Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
Mientras tanto, el conde había regresado al comedor, al que se había retirado el grupo de amigos desde los cuartos del lado norte, tras el grito de Dorothée, y estaban entretenidos con preguntas sobre las habitaciones. El conde reprendió a sus invitados por su precipitada retirada y por su inclinación a las supersticiones y atendió sus preguntas. Trataron de si el espíritu, después de abandonar el cuerpo, puede volver a la tierra y si era posible que esos espíritus fueran visibles a los sentidos. El barón opinaba que lo primero era probable y lo último posible, y trató de justificar su punto de vista con citas de autoridades respetables, antiguas y modernas. Por el contrario, el conde estaba decididamente en contra de él y mantuvieron una larga conversación, en la que los argumentos de costumbre sobre el tema fueron manifestados por ambas partes y discutidas con candor pero sin lograr que cada una de ellas convergiera en la opinión de su oponente. El efecto de aquella conversación en el auditorio fue variada. Aunque el conde superó al barón por lo que se refiere a los argumentos, tuvo muchos menos seguidores; porque la tendencia, tan natural en la mente humana, a todo lo que permite distender sus facultades con lo maravilloso y lo asombroso, inclinó a la mayoría del lado del barón; y, pese a que muchas de las proposiciones del conde no podían ser rechazadas, sus oponentes se inclinaban a creer que era consecuencia de su propio deseo de conocimiento.
Blanche estaba pálida y atenta, hasta que una mirada de su padre ridiculizándola, la hizo enrojecer y trató de superar los cuentos supersticiosos que le habían contado en el convento. Emily había escuchado con profunda atención la discusión de lo que para ella era un tema muy interesante y, recordando la aparición que había visto en la alcoba de la difunta marquesa, sintió escalofríos en varias ocasiones. Varias veces estuvo a punto de comentarlo, pero se detuvo ante el temor de preocupar al conde y de exponerse al ridículo, y, en ansiosa expectación por el resultado de la intrepidez de Ludovico, decidió que su silencio futuro tenía que depender de ello.
Cuando el grupo se separó para pasar la noche y el conde se retiró a su cuarto, el recuerdo del aspecto desolado que había visto en su propia casa le afectó profundamente, pero fue despertado de su sueño y de su silencio.
—¿Qué música es esa? —dijo de pronto a su mayordomo—, ¿quién toca a estas horas?
El hombre no contestó, y el conde continuó escuchando, añadiendo después:
—No es un músico cualquiera; toca el instrumento con mano delicada. ¿De quién se trata, Pierre?
—Señor —dijo el hombre, dudando.
—¿Quién está tocando ese instrumento? —repitió el conde.
—¿Entonces es que su señoría no lo sabe? —dijo el criado.
—¿Qué quieres decir? —dijo el conde algo inquieto.
—Nada mi señor, no quiero decir nada —prosiguió el hombre en tono sumiso—, sólo..., que esa música..., se oye con frecuencia en el castillo a medianoche y pensé que su señoría la habría oído antes.
—¡Que se oye música en el castillo a medianoche! ¡Pobre de ti! ¿Y no hay nadie que baile también con la música?
—No es en el castillo, creo, mi señor. El sonido llega desde el bosque, eso dicen, aunque parece muy próximo, pero los espíritus pueden hacerlo todo.
—¡Ah, ya! —dijo el conde—, me doy cuenta de que eres tan bobo como todos los demás. Mañana te convencerás de tu error ridículo, pero, ¡silencio! ¿Qué voz es ésa?
—¡Mi señor!, ésa es la voz que se oye con frecuencia con la música.
—¡Con frecuencia! —dijo el conde—, ¿con cuánta frecuencia? Es una buena voz.
—Yo la he oído sólo dos o tres veces, pero hay algunos que llevan viviendo aquí largo tiempo que la han oído muchas.
—¡Qué interpretación! —exclamó el conde, que escuchaba atentamente—. ¡Qué cadencia! ¡Estoy seguro de que es algo más que mortal!
—Eso es lo que dicen, mi señor —dijo el criado—, que no es mortal, y si puedo deciros lo que pienso...
—¡Silencio! —dijo el conde y se quedó escuchando hasta que la melodía cesó—. ¡Es muy extraño! —dijo al regresar de la ventana—, ciérralas, Pierre.
Pierre obedeció y el conde le despidió poco después, pero no pudo olvidar la música que vibró largo tiempo en su fantasía mientras la sorpresa y la perplejidad ocupaban su pensamiento.
Ludovico, mientras tanto, en la remota habitación oyó de vez en cuando el eco lejano de puertas que se cerraban, según se retiraban todos a descansar y, poco después, el reloj del vestíbulo, a gran distancia, dio doce campanadas. «Medianoche», dijo, y miró con sospecha por la habitación. El fuego de la chimenea estaba a punto de apagarse, ya que su atención se había concentrado en el libro que tenía ante él y se había olvidado de todo lo que le rodeaba. Añadió algunos troncos, no porque tuviera frío, aunque la noche era tormentosa, sino para que hubiera más claridad, y, tras avivar la lámpara, se echó un vaso de vino, aproximó más la silla al fuego, trató de no oír el viento, que azotaba tristemente en las ventanas, y de abstraer su mente de la melancolía que le envolvía, y retomó al libro. Se lo había prestado Dorothée, que lo había cogido de un oscuro rincón de la biblioteca del marqués, y después de conocer las maravillas que relataba, lo había guardado cuidadosamente para su entretenimiento, lo que le daba una excusa para no devolverlo a su lugar. Por habérsele caído al suelo, la cubierta estaba algo desfigurada y las hojas descoloridas con manchas y las letras se seguían con dificultad. Las narraciones de los escritores provenzales, ya fueran procedentes de leyendas árabes, llevadas a España por los sarracenos, o recogidas por las expediciones de los cruzados, a los que acompañaron al este los trovadores, eran por lo regular espléndidas y siempre maravillosas, tanto en sus descripciones como en sus incidencias, y no era sorprendente que Dorothée y Ludovico se sintieran fascinados por las historias que habían cautivado en etapas anteriores la imaginación despreocupada en todos los rangos sociales. Algunos de los cuentos del libro que tenía Ludovico eran de estructura simple y no carecían del armazón magnífico de las conductas heroicas que caracterizan habitualmente las fábulas del siglo XII y de sus descripciones, como el que acababa de empezar a leer, que, en su forma original, era de gran extensión, pero que puede ser relatado de forma breve. El lector advertirá que está profundamente imbuido con las supersticiones de la época.
CUENTO PROVENZAL
En la provincia de Bretaña vivía un noble barón, fa moso por su magnificencia y cortés hospitalidad. Su castillo estaba adornado con damas de exquisita belleza, y protegido por ilustres caballeros; porque el honor con que pagaba los hechos caballerescos invitaba a los valientes de distintos países a entrar en su ejército y su corte era más espléndida que la de muchos príncipes. Tenía ocho trovadores a su servicio, que solían cantar con sus arpas historias románticas, inspiradas en los árabes o en aventuras caballerescas, a las que se enfrentaron los caballeros durante las cruzadas, o en las hazañas marciales del barón, su señor; mientras, él, rodeado por sus caballeros y damas, celebraba banquetes en el gran salón de su castillo, en el que la costosa tapicería que adornaba los muros con la descripción de las batallas de sus antepasados; las vidrieras de sus ventanales, enriquecidas con escudos de armas; las deslumbrantes banderas, que se agitaban en el techo, las suntuosas panoplias, la profusión de oro y plata, que brillaba en los armarios; los numerosos platos, que cubrían las mesas, el número y las alegres libreas de sus criados, con el vestuario caballeresco y espléndido de sus invitados, se unían para formar una escena magnífica que no podríamos esperar ver en estos «días degenerados».
Se relata la siguiente aventura del barón. Una noche, habiéndose retirado tarde del banquete a su cámara, y despedido a sus criados, se vio sorprendido por la aparición de un desconocido de aire noble, pero de rostro entristecido y melancólico. Creyendo que aquella persona había entrado secretamente en la habitación, puesto que parecía imposible que hubiera podido pasar por la antecámara sin ser descubierto por los pajes, que habrían impedido su intrusión en la de su señor, el barón llamó en voz alta a sus servidores, desenvainó la espada, que aún no se había quitado de su costado y se dispuso a defenderse. El desconocido, avanzando lentamente, le dijo que no tenía nada que temer; que no venía con un propósito hostil, sino para comunicarle un terrible secreto que era necesario que conociera.
El barón, contenido por los ademanes corteses del desconocido, tras observarle durante algún tiempo, en silencio, guardó la espada en la vaina y le indicó que explicara por qué medios había conseguido llegar a su cámara y el propósito de su extraordinaria visita.
Sin contestar a ninguna de estas preguntas, el desconocido dijo que no podía en ese momento explicar nada, pero que, si el barón le seguía hasta el borde del bosque, a poca distancia de los muros del castillo, se convencería de que tenía algo importante que comunicarle.
Esta propuesta alarmó de nuevo al barón, quien no podía creer que el desconocido intentara llevarle a un lugar tan solitario a aquella hora de la noche sin tener algún propósito contra su vida, y rehusó acudir, observando, al mismo tiempo, que si los propósitos del desconocido eran honorables, no persistiría en negarse a revelar el motivo de su visita a la cámara en la que se encontraba.
Mientras lo decía, observó al desconocido aún con más atención que antes, pero no se advirtió cambio alguno en su rostro o síntoma alguno que pudiera revelar la conciencia de una intención malvada. Iba vestido como un caballero, era de alta y majestuosa estatura y de ademanes dignos y corteses. Pese a ello, siguió negándose a comunicar la razón de su deseo de que acudiera a aquel lugar que había mencionado, y, al mismo tiempo, dio algunas indicaciones relativas al secreto que iba a revelar, que despertaron un cierto grado de curiosidad en el barón que, finalmente, le indujeron a acceder a seguir al desconocido bajo ciertas condiciones.
—Señor caballero —dijo—, os acompañaré hasta el bosque, y llevaré conmigo únicamente a cuatro de mis hombres, que serán testigos de nuestra conferencia.
Sin embargo, el caballero se opuso a ello.
—Lo que tengo que desvelaros —dijo solemnemente— es únicamente para vos. Sólo hay tres personas vivas que conocen este asunto; es de más importancia para vos y para vuestra casa de lo que puedo explicar ahora. En años futuros recordaréis esta noche con satisfacción o arrepentimiento, de acuerdo con lo que ahora decidáis, como podréis comprobar. Seguidme. Os ofrezco mi honor de caballero de que nada malo os ocurrirá; si estáis dispuesto a enfrentaros al futuro, permaneced en vuestra cámara y me marcharé como he venido.
—Señor caballero —replicó el barón—, ¿cómo es posible que mi futuro pueda depender de mi decisión presente?
—No os puedo informar de eso —dijo el desconocido—, ya he dicho todo lo que podía. Se hace tarde; si me seguís debe ser rápido; tenéis que considerar la alternativa.
El barón quedó pensativo, y, al mirar al caballero, advirtió que su rostro asumía una solemnidad singular.
En este momento Ludovico creyó oír un ruido y echó una mirada por la habitación, cogiendo después la lám para p ara que le asistiera en su observación; pero, al no ver nada que confirmara su alarma, retomó de nuevo al libro y continuó con la historia.
El barón paseó por la habitación durante un momento, en silencio, impresionado por las últimas palabras del desconocido, cuya extraordinaria petición temía aceptar, del mismo modo que también temía rechazarla. Por fin dijo:
—Señor caballero, me sois totalmente desconocido; decidme vos mismo, si es razonable que confíe en una persona extraña, a esta hora, en un bosque solitario. Decidme, al menos, quién sois, y quién os ayudó a entrar secretamente en mi cámara.
El caballero frunció el ceño al oír estas últimas palabras y guardó silencio. Después, con el rostro algo alterado, dijo:
—Soy un caballero inglés; me llamo sir Bevys of Lancaster, y mis hazañas no son desconocidas en la Ciudad Santa, de donde regresaba a mi país cuando me vi sorprendido por la noche en un bosque próximo.
—Vuestro nombre no es desconocido para la fama —dijo el barón—, lo he oído. —El caballero le miró altivamente—. Pero, puesto que mi castillo es famoso por estar dispuesto a entretener a todos los verdaderos caballeros, ¿por qué vuestros heraldos no os han anunciado? ¿Por qué no os habéis presentado en el banquete, en el que. vuestra presencia habría sido bien recibida, en lugar de esconderos en mi castillo é introduciros en mi cámara a medianoche?
El desconocido frunció el ceño de nuevo y se apartó en silencio; pero el barón repitió las preguntas.
—No he venido —dijo el caballero— para responder a preguntas, sino para revelar hechos. Si queréis saber más, seguidme, y de nuevo os ofrezco el honor de caballero de que regresaréis sano y salvo. Decidid rápido, debo marcharme.
Tras una nueva duda, el barón decidió seguir al desconocido y ver el resultado de su extraordinaria petición. En consecuencia, sacó de nuevo la espada y, cogiendo una lámpara, hizo una señal al caballero para que dirigiera el camino. Este último obedeció, y, abriendo la puerta de la cámara, pasaron a la antecámara, donde el barón, sorprendido al encontrar a todos sus pajes dormidos, se detuvo, y con enorme violencia se dirigió a reprimirlos por su descuido, cuando el caballero agitó una mano y le miró tan expresivamente que contuvo su indignación y siguió su camino.
El caballero, tras descender por una escalera, abrió una puerta secreta que el barón creía que sólo conocía él, y, recorriendo varios pasadizos estrechos y en círculo, llegó, finalmente, a una pequeña salida que daba al otro lado de los muros del castillo. El barón le seguía en silencio, sorprendido ante el hecho de que aquel paso secreto fuera tan conocido por un extraño y se sintió inclinado a renunciar a una aventura que parecía parte de una traición y de un peligro. Entonces, considerando que iba armado y observando el aire noble y cortés de su conductor, recuperó el coraje, se sonrojó ante la idea de haber dudado un momento y decidió seguir el misterio hasta el final.
Salió a una plataforma, frente a la entrada del castillo, en la que, al mirar hacia arriba, percibió las luces en diferentes ventanas de sus invitados, que se habían retirado a dormir, y mientras se agitaba por el frío y contemplaba la oscura y desolada escena que le rodeaba, pensó en las comodidades de su cámara, animada por el fuego de los troncos, y sintió durante unos momentos el total contraste con su situación presente.