Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
—¡Ah, mademoiselle! —dijo Dorothée—, es una historia muy triste. No puedo contárosla. Pero ¿qué estoy diciendo? Nunca la contaré. Han pasado muchos años desde que ocurrió y no he hablado con nadie de la marquesa que no fuera mi marido. Él vivía en esta casa por aquel entonces, como yo, y estaba enterado de muchos detalles por mí, que nadie más conocía, porque yo fui la persona que estuvo con mi señora en su última enfermedad y vi y oí tanto o más que el mismo señor. ¡Era un santo! ¡Qué paciencia tenía! ¡Cuando ella murió, pensé que él también moriría!
—Dorothée —dijo Emily, interrumpiéndola—, lo que me digas, puedes confiar en ello, nunca lo contaré a nadie. Tengo, lo repito, razones particulares para desear que me informes de este asunto, y estoy dispuesta a comprometerme del modo más solemne a no mencionar lo que me pidas que mantenga secreto.
Dorothée pareció sorprendida ante la reacción de Emily, y, tras mirarla en silencio durante un rato, dijo:
—¡Señorita! Vuestra mirada apoya vuestras súplicas, se parece mucho a las de mi querida señora, y casi creo estar viéndola a ella. Si fuerais su hija no podríais recordármela más. Pero la cena ya debe estar preparada, ¿no sería mejor que bajarais?
—Prométeme primero acceder a mi petición —dijo Emily.
—Tenéis que decirme primero, mademoiselle, cómo llegó ese retrato a vuestras manos y las razones que decís tener para vuestra curiosidad por mi señora.
—No puedo, Dorothée —replicó Emily, recomponiéndose—. Tengo también razones particulares para guardar silencio sobre este asunto, al menos hasta que sepa algo más, y, recuerda, no prometo hablar de ello; en consecuencia, no pienses que al satisfacer mi curiosidad lo puedes hacer porque vas a lograr cumplir la tuya. Lo que yo juzgue propio para ser ocultado no me concierne sólo a mí, ya que en caso contrario tendría menos escrúpulos en revelarlo, pero no puedo decirte nada que pueda persuadirte a que accedas a mi solicitud.
—Bien, señora —replicó Dorothée, tras una larga pausa durante la cual tuvo los ojos fijos en Emily—, parecéis tan interesada, y ese retrato y vuestro rostro me hacen pensar que tenéis razones para ello, por lo que confiaré en vos y os diré algunas cosas que nunca he contado a nadie que no fuera mi marido, aunque mucha gente las haya sospechado. Os hablaré también de los detalles de la muerte de mi señora y de mis propias sospechas, pero debéis prometerme primero por todos los Santos...
Emily, interrumpiéndola, prometió solemnemente no revelar jamás lo que le confiara sin el consentimiento de Dorothée.
—Está sonando la llamada para la cena, mademoiselle —dijo Dorothée—, tengo que marcharme.
—¿Cuándo te volveré a ver? —preguntó Emily.
Dorothée meditó un momento y después contestó:
—Despertaré la curiosidad de la gente si se sabe que estoy mucho tiempo en vuestra habitación y tendría que lamentarlo, así que vendré cuando sepa que no puedo ser observada. Tengo mucho trabajo a lo largo del día y mucho que decir, por lo que si os parece bien, vendré cuando todos estén acostados.
—Me parece muy bien —replicó Emily—, entonces, recuérdalo, esta noche.
—No lo olvidaría —dijo Dorothée—, pero me temo que no podré venir esta noche, madame, porque se celebrará el baile de la vendimia, y será muy tarde cuando los criados se retiren a descansar, ya que cuando se ponen a bailar, con el fresco del ambiente, no lo dejan hasta por la mañana. Al menos eso era lo que se hacía en mis tiempos.
—¡Ah! ¿Es hoy el baile de la vendimia? —dijo Emily, con un profundo suspiro, recordando que fue en la víspera de aquel festival, el año anterior, cuando St. Aubert y ella llegaron a la vecindad del Chateau-le-Blanc. Se detuvo un momento, dominada por los recuerdos inesperados y, tras recobrarse, añadió—: Pero ese baile se hace en el bosque, por lo que no necesitarán de ti y podrás venir fácilmente.
Dorothée replicó que estaba acostumbrada a asistir al baile de la vendimia y que no quería perdérselo:
—Pero si puedo escaparme, lo haré —dijo.
Emily corrió al comedor, donde el conde se comportó con la cortesía que es inseparable de la verdadera dignidad, y que la condesa practicaba pocas veces, aunque su actitud hacia Emily era una excepción en sus costumbres. Pero, si no poseía esas virtudes ornamentales, participaba de otras cualidades que consideraba valiosas. Había prescindido de la gracia de la modestia, pero sabía muy bien cómo manifestar su seguridad; sus maneras tenían poco de la dulzura temperada que es necesaria para que sea interesante el carácter femenino, pero podía ocasionalmente suplirlo con el afecto de su ánimo, que parecía hacerle triunfar sobre cualquier persona que se acercara a ella. En el campo, sin embargo, adoptaba generalmente una languidez elegante, que la hacía parecer a punto de desmayarse cuando se leía una historia de pesares ficticios; pero su rostro no sufría cambio alguno cuando seres vivos solicitaban su caridad, y su corazón no mostraba alteración alguna para proporcionarles consuelo inmediato. No se conmovía por los más altos lujos ante los cuales la mente humana puede ser sensible, pero su interior no cedía ante el rostro de la miseria.
Por la tarde, el conde y toda su familia, excepto la condesa y mademoiselle Beam, fueron a los bosques para presenciar la fiesta de los campesinos. La escena tenía lugar en un claro, en el que los árboles abiertos formaban un círculo rodeado de musgo, cubierto de sombra. De las ramas de los viñedos, llenas de racimos, habían colgado cintas alegres, y bajo ellas mesas con fruta, vino, queso y otros alimentos rurales, y asientos para el conde y su familia. A poca distancia habían colocado unos bancos para los campesinos de más edad, aunque alguno de ellos no pudo contenerse y se unió a la danza festiva, que comenzó poco después de ponerse el sol, cuando varios de más de sesenta años se unieron con tanta alegría y ligereza como los de dieciséis.
Los músicos, que estaban sentados sobre la hierba, al pie de un árbol, parecían inspirados por el sonido de sus propios instrumentos, en su mayoría flautas y una especie de guitarra alargada. Detrás, de pie, un muchacho tocaba el tambor y bailaba solo, excepto cuando golpeaba alegremente el instrumento, y se mezclaba con los otros bailarines con gestos que despertaban risas abiertas y animaban el espíritu rústico de la escena.
El conde estaba encantado con la felicidad de la que era testigo, a la que su bondad había contribuido ampliamente, y Blanche se unió al baile con un joven caballero invitado de su padre. Du Pont solicitó la mano de Emily para unirse al grupo, pero su espíritu estaba demasiado deprimido para que le permitiera participar de aquella fiesta, que le traía el recuerdo del año anterior, cuando aún vivía St. Aubert, y las escenas melancólicas que llegaron a continuación.
Dominada por estos pensamientos, abandonó el lugar y paseó por el bosque, en el que la música lejana conmovió su mente melancólica. La luna lanzaba una luz amarilla entre las hojas y el aire era suave y fresco. Emily, perdida en sus pensamientos, siguió caminando, sin fijarse por dónde, hasta que advirtió que los sonidos se alejaban y se vio envuelta en el silencio que la rodeaba, roto a veces, únicamente por el ruiseñor.
Notas fluidas que cierran los ojos del día.
Poco después, se encontró en la avenida, en la que, en la noche de la llegada con su padre, Michael había intentado cruzar en busca de una casa, y que estaba tan abandonada y desolada como entonces, ya que el conde había estado demasiado ocupado en dirigir otras mejoras y había desistido de dar órdenes para que arreglaran aquella zona en la que el camino estaba medio destruido y los árboles lo cubrían en abundancia.
Según lo contemplaba y revivía las emociones que había sentido allí anteriormente, recordó de pronto la figura que se había deslizado entre los árboles y que no atendió a las repetidas llamadas de Michael. Sintió una especie de miedo, porque no parecía improbable que aquellos bosques profundos sirvieran ocasionalmente de refugio a los bandidos. En consecuencia, se dio la vuelta y corría ya en su regreso junto a los bailarines, cuando oyó pasos que se aproximaban por la avenida. Al darse cuenta de que estaba demasiado lejos, pues no oía las voces ni la música de los campesinos, aceleró el paso, pero las personas que la seguían se le acercaron. Distinguió por fin la voz de Henri. Se detuvo hasta que apareció. Él manifestó su sorpresa al encontrársela tan lejos de todos, y cuando le indicó que la luna la había engañado para alejarse más de lo que se proponía, una exclamación que salió de los labios de su compañero le hizo creer que era Valancourt el que hablaba. ¡Y era él, verdaderamente! Su encuentro fue como puede ser imaginado entre personas tan afectuosas y que llevaban tanto tiempo separados como ellos.
Con la alegría de aquellos momentos, Emily olvidó todos los sufrimientos pasados, y Valancourt, por su parte, pareció ignorar que existiera otra persona que no fuera Emily, mientras Henri fue espectador silencioso y sorprendido de la escena.
Valancourt hizo mil preguntas, relativas a ella y a Montoni, que no era el momento de contestar, y Emily supo que su carta le había sido reenviada a París, ciudad que ya había abandonado para volver a Gascuña, donde regresó la carta, que finalmente le informó de la llegada de Emily. De inmediato se encaminó al Languedoc. En el monasterio, donde ella había fechado la carta, comprobó con gran contrariedad que ya habían cerrado las puertas para toda la noche, y creyendo que no vería a Emily hasta la mañana siguiente, regresaba a la posada con intención de escribirle, cuando se encontró con Henri, al que había conocido en París, que le condujo hasta ella cuando pensaba y se lamentaba secretamente de que no la vería hasta el día siguiente.
Los tres regresaron a la fiesta, donde Henri presentó a Valancourt al conde, quien, según le pareció, le recibió con menos complacencia de la que tenía por costumbre, pese a que no eran totalmente desconocidos. No obstante, fue invitado a participar de las diversiones de la tarde y. tras presentar sus respetos al conde y mientras los bailarines continuaban con su fiesta, se sentó junto a Emily y conversaron sin limitaciones. Las luces, que habían sido colgadas de los árboles bajo los que se encontraban. le permitieron a Emily ver el rostro que con tanta frecuencia había tratado de recordar en su ausencia. y advirtió. con algún pesar, que no era el mismo que conocía. Conservaba el aire inteligente y el fuego de antes, pero había perdido mucho de su sencillez y, en cierta medida, de la abierta tolerancia que le había caracterizado. No obstante, seguía siendo un rostro interesante, pero Emily pensó que percibía a intervalos contracciones de ansiedad y fijaciones melancólicas en los rasgos de Valancourt. A veces caía en una momentánea meditación y parecía inquieto por disipar un pensamiento; mientras otras, al fijar los ojos en Emily, cruzaba su mente una inesperada discreción. Por su parte, Valancourt comprobó la misma belleza y bondad que le habían encanuto en el rostro de Emily cuando la conoció. El color de su rostro había disminuido. pero permanecía toda su dulzura, que le hacía interesante que nunca por la leve expresión de melancolía que en ocasiones se mezclaba con su sonrisa.
Atendiendo sus ruegos, Emily le contó los detalles importantes de lo que le había ocurrido desde que se marchó de Frania. y su mente se vio envuelta alternativamente por emociones de piedad y de indignación cuando se enteró de todo lo que había sufrido por las villanías de Montoni. En más de una ocasión, cuando ella la hablaba de su comportamiento, cuya culpabilidad era más bien suavizada que exagerada en su narración, se levantaba de su asiento y paseaba, dominado aparentemente por reproches y resentimientos. Habló poco de sus sufrimientos y él escuchó inquieto los informes que se referían a la pérdida de las propiedades de madame Montoni y de lo poco que confiaba en recuperadas. Valancourt permaneció perdido en sus pensamientos hasta que algún secreto le hizo manifestarse lleno de angustia, y se apartó de ella abruptamente. A su regreso, Emily advirtió que había estado llorando y le suplicó con ternura que se dominara.
—Mis sufrimientos ya se terminado —dijo—, ya he escapado de la tiranía de Montoni, y veo que estás bien. Permite que te vea también feliz.
Valancourt estaba más agitado que antes.
—No te merezco, Emily —dijo—. No te merezco.
Palabras que por su manera de decirlas impresionaron más a Emily que su propio sentido. Se quedó mirándole de modo interrogativo.
—No me mires así —dijo él, apartando la vista y oprimiendo su mano—, no puedo soportar esas miradas.
—Tengo que preguntarte —dijo Emily, en tono gentil pero agitado— el significado de tus palabras, pero me doy cuenta de que no es el momento. Hablemos de otras cosas. Quizá mañana estés más sereno. Observa la luz de la luna en el bosque y las torres que aparecen oscuramente en la perspectiva. Solías ser un gran admirador del paisaje, y te he oído decir que la facultad de lograr un consuelo en la contemplación de esos sublimes espectáculos. que ni la opresión ni la pobreza pueden aneblarnos. era la bendición de los inocentes.
Valancourt pareció profundamente afectado.
—Sí —replicó—. una vez tuve la satisfacción de los placeres inocentes y elegantes. Tuve en otro tiempo un corazón no corrompido. —Después. controlándose, añadió—: ¿Recuerdas nuestro viaje por los Pirineos?»
—¿Podría olvidarlo? —dijo Emily.
—¿Podría yo? —replicó—, cuando fue el período más feliz de mi vida. Entonces quería con entusiasmo todo lo que era grande o hermoso.