Los papeles póstumos del club Pickwick (34 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Y Mr. Trotter suspiró profundamente.

—No se acongoje usted por eso —dijo Mr. Pickwick—. Si él tuviera sólo un grano de la nobleza de alma de usted, a pesar de su humilde situación, aún podría fundar en él cierta esperanza.

Inclinóse Mr. Trotter y, a despecho de las reconvenciones de Mr. Weller, otra vez asomaron a sus ojos las lágrimas.

—No he visto criatura semejante —dijo Sam—. Cualquiera diría que tiene en su cabeza un grifo siempre abierto.

—Sam —dijo Mr. Pickwick, con gran severidad—, cállate.

—Muy bien, sir —replicó Mr. Weller.

—No me gusta ese plan —dijo Mr. Pickwick, después de madura reflexión—. Pero, ¿no podría yo comunicarme con los amigos de esa señorita?

—No, porque se encuentran a unas cien millas de aquí, sir —respondió Mr. Trotter.

—Sí que es una dificultad —dijo aparte Mr. Weller.

—Entonces, al jardín —continuó Mr. Pickwick—. ¿Y cómo voy a entrar en él?

—La tapia es muy baja, y su criado puede sostenerle una pierna para que suba.

—¡Mi criado sostenerme la pierna! —repitió maquinalmente Mr. Pickwick—. ¿Está usted seguro de hallarse junto a esa puerta de que me habla?

—No tiene pérdida, sir; es la única que se abre al jardín. Llame usted cuando oiga el reloj, y yo la abriré inmediatamente.

—No me gusta el plan —dijo Mr. Pickwick—; pero como no veo otro y la vida toda de esa señorita se halla en un momento crítico, lo seguiré. Allí estaré.

De este modo los buenos sentimientos de Mr. Pickwick le embarcaban en una aventura que de muy buen grado hubiera eludido.

—¿Cómo se llama la casa? —preguntó Mr. Pickwick.

—Westgate House, sir. Al salir de la ciudad, tuerce usted un poco a la derecha; es un edificio aislado, que está a poca distancia de la carretera y que tiene el nombre grabado en una placa de bronce.

—La conozco —dijo Mr. Pickwick—. La vi ya cuando estuve aquí la primera vez. Cuente usted conmigo.

Inclinóse de nuevo Mr. Trotter e iba a marcharse, cuando Mr. Pickwick introdujo una guinea en su mano.

—Es usted un buen muchacho —dijo Mr. Pickwick—, y admiro la limpieza de su corazón. No me lo agradezca. Que no se le olvide... a las once en punto.

—No hay que temer que se me olvide, sir —replicó Job Trotter.

Y con estas palabras abandonó la estancia, seguido de Sam.

—Vaya —dijo el último—, no es mal recurso ese del lloriqueo. En esas condiciones era yo capaz de llorar como gárgola en lluvia. ¿Cómo se las arregla usted?

—Me sale del corazón, Mr. Walker —replicó Job con solemnidad—. Buenos días, sir.

«Es usted bien blando, amigo... De todos modos se lo hubiéramos sacado del cuerpo», pensaba Mr. Weller al alejarse Job.

No podemos conjeturar la naturaleza de los pensamientos que ocupaban la mente de Mr. Trotter, porque nada sabemos acerca de ellos.

Transcurrió el día, sobrevino la noche, y poco antes de las diez llegó Sam Weller diciendo que Mr. Jingle y Job habían salido juntos, que su equipaje estaba preparado y que habían pedido una silla de posta. El complot iba a ejecutarse, según predijera Mr. Trotter.

Dieron las diez y llegaba la hora de que Mr. Pickwick marchase a cumplir su delicada comisión. Rehusó el abrigo, que Sam le presentara, cuidadoso, para hallarse en condiciones de escalar el muro con desembarazo, y salió, seguido de su criado.

Había luna, pero se ocultaba entre nubes. La noche estaba hermosa y serena, pero extraordinariamente oscura. Campos, setos, caminos, casas y árboles se hallaban envueltos en sombra espesa. La atmósfera estaba cálida y sofocante; los relámpagos del estío palpitaban con débil resplandor en el confín del horizonte, poniendo en la densa negrura que todo lo cubría la única variante que advertirse pudiera; nada se oía, como no fuera el remoto ladrido de algún perro vigilante.

Dieron con la casa. Leyeron la placa, siguieron la tapia y detuviéronse al llegar a la parte del muro que les separaba del extremo posterior del jardín.

—Tú te vuelves a la fonda, Sam, en cuanto me hayas ayudado a subir —dijo Mr. Pickwick.

—Muy bien, sir.

—Y allí te sientas hasta que yo vuelva.

—Así lo haré, sir.

—Cógeme la pierna, y cuando yo diga «arriba», me empujas suavemente.

—Perfectamente, sir.

Sentados estos preliminares, afianzóse Mr. Pickwick al borde de la tapia y dio la voz de «arriba», que fue literalmente obedecida. Mas fuera que la agilidad de su cuerpo emulase a la de su pensamiento, o que el concepto que Mr. Weller tenía acerca de los empujones suaves difiriese del de Mr. Pickwick, en el sentido de alguna mayor rudeza, el caso fue que, por efecto de la ayuda de Mr. Weller, el inmortal caballero traspuso la tapia y se fue al otro lado, cayendo cuan largo era, aplastando dos matas de frambuesa y un rosal.

—¿No se habrá usted herido, sir? —dijo Sam en alto murmullo, no bien se recobró de la sorpresa consiguiente a la misteriosa desaparición de su amo.

—Yo no me he herido, Sam —respondió Mr. Pickwick del otro lado de la tapia—; el que sí creo que me ha herido has sido tú.

—Yo creo que no, sir —dijo Sam.

—No te inquietes —dijo Mr. Pickwick, levantándose—; nada más que unos cuantos arañazos. Vete, que nos van a oír.

—Adiós, sir —dijo Sam.

—Adiós.

Partió Sam con paso furtivo, dejando a Mr. Pickwick solo en el jardín.

De tiempo en tiempo veíanse luces por diversas ventanas o se movían en las escaleras, por lo que se colegía que las moradoras de la casa retirábanse a descansar. Como no había Mr. Pickwick de acercarse a la puerta hasta la hora convenida, se acurrucó en un rincón del muro, en espera del momento oportuno.

Era aquélla una situación que hubiera hecho vacilar el ánimo de muchos hombres. Pero Mr. Pickwick no experimentó vacilación ni inquietud alguna. Sabía que su intención era buena, y confiaba plenamente en el levantado espíritu de Job. El momento era penoso, ciertamente, por no decir aterrador; mas para un hombre reflexivo siempre se ofrece el recurso de la meditación. Habíase empeñado, pues, Mr. Pickwick en absorbente meditación, cuando le despertó la campana de la próxima iglesia, que daba la hora... las once y media.

«Éste es el momento», pensó Mr. Pickwick, poniéndose de pie con gran precaución.

Miró hacia la casa. Las luces habían desaparecido y estaban cerradas las contraventanas; todos dormían, sin duda. Acercóse de puntillas a la puerta, y dio un golpe cauteloso; dos o tres minutos pasaron sin que obtuviera respuesta; dio otro golpe un poco más fuerte, y otro luego más ruidoso aún.

Por fin dejóse oír en la escalera ruido de pasos, y a poco brilló por el ojo de la llave la luz de una vela. Hubo gran faena de correr cerrojos y desenganchar cadenas, y abrióse la puerta pausadamente.

Mas la puerta se abría hacia fuera, y a medida que giraba iba retirándose ante ella Mr. Pickwick. ¡Qué asombro no sería el suyo cuando, al hacerse un poco atrás, por precaución, vio que la persona que la abría era... no Job Trotter, sino una criada que llevaba en la mano una palmatoria! Mr. Pickwick escondió la cabeza con la misma precipitación que despliega el admirable comediante Punch cuando se tira al suelo al ver llegar al de la caja de música.

—Debe de haber sido el gato, Sarah —dijo la muchacha, dirigiéndose a alguien del interior de la casa—. Micho, micho, micho. Toma, toma.

Mas como no acudiese al llamamiento animal ninguno, la muchacha cerró la puerta lentamente y la atrancó, dejando a Mr. Pickwick pegado a la pared.

«Es curioso —pensó Mr. Pickwick—. Contra su costumbre, aún están velando. Es una maldita casualidad que hayan escogido esta noche para eso.»

Y diciendo esto, retiróse Mr. Pickwick sigilosamente al rincón en que antes se mantuviera oculto, con intención de dejar pasar el tiempo suficiente para repetir la señal en condiciones de mayor seguridad.

No habían pasado cinco minutos cuando se produjo un vivo relámpago seguido del estampido de un trueno que rodó en el espacio con eco aterrador..., viose luego otro fugaz destello más brillante que el anterior, y oyóse en seguida un segundo trueno más estrepitoso que el primero; a poco empezó a caer una lluvia furiosa que todo lo barría.

De sobra sabía Mr. Pickwick que un árbol es peligroso vecino en trance de tormenta. Y tenía un árbol a su derecha, un árbol a su izquierda, otro ante sí y cuatro a su espalda. Si allí permanecía, arriesgábase a ser víctima de un grave accidente; si se situaba a la descubierta en el centro del jardín, podía ser denunciado a la policía; una o dos veces intentó saltar la tapia; mas como no disponía de otras piernas que las suyas, no obtuvo otro resultado que producirse unos cuantos desagradables arañazos en las rodillas y espinillas y romper a sudar copiosamente.

—¡Qué situación más espantosa! —dijo Mr. Pickwick, enjugándose el rostro después de aquellos ejercicios.

Miró hacia la casa: todo estaba oscuro. Debían de haberse ido a la cama. Intentaría de nuevo hacer la señal.

Atravesó de puntillas la húmeda grava y dio un golpe en la puerta. Suspendió su aliento y escuchó por el ojo de la cerradura. No obtuvo respuesta; aquello era muy extraño. Otro golpe. Escuchó de nuevo. Oyó dentro un bajo cuchicheo, y luego gritó una voz:

—¿Quién es?

«
No es Job —pensó Mr. Pickwick arrimándose de nuevo a la pared a toda prisa—. Es una mujer.»

No había hecho más que llegar a esta conclusión, cuando se abrió una ventana del piso alto, y tres o cuatro voces de mujer repitieron el interrogante «¿Quién es?».

No osó Mr. Pickwick mover siquiera un dedo. Estaba fuera de duda que todo el establecimiento se hallaba de pie. Fue habituándose a la idea de permanecer donde estaba hasta que la alarma se apaciguase, y por un esfuerzo sobrehumano escalar después la tapia o perecer en la demanda.

Como ocurría con todas las determinaciones de Mr. Pickwick, era ésta la que mejor cuadraba a las circunstancias; mas, por desdicha, se basaba en el principio de que la puerta no se abriese otra vez. Cuál no sería su contrariedad cuando oyó descorrerse la cadena y el cerrojo y vio que la puerta se abría pausadamente cada vez más. Retiróse paso a paso a su rincón; pero, hiciera lo que hiciera, la interposición de su propia persona impedía que la puerta se abriese por completo.

—¿Quién está ahí? —gritó un coro de numerosas y agudas voces desde la escalera; coro formado por la directora del establecimiento, tres profesoras, cinco criadas y treinta educandas, todas a medio vestir y mostrando en sus cabezas un bosque de tirabuzones.

No hay para qué decir que Mr. Pickwick no dijo quién estaba allí; y en seguida el coro cambió su estribillo por este otro: «¡Dios mío, qué miedo!».

—Cocinera —dijo la abadesa, que tuvo buen cuidado de quedarse en lo alto de la escalera y en la extrema retaguardia del grupo—. Cocinera, ¿por qué no mira usted un poco por el jardín?

—Perdone, señora, no me gusta —respondió la cocinera.

—¡Señor, qué estúpida es esta cocinera! —dijeron las treinta educandas.

—Cocinera —dijo la abadesa en tono de gran dignidad—, haga el favor de no contestarme. Insisto en que mire usted por el jardín inmediatamente.

En esto, la cocinera empezó a llorar, y la camarera dijo que aquello era una «vergüenza»; prueba de compañerismo que le costó un mes de sueldo por juicio sumarísimo.

—¿Oye usted, cocinera? —dijo la abadesa, dando un pisotón de impaciencia.


¿No ha oído usted a su ama, cocinera? —dijeron las tres profesoras.

—¡Qué atrevida es esa cocinera! —dijeron las treinta educandas.

Apremiada de esta suerte la infortunada cocinera, avanzó uno o dos pasos, y sosteniendo su palmatoria de manera que le impedía en absoluto mirar, declaró que allí no había nada y que debía de haber sido el viento. Iba a cerrarse la puerta, en consecuencia, cuando una curiosa educanda, que había estado mirando por las rendijas de la puerta, lanzó un espantoso alarido, que hizo retroceder a la cocinera, a la camarera y a las más arrojadas instantáneamente.

—¿Qué le pasa a Miss Smithers? —dijo la abadesa, en tanto que la susodicha Miss Smithers caía con un patatús como de cuatro señoritas de fuerza.

—¡Dios mío, querida Miss Smithers! —dijeron las otras veintinueve educandas.

—¡Oh, un hombre... un hombre... detrás de la puerta! —gritó Miss Smithers.

No bien oyó la abadesa este grito alarmante, se retiró a su propio dormitorio y se encerró con dos vueltas de llave, quitándose de en medio bonitamente. Las educandas, las profesoras y las criadas se internaron atropelladamente por la escalera, y nunca podrían describirse los gritos, desmayos y el zafarrancho que se armó. En medio de aquel tumulto emergió de su escondite Mr. Pickwick y se presentó ante ellas.

—Señoras, queridas señoras —dijo Mr. Pickwick.

—¡Oh, nos dice queridas! —gritó la profesora más vieja y fea—. ¡Oh, qué malvado!

—Señoras —rugió Mr. Pickwick, desesperado por lo comprometido de su situación—. Óiganme. No soy un ladrón. Necesito a la directora de la casa.

—¡Oh, qué monstruo tan feroz! Viene por Miss Tomkins. Se produjo un alboroto general.

—¡Que toque alguien la campana de alarma! —gritaron una docena de voces.

—No... no —suplicó Mr. Pickwick—. Mírenme. ¡No tengo el aspecto de un ladrón! Queridas señoras, átenme de pies y manos o enciérrenme si gustan en un armario. Pero óiganme lo que tengo que decir... sólo pido que me oigan.

—¿Cómo ha entrado usted en nuestro jardín? —preguntó asustadísima la camarera.

—Llame a la señora de la casa y se lo diré todo... todo —dijo Mr. Pickwick, llegando al límite de su resistencia pulmonar—. Llámenla; pero tranquilícense y llámenla, y todo lo oirán ustedes.

No sabríamos decir si fue la catadura de Mr. Pickwick, o el modo que tuvo de conducirse, o la viva tentación irresistible para todo cerebro femenino de oír la revelación de un misterio inquietante, lo que se impuso a la fracción más razonable del establecimiento (que no pasaría de cuatro mujeres). Esta fracción propuso, para demostrar la sinceridad de Mr. Pickwick, que se le sujetara inmediatamente; y habiéndose allanado el caballero a celebrar una conferencia con Miss Tomkins desde el interior de un ropero en que las mediopensionistas colgaban sus sombreros y cestas de merienda, entró voluntariamente en él y fue cuidadosamente encerrado. Esto devolvió la tranquilidad a las otras, y requerida Miss Tomkins para que bajase, empezó la conferencia.

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