pudo oírse, cayó en un sueño profundo, sueño no más al principio, porque le vieron sonreír.

Cambiáronse algunas palabras entre los circunstantes, y acercándose el portero a la almohada, retrocedió bruscamente.

—¡Ya alcanzó su libertad! —dijo el hombre.

Y así era, en efecto. Pero como su vida se había parecido tanto a la muerte, no pudieron distinguir cuándo pasó de una a otra.

45. En el que se describe una conmovedora entrevista que tuvo Mr. Samuel Weller con su familia. Mr. Pickwick da la vuelta al mundo diminuto en que habita y resuelve mezclarse en él lo menos posible en lo futuro
BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
2.79Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fifthwind by Ken Kiser
Heir in Exile by Danielle Bourdon
The Byram Succession by Mira Stables
Revived by Cat Patrick
Black Gold by Vivian Arend