Los papeles póstumos del club Pickwick (115 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—No me diga usted esas cosas—dijo María—. Usted no sabe lo que dice.

—¿Que no? —replicó el chico gordo—. ¡Pues lo digo!

—Bien.

—¿Va usted a venir aquí con frecuencia?

—No —repuso María, moviendo la cabeza—; me voy esta noche. ¿Por qué?

—¡Oh! —dijo el chico gordo con acento de gran emoción ¡Cuánto disfrutaríamos colas comidas si usted viniera!

—Podría venir algunas veces a verle a usted —dijo María, planchando el mantel con afectada cortedad—, si usted me hiciera un favor.

Miró el chico gordo al plato de empanada y al fiambre, como si pensara que el favor pudiera relacionarse en alguna manera con la comida; sacó luego una de las monedas y la contempló nerviosamente.

—¿No me entiende usted? —dijo María, mirándole maliciosamente a la gordísima cara.

Miró él de nuevo a la media corona y dijo con voz débil: —No.

—Las señoras desean que usted no diga nada al viejo sobre el señorito que ha estado arriba, y yo también lo deseo.

—¿Es eso todo? —dijo el chico gordo, guardándose otra vez la moneda y viendo el cielo abierto—. Claro que no lo voy a decir.

—Ya ve usted —dijo María—, Mr. Snodgrass está muy enamorado de la señorita Emilia; la señorita Emilia está muy enamorada de él; y si usted contara lo que ha visto, el viejo se los llevaría a ustedes muy lejos, donde no podrían ver a nadie.

—No, no, no lo diré —dijo el chico gordo rotundamente.

—Es usted muy bueno —dijo María—. Ya es hora de que me suba para ayudar a vestirse a mi señora.

—No se vaya usted aún —suplicó el chico gordo.

—No tengo más remedio —replicó María—. ¡Adiós, pues!

El chico gordo, con el ademán juguetón de un elefante, extendió sus brazos para arrebatar un beso a la muchacha; mas como no exigía gran agilidad librarse de la presa logró escapar su bella tirana antes de que el mozo cerrara el compás de sus brazos. El apático mancebo se comió una libra de fiambres con gesto sentimental y se quedó dormido.

Era tanto lo que tenían que decirse arriba y tantos los planes de escapatoria y matrimonio que precisaba concertar en caso de que el viejo Wardle persistiera en su cruel actitud, que sólo faltaba media hora para la comida cuando Mr. Snodgrass dio el último adiós. Las señoras se fueron a toda prisa a vestirse al cuarto de Emilia, y tomando el galán su sombrero, salió del salón. No había llegado a la puerta de fuera cuando oyó hablar alto a Mr. Wardle, y mirando por la barandilla, le vio, seguido de otro caballero, subir la escalera. Como no conocía la distribución de la casa, Mr. Snodgrass, presa de gran confusión, volvió a entrar más que a escape en la sala que acababa de dejar, y pasando de allí a un cuarto interior —el dormitorio de Mr. Wardle—, cerró la puerta suavemente en el mismo momento en que las personas que había entrevisto penetraban en la sala. Eran Mr. Wardle, Mr. Pickwick, Mr. Nathaniel Winkle y Mr. Benjamín Allen, a quienes fácilmente reconoció por sus voces.

«Me alegro de haber tenido la presencia de ánimo necesaria para evitar que me vean», pensó Mr. Snodgrass, sonriendo y marchando de puntillas hacia otra puerta que estaba junto a la cama. «Ésta se abre al mismo pasillo y puedo salir con toda tranquilidad.»

Sólo había un obstáculo para que pudiera salir con toda tranquilidad: que la puerta estaba cerrada y que no tenía llave.

—Vamos a ver: tráiganos hoy alguno de sus mejores vinos —dijo el viejo Wardle, frotándoselas manos.

—Tendrá usted uno de los más exquisitos, sir—respondió el camarero.

—Que avisen a las señoras que hemos llegado.

—Sí, sir.

Mr. Snodgrass deseaba fervorosa y ardientemente que las señoras se enteraran de que él estaba allí. Una vez se aventuró a decir, muy por lo bajo, «¡Camarero!», por el ojo de la cerradura; mas, temiendo la posibilidad de que acudiera en su socorro un camarero poco conveniente, se abstuvo de hacerlo otra vez, y vino a su mente la gran semejanza que existía entre su propia situación y la en que se había visto cierto caballero recientemente en un hotel vecino —la relación de cuyos contratiempos había aparecido en la sección de «Policía» de un periódico de la mañana—. Sentóse sobre un portamantas y comenzó a temblar violentamente.

—A Perker no tendremos que esperarle —dijo Wardle, consultando su reloj—; siempre es puntual. Si ha de venir, llegará a tiempo; y si no, es inútil esperarle. ¡Ah, Arabella!

—¡Mi hermana! —exclamó Mr. Benjamín Allen, estrechándola en un romántico abrazo.

—¡Oh querido Ben! ¡Cómo hueles a tabaco! —dijo Arabella, conmovida por esta prueba de afecto.

—¿Sí? —dijo Mr. Benjamín Allen—. ¿Huelo, Bella? Sí; es posible.

Y tan posible que era. Como que acababa de abandonar una reunión de doce estudiantes de Medicina, todos fumadores, celebrada en un pequeño gabinete con un gran fuego.

—¡Estoy encantado de verte, mi querida Arabella! —dijo Mr. Ben Allen.

—Vaya —dijo Arabella, inclinándose hacia adelante para besar a su hermano—, no me aprietes más, querido Ben, que me deshaces.

En este momento de la reconciliación entregóse Mr. Ben Allen a la emotiva influencia de los cigarros y de la cerveza y miró a los circunstantes con los lentes húmedos.

—¿Y para mí no hay nada? —gritó Wardle, abriendo los brazos.

—Mucho —exclamó Arabella, recibiendo las efusivas caricias y felicitaciones del anciano—. ¡Tiene usted un corazón de piedra: es un insensible, un monstruo cruel!

—Y usted es una pequeña rebelde —replicó Wardle en el mismo tono—, y temo verme precisado a prohibirle la entrada en casa. Las criaturas que, como usted, se casan contra viento y marea de todo el mundo, no debían andar sueltas por la sociedad. ¡Pero vamos allá! —añadió el anciano con voz fuerte—. Aquí está la comida; usted se sentará a mi lado. ¡José! ¡Caramba, el maldito chico está despierto!

Con extraordinaria contrariedad de su amo, el chico gordo hallábase realmente en un estado de pronunciada vigilia. Tenía los ojos tan abiertos, que no parecía sino que habían de quedarse así para siempre. Había en su continente, además, una viveza que era verdaderamente insólita: cada vez que sus ojos se encontraban con los de Emilia o Arabella, se ponía a hacer visajes y a sonreír. En una ocasión, Wardle habría jurado verle hacer un guiño.

Estas singularidades en la conducta del chico gordo tenían su origen en el concepto que acababa de adquirir de su propia importancia y de la dignidad que había cobrado al entrar en la confianza de las señoritas; y los gestos, las sonrisas y los guiños eran otras tantas manifestaciones con las que encarecía la seguridad que podían tener de su fidelidad. Mas como estas señales eran más apropiadas para despertar sospechas que para desvanecerlas y resultaban un tanto aparatosas, eran contestadas de cuando en cuando por un gesto o un movimiento de cabeza de Arabella, que, interpretado por el chico gordo como advertencias para que se mantuviera en guardia, no vacilaba en devolver, gesticulando, sonriendo y guiñando con redoblada frecuencia.

—José —dijo Mr. Wardle, después de una infructuosa busca en todos sus bolsillos—: ¿está mi tabaquera en el sofá?

—No, sir —replicó el chico gordo.

—¡Ah!, ya me acuerdo: la dejé en el tocador esta mañana —dijo Wardle—. Vete al cuarto de al lado y búscala.

Dirigióse el chico gordo a la habitación contigua, y al cabo de un minuto de ausencia volvió con la tabaquera y con el más pálido semblante que se vio jamás en un chico gordo.

—¡Pero qué le pasa al chico! —exclamó Wardle.

—A mí no me pasa nada —replicó José con nerviosidad.

—¿Es que has visto algún espíritu? —le preguntó el anciano.

—¿O tomado alguno?—añadió Ben Allen.

—Creo que tiene usted razón —murmuró Wardle desde el otro extremo de la mesa—. Está borracho, sin duda.

Ben Allen replicó que pensaba lo mismo; y como este señor había visto bastantes casos de la enfermedad en cuestión, confirmóse Wardle en la sospecha que rondaba su mente hacía media hora, y llegó a la conclusión de que el chico gordo estaba completamente beodo.

—Obsérvele usted un poco —murmuró Wardle—. En seguida nos enteraremos de si lo está o no.

El infortunado mancebo sólo había cambiado unas cuantas palabras con Mr. Snodgrass; éste, después de rogarle que llamase aparte a algún amigo para que le auxiliara, habíale empujado para que saliese con la tabaquera, recelando que una ausencia prolongada fuera motivo de que llegaran a descubrirle. Recapacitó un poco el muchacho, y con semblante alarmadísimo abandonó la estancia para correr en busca de María.

Pero María había ido a vestir a su señora, y el chico gordo volvió de nuevo más alarmado que antes.

Wardle y Mr. Ben Allen cambiaron varias miradas.

—¡José! —dijo Wardle.

—Mande, sir.

—¿Para qué has salido?

El chico gordo miró con aire desesperado a todos los que había en la mesa y balbució que no lo sabía.

—¡Ah! —dijo Wardle—. ¿No lo sabes, eh? Lleva este queso a Mr. Pickwick.

Mr. Pickwick, que se hallaba en vena y en el más completo bienestar, habíase manifestado amenísimo durante toda la comida y mantenía en aquel momento viva conversación con Emilia y Mr. Winkle; en el énfasis de su peroración inclinaba la cabeza cortésmente, accionaba suavemente con la mano izquierda y se deshacía en plácidas sonrisas. Tomó un pedazo de queso, e iba a volverse para reanudar la conversación, cuando, encorvándose el chico gordo hasta poner su cabeza a nivel con la de Mr. Pickwick, le hizo una seña con el pulgar por encima del hombro y puso la más horrible y repulsiva cara que haya podido verse en una pantomima de Navidad.

—¡Por Dios! —dijo Mr. Pickwick sobresaltado—. Qué cosa más... ¿eh?

Detúvose bruscamente al ver que el muchacho se enderezaba y se quedaba o fingía quedarse completamente dormido.

—¿Qué pasa?—preguntó Wardle.

—¡Qué raro es este muchacho! —replicó Pickwick, mirando inquieto al chico—. Será una figuración; pero juraría que no está en sus cabales.

—¡Oh, Mr. Pickwick, no diga eso! —gritaron a la vez Emilia y Arabella.

—No estoy seguro, claro está —dijo Mr. Pickwick en medio del más profundo silencio y percibiendo en torno miradas inquietas—; pero el ademán que le acabo de ver es verdaderamente alarmante. ¡Oh! —exclamó Mr. Pickwick, dando un brusco salto y dejando escapar un tímido grito—. Perdónenme, señoras, pero en este momento me ha metido en la pierna un instrumento agudo. Indudablemente no está en su juicio.

—¡Está borracho! —rugió colérico el viejo Wardle—. ¡Tirad de la campanilla! ¡Que vengan los camareros! Está borracho.

—No lo estoy—dijo el chico gordo, cayendo de rodillas al tiempo que su amo le agarraba por el cuello de la chaqueta—. No estoy borracho.

—Entonces estás loco, que es peor. ¡Que vengan los camareros! —dijo el anciano.

—No estoy loco; estoy triste —repuso el chico gordo, empezando a llorar.

—Entonces, ¿para qué demonios metes instrumentos agudos en la pierna de Mr. Pickwick? —preguntó airado Wardle.

—Porque no quería mirarme—replicó el muchacho—. Tenía que hablarle.

—¿Qué tenías que decirle?—preguntaron a la vez media docena de voces.

Suspiró el chico gordo, miró hacia la puerta del dormitorio, suspiró otra vez y se enjugó dos lágrimas con los nudillos de sus índices.

—¿Qué era lo que tenías que decir? —preguntó Wardle, zamarreándole.

—¡Alto! —dijo Mr. Pickwick—. Permítame, ¿qué es lo que deseaba comunicarme, pobre muchacho?

—Quería hablar con usted por lo bajo —replicó el chico gordo.

—Eso es que quieres arrancarle la oreja de un mordisco, seguramente —dijo Wardle—. No se acerque a él; está rabioso; llamad, y que se lo lleven.

En el preciso instante en que Mr. Winkle agarraba el cordón de la campanilla, fue interrumpido en su acción por una exclamación general de asombro; el cautivo amante, con la faz arrebatada por la confusión, salió bruscamente del dormitorio e hizo un saludo general a la concurrencia.

—¡Cómo! —gritó Wardle, soltando al chico gordo y retrocediendo vacilante—. ¿Qué es esto?

—Que he estado escondido en el cuarto de al lado, sir, desde que usted volvió —explicó Mr. Snodgrass.

—Emilia, hija mía —dijo Wardle con tono de reproche—: detesto la bajeza y el engaño; esto no tiene justificación y es incorrecto en alto grado. No merezco esto de ti, Emilia, no lo merezco.

—Papá querido —dijo Emilia—: Arabella sabe... todo el mundo sabe aquí... José sabe... que yo no he tenido parte en esa ocultación. ¡Augusto, por amor de Dios, explícalo!

Mr. Snodgrass, que sólo esperaba una ocasión para hacerse oír, relató al punto cómo había llegado a tan desagradable situación; cómo el temor de suscitar disensiones íntimas habíale impulsado a evitar que al entrar le viera Mr. Wardle; cómo hablase propuesto tan sólo salir por otra puerta, y cómo, por hallarla cerrada, hablase visto obligado a permanecer allí contra su voluntad. Era muy penosa, en efecto, la situación en que se habla colocado; pero no lo lamentaba, ya que le ofrecía oportunidad para declarar, delante de sus comunes amigos, que amaba profunda y sinceramente a la hija de Mr. Wardle; que se enorgullecía de poder asegurar que era correspondido, y que, aunque se interpusiesen entre ellos miles de millas, o las aguas de todos los océanos, nunca podría olvidar aquellos felices días en que por primera vez... y así sucesivamente.

Luego de producirse Mr. Snodgrass de esta manera, saludó de nuevo, quedóse mirando a la copa de su sombrero y dirigióse a la puerta.

—¡Espere! —gritó Wardle—. Porque en el nombre de todo lo que es...

—Inflamable —sugirió dulcemente Mr. Pickwick, que ya veía venir algo peor.

—Bueno... que es inflamable—dijo Wardle, aceptando el sinónimo—. ¿No pudo usted decirme todo esto en primer término?

—O confiármelo a mí... —añadió Mr. Pickwick.

—Vaya, vaya —dijo Arabella, tomando la defensa—. ¿A qué viene preguntar ahora todo eso, cuando usted había puesto sus codiciosas miras en un yerno más rico y cuando es usted además tan duro e irascible, que todo el mundo le teme menos yo? Estréchele la mano y mande que le den algo de comer, en nombre del cielo, porque, según parece, no se puede tener de hambre. Y usted pida su vino a escape, porque no ha de estar tratable hasta que se haya tomado dos botellas por lo menos.

Tiró a Arabella de la oreja el digno anciano, la besó sin el menor escrúpulo, besó también a su hija con gran ternura y estrechó calurosamente la mano de Mr. Snodgrass.

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