Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
—¿Cómo se llamaba el chevalier, Dorothée? —preguntó Emily.
—Eso no lo diré ni siquiera a vos, mademoiselle, porque podría ocurrir algo malo. Una vez oí a una persona, que ya ha muerto, que la marquesa no era la esposa legítima del marqués, porque había estado casada anteriormente en secreto con un caballero al que apreciaba profundamente y que después tuvo miedo de decírselo a su padre, que era un hombre terrible; pero esto no parece posible y nunca le di mucho crédito. Como iba diciendo, el marqués estaba del peor humor, eso me parecía, cuando el chevalier del que hablo estaba en el castillo, y, por fin, su mal comportamiento con mi señora la hizo muy desgraciada. Impidió que vinieran visitas al castillo y la hizo vivir casi sola. Yo la atendía constantemente y vi todo lo que sufrió, pero siguió sin quejarse jamás.
Así siguieron las cosas durante casi un año, hasta que mi señora se puso enferma, y creo que fue a causa de sus largos sufrimientos, pero temo que era algo peor que eso.
—¿Peor, Dorothée? —dijo Emily—, ¿es eso posible?
—Me temo que sí, señora, sucedieron cosas extrañas. Pero sólo diré lo que ocurrió. Mi señor, el marqués...
—Silencio, Dorothée, ¿qué ruido es ése? —dijo Emily.
El rostro de Dorothée se alteró, y según escuchaban ambas, oyeron en la tranquilidad de la noche una música de una dulzura poco común.
—Estoy segura de haber oído antes esa voz —dijo Emily al cabo de un rato.
—Yo la he oído con frecuencia y a esta misma hora —dijo Dorothée, solemnemente—, y, si los espíritus traen alguna música, ¡es seguro que ésa es de uno de ellos!
Emily, al aproximarse los sonidos, reconoció que eran los mismos que había oído cuando murió su padre, y, ya fuera por el recuerdo que revivía aquel acontecimiento melancólico o porque se viera conmovida por la superstición, lo cierto es que se sintió muy afectada y estuvo a punto de perder el conocimiento.
—Creo que os dije una vez, señora —dijo Dorothée—, que la primera vez que oí esa música fue poco después de la muerte de mi señora. ¡Recuerdo muy bien aquella noche!
—¡Silencio! ¡Se oye de nuevo! —dijo Emily—. Abramos la ventana y escuchemos.
Así lo hicieron, pero, poco después, los sonidos se fueron alejando gradualmente en la distancia y todo volvió a quedar de nuevo en silencio; parecían haberse perdido entre los árboles, cuyas verdes copas eran visibles sobre el claro horizonte, mientras el resto del paisaje estaba envuelto en las sombras de la noche, que, sin embargo, permitían distinguir el aspecto de algunos detalles del jardín.
Mientras Emily se apoyaba en la ventana con una mirada temerosa hacia la oscuridad y después al arco celestial sin nubes, iluminado sólo por las estrellas, Dorothée, en voz baja, prosiguió su narración.
—Como os decía, mademoiselle, recuerdo muy bien la primera vez que oí esa música: fue una noche poco después de la muerte de mi señora, en la que estuve levantada más tarde que de costumbre, y no sé por qué había estado pensando largo rato en mi pobre ama y en la triste escena de la que había sido testigo poco antes. El castillo estaba envuelto en el silencio y yo estaba en la habitación a cierta distancia del servicio, y esto, con los tristes pensamientos que había tenido, supongo, debilitaron mi ánimo. Me sentí muy sola y triste, y deseé oír algún ruido del castillo, porque, como sabéis, mademoiselle, cuando se oye a gente que se mueve se preocupa una menos de los propios temores. Pero todos los criados se habían ido a la cama y me quedé sentada, pensando y pensando, hasta que casi tuve miedo de mirar por la habitación y el rostro de mi señora se me vino a la imaginación, como lo había visto cuando se estaba muriendo, y una o dos veces pensé que lo tenía frente a mí, cuando ¡inesperadamente oí esa música tan dulce! Parecía que salía de mi ventana y nunca olvidaré lo que sentí. No tuve fuerzas para moverme de la silla, pero cuando creí que era la voz de mi señora, se me saltaron las lágrimas. La había oído cantar muchas veces cuando tocaba el laúd y cantaba tristes canciones sentada en su tocador. ¡Oh! ¡Llegaban al corazón! Escuchaba en la antecámara durante más de una hora y a veces tocaba con la ventana abierta, en tiempo de verano, hasta que oscurecía, y cuando acudía a cerrarla no parecía darse cuenta de la hora que era. Pero, como os decía, cuando oí esta música por primera vez, pensé que procedía de mi señora, y lo he vuelto a creer cuando la he oído de nuevo, lo que ha ocurrido algunas veces desde entonces. En ocasiones han pasado muchos meses, pero volvía.
—Es extraordinario —observó Emily— que nadie haya descubierto al músico.
—Si se hubiera tratado de alguien terrenal, hace mucho que se habría descubierto, pero ¿quién tiene valor para seguir a un espíritu, y si alguien lo tiene, de qué serviría? Porque los espíritus, vos lo sabéis, pueden adoptar cualquier forma, o no tener forma y estar aquí en un momento y al siguiente tal vez en un lugar muy distinto.
—Por favor, prosigue tu historia de la marquesa —dijo Emily—, e infórmame de cómo ocurrió.
—Lo haré, madame —dijo Dorothée—, pero ¿nos apartamos de la ventana?
—Este fresco me reanima —replicó Emily—, y me encanta oír el viento entre los árboles y mirar ese oscuro paisaje. Me estabas hablando de tu señor, el marqués, cuando la música nos interrumpió.
—Sí, madame, mi señor, el marqués, se fue haciendo cada vez más sombrío y mi señora se puso cada vez peor, hasta que una noche estuvo muy enferma. Me llamaron, y cuando llegué al lado de su cama, me asusté al ver su rostro. ¡Había cambiado de tal modo! Me miró y me pidió que llamara de nuevo al marqués, porque no había acudido, y que le dijera que tenía algo particular que decirle. Por fin él vino, y pareció, de verdad, sentir verla como estaba, pero dijo muy poco. Mi señora le dijo que se sentía morir y que quería hablar con él a solas. Salí de la habitación, pero nunca olvidaré su mirada cuando lo hacía.
»Cuando regresé, me atreví a recordar a mi señor que había que mandar llamar al médico, porque suponía que lo había olvidado en medio de su dolor, pero mi señora dijo que era demasiado tarde; mi señor, en lugar de creer que era necesario, parecía no prestar mucha atención a su enfermedad, ¡hasta que se apoderaron de ella terribles dolores! ¡Oh, nunca olvidaré sus convulsiones! Mi señor envió entonces a un hombre con un caballo a buscar al doctor y paseó por la habitación y por todo el castillo con gran desesperación. Yo permanecí al lado de mi querida señora e hice lo que pude para calmar sus sufrimientos. Tuvo intervalos de tranquilidad, y en uno de ellos me pidió que volviera a llamar a mi señor; cuando vino, yo me disponía a marcharme, pero me pidió que no la dejara. ¡Oh! ¡Nunca olvidaré aquella escena, casi no puedo soportar el pensar ahora en ella! Mi señor estaba enloquecido al ver cómo mi señora se comportaba con tanta bondad y se esforzaba por consolarle al extremo de que si alguna vez la sospecha cruzó por su mente, tenía que convencerse de que estaba equivocado. Parecía oprimido por la idea de su comportamiento con ella y esto la afectó de tal manera que perdió el conocimiento.
»Hicimos salir a mi señor de la habitación. Se fue a la biblioteca y se tiró al suelo, y allí se quedó sin escuchar razón alguna de las que se le daban. Cuando mi señora se recobró, preguntó por él, pero poco después dijo que no podía contemplar su dolor y deseó que la dejáramos morir tranquilamente. Murió en mis brazos, mademoiselle, y se fue con la paz de un niño, porque toda la violencia de su enfermedad había pasado.
Dorothée se detuvo y lloró, y Emily con ella, porque se sintió muy afectada por la bondad de la fallecida marquesa y por la increíble paciencia con la que había soportado todo.
—Cuando llegó el médico —prosiguió Dorothée—, ya era demasiado tarde. Se sorprendió mucho al verla, porque poco después de su muerte se extendió sobre su rostro una negrura aterradora. Cuando despidió a las personas que había en la habitación, me hizo varias preguntas extrañas sobre la marquesa, particularmente referidas al modo en que había comenzado la enfermedad, y movía con frecuencia la cabeza ante mis respuestas, que parecían querer decir más de lo que realmente decían. Pero yo lo comprendí muy bien. Sin embargo, me guardé mis observaciones para mí misma, y sólo se las indiqué a mi marido, que me dijo que cuidara mi lengua. Con todo, algunos otros criados sospecharon lo mismo que yo y corrieron por la vecindad informes muy raros sobre el asunto, pero nadie se atrevió a hacer nada más. Cuando mi señor supo que mi señora había muerto, se encerró en una habitación y no quiso ver a nadie salvo al médico, que solía quedarse con él a solas a veces hasta una hora, y después de aquello el doctor nunca habló de nuevo conmigo sobre mi señora. Cuando fue enterrada en la iglesia del convento, a poca distancia de aquí, si hubiera luna podríais ver las torres, mademoiselle, todos los vasallos de mi señor asistieron al funeral, y no hubo ojos que no estuvieran húmedos, porque había hecho muchas caridades con los pobres. Por lo que se refiere a mi señor, el marqués, nunca he visto a nadie tan melancólico como él estuvo desde entonces, y en ocasiones se mostraba tan violento que llegamos a pensar que había perdido el sentido. No estuvo mucho tiempo en el castillo, sino que se unió a su regimiento, y, poco después, todos los criados, excepto mi marido y yo, recibieron noticia de que debían marcharse, porque mi señor volvía a la guerra. No se le volvió a ver, porque no regresó al castillo, a pesar de ser un lugar tan hermoso, y nunca acabó las nuevas habitaciones que estaba construyendo en el lado oeste, que, realmente, han estado cerradas desde entonces hasta que vino mi señor el conde.
—La muerte de la marquesa parece algo extraordinario —dijo Emily, que estaba ansiosa por saber más de lo que se atrevía a preguntar.
—Sí, madame —replicó Dorothée—, fue extraordinaria; os he dicho todo lo que vi y podréis fácilmente suponer lo que pensé. No puedo deciros más porque no puedo difundir informaciones que pudieran ofender a mi señor el conde.
—Tienes razón —dijo Emily—. ¿Dónde murió el marqués?
—Creo que en el norte de Francia, mademoiselle —replicó Dorothée—. Me alegró mucho saber que venía mi señor el conde, porque esto ha sido un lugar desolado durante muchos años, y hemos oído ruidos tan raros a veces después de la muerte de mi señora, que, como os dije en otra ocasión, mi marido y yo nos trasladamos a una casa próxima. Os he contado esta triste historia y mis pensamientos, y me habéis prometido que no revelaréis nunca la más mínima información sobre ello.
—Así es —dijo Emily—, y seré fiel a mi promesa, Dorothée; lo que me has dicho me ha interesado más de lo que puedes imaginar. Sólo deseo convencerte para que me digas el nombre del chevalier que pensabas que era merecedor de la marquesa.
No obstante, Dorothée mantuvo su negativa, repitiendo entonces sus comentarios sobre el parecido de Emily con la difunta marquesa.
—Hay otro retrato de ella —añadió— colgado en una habitación de la zona que está cerrada. Fue pintado, según oí, antes de que se casara, y se parece a vos mucho más que la miniatura.
Cuando Emily expresó su profundo deseo de verlo, Dorothée replicó que no le agradaba entrar en aquellas habitaciones; pero Emily le recordó que el conde había hablado hacía unos días de ordenar que fueran abiertas, y Dorothée pareció considerar que sería mejor para ella si entraba primero con Emily que de otro modo, y acabó prometiendo que le mostraría el retrato.
Era noche avanzada y Emily estaba demasiado afectada por la narración de lo que había ocurrido en aquellas habitaciones para desear visitarlas a aquella hora, pero le pidió a Dorothée que volviera a la noche siguiente, cuando no era probable que fueran vistas, y la llevara allí. Además de su deseo de examinar el retrato, sentía gran curiosidad por ver la habitación en la que había muerto la marquesa y que Dorothée le había dicho que permanecía con la cama y el mobiliario que había cuando fue retirado el cuerpo. Las emociones solemnes que la expectativa de contemplar aquella escena habían despertado, se movían al unísono con el tono de su mente deprimida por varias desilusiones. Las intenciones de ánimo aumentaban en vez de remover su depresión; pero tal vez cedió demasiado a su inclinación melancólica, e imprudentemente lamentó la desgracia, que ninguna de sus virtudes podría haberle enseñado a evitar, aunque ningún esfuerzo de la razón le permitía contemplar sin conmoverse la autodegradación de quien en otro tiempo había estimado y amado.
Dorothée prometió regresar a la noche siguiente con las llaves de las habitaciones, y, tras desear a Emily un buen descanso, se marchó. Emily continuó en la ventana, meditando sobre el melancólico destino de la marquesa y confiando que regresara la música. Pero la quietud de la noche siguió sin ser rota, excepto por el murmullo de los árboles, movidos por la brisa, y poco después por la campana distante del convento, dando la una. Se retiró de la ventana, y al sentarse al lado de la cama se dejó llevar por sueños melancólicos, a los que contribuía la soledad de la hora. La tranquilidad fue interrumpida de pronto, no por la música, sino por ruidos nada comunes, que parecían llegar de la habitación de al lado o de alguna del piso inferior. La terrible catástrofe que le había contado, junto con las circunstancias misteriosas que desde entonces habían ocurrido en el castillo, habían conmovido de tal modo su espíritu que se dejó llevar por un momento por la debilidad de la superstición. No obstante, los ruidos no se repitieron y se retiró a olvidar con el sueño la desastrosa historia que acababa de oír.
Ahora es el momento de la noche en que todos los sepulcros abiertos en un bostezo, cada uno deja a la vista su duende, en el sendero del camino de la iglesia. SHAKESPEARE |
A
la noche siguiente, alrededor de la misma hora que la anterior, Dorothée acudió a la habitación de Emily con las llaves del grupo de estancias que habían sido utilizadas particularmente por la difunta marquesa. Se extendían a lo largo del lado norte, formando parte del edificio viejo. Como la habitación de Emily estaba en el sur, tuvieron que cruzar gran parte del castillo, y por las habitaciones de varios miembros de la familia, cuya observación Dorothée estaba ansiosa por evitar, puesto que podrían despertar preguntas y levantar informaciones que habrían desagradado al conde. En consecuencia le pidió a Emily que esperara media hora antes de aventurarse en aquella dirección, y que debían estar seguras de que todos los criados se habían acostado. Era casi la una cuando el castillo se quedó en total silencio y Dorothée pensó que era prudente abandonar la habitación. Durante aquel tiempo su ánimo parecía profundamente afectado por el recuerdo de los pasados acontecimientos, y por la idea de entrar de nuevo en los lugares en los que habían ocurrido y que no había visitado durante tantos años. Emily también estaba afectada, pero sus sentimientos tenían menos de solemne y de temor. Salieron al fin del silencio que las reflexiones y la expectación les habían provocado y abandonaron la habitación. Al principio Dorothée llevaba la lámpara, pero su mano temblaba de tal modo por la inseguridad y la preocupación que Emily la tomó de sus manos y le ofreció su brazo para que apoyara sus débiles pasos.