Los papeles póstumos del club Pickwick (22 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
7.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Mr. Tupman no abrigaba preferencia alguna respecto al lugar en que había de extinguir el resto mísero de sus días; y puesto que su amigo estimaba en tanto su compañía, deseaba compartir sus aventuras.

Mr. Pickwick sonrió; se estrecharon las manos y fueron a reunirse con sus compañeros.

Fue en este preciso momento cuando realizó Mr. Pickwick el descubrimiento inmortal que ha sido orgullo y motivo de jactancia para sus amigos, así como la envidia de todos los arqueólogos nacionales y extranjeros. Habían pasado la puerta de su posada y caminaban hacia la salida del pueblo, cuando quisieron reconocer el lugar en que se encontraban. Al volver la cabeza Mr. Pickwick fue a dar su mirada en una piedra rota y pequeña que se hallaba parcialmente enterrada junto a la fachada de una casucha.

Se detuvo repentinamente.

—Esto es muy raro —dijo Mr. Pickwick.

—¿Qué es raro? —inquirió Mr. Tupman mirando ávidamente a todos los objetos cercanos, menos al objeto en cuestión—. ¡Dios me valga! ¿Qué ocurre?

La última exclamación obedeció al asombro irreprimible que le ocasionó ver a Mr. Pickwick, poseído por el entusiasmo de su descubrimiento, caer de rodillas ante el pedrusco y empezar a quitarle el polvo con el pañuelo.

—Aquí hay una inscripción —dijo Mr. Pickwick.

—¿Es posible? —dijo Mr. Tupman.

—La veo claramente —prosiguió Mr. Pickwick, frotando con toda su fuerza y mirando a través de sus lentes. »Distingo claramente una cruz, una B y luego una T. Esto es importante —continuó Mr. Pickwick levantándose—. Ésta es alguna antigua inscripción que existe desde mucho antes que las casas de este lugar. No hay que perderla.

Llamó a la puerta de la casita. Abrió un campesino.

—¿Usted sabe cómo ha venido esta piedra a parar aquí, amigo? —preguntó bondadosamente Mr. Pickwick.

—No, sir; no lo sé —replicó el hombre con amabilidad—. Estaba aquí mucho antes de que yo naciera y de que naciera ninguno de nosotros.

Mr. Pickwick miró a su compañero, triunfante.

—Usted... usted... me parece que no tendrá interés por esto —dijo Mr. Pickwick, temblando de ansiedad—. ¿Piensa usted venderlo?

—¡Ah!, pero, ¿quién iba a comprarlo? —preguntó el hombre con gesto que tal vez denotase astucia.

—Yo le daré a usted ahora mismo diez chelines por ella —dijo Mr. Pickwick—, si usted la arranca para mí.

Puede imaginarse fácilmente el asombro que causaría en el pueblo el ver que, después de arrancarse la piedra con una azada, la tomó Mr. Pickwick y, a costa de grandes esfuerzos, la llevó a la posada por su propia mano y, después de lavarla escrupulosamente, la depositó sobre una mesa.

No conoció limites la alegría de los pickwickianos cuando su asiduidad, su paciencia y el trabajo empleados en lavar y frotar la piedra se vieron coronados por el éxito. La piedra era desigual y estaba resquebrajada y las letras irregularmente dispuestas; pero era bien perceptible y fácil de descifrar el siguiente fragmento:


FGSDG

BILST

UM

PSHI

S.M.

ARK

Los ojos de Mr. Pickwick chispeaban de entusiasmo al sentarse y examinar con afán el tesoro que había descubierto. Acababa de alcanzar uno de los más altos objetivos de su ambición. En una comarca famosa por la abundancia de restos de las antiguas edades; en un pueblo en el que aún existían algunos recuerdos de un pasado remoto, él... él, el presidente del Club Pickwick... había descubierto una rara y curiosa inscripción de indiscutible antigüedad, que escapara por completo a la observación de los muchos sabios que le habían precedido. Apenas podía dar crédito a sus sentidos.

—Esto... esto —dijo— me decide. Mañana volveremos a la ciudad.

—¡Mañana! —exclamaron admirados los discípulos.

—Mañana —dijo Mr. Pickwick—. Este tesoro tiene que ser depositado en seguida donde pueda investigarse e interpretarse debidamente. Pero aún tengo otra razón. Dentro de unos días tendrán lugar unas elecciones en la villa de Eatanswill, en la que Mr. Perker, un caballero a quien acabo de conocer, patrocina a uno de los candidatos. Tenemos que presenciar y estudiar minuciosamente una escena que debe interesar a todo inglés.

—Iremos —respondieron a coro tres voces.

Miró a su alrededor Mr. Pickwick. La fervorosa adhesión de sus discípulos encendió en su espíritu una llama de entusiasmo. Era el maestro y se daba cuenta de su posición.

—Celebremos el feliz encuentro con unas copas —dijo. Esta proposición fue, como la otra, acogida con unánime aplauso. Luego de encerrar la importante piedra en una pequeña caja, comprada a la posadera, sentóse en una butaca Mr. Pickwick a la cabecera de la mesa. La tarde se empleó en amenos y gozosos comentarios.

Eran más de las once, hora avanzada para el pequeño pueblo de Cobham, cuando Mr. Pickwick se retiraba al dormitorio que se le había preparado. Abrió de par en par la enrejada ventana y, colocando la luz sobre la mesa, se perdió en meditaciones acerca de los atropellados sucesos de los dos días anteriores.

La hora y el lugar favorecían de consuno el ejercicio reflexivo; Mr. Pickwick despertó de sus divagaciones al oír las doce tañer en el reloj de la iglesia. La primera campanada sonó en su oído de un modo solemne, mas al cesar los toques le pareció insoportable la quietud: le hacía el efecto de haber perdido un compañero. Estaba excitado y nervioso; desnudóse rápidamente y, después de colocar la luz en la chimenea, se metió en la cama.

Todo el mundo ha experimentado ese estado mental desagradable en el que la sensación del cansancio físico lucha en vano contra el insomnio. Tal era la situación de Mr. Pickwick en aquel momento: volvióse primero hacia un lado, luego a otro, y cerró los ojos por algún tiempo, como para atraer el sueño. De nada le sirvió. El excesivo ejercicio que había hecho, o el calor, o el aguardiente y el agua que había bebido, o el extrañar la cama, cualquiera que fuese la causa, el caso era que sus pensamientos tornábanse inquietos hacia los horrendos cromos que viera en el salón y hacia las historias que con tal motivo habíanse relatado en el curso de la velada. Después de dar vueltas durante media hora llegó a la desagradable conclusión de que era inútil conciliar el sueño; levantóse, pues, y se vistió a medias. Cualquier cosa, pensaba, era mejor que permanecer allí imaginando toda clase de horrores. Miró hacia la ventana; estaba muy oscuro. Comenzó a pasear por la estancia; se sentía muy solo.

Varias veces había recorrido la distancia entre la ventana y la puerta, cuando vino a su memoria por vez primera el manuscrito del cura. No fue mala ocurrencia. Si no llegaba a interesarle, podría traerle el sueño. Sacó el manuscrito del bolsillo de su levita y, acercando a la cama una pequeña mesa, despabiló la luz, calóse los lentes y se dispuso para la lectura. Era una letra extraña, y había en el papel muchas manchas y borrones. Empezó por sorprenderle el título, y no pudo menos de dirigir a su alrededor una mirada inquieta. Reflexionando en lo absurdo de tales sensaciones, arregló la luz de nuevo y leyó lo siguiente:

EL MANUSCRITO DE UN LOCO

¡Sí, de un loco! ¡Cómo hubiera conmovido mi corazón esa palabra hace muchos años! ¡Cómo hubiera hecho renacer aquel terror que algunas veces me acometía, haciendo correr por mis venas la sangre palpitante, hasta que el helado rocío del espanto brotaba en anchas gotas sobre mi piel y chocaban mis rodillas temblando de horror! Ahora me gusta, sin embargo. Es una hermosa palabra. Decidme qué ceño iracundo de monarca fue más temido que el destello de la mirada de un loco..., qué cuerda o qué hacha aprehendieron tan fatalmente como la presa de un loco. ¡Oh, oh! ¡Qué gran cosa es ser un loco; ser contemplado a través de férreas barras como un fiero león...; hacer crujir los dientes y aullar la noche entera entre el alegre canto de la pesada cadena...; rodar y arrastrarse entre la paja, en el arrobamiento de tan brava música! ¡Bienhaya el manicomio! ¡Oh, admirable mansión!

»Recuerdo los días en que me horrorizaba el ser loco; los días en que, al despertar de mi sueño, caía de rodillas y rezaba para que mi raza se librara de semejante maldición; cuando huía veloz ante el espectáculo de la alegría o de la dicha a consumir largas horas en algún retiro solitario, observando el progreso de la fiebre que había de devorar mi cerebro. Yo sabía que la locura estaba dentro de mi sangre y en la médula de mis huesos; que había pasado una generación sin que fuera invadido ninguno de la peste, y yo era el primero en quien ella debía revivir. Sabía que así había de ser, que así había sido y que así sería en lo sucesivo; y cuando yo me apartaba en algún oscuro rincón de una habitación llena de gente y veía a los hombres murmurar, señalarme y volver hacia mí sus ojos, sabía que estaban hablando del sentenciado, y yo me evadía para aturdirme de nuevo en mi triste soledad.

»Esto hice durante varios años; largos, largos años fueron aquéllos. Las noches son aquí largas... muy largas; pero no son nada comparadas con las noches sin descanso y pobladas de espantosos sueños que yo pasaba en aquellos tiempos. Frío me da el recordarlas. Amplias formas negras de rostros sigilosos y burlescos se guarnecían en los rincones de mi cuarto, e inclinábanse sobre mi lecho por la noche, tentándome a la locura. En quedos murmullos decíanme que el suelo de la vieja casa en que mi abuelo había muerto estaba impregnado con su propia sangre, vertida por su propia mano en los accesos de locura furiosa. Yo me tapaba los oídos con los dedos; pero ellos gritaban dentro de mi cabeza, hasta que la habitación se llenaba con sus ecos, que durante la generación anterior a la suya había dormitado la locura, pero que su abuelo había vivido años enteros con sus manos sujetas al suelo para evitar que él mismo se hiciera pedazos. Yo sabía que me decían la verdad; lo sabía perfectamente. Lo había averiguado años hacía, aunque todos habían procurado ocultármelo. ¡Ah, ah!; era yo bastante sagaz, por muy loco que me juzgaran.

»Al cabo vino sobre mí, y yo me pregunto cómo había podido temerla tanto. Ya podía lanzarme al mundo y reír y gritar entre todos. Yo sabía que estaba loco, pero ninguno lo sospechaba aún. ¡Cómo me retorcía de placer al pensar en la fina burla que les jugaba después de los murmullos y disimuladas alusiones con que a mí se referían, cuando, estando aún cuerdo, temían que algún día enloqueciera! ¡Y cómo me reía de alegría cuando estaba solo y pensaba en la habilidad con que guardaba mi secreto y en lo pronto que mis cariñosos amigos hubieran huido de mí de haber sabido la verdad! Podía haber gritado con entusiasmo cuando comía con algunos bulliciosos compañeros, pensando cuán pálidos se hubieran tornado y con qué presteza hubieran escapado si hubieran sabido que el querido camarada que junto a ellos se sentaba y que se ocupaba de afilar el rutilante cuchillo era un loco con todo el poder y toda la voluntad necesarios para hundírselo en el corazón. ¡Oh, qué alegre vida!

»Llegué a la riqueza; la fortuna cayó sobre mí a raudales, y yo me aturdía en los placeres, que para mí se multiplicaban y ganaban en intensidad por la consciencia de mi bien guardado secreto. Heredé una fortuna. La ley..., el ojo de águila de la ley, había sido engañado, y se había concedido miles y miles a un demente sin la menor discusión. ¿Dónde estaba la sagacidad y la agudeza de los cuerdos? ¿Dónde la pericia de los juristas, siempre afanosos por descubrir la rendija?

»¡Ya tenía yo dinero! ¡Cómo se me adulaba! ¡Gasté con prodigalidad! ¡Cómo se me ensalzaba! ¡Cómo aquellos tres orgullosos y despóticos hermanos se humillaban ante mí! El mismo anciano padre... ¡qué deferencia..., qué respeto..., qué ferviente amistad...! ¡Me adoraba! El viejo tenía una hija, y una hermana el joven; los tres eran pobres. ¡Yo era rico! Y cuando me casé con la muchacha vi dibujarse en las caras de sus parientes necesitados una sonrisa de triunfo, al pensar en su bien meditado proyecto y en su rico botín. Todo esto me hacía sonreír. ¡Sonreír! Reír estrepitosamente, arrancarme los cabellos y rodar por el suelo con aullidos de alegría. ¡Ignoraban que la habían casado con un loco!

»Pero, vamos a ver: de haberlo sabido, ¿hubieran dejado de casarla? ¡La felicidad de una hermana a cambio del oro de su marido! ¡La más liviana pluma que yo soplo en el aire, comparada con la alegre cadena que adorna mi cuerpo!

»Mas, con toda mi astucia, se me engañó en una cosa. De no haber estado loco (pues aunque los locos somos sutiles en alto grado, nos vemos sorprendidos a veces), hubiera sabido que la muchacha mejor habría preferido ser encerrada rígida y fría en austero féretro de plomo que ser la esposa envidiada, moradora de mi casa rica y espléndida. Yo hubiera debido saber que su corazón pertenecía al muchacho de ojos negros cuyo nombre le oí murmurar durante su turbulento sueño, y que ella me había sido sacrificada para aliviar la pobreza del anciano y de los altaneros hermanos.

»No recuerdo ya formas ni rostros, pero sé que la muchacha era hermosa. Sé que lo era, porque cuando despierto sobresaltado en las claras noches de luna y todo calla en derredor mío, veo de pie, tranquila e inmóvil, en un rincón de mi celda, una ingrávida y delgada figura de largos cabellos negros que se desbordan por su espalda, agitándose a favor de un viento ultraterreno, y unos ojos que me miran fijamente, sin cerrarse ni pestañear. ¡Chist!, la sangre se me hiela en el corazón al escribirlo...; esa forma es la suya; su cara está muy pálida, y sus ojos, vidriosos; pero los conozco perfectamente. Esta figura no se mueve jamás, no frunce su entrecejo ni mueve sus labios como otros espectros que me visitan; pero me espanta más que los espíritus que hace años me tentaron; viene de la tumba y sellada por la muerte.

»Durante poco más de un año vi yo a este rostro palidecer; durante un año vi las lágrimas resbalar por sus lívidas mejillas, mas no descubría la causa. Al cabo la encontré; no podía ocultárseme por mucho tiempo. Ella nunca me había amado. Nunca pensó tal cosa. Desdeñaba mi riqueza y odiaba el esplendor en que vivía; esto nunca lo hubiera creído. Ella amaba a otro. En esto no había yo pensado jamás. Sobreviniéronme extrañas sensaciones, y ciertos pensamientos, imbuidos en mi mente por un poder secreto, ponían mi cerebro en vertiginosa revolución. No le odiaba a ella, aunque aborrecía al muchacho por quien ella suspiraba. La compadecía... la compadecía por la mísera vida a que la habían condenado sus malvados y egoístas parientes. Yo sabía que no había de vivir largo tiempo; mas el pensamiento de que antes de morir pudiera dar la vida a alguna desdichada criatura predestinada a transmitir a su vástago la locura me decidió por completo. Resolví matarla.

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
7.57Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Theta by Lizzy Ford
Quatrain by Sharon Shinn
The Master of the Priory by Annie Haynes
Out of the Shadows by L.K. Below
Judged by Viola Grace
Unhinged by Shelley R. Pickens