Los papeles póstumos del club Pickwick (36 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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»Al día siguiente, Nathaniel Pipkin vio salir al viejo Lobbs en su vieja jaca gris, y después de muchas señas aparatosas que le hizo desde la ventana la taimada primita, el objeto y significado de las cuales no pudo comprender en modo alguno, el huesudo aprendiz de las piernas flacas vino a decirle que el amo no vendría en toda la noche y que las señoritas esperaban a Mr. Pipkin para tomar el té a las seis en punto. Cómo se dieron las lecciones aquel día, ni Nathaniel Pipkin ni sus discípulos podrían decirlo mejor que vosotros; pero, bien o mal, se dieron, y luego que los muchachos se hubieron marchado, Nathaniel Pipkin dedicóse hasta las seis a vestirse a su gusto. Y no es que tuviera que detenerse largamente para seleccionar las prendas que había de llevar, pues se trataba de un extremo en que no había elección posible; mas la tarea en que hubo de empeñarse para sacar el mayor partido de su reducido vestuario y disponer su traje de la mejor manera fue bastante ardua y laboriosa.

»Fue grata y simpática la pequeña reunión que se hallaba integrada por María Lobbs y su prima Kate, amén de tres o cuatro alegres y vivarachas jóvenes de sonrosadas mejillas. Nathaniel Pipkin tuvo ocasión de comprobar por sus ojos el hecho de que los rumores que corrían acerca de los tesoros del viejo Lobbs no eran hiperbólicos. Allí aparecieron la tetera, la jarrita de leche y el azucarero de plata, las cucharillas de lo mismo para menear el té, tazas de china auténtica para beberlo y platos de la misma sustancia en los que se apilaban pastas y tostadas. El único detalle nefasto que allí se advertía era cierto primo de María Lobbs, hermano de Kate, al que María Lobbs llamaba Enrique, y que parecía acaparar a María Lobbs en una esquina de la mesa. Siempre resulta edificante y agradable el espectáculo de las afecciones familiares; mas se lleva a las veces demasiado lejos, y no dejaba de pensar Nathaniel Pipkin que María Lobbs debía de ser muy entrañable para sus parientes si a todos favorecía tanto como a este primo en particular. Después del té propuso la taimada primita jugar a la gallina ciega, y las cosas se combinaron de manera que siempre le tocaba a Nathaniel Pipkin quedarse de gallina, y no posaba una sola vez la mano en el primito que no estuviera cierto de encontrar en sus cercanías a María Lobbs. Y aunque la taimada primita y las otras chicas le pellizcaban, le tiraban del cabello, ponían sillas en su camino y le hacían objeto de toda suerte de diabluras, ni por casualidad se le acercaba María Lobbs. Una vez... una vez... hubiera jurado Nathaniel Pipkin haber oído el chasquido de un beso, seguido de una tímida reconvención de María Lobbs y de una risa a duras penas contenida por las demás muchachas. Todo esto era muy particular... muy particular, y no es fácil saber lo que hubiera hecho o dejado de hacer, por tanto, Nathaniel Pipkin, si sus pensamientos no se hubieran visto súbitamente orientados según nuevo derrotero.

»La circunstancia que orientó sus pensamientos según nuevo derrotero fue un fuerte golpe dado en la puerta de la calle, y la persona que había dado aquel golpe en la puerta de la calle no era otra que el propio viejo Lobbs, que, habiendo regresado inesperadamente, estaba martilleando la puerta como un carpintero de ataúdes, porque quería cenar. No bien fue comunicada la alarmante noticia por el huesudo aprendiz de las piernas flacas, precipitáronse las chicas por las escaleras hacia el dormitorio de María Lobbs, mientras que el primo y Nathaniel Pipkin eran introducidos en sendos roperos del gabinete, a falta de otro escondite mejor; y en cuanto María Lobbs y su taimada primita les hubieron colocado en lugar seguro y pusieron las cosas en orden, abrieron la puerta al viejo Lobbs, que no cesaba de golpear.

»Y acaeció por desdicha que el viejo Lobbs, por sentirse hambriento, estaba monstruosamente rabioso. Nathaniel Pipkin pudo oírle gruñir cual viejo mastín enfermo de la garganta, y cuando quiera que el infortunado aprendiz de las piernas flacas entraba en la estancia, comenzaba a maldecirle el viejo Lobbs con feroz y sarracena contumacia, sin otra finalidad ni objeto, a lo que parecía, que los de desahogar su pecho con la descarga de unos cuantos juramentos inocuos. Por fin, se le puso la cena en la mesa, después de calentarla, lo que hizo mejorar hasta cierto punto el humor del viejo, y luego de despacharla en menos que se dice, besó a su hija y pidió le trajeran su pipa.

»Si la Naturaleza había colocado las rodillas de Nathaniel Pipkin en bastante apretada yuxtaposición, al oír pedir su pipa al viejo Lobbs empezaron a chocar entre sí como si fueran a reducirse a polvo; porque yacente sobre dos ganchos en el mismo ropero en que él se hallaba estaba la gran pipa de castaño y cazoleta de plata que viera todas las tardes en la boca del viejo Lobbs por espacio de cinco años. Las dos muchachas subieron por la pipa, y bajaron por la pipa, y buscaron por todas partes, menos en aquella en que sabían que estaba la pipa, y entre tanto el viejo Lobbs tronaba de la manera más espantosa. Por último pensó en el ropero, y hacia él se dirigió. Era inútil que un hombrecito como Nathaniel Pipkin tirase de la puerta hacia dentro si un mozo de la fuerza del viejo Lobbs tiraba hacia fuera. Dio el viejo Lobbs un tirón y abrióla de par en par, descubriendo a Nathaniel Pipkin de pie, derecho como una flecha y temblando de pies a cabeza. ¡Cielo santo, qué mirada tan imponente lanzó el viejo Lobbs al extraerle por el cuello y suspenderle en el aire al extremo de sus brazos tensos!

»—¿Qué es lo que busca usted aquí? —dijo el viejo Lobbs con voz terrible.

»Nathaniel Pipkin no pudo articular respuesta, por lo cual el viejo Lobbs le zarandeó durante dos o tres minutos, como para ayudarle a ordenar sus ideas.

»—¿Qué busca usted aquí? —rugió Lobbs—. Supongo que habrá usted venido por mi hija, ¿eh?

»El viejo Lobbs dijo esto por pura zumba, pues no concebía que toda la humana presunción hubiera llevado tan lejos a Nathaniel Pipkin. Cuál no sería su indignación al oír a este pobre hombre replicar:

»—Así es, Mr. Lobbs. He venido por su hija. La amo, Mr. Lobbs.

»—¡Cómo, so mocoso, garabato, bellaco miserable! —vomitó el viejo Lobbs, paralizado por la atroz confesión—. ¿Qué quiere usted decir? ¡Dígamelo en mi cara! ¡Maldito! ¡Le voy a estrangular!

»Es más que probable que el viejo Lobbs hubiera llevado a efecto su amenaza, en el colmo de su rabia, de no haber sido detenido su brazo por una inesperada aparición, a saber, la del primo, que, surgiendo de su armario, dirigióse al viejo Lobbs y dijo:

»—No puedo permitir que esta criatura inofensiva, sir, a quien se ha hecho venir por una broma de muchachas, acepte por nobleza la responsabilidad de una culpa (si es que hay culpa) de la que yo soy reo y estoy dispuesto a confesar. Yo amo a su hija, sir, y he venido aquí por verla.

»El viejo Lobbs abrió sus ojos con asombro al oír esto, pero no los abrió tanto como Nathaniel Pipkin.

»—¿Usted? —dijo Lobbs, recobrando al cabo el aliento para hablar.

»—Yo.

»—Ya le he prohibido hace tiempo la entrada en esta casa.

»—Así es, y en otro caso, no hubiera venido esta noche clandestinamente.

»Siento verme precisado a consignarlo, mas presumo que el viejo Lobbs hubiera golpeado al primo, si su linda hija, con sus brillantes ojos arrasados de lágrimas, no hubiera detenido su brazo.

»—No le detengas, María —dijo el joven—; si quiere pegarme, déjale. Yo no he de tocarle uno solo de sus grises cabellos por todas las riquezas del mundo.

»Bajó el viejo los ojos ante el tácito reproche y halló los de su hija. He apuntado ya una o dos veces que eran éstos unos ojos muy brillantes, y no por verse ahora llenos de lágrimas desmerecía su irresistible encanto. Volvió la cabeza el viejo Lobbs, cual si tratara de evitar su efecto persuasivo, cuando quiso la suerte que encontrara los de la taimada primita que, vacilando entre temblar por su hermano o reírse de Nathaniel Pipkin, presentaba un semblante de expresión tan hechicera, con un dejo de melancolía, al que no hubiera podido mirar ningún hombre, joven ni viejo. Tomó zalamera con su brazo el del viejo Lobbs y murmuró algo en su oído: qué no le diría, que el viejo Lobbs no pudo reprimir una sonrisa, al mismo tiempo que resbalaba por su faz una lágrima furtiva.

»Cinco minutos después se hizo bajar del dormitorio a las muchachas con festivo y afectado sigilo, y mientras la joven pareja se gozaba en su plena felicidad, el viejo Lobbs descolgaba su pipa y fumaba, y se dio la circunstancia de que aquella pipa fuera la más sedante y deliciosa que se había fumado.

»Nathaniel Pipkin estimó conveniente guardar su secreto, gracias a lo cual fue poco a poco granjeándose el favor del viejo Lobbs, que con el tiempo le enseñó a fumar; y andando los días vióseles tomar la costumbre de sentarse en el jardín en las tardes hermosas a fumar y a beber en gran escala. Pronto debió hallar lenitivo a su apasionada inclinación, pues encontramos su nombre en el registro parroquial como testigo en el casamiento de María Lobbs con su primo; y también se deja entender, por referencia de otros documentos, que en la noche de la boda fue confinado en la cárcel del pueblo, por haber cometido, en pleno estado de embriaguez, algunos excesos en las calles, en todos los cuales parece haber sido acompañado y secundado por el aprendiz huesudo de las piernas flacas.

18. En el que se patentiza concisamente, primero, el poder del histerismo, y segundo, la fuerza de las circunstancias

Los pickwickianos permanecieron en Eatanswill durante los dos días siguientes al banquete de la señora Hunter, aguardando con ansia las noticias de su venerado maestro; Mr. Tupman y Mr. Snodgrass otra vez quedaron abandonados a sus propios recursos de distracción; en cuanto a Mr. Winkle, defiriendo a una irresistible invitación, prolongó su residencia en casa de Mr. Pott y consagró sus horas a la compañía de la amable esposa de éste. Profundamente engolfado en absorbentes especulaciones, inspiradas en el bien público, así como en el prurito de destruir a
El Independiente,
no acostumbraba el grande hombre a descender del pináculo mental en que vivía al humilde nivel de los espíritus mediocres. En esta ocasión, sin embargo, por deferencia especialísima a uno de los secuaces de Mr. Pickwick, se ablandó, se allanó a bajar de su pedestal y accedió a caminar por el suelo, adaptando benévolamente sus normas discursivas a las capacidades comprensivas del rebaño y afectando por fuerza, ya que no en su interior, ser uno de tantos.

Siendo tal la conducta seguida por esta célebre personalidad respecto de Mr. Winkle, fácilmente se imaginará la sorpresa que se dibujó en el semblante de este caballero cuando hallándose solo, sentado en la estancia destinada al desayuno, abrióse precipitadamente la puerta, cerróse con la misma presura, después de dar entrada a Mr. Pott, y, cuadrándose éste majestuosamente y separando con desdén la mano que se le tendía, apretó sus dientes como para acuciar el filo de lo que pensaba decir, y exclamó con acento cortante:

—¡Serpiente!

—¡Sir! —exclamó Mr. Winkle, saltando de su silla.

—Serpiente, sir —repitió Mr. Pott, levantando la voz y apagándola al punto—; he dicho serpiente, sir... interprételo como guste.

Si a las dos de la madrugada os habéis separado de un hombre en más perfecta cordialidad, y al encontrarle de nuevo a las nueve y media os acoge como a una serpiente, no será fuera de razón sospechar que algo de enojosa índole ha ocurrido en el interregno. Así pensaba Mr. Winkle. Devolvió a Mr. Pott su mirada de hielo, y atendiendo a la indicación de este caballero, procedió a interpretar lo de la serpiente. Mas como fuera vano su hermenéutico empeño, al cabo de unos minutos de profundo silencio, dijo:

—¡Serpiente, sir! ¡Serpiente, Mr. Pott! ¿Qué quiere usted decir, sir...? Se trata de una broma.

—¡Broma, sir! —exclamó Pott, con un movimiento de su mano, vivamente expresivo de su deseo de arrojar la tetera de Britania a la cabeza de su huésped—. Broma, sir..., pero no, no he de perder la calma, permaneceré tranquilo, sir.

Y en prueba de su pacífico designio, tiróse Mr. Pott sobre una silla y mascó su rabia.

—Pero, querido —aventuró Mr. Winkle.

—¡Querido! —replicó Pott—. ¿Cómo se atreve usted a decirme querido, sir? ¿Cómo se atreve a mirarme a la cara y llamarme así?

—Está bien, sir, si vamos a eso —respondió Mr. Winkle—: ¿Cómo se atreve usted a mirarme a la cara y llamarme serpiente?

—Porque lo es usted —replicó Mr. Pott.

—Pruébelo, sir —dijo Mr. Winkle—, pruébelo.

Un gesto de rencor cruzó por la faz del editor, mientras que sacaba de su bolsillo
El Independiente
de aquella mañana, y señalando con el dedo uno de sus párrafos, lo arrojó a través de la mesa a Mr. Winkle.

Tomó el periódico el caballero y leyó lo que sigue: «Nuestro oscuro y rastrero colega, en cierto comentario de mal gusto, inspirado en la última elección verificada en esta ciudad, ha osado violar el sagrado de la vida privada refiriéndose de modo inequívoco a los asuntos personales de nuestro último candidato... ¡ah!, y, a pesar de su ignominiosa derrota, añadiremos que nuestro futuro representante, Mr. Fizkin. ¿Qué es lo que trata de insinuar nuestro cobarde colega? ¿Qué diría ese rufianesco ente si, dejando nosotros a un lado, como él lo hace, las exigencias del social decoro, levantásemos la cortina que por suerte suya defiende su vida privada del ridículo, por no decir de la general execración? ¿Qué, si puntualizáramos y comentásemos circunstancias y hechos que son notorios y conocidos de todos menos de nuestro cegato colega? ¿Qué diría si diésemos a la imprenta la siguiente humorada, que llega a nuestras manos mientras escribimos el presente artículo y que se debe a la invención de un ingenioso paisano y corresponsal nuestro?

VERSOS A UNA CAFETERA DE COBRE

¡Si hubieras, Pott, sabido cuán perjuro

su amor iba a tornarse cuando hacían

del Himeneo las campanas Tinkle...!

Hubieras hecho entonces, de seguro,

lo que otros te decían

y se la hubieras regalado a W...».

—Bueno —dijo Mr. Pott solemnemente—. ¿Qué es lo que rima con
tinkle,
miserable?

—¿Qué rima con
tinkle?
—dijo la señora Pott, cuya súbita entrada impidió la respuesta—. ¿Qué es lo que rima con tinkle? Pues está bien claro que es Winkle.

Y al decir esto, la señora Pott sonrió dulcemente al atribulado pickwickiano y le tendió la mano. Hubiérala tomado el consternado joven, en medio de su azoramiento, de no haberse interpuesto el indignado Pott.

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