Los papeles póstumos del club Pickwick (93 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Yo he tomado mi resolución por principio, sir —observó Sam—, y usted toma la suya con el mismo fundamento, y esto me recuerda lo de aquel hombre que se mató por principio, como usted habrá oído decir por supuesto, sir

Guardó silencio Mr. Weller, luego de decir esto, y dirigió a su maestro una jocosa mirada con el rabillo del ojo.

—Nada de «por supuesto», Sam —dijo Mr. Pickwick, derritiéndose gradualmente en una sonrisa, a despecho de la contrariedad que habíale producido la obstinación de Sam—. La fama del caballero en cuestión no ha llegado a mis oídos.

—¿No, sir? —exclamó Mr. Weller—.Me deja usted turulato, sir; pues era un escribiente de un Ministerio, sir.

—¡Ah!, ¿sí? —dijo Mr. Pickwick.

—Sí, lo era, sir —continuó Mr. Weller—, y un caballero muy agradable... uno de esos metódicos y pulcros que meten sus pies en chanclos de hebillas resplandecientes cuando llueve y que no tienen otro amigo entrañable que un peto de piel de liebre; ahorraba su dinero por principio; se mudaba de camisa todos los días por principio; no hablaba jamás con sus parientes por principio y por temor a que le pidiesen dinero, y era, en suma, una persona de carácter agradable. Rapábase por principio cada quince días, y se vestía con arreglo al principio económico de hacerse tres trajes al año, devolviendo los usados. Como era tan metódico, comía todos los días en el mismo sitio, donde le costaba veintiún peniques, y no desperdiciaba ni uno, como decía el dueño de la fonda, cayéndosele las lágrimas; como no fuera lo que suponía el modo que tenía de atizar el fuego en invierno, que equivalía a una pérdida de cuatro y medio diarios; esto sin contar lo desagradable que resultaba el ver cómo lo hacía. ¡Qué grande era también tratándose de la prensa! «El Post, cuando lo deje ese caballero», decía todos los días al entrar. «Búscame el
Times,
Tomás; dame el
Morning Herald
cuando esté libre; no se te olvide pedir el
Chronicle, y
tráeme en seguida el
Tizer.»
Luego se quedaba con los ojos fijos en un reloj y salía escapado un cuarto de minuto antes de que el chico entrase con los periódicos de la noche, los que leía con tal interés y perseverancia, que atacaba a los nervios de los demás parroquianos, especialmente de un viejo de muy malas pulgas, al que vigilaba muy de cerca el camarero en tales casos por miedo a que cometiese alguna violencia con el trinchante. Bien, sir, allí se estaba tres horas ocupando el mejor sitio, y nunca hacía nada después de comer, sino dormir, marchándose luego a un café de las cercanías, donde tomaba una taza de café y cuatro bizcochos, después de lo cual se volvía a Kensington y se acostaba. Una noche se puso muy malo; mandó por el médico; vino el médico en un cochecito verde, que tenía el estribo al estilo de Robinson Crusoe, porque lo bajaba cuando él salía y lo subía al entrar, para que no tuviera que apearse el cochero y no se enterara el público de que aquél no tenía pantalones que emparejaran con la librea. «¿Qué le ocurre?», dijo el doctor. «Estoy muy malo», dijo el paciente. «¿Qué ha comido usted?», dice el doctor. «Carne asada», dijo el paciente. «¿Qué es lo último que usted ha devorado?», dijo el doctor. «Bizcochos», dice el paciente. «¡Pues ahí está!», dice el doctor. «Voy a mandarle a usted en seguida una caja de píldoras, y no tome más eso», dijo. «¿Qué no tome más qué?», dice el paciente. «¿Píldoras?» «No, bizcotelas», dice el doctor. «¿Por qué?», dice el paciente, incorporándose en la cama. «Por espacio de quince años me he tomado cuatro bizcotelas todas las noches por principio.» «Bueno; pues entonces deja usted de tomarlas por principio», dice el doctor. «Las bizcotelas son sanas, sir», dice el paciente. «Las bizcotelas no son sanas, sir», dice el doctor, bastante amostazado. «Pero son tan baratas...», dice el paciente apagando un poco la voz, «y llenan tanto el estómago para ese precio...». «A cualquier precio serían caras para usted; caras, aunque le pagaran a usted por comerlas», dijo el doctor. «¡Cuatro bizcotelas por noche», dice, «le arreglaban el negocio en seis meses!». Miróle con atención el paciente y, después de darle vueltas a la cosa en el magín, dice: «¿Está usted seguro de eso, sir?». «Apuesto mi reputación profesional», dice el doctor. «¿Cuántas bizcotelas de una sentada cree usted que me matarían?», dice el paciente. «No lo sé», dice el doctor. «¿Cree usted que bastaría con las que entran en media corona?», dice el paciente. «Creo que sí», dice el doctor. «¿Tres chelines cree usted que bastarían?», dice el paciente. «Seguramente», dice el doctor. «Muy bien», dice el paciente; «buenas noches». A la mañana siguiente se levantó, encendió el fuego, mandó traer tres chelines de bizcotelas, las tostó, se las comió y se levantó la tapa de los sesos.

—¿Y por qué hizo eso? —preguntó bruscamente Mr. Pickwick, grandemente impresionado por el trágico fin del cuento.

—¿Por qué lo hizo, sir? —repitió Sam—. ¡Pues para que quedara en pie su gran principio de que eran sanas las bizcotelas y para demostrar que él no cambiaba de costumbres por nada ni por nadie!

Con estos artificios de su amena conversación logró atajar Mr. Weller las preguntas de su amo en la primera noche de su residencia en Fleet. Viendo que eran inútiles todas sus reconvenciones, rindióse al cabo Mr. Pickwick, aunque a regañadientes, a que tomara alojamiento, por un tanto semanal, en el cuarto de un zapatero remendón, que disfrutaba de un zaquizamí en una de las galerías superiores. A este humilde departamento llevó Mr. Weller un colchón y un catre, que alquiló a Mr. Roker, y cuando se acostó por la noche encontrábase tan a gusto cual si hubiérase criado en la pensión y como si toda su familia hubiese vegetado allí desde tres generaciones atrás.

—¿Fuma usted siempre después de acostarse, viejo gallo? —preguntó Mr. Weller a su patrón cuando se hubieron entregado al descanso.

—Sí, joven cochinchino —replicó el zapatero.

—¿Me permite usted que le pregunte por qué se hace usted la cama debajo de esa mesa? —dijo Sam.

—Porque estaba acostumbrado cuando vine aquí a dormir bajo un baldaquino y las patas de la mesa me hacen ese efecto bastante bien —respondió el zapatero.

—Es usted un carácter, sir —dijo Sam.

—Nunca he tenido nada de eso —repuso el zapatero moviendo la cabeza—, y si usted necesita alguno bueno, me parece que va a serle difícil proveerse de él en esta oficina.

Mientras se desarrollaba este breve diálogo, Mr. Weller hallábase tendido en su colchón en uno de los extremos de la estancia, y en el otro el zapatero acostado en el suyo; la habitación estaba iluminada por la luz de una bujía mortecina y por la pipa del zapatero, que fulgía debajo de la mesa como un ascua. La conversación, aunque breve, bastó para que Mr. Weller se granjeara el favor de su patrón, e incorporándose aquél sobre el codo observó al zapatero con mayor detenimiento que antes.

Era un hombre pálido, como todos los zapateros, y de barba hirsuta y crespa como la de todos los zapateros. Su rostro constituía un raro ejemplar fisonómico: torvo y de aspecto bondadoso a un tiempo, exornado de un par de ojos que debían de haber ofrecido en tiempos una expresión alegre, porque aún chispeaban. Aunque por los años no pasaba de los sesenta, sabe Dios lo envejecido que se hallaría por la reclusión, tanto, que era difícil sorprender en él un gesto de satisfacción o de alegría. Era pequeño, y como estaba acurrucado en la cama, parecía su longitud la de un hombre sin piernas. Tenía en su boca una gran pipa roja y fumaba y miraba a la luz denotando      

—¿Hace mucho que está usted aquí? —preguntó Sam, rompiendo una larga pausa.

—Doce años —respondió el zapatero, mordiendo el extremo de su pipa.

—¿Por orgullo? —inquirió Sam.

El zapatero movió la cabeza.

—Entonces —dijo Sam con cierta severidad—, ¿por qué se empeña usted en consumir su preciosa vida en esta inmensa fábrica? ¿Por qué no da su brazo a torcer y dice en Chancery que deplora usted haber ofendido a la Sala y que no volverá a hacerlo más?

Trasladó su pipa el remendón hacia un extremo de sus labios, sonrió y llevóla de nuevo a su primitivo emplazamiento sin decir una palabra.

—¿Por qué no lo hace usted? —dijo Sam, acentuando el tono perentorio de su pregunta.

—¡Ah —dijo el remendón—, usted no entiende de estas cosas! ¿Qué piensa usted que me ha arruinado, vamos a ver?

—Pues —dijo Sam, despabilando la bujía— supongo que habrá empezado usted por meterse en deudas, ¿no?

—Jamás he debido un penique —dijo el zapatero—; discurra usted.

—Hombre, tal vez —dijo Sam— se dedicó usted a comprar casa, lo que en inglés correcto se llama estar loco; o a construir, lo que en términos médicos significa caso desesperado.

Movió la cabeza el zapatero y dijo:

—Piense usted más.

—¿No habrá usted pleiteado, me figuro? —dijo Sam, con aire de sospecha.

—En mi vida —replicó el zapatero—. El hecho es que yo me he arruinado por haber recibido un dinero en herencia.

—Vamos, vamos —dijo Sam—, no es posible. ¡Qué más quisiera yo sino que algún rico enemigo se empeñara en destrozarme por ese camino! No se lo impediría yo.

—¡Oh, ya sabía yo que no había usted de creerlo! —dijo el zapatero, fumando tranquilamente su pipa—. Lo mismo haría yo en el caso de usted; pero es cierto, a pesar de todo.

—¿Cómo fue? —preguntó Sam, medio inclinado ya a dar crédito al hecho, en vista de la mirada que el remendón le dirigió.

—Pues fue así —replicó el zapatero—: un anciano, para el que yo trabajé allá en un pueblo, con una pariente del cual me casé (ya murió, Dios la bendiga, ¡y gracias le sean dadas por ello!), se sintió enfermo, y se fue.

—¿Adónde? —inquirió Sam, que empezaba a dormirse, fatigado por los numerosos acontecimientos del día.

—¿Yo que sé dónde se fue? —dijo el zapatero con voz gangosa, saboreando su pipa deliciosamente—. ¡Que se murió!

—¡Ah, ya! —dijo Sam—. ¿Y qué más?

—Bueno —dijo el zapatero—; pues dejó al morir cinco mil libras.

—Fue una gran acción la suya —dijo Sam.

—Uno de cuyos miles —prosiguió el zapatero— me dejó a mí por haberme casado con su parienta.

—Muy bien —murmuró Sam.

—Y como el viejo estaba rodeado de un gran número de sobrinas y sobrinos, que no cesaban de discutir y de pelearse por la fortuna, me nombró su albacea y me encomendó la tarea de repartirla en fideicomiso, para hacer la distribución según rezaba el testamento.

—¿Qué quiere usted decir con eso de fideicomiso? —preguntó Sam, despierto a medias—. Si no está el dinero contante, ¿para qué sirve eso?

—Es un término legal —dijo el zapatero— que indica confianza.

—No la veo —dijo Sam, moviendo la cabeza negativamente—. Representa bien poca confianza. Sin embargo, siga usted.

—Bien —dijo el zapatero—; cuando iba yo a sacar una certificación del testamento, las sobrinas y los sobrinos, que estaban desesperados por no coger todo el dinero, presentaron contra mí un
caveat.

—¿Qué es eso? —preguntó Sam.

—Un instrumento legal que equivale a decir «eso no sirve» —replicó el zapatero.

—Ya comprendo —dijo Sam—; una especie de cuñado de «carga con el cuerpo». Está bien.

—Mas —continuó el zapatero— viendo que no podían ponerse de acuerdo y que, por consiguiente, no llegaban a unirse para denunciar el testamento, retiraron el
caveat,
y yo pagué todos los legados. No bien hice esto, uno de los sobrinos entabló una demanda para anular el testamento. Viose el asunto unos meses después, ante un viejo sordo, en un cuarto trastero de una casa que hay cerca de la plaza de San Pablo, y después de que los cuatro magistrados se dedicaron durante cuatro días a zaherirse unos a otros, tomóse el presidente una semana para deliberar y para leer el apuntamiento, que tenía seis volúmenes. Por fin, sentenció que, como el testador no tenía bien la cabeza, tenía yo que devolver todo el dinero, a más de pagar las costas. Apelé; sustancióse el pleito a presencia de tres o cuatro señores soñolientos que habían ya oído la cuestión en la otra sala, donde no eran sino abogados, consistiendo la única diferencia en que aquí se les llamaba doctores y en el otro sitio delegados, que no sé si usted entenderá esto; el caso es que muy escrupulosamente confirmaron el fallo del viejo mencionado. Después pasó el asunto a la Chancery, y ahí estamos todavía, y ahí estaremos siempre. Mis abogados se han quedado ya con todas mis libras y por el total de la fortuna, como ellos dicen, y las costas; estoy aquí en prenda de diez mil, y aquí permaneceré hasta que me muera, remendando zapatos. Algunos señores han hablado de llevar la cosa al Parlamento, y creo que lo hubieran hecho; pero no teniendo tiempo de venir a verme, ni yo facultad para ir a ellos, acabaron por cansarse de mis largas cartas y abandonaron el asunto. Y éste es el evangelio, sin palabra de más ni de menos, como saben aquí muy bien más de cincuenta.

Hizo pausa el zapatero con objeto de observar el efecto que en Sam producía la historia; pero advirtiendo que éste se había quedado dormido, sacudió las cenizas de su pipa, suspiró, púsola en el suelo, cubrióse hasta la cabeza y se durmió también.

Estaba Mr. Pickwick sentado a la mesa a la mañana siguiente desayunándose (Sam ocupábase a la sazón en limpiar los zapatos de su amo y en charolar las negras polainas en el cuarto del zapatero), cuando oyó llamar a la puerta, apareciendo, sin darle tiempo a decir «¡Adelante!», una cabeza peluda y un gorro de terciopelo de algodón, prendas que no le fue difícil reconocer como pertenecientes a Mr. Smangle.

—¿Cómo está usted? —dijo el notable personaje, acompañando a la pregunta con doscientas inclinaciones de cabeza—. Oiga... ¿espera usted alguien esta mañana? Tres hombres... bien elegantes los condenados... han estado preguntando por usted abajo y llamando a todas las puertas de la galería; por lo cual han sido bien sopapeados por los colegiales que han tenido que molestarse en abrirles.

—¡Caramba! ¡Qué torpeza de muchachos! —dijo Mr. Pickwick levantándose—. Sí; no tengo duda de que son unos amigos que esperaba que hubieran venido ayer.

—¡Amigos de usted! —exclamó Smangle, captando la mano de Mr. Pickwick—. No diga usted más. Amigos míos son desde este instante, y amigos también de Mivins. ¡Bravo muchacho este Mivins! Es el demonio, ¿eh? —dijo Smangle calurosamente.

—Conozco tan poco a ese caballero —dijo vacilando Mr. Pickwick—, que yo...

—Ya lo comprendo —le atajó Smangle, agarrando por el hombro a Mr. Pickwick—. Ya le conocerá usted mejor. Le encantará a usted. Ese hombre, sir —dijo Smangle con solemne continente—, tiene una fuerza cómica que haría honor al teatro de Drury Lane.

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