Los papeles póstumos del club Pickwick (15 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
4.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

El intruso reconoció a sus amigos inmediatamente; levantándose en seguida y tomando la mano de Mr. Pickwick, le arrastró hacia un asiento con su habitual impetuosidad, charlando al mismo tiempo, como si todos los preparativos lleváranse a cabo bajo su especial tutela y dirección.

—Por aquí... por aquí... divertidísimo... ríos de cerveza... cabezas de cerdo... lonjas de ternera... de buey... mostaza... a carros... gran día... siéntese... a sus anchas... encantado de verle.

Sentóse Mr. Pickwick como se le había mandado, y tanto él como Mr. Winkle siguieron las indicaciones que les hiciera el misterioso amigo.

Mr. Wardle miraba todo esto con aire de muda sorpresa.

—Mr. Wardle..., un amigo mío —dijo Mr. Pickwick.

—¡Amigo de ustedes!... ¿Cómo está usted, querido... amigo de mi amigo?... Venga esa mano, sir.

Y el intruso agarró la mano de Mr. Wardle con todo el fervor de una larga y estrecha intimidad, y retrocediendo luego dos pasos, como para tomar una impresión completa de su figura y faz, volvió a coger sus manos con más cordialidad que antes, si era posible.

—Bien; y ¿cómo ha venido usted aquí? —dijo Mr. Pickwick con una sonrisa en la que se debatían la benevolencia y la sorpresa.

—Vine —replicó el intruso—; paré en la Corona... Corona de Muggleton... encontré unos amigos... chaquetas de franela... pantalones blancos... emparedados de anchoas... riñones del diablo... magníficos camaradas.

Mr. Pickwick se hallaba bastante versado en el sistema taquigráfico del intruso para deducir de esta incoherente y rápida información que el hombre había trabado conocimiento con los muggletonianos, a los cuales había llevado, por medio de un proceso característico en él, a aquel grado de camaradería necesario para ser invitado a todo. Satisfecha de esta manera su curiosidad, calóse los lentes y se preparó a ver el partido, que a la sazón comenzaba.

Los muggletonianos tenían la salida; y el interés subió de punto en el momento en que Mr. Dunpkins y Mr. Podder, dos de los más renombrados miembros de aquel distinguido Club, se dirigieron raqueta en mano a las respectivas metas. Mr. Luffey, el más preclaro timbre de Dingley Dell, había de lanzar la pelota contra el temible Dunpkins, y Mr. Struggles era el designado para desempeñar análogo papel cerca del hasta entonces invicto Podder. Algunos jugadores se pusieron a «vigilar» en diversos puntos del campo, y la postura que adoptaban consistía en colocarse las manos apoyadas en las rodillas, encorvando el cuerpo mucho, como disponiéndose a instruir a un aprendiz que se ensayara en el salto de rana. Todo jugador neto hace lo mismo, y, en efecto, según se dice, es imposible vigilar bien en otra posición.

Los árbitros colocáronse detrás de las puertas; los contadores aprestáronse a marcar los tantos; se produjo un silencio profundo. Mr. Luffey se situó a algunos pasos tras de la puerta en que se hallaba el extático Podder y mantuvo la pelota al nivel de su ojo derecho por algunos segundos. Dunpkins esperó la llegada del proyectil confiadamente y con los ojos fijos en los movimientos de Luffey.

—¡Juego! —gritó de pronto el tirador.

La pelota partió de su mano recta y vertiginosa hacia el palo central de la puerta. Dunpkins permanecía alerta, fue a dar la pelota en el extremo de su raqueta, y saltó reflejada, pasando sobre las cabezas de los vigilantes, que se encorvaron lo suficiente para dejarla pasar.

—Siga... siga... otra... Ya, tírela... al aire con ella... otra... no... sí... no... ¡tírela!

Tales fueron las exclamaciones que siguieron al lanzamiento, y al final de la tirada alcanzó Muggleton dos tantos. No se quedaba atrás Podder en conquistar laureles para sí y para engalanar a Muggleton. Interceptaba las pelotas dudosas, desdeñaba las malas; recogía las buenas y las lanzaba a todos los puntos del campo. Los vigilantes estaban acalorados y cansados; los tiradores se cambiaban y tiraban hasta dolerles los brazos; Dumpkins y Podder continuaban triunfando. Un caballero de alguna edad trató de cortar el paso a una pelota, y ésta pasó por entre sus piernas y resbaló por entre sus dedos. Un señor flaco intentó cogerla; pero le dio en la nariz, y saltó vivamente con renovada violencia, mientras que el flaco señor se retorcía de dolor con los ojos llenos de agua. Cuando la pelota alcanzaba la puerta, allí estaba Dunpkins antes que ella. En una palabra, cuando Dunpkins fue reemplazado y abandonó Podder su puesto, ya tenía Muggleton cincuenta y cuatro, mientras que la tabla de Dingley Dell estaba tan blanca como las caras de los jugadores. La ventaja era excesiva para que pudiera contrarrestarse. En vano el diligente Luffey y el entusiasta Struggles pusieron a contribución toda su experiencia y destreza para recuperar el terreno perdido por Dingley Dell; de nada sirvió; y ya en la primera parte del juego se entregó Dingley Dell, reconociendo la superioridad de Muggleton.

El intruso, entre tanto, no había dejado de comer, beber y charlar. A cada jugada brillante expresaba su aprobación al jugador en tono de protección y condescendencia, lo que congratulaba altamente al grupo afín; mientras que a cada intento frustrado de recoger la pelota y a cada fracaso en el empeño de pararla, manifestaba su personal descontento, diciendo: «¡Ah!... estúpido... vaya dedos de manteca... torpe», y así sucesivamente; exclamaciones que parecían conquistarle a su alrededor la opinión de juez indiscutible en el arte y secretos del noble juego del
cricket.

—Gran juego... bien jugado... algunas tiradas admirables —dijo el intruso al invadir el pabellón los dos bandos, una vez que hubo terminado el juego.

—¿Lo ha jugado usted alguna vez, sir? —le preguntó Mr. Wardle, al que divertía en alto grado la locuacidad del intruso.

—¡Jugarlo! Ya lo creo... miles de veces... no aquí... en las Indias del Oeste... cosa interesante... sofocante trabajo...

—En tales climas debe de ser una tarea angustiosa —observó Mr. Pickwick.

—¡Calor!... al rojo... abrasador, aniquilante. Jugué un partido una vez... una sola puerta... mi amigo el coronel... sir Thomas Blazo... que iba a ganar todas las tiradas... Ganó el saque... primeros tantos... siete de la mañana... seis indígenas vigilaban... calor intenso... los indígenas caen desmayados... se los llevan... otros seis vienen... se desmayan también... Blazo tiraba... sostenido por dos indígenas... no pudo tirarme el palo... se desmayó también... desaparece el coronel... yo no quería entregarme... Quanko Samba... el último que quedaba... Sol fuerte... la raqueta ardiendo... la pelota abrasada... quinientas setenta tiradas... extenuado... Quanko reúne las fuerzas que le quedaban... me tira la puerta... tomé un baño y me fui a comer.

—¿Y qué fue de ése, cómo se llama, sir? —preguntó un anciano.

—¿Blazo?

—No, el otro.

—¿Quanko Samba?

—Sí, sir.

—Pobre Quanko... no se repuso... me venció... quedó él vencido... murió, sí.

En este momento el intruso sepultó su rostro en un vaso de cerveza, no podemos decir si para ocultar su emoción o para beberse el contenido. Sólo podemos asegurar que se quedó parado súbitamente, dio un largo y profundo suspiro y empezó a mirar intrigadísimo a dos de los principales miembros del Club de Dingley Dell que se aproximaron a Mr. Pickwick para decirle:

—Vamos a celebrar una modesta comida en El León Azul; esperamos que nos acompañen usted y sus amigos.

—Desde luego —dijo Mr. Wardle—, entre nuestros amigos incluimos a Mr. ...

Y miró hacia el intruso.

—Jingle —dijo el versátil caballero, atrapando la coyuntura—. Jingle... Alfredo Jingle, Esq., de ninguna parte.

—Será para mí un placer —dijo Mr. Pickwick.

—Para mí también —dijo Mr. Alfredo Jingle dando uno de sus brazos a Mr. Pickwick y otro a Mr. Wardle, en tanto que murmuraba confidencialmente al oído del primero:

—Magnífica comida... fiambre, pero admirable... me asomé al comedor esta mañana... aves y empanadas, y toda clase de cosas; buenos chicos estos... muy amables.

No habiendo preliminares que cumplir, la concurrencia dirigióse a la ciudad caminando en grupos de dos y de tres; y un cuarto de hora después sentábanse en el gran salón de la posada de El León Azul, de Muggleton. Mr. Dunpkins presidía y Mr. Luffey actuaba de vicepresidente.

Hubo gran algazara y ruido de tenedores, cuchillos y platos; tres camareros de gordas cabezas iban de acá para allá. Rápidamente desaparecieron las sustanciosas viandas que había en la mesa, a todas y a cada una de las cuales se dedicó Mr. Jingle con la eficacia de media docena de comedores. Cuando todos se hallaban hartos, quitáronse los manteles, las botellas y las copas, y se sirvieron los postres. Los camareros dejaron el campo, o, en otras palabras, se fueron a dar cuenta de los restos de los comestibles y bebidas que habían podido afanar.

En medio del alboroto producido por el buen humor y la alegría de las conversaciones, un hombrecito, que resoplaba y que mostraba un aire de decir «a mí no me diga nada» o «yo le demostraré a usted lo contrario», y que se estaba muy quieto, miraba de cuando en cuando a su alrededor cuando la conversación languidecía, contemplaba a los demás como si quisiera decir algo importante y tosía de cuando en cuando con indescriptible solemnidad. Al fin, aprovechando un relativo silencio, dijo el hombrecito con voz fuerte:

—¡Mr. Luffey!

Todo el mundo se calló, y el caballero aludido replicó:

—¡Sir!

—Yo quisiera decir algunas palabras, sir, si usted suplicara a estos caballeros que llenaran sus copas.

Mr. Jingle dirigió una protectora advertencia en súplica de silencio.

—Callad, callad —respondieron, en consecuencia, todos los demás.

Y una vez llenos los vasos, el vicepresidente, adoptando un ademán de discreción profundamente atenta, dijo:

—Mr. Staple.

—Sir —dijo el hombrecito levantándose—, voy a dirigirme a usted para decir lo que me propongo, en vez de hacerlo nuestro digno presidente, porque nuestro digno presidente es en alguna manera, mejor dicho en gran manera... el motivo de lo que tengo que decir o, mejor dicho, de lo que he de...

—Hacer público —sugirió Mr. Jingle.

—Eso es, hacer público —dijo el hombrecito—. Doy las gracias a mi digno amigo, si así me permite llamarle...
(Cuatro voces: «Silencio», e indudablemente una de Mr. Jingle.)
por la indicación. Sir, yo soy un ciudadano de Dingley Dell. (Aclamaciones.) No puedo aspirar al honor de contarme entre los naturales de Muggleton, ni puedo, sir, tengo que declararlo francamente, ambicionar semejante gloria; y voy a decir por qué, sir... (¡Chist!); no he de regatear a Muggleton cuantos honores y preeminencias le corresponden ampliamente...; son tantas y tan notorias, que no necesito reseñarlas. Mas, sir, si recordamos que Muggleton ha visto nacer a Dunpkins y a Podder, no olvidemos que Dingley Dell puede ufanarse de Luffey y de Struggles. (Aclamaciones ensordecedoras.) No se me atribuya el propósito de deslucir los méritos de los primeros. Sir: envidio la honda satisfacción que experimentan en estos instantes. (Aclamaciones.) Todos los que me escuchan conocen indudablemente la respuesta dada por un individuo que..., empleando un giro corriente..., vivía en un tonel, al emperador Alejandro: «Si no fuese Diógenes —decía—, quisiera ser Alejandro». Yo puedo bien suponer que estos caballeros digan: «Si yo no fuese Dumpkins, quisiera ser Luffey», «Si yo no fuese Podder, quisiera ser Struggles». (Entusiasmo.) Pero, ¡ah, ciudadanos de Muggleton!, ¿es que sólo en el cricket muestran su valer nuestros conciudadanos? ¿Es que no habéis oído hablar de Dunpkins como del prototipo de la resolución? (Grandes aplausos.) ¿Es que al luchar por vuestras libertades y derechos y por vuestros privilegios no habéis atravesado instantes de flaqueza y desaliento? Y cuando habéis caído en estas depresiones de ánimo, ¿no ha bastado el nombre de Dunpkins para que en vuestro pecho arda nuevamente el extinguido fuego?; ¿y no se ha reanimado con una palabra de este hombre, tan poderoso y fulgurante cual si nunca se hubiera apagado? (Grandes aclamaciones.) Caballeros, yo os pido que se circunde a los nombres juntos de Dunpkins y Podder con una aureola de fervoroso entusiasmo.

Calló el hombrecito y empezó en la concurrencia un gran vocerío y golpear de mesas, que con breves intervalos duraron hasta el fin de la tarde. Hubo otros brindis. Mr. Luffey Mr. Struggles, Mr. Pickwick y Mr. Jingle fueron a su vez objeto de indescriptibles alabanzas, y cada uno de ellos agradeció elocuentemente semejante honor.

No obstante el entusiasmo que nos inspira la noble causa que servimos, hubiéramos experimentado una sensación de orgullo inefable y la grata certeza de haber alcanzado el mérito de la inmortalidad, que no podemos ahora abrogarnos, si pudiésemos mostrar a nuestros lectores aunque no fuera más que una idea sucinta de los discursos pronunciados. Mr. Snodgrass tomó, como de costumbre, gran cantidad de notas, que hubiérannos suministrado indudablemente valiosas y útiles informaciones; pero la arrebatadora elocuencia de las palabras o la excitante influencia del vino hicieron temblar de tal suerte la mano de este caballero, que tanto la escritura como el sentido resultaron casi ininteligibles. Gracias a pacientes investigaciones hemos podido trazar algunos caracteres en los que aparece cierta semejanza con los nombres de los oradores; y aún podemos descubrir la vaga silueta de una canción (tal vez cantada por Mr. Jingle), en la que aparecen a cortos intervalos las palabras «jugada», «chispeante», «rubí», «brillante» y «vino». También nos parece distinguir al fin de las notas una vaga referencia a «asados», y, por fin, percíbense las palabras «frío» y «sin»; mas como cualquier hipótesis que nosotros formulásemos habría de reposar en livianas conjeturas, no queremos entregarnos a las fantasías que pudieran sugerir.

Volveremos a Mr. Tupman, y sólo añadiremos que unos minutos antes de medianoche se oyó a los conspicuos de Dingley Dell, así como a los de Muggleton, cantar con bríos y fuerte entonación el patético y hermoso aire nacional que dice:

—No entraremos en casa hasta el día,

—no entraremos en casa hasta el día,

—no entraremos en casa hasta el día,

—hasta que apunte la aurora.

8. En el que se demuestra de un modo concluyente que no es una vía férrea el camino del verdadero amor

La pacífica y tranquila estancia en Dingley Dell, la amable compañía de tantos seres pertenecientes al bello sexo y la solicitud y el cuidado con que todos ellos se condujeron con él contribuyeron a que brotaran y se desarrollasen aquellos delicados sentimientos que la Naturaleza había infiltrado profundamente en el pecho de Mr. Tupman y que parecían inclinados a concentrarse en un adorable objeto. Las señoritas eran encantadoras, avasalladoras sus maneras e inmejorables sus cualidades morales; pero había una dignidad en el continente, un aire de «mírame y no me toques» en el andar y una majestad en la mirada de la solterona, impropia de sus años, que la hacían destacarse de cuantas hasta entonces había contemplado Mr. Tupman. Que había algo de afinidad en sus naturalezas, algo de consustancial en sus almas, una misteriosa simpatía en sus corazones, se evidenciaba claramente. El nombre de ella fue el primero que dejaron escapar los labios de Mr. Tupman al caer herido sobre la hierba, y la histérica carcajada de la dama lo primero que sonó en los oídos del caballero al ser transportado a la casa. Pero aquella alarma, ¿tenía su origen en un exceso de amable y femenina sensibilidad que se hubiera levantado de modo irreprimible en el pecho de la dama en cualquier otro caso, o se había despertado a favor de algún sentimiento cálido y apasionado cuya causa única fuera el caballero? Éstas eran las dudas quo torturaban su cerebro mientras descansaba tendido en el sofá; tales eran las dudas que estaba resuelto a despejar do una vez para siempre.

Other books

The Fashionista Files by Karen Robinovitz
The Dragon Variation by Sharon Lee, Steve Miller
Slipping the Past by Jackson, D.L.
I Forgot to Tell You by Charis Marsh
Cloud Nine by James M. Cain
The Sheriff's Sweetheart by Laurie Kingery