Los papeles póstumos del club Pickwick (20 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¡Vieja tarasca! —dijo Mr. Jingle marchando aprisa por la galería.

Es amargo recapacitar sobre la perfidia de la humana condición, y, por tanto, renunciamos a acompañar a Mr. Jingle en las meditaciones que ocupaban su mente mientras que se dirigía a Doctor's Commons. Sólo diremos que, después de salvar las celadas de los dragones de blanco mandil que custodian la puerta de aquella región encantada, llegó al despacho del vicario general, y que luego de haber obtenido un pergamino altamente lisonjero del arzobispo de Canterbury para sus fieles y amados Alfredo Jingle y Raquel Wardle, prometidos, depositó cuidadosamente el místico documento en su bolsillo, y hacia el Borough enderezó sus pasos, triunfante.

Aún caminaba Jingle hacia El Ciervo Blanco cuando dos fornidos personajes y un tercero bastante flaco entraban en el patio y buscaban a su alrededor en demanda de una persona autorizada a quien dirigir algunas preguntas. Mr. Samuel Weller hallábase a la sazón barnizando un par de botas pertenecientes a cierto labrador que en aquellos momentos reparaba sus fuerzas con un ligero almuerzo, consistente en dos o tres libras de fiambre de vaca y uno o dos grandes vasos de cerveza, después de terminar sus fatigosas tareas en el mercado del Borough, y hacia él dirigióse sin vacilar el caballero flaco.

—Oiga usted, amigo —dijo el caballero flaco.

«Tú debes de ser uno de esos que buscan las consultas gratuitas —pensó Sam—; de lo contrario, no me querrías tanto, así, de pronto. »

Pero sólo dijo: —

¿Qué desea, sir?

—Amigo —dijo el flaco caballero con amistoso carraspeó—: ¿tiene usted aquí muchos huéspedes, verdad? Muy atareado, ¿eh?

Sam echó una ojeada al preguntón. Era un hombrecito enjuto, de apretada faz y de pequeños ojos negros e infatigables, que no cesaban de guiñar y parpadear a uno y otro lado de su curiosa naricilla, como si dedicáranse a un perpetuo juego de escondite con esta parte de la cara. Vestía de negro de arriba abajo; usaba botas tan relucientes como sus ojos, bajo corbatín y limpia camisa de rizada pechera. De su bolsillo pendían una cadena de reloj, de oro, y un guardapelo. Llevaba negros guantes de gamuza en sus manos, pero no calzados, y metía, al hablar, sus puños bajo los faldones de su levita, afectando el continente de un hombre habituado al interrogatorio capcioso.

—Muy ocupado, ¿eh? —dijo el hombrecito.

—¡Ah, muy bien, sir! —replicó Sam—; ni quebramos ni hacemos gran fortuna. Comemos nuestro carnero cocido sin alcaparras, y no nos ocupamos de los rábanos cuando se nos da la vaca.

—¡Ah, vamos! —dijo el hombrecito—. ¿Es usted socarrón, verdad?

—Mi hermano el mayor padecía esa enfermedad —dijo Sam—; tal vez se me haya pegado... como yo dormía con él...

—Es curiosa esta vieja casa de usted —dijo el hombrecito mirando en derredor.

—Si hubiera usted avisado que iba a venir, la hubiéramos arreglado —replicó el imperturbable Sam.

El hombrecillo pareció azorarse ante aquellas evasivas respuestas, y celebróse un conciliábulo entre él y los dos señores gordos. Al terminar la consulta, el hombrecito tomó un polvo de rapé de una caja oval de plata, y ya se disponía a reanudar la conversación, cuando uno de los otros dos caballeros, que, además de tener una cara bondadosa, poseía anteojos y unas polainas negras, terció en el diálogo.

—La cuestión es —dijo el bondadoso caballero— que aquí mi amigo —señalando al otro señor gordo— le daría media guinea si usted quisiera contestar a una o dos...

—Bien, señor mío... mi querido señor —dijo el hombrecito—; permítame, mi querido señor; la primera regla que hay que observar en estos casos es que, si se pone un asunto en manos de un profesional, no se debe intervenir en el proceso del negocio; usted tiene que confiar por completo en mí. En realidad, Mr... —volviéndose al otro señor gordo—, he olvidado el nombre de su amigo.

—Pickwick —dijo Mr. Wardle, porque no era otro aquel risueño personaje.

—¡Ah! Pickwick... Mr. Pickwick, señor mío, perdóneme usted... Sería para mí una dicha recibir cualquier indicación privada de usted, como
amicus curiae;
pero debe usted hacerse cargo de la inconveniencia de terciar en mi gestión con un argumento tan
ad captandum
como el de ofrecer media guinea. Créame, señor mío, créame.

Y el hombrecito tomó un polvo argumentativo y adoptó una actitud de profunda gravedad.

—Mi deseo, sir —dijo Mr. Pickwick—, es terminar cuanto antes este enojoso asunto.

—Perfectamente... perfectamente —dijo el hombrecito.

—Con cuyo objeto —prosiguió Mr. Pickwick— he empleado el argumento que mi experiencia me ha enseñado ser el que tiene más probabilidades de eficacia en todos los casos.

—¡Ah, ah! —dijo el hombrecito—. Muy bien, muy bien; pero debiera usted habérmelo participado a
mí.
Señor mío, yo no puedo creer que usted ignora la ilimitada confianza que debe ponerse en un profesional. Y de citar alguna autoridad a este respecto, querido señor, permítame remitirle al bien conocido caso de Barnwell y ...

—No hay que hacer caso de Jorge Barnwell —interrumpió Sam, que había permanecido como curioso oyente durante el breve coloquio—; todo el mundo está harto de saber cuál fue su caso; aunque tengan ustedes presente que, según mi opinión, la muchacha merecía cien veces más que él figurar en aquel precioso cuadro. Sin embargo, no se trata aquí de nada de eso. Usted desea que yo tome media guinea. Muy bien; reconocido. No se me ocurre cosa mejor que decir. —Mr. Pickwick sonrió—. Ahora lo que importa saber es qué diablo me quieren ustedes a mí, como dijo aquél al ver al fantasma.

—Nosotros deseamos saber... —dijo Mr. Wardle. —Permítame, señor... mi querido señor —se atravesó diciendo el diligente hombrecito.

Encogióse de hombros Mr. Wardle y se quedó callado.

—Nosotros necesitamos saber —dijo solemnemente el hombrecito—, y se lo preguntamos a usted para no despertar recelos ahí dentro, necesitamos saber a quién tiene usted ahora en su casa.

—¿Que a quién tenemos en casa? —dijo Sam, en cuya imaginación los huéspedes se hallaban representados por aquella prenda del indumento que caía bajo su particular cuidado y tutela—. Hay una pata de palo en el número seis; un par de hessianas en el trece; aquí tengo éstas de vueltas de cuero del cuarto interior del
bar, y
cinco más de botas altas en el café.

—¿Nada más? —dijo el hombrecito.

—Espere un poco —replicó Sam de pronto, haciendo memoria—. Sí; hay un par de Wellington bastante usadas y unos zapatos de señora del número cinco.

—¿Qué clase de zapatos? —se apresuró a preguntar Wardle, que había permanecido algún tiempo maravillado ante la singular catalogación de los huéspedes.

—Hechura de aldea —replicó Sam.

—¿Sin nombre de zapatero? —Pardo.

—¿De dónde?

—Muggleton.

—¡Son ellos! —exclamó Wardle—. ¡Gracias a Dios, los hemos encontrado!

—¡Chist! —dijo Sam—. El de las Wellington se ha ido a Doctor's Commons.

—No —dijo el hombrecito.

—Sí, por una licencia.

—Llegamos a tiempo —exclamó Wardle—. Enséñenos la habitación; no hay que perder momento.

—Permítame, sir.. permítame —dijo el hombrecito—; cautela.

Extrajo de su bolsillo una bolsita de seda roja y miró fijamente a Sam, sacando un soberano.

Sam frunció expresivamente el ceño.

—Enséñenos la habitación en seguida, sin anunciarnos —dijo el hombrecito—, y es suya.

Arrojó Sam a un rincón las botas de vueltas de cuero y les guió por un oscuro pasillo que conducía a una gran escalera. Paróse al final de un segundo pasillo, y levantó su mano.

—Aquí es —murmuró el procurador, depositando la moneda en la mano del guía.

Avanzó el mozo algunos pasos, seguido de los dos amigos y de su consejero legal. Se detuvo al llegar a una puerta.

—¿Es ésta la habitación? —murmuró el hombrecito.

Sam asintió.

Abrió la puerta el viejo Wardle y entraron los tres en la estancia, al mismo tiempo que Mr. Jingle, que acababa de llegar, exhibía la licencia ante la dama.

Dejó escapar un fuerte chillido la solterona y, desplomándose sobre una silla, cubrió su rostro con las manos. Plegó Mr. Jingle la licencia y la metió en su bolsillo.

—¡Es usted... es usted un gran bribón! —exclamó Wardle, jadeante de ira.

—Señor mío, mi querido señor —dijo el hombrecito, poniendo en la mesa su sombrero—. Considere... dispense. Difamación; demanda por injurias. Cálmese, mi querido señor; se lo suplico.

—¿Cómo ha osado usted arrebatar a mi hermana de mi casa? —dijo el anciano.

—Eso... eso... muy bien —dijo el hombrecito—; eso es lo que debe usted preguntar. ¿Cómo ha osado usted, sir... eh, sir?

 —Pero, ¿quién demonios es usted? —preguntó Mr. Jingle con aire tan resuelto, que el hombrecito no pudo menos de retroceder uno o dos pasos.

—¿Quién es él, so granuja? —terció Wardle—. Es mi procurador, Mr. Perker, de Gray's Inn. Perker: quiero perseguir a ese individuo... procesarle... arruinarle. Y usted —prosiguió Mr. Wardle, encarándose de pronto con su hermana—, usted,  Raquel, a su edad, cuando ya debía saber bien lo que hace, ¿qué es lo que se propone escapándose con un vagabundo, deshonrando a su familia y labrando su propia desdicha? Póngase el sombrero, y vuelva. Avise un coche inmediatamente y traiga la cuenta de esta señora, ¿oye usted?

—Perfectamente, sir —replicó Sam, acudiendo al violento campanillazo de Wardle con una celeridad que hubiera parecido milagrosa a todo el que no supiera que durante toda la escena había permanecido mirando por el ojo de la llave.

—Póngase el sombrero —repitió Wardle.

—No haga semejante cosa —dijo Jingle—. Váyase de la habitación, sir... nada que hacer aquí... la señora es libre de proceder como quiera... más de veintiuno.

—¡Más de veintiuno! —declaró Wardle desdeñosamente—. ¡Más de cuarenta y uno!

—¡No es verdad! —dijo la solterona, cuya indignación se sobrepuso al propósito de desmayarse.

—Sí que lo es —replicó Wardle—; tiene cincuenta, si tiene una hora.

En este momento lanzó un grito tremendo la solterona y quedó sin sentido.

—Un vaso de agua —dijo el humanitario Mr. Pickwick, llamando a la posadera.

—¡Un vaso de agua! —dijo el indignado Wardle—. Traiga un cubo y écheselo encima, que le hará bien, y se lo merece.

—¡Qué bárbaro! —exclamó la bondadosa posadera—. ¡Pobre señora!

Y al tiempo que pronunciaba frases como «vamos, señora... beba un poquito de esto... le sentará bien... no se deje llevar... pobre mía», etc., etc., la posadera, asistida por una camarera, procedió a asperjar con vinagre la frente, sacudir las manos y aflojar el corsé de la dama, además de administrarle otros reconstituyentes que las mujeres compasivas suelen aplicar a las señoras que se empeñan en dejarse poseer del histerismo.

—Espera el coche, sir —dijo Sam, apareciendo en la puerta.

—Vamos —exclamó Wardle—. Voy a llevármela abajo.

Ante esta proposición, tornó el histerismo con renovada violencia.

Preparábase la posadera a formular una violenta protesta contra semejante proceder, y había ya iniciado una indignada pregunta, diciendo que si se consideraba Mr. Wardle como el señor de todo lo creado, cuando se interpuso Mr. Jingle.

—Botas —dijo—, tráeme un guardia.

—Espere, espere —dijo el pequeño Mr. Perker—. Medite, sir, medite.

—No medito —replicó Jingle—. Ella es dueña de sus actos... A ver quién se atreve a llevársela... a menos de que ella lo desee.

—No quiero que me lleven —murmuró la solterona—. No quiero.

Y entonces le volvió el ataque.

—Mi querido señor —dijo el hombrecito en voz baja, llamando aparte a Mr. Wardle y a Mr. Pickwick—. Mi querido señor, estamos en una situación muy comprometida. Es un caso grave... mucho; no he visto otro más grave; porque realmente, señor mío, no tenemos autoridad para intervenir en los actos de esta señora. Ya le advertía antes, mi querido señor, que lo único que podía hacerse era proponer una transacción.

Siguió un corto silencio.

—¿Qué clase de transacción aconseja usted? —preguntó Mr. Pickwick.

—Señor mío, la posición de nuestro amigo es muy delicada... mucho. Tenemos que avenirnos a su sacrificio pecuniario.

—Me avengo a todo antes que aceptar esta desdicha y permitir que ella, trastornada como está, se haga desgraciada para toda la vida —dijo Wardle.

—Creo que puede arreglarse —dijo el expeditivo hombrecito—. Mr. Jingle: ¿quiere usted pasar con nosotros un momento a la habitación inmediata?

Accedió Mr. Jingle, y dirigióse el cuarteto a un gabinete vacío.

—Ahora, sir —dijo el hombrecito, cerrando cuidadosamente la puerta—, no hay medio de zanjar este asunto... por aquí, sir, un momento... en esta ventana, sir, donde podamos estar solos... ahí, sir, ahí, haga el favor de sentarse, sir. Y ahora, sir, de usted para mí, sabemos perfectamente, mi querido señor, que usted se ha escapado con esta señora por su dinero. No se enfade, sir, no se enfade; lo que yo digo queda entre nosotros. Ambos somos hombres de mundo y sabemos muy bien que estos amigos no lo son, ¿eh?

La faz de Mr. Jingle empezó a serenarse, y algo parecido a un guiño de inteligencia dibujóse un instante en su ojo izquierdo.

—Muy bien, muy bien —dijo el hombrecito observando el efecto que había logrado—. El hecho es que, aparte de unos cientos, la señora tiene poco o nada hasta la muerte de su madre..., robusta anciana, mi querido señor.

—Anciana —dijo Mr. Jingle conciso, pero con énfasis.

—Eso es —dijo el procurador, dejando escapar ligera tosecilla—. Tiene usted razón, sir, es muy vieja. Pero ella proviene de una antigua familia, sir; antigua en todas las acepciones de la palabra. El fundador de esta familia vino a Kent cuando Julio César invadió la Britania..., desde entonces sólo un individuo de esta familia ha vivido menos de ochenta y cinco años, y eso por haber sido decapitado por uno de los Enriques. La anciana no tiene ahora más que setenta y tres, mi querido señor.

Calló el hombrecito y tomó un polvo de rapé.

—Bien —exclamó Mr. Jingle.

—Bien, mi querido señor... ¿no toma usted rapé?... ¡Ah!, cuánto mejor... dispendiosa costumbre... bien, señor mío, es usted un joven, un hombre de mundo... capaz de hacer fortuna, si dispone de capital, ¿eh?

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