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Authors: Ann Radcliffe
Ann Radcliffe (1764-1823) es la escritora más emblemática de la imaginación gótica, y sus novelas fueron punto de referencia para los autores que cultivaron el género. Tres obras se alzan en el altar de la literatura gótica:
Los misterios de Udolfo
de la Radcliffe,
El monje
de Lewis, y
Melmoth el errabundo
de Maturin (los tres editados en esta colección). Los misterios de Udolfo se desarrolla en el siglo XVI, y está ubicada en Francia e Italia. Emily, como todas las heroínas de la Radcliffe, se enfrenta a las adversidades y desastres provocados por Montoni con la fuerza de la racionalidad, después de haber sucumbido momentáneamente a la superstición. La persecución del malvado Montoni tiene lugar en el castillo de Udolfo, donde acontecen múltiples fenómenos sobrenaturales: vagas figuras extrañas, un fantasma en las almenas, sepulcrales voces misteriosas...
Los misterios de Udolfo,
junto con
El italiano,
son las cimas del arte de Ann Radcliffe, y de la novela gótica y romántica.
Ann Radcliffe
Los misterios de Udolfo
ePUB v1.0
chungalitos16.01.12
Título original:
The Mysteries of Udolpho
Traducción: Carlos José Costas Solano
Valdemar, 1992
ISBN: 84-7702-063-9
Ann Radcliffe (1764-1823) fue la hija de William y Ann Oates Ward. Su padre trabajó como representante de una compañía familiar. Durante su infancia visitó con cierta asiduidad a su tío, Thomas Bentley, un hombre de cultura, entre cuyas amistades figuraban hombres de letras y científicos de la época, como el doctor Daniel Solander, que acompañó al capitán Cook en su vuelta al mundo. Recibió la educación típica de su tiempo: algo de arte y de música. No obstante, sus amplias lecturas cimentaron su espíritu creador; sus obras preferidas, como
Macheth
de Shakespeare y
Los Bandidos
de Schiller, ejercieron una poderosa influencia en su producción literaria. Cuando Ann fue a vivir a Bath, Sophia y Harriet Lee abrieron una escuela para «jovencitas», que probablemente frecuentó Ann. La novela
The Recess
, publicada por Sophia Lee en 1785, causó un gran impacto en nuestra autora.
En 1787 se casó con William Radcliffe, un estudiante de derecho que nunca llegó a finalizar sus estudios; posteriormente se dedicó al periodismo y llegó a ser el propietario del
English Chronicle.
William animó siempre a escribir a su mujer, y leía con entusiasmo sus manuscritos. Aunque en las novelas de Radcliffe abundan las descripciones de Italia, sólo salió una vez de Inglaterra para visitar Francia y Alemania; las impresiones de este viaje fueron editadas en un diario. Tras la publicación de su quinta novela,
El italiano, o el confesionario de los penitentes negros,
Radcliffe se sumió en la melancolía, debido a la muerte de sus padres y a la enfermedad de su marido; este cambio anímico provocó que abandonara su inclinación por la escritura. Al final de sus días trabajó en una última novela ambientada en la Edad Media:
Gastón de Blondeville,
publicada póstumamente.
Radcliffe es una escritora emblemática de la imaginación gótica, y, a pesar de que a veces ha sido poco estimada, sus novelas son obras muy logradas y fueron punto de referencia para numerosos autores, como Austen, Coleridge, Byron, Keats, Scott, etc. La acción de
Los Misterios de Udolfo
se desarrolla en el siglo
XVI
y está ubicada en Francia e Italia. Emily, como todas las heroínas de Radcliffe, se enfrenta a los desastres y adversidades provocados por el malvado italiano Montoni con fuerza y racionalidad, después de haber sucumbido momentáneamente a la superstición, debido a que su persecución tiene lugar en el castillo de Udolfo, que da cabida a múltiples fenómenos sobrenaturales: vagas figuras extrañas, un fantasma en las almenas, sepulcrales voces misteriosas, que finalmente se resuelven en causas naturales. Sin embargo, el acontecimiento sobrenatural más célebre de la novela es sin duda el protagonizado por el velo negro: Emily había oído hablar de él y, movida por la curiosidad lo descorre; tras él aparece un horror sin nombre. La imagen del velo se convierte en un tema recurrente a lo largo de la novela. La descripción del paisaje, que juega un papel esencial para transmitir el estado emocional de los personajes, alcanza momentos de esplendor, y lo sobrenatural es tratado con dominio y maestría.
Los Misterios de Udolfo
, junto con
El Italiano,
se hallan en la cumbre del arte romántico; los horrores aquí descritos provocan una intensidad emocional no superada en la novela gótica.
A. IZQUIERDO
El destino encaja en estas oscuras alacenas, y frunce el ceño,
y, cuando las puertas se abren para recibirme,
su voz, en repetidos ecos por los patios,
revela un hecho indescriptible.
el hogar es el refugio, del amor, del júbilo, de la paz, y mucho más, donde soportando y soportando, refinados amigos y queridos parientes se unen en la felicidad. THOMSON |
E
n las gratas orillas del Garona, en la provincia de Gascuña, estaba, en 1584, el castillo de monsieur St. Aubert. Desde sus ventanas se veían los paisajes pastorales de Guiena y Gascuña, extendiéndose a lo largo del río, resplandeciente con los bosques lujuriosos, los viñedos y los olivares. Hacia el sur, la visión se recortaba en los majestuosos Pirineos, cuyas cumbres envueltas en nubes, o mostrando siluetas extrañas, se veían, perdiéndose a veces, ocultas por vapores, que en ocasiones brillaban en el reflejo azul del aire, y otras bajaban hasta las florestas de pinos impulsados por el viento. Estos tremendos precipicios contrastaban con el verde de los pastos y del bosque que se extendían por sus faldas. En ellas se veían cabañas, casas o simples edificios, en los que reposaba la vista después de haber llegado a las alturas cortadas a pi co. Hacia el norte y el este, las llanuras de Guiena y de Languedoc se perdían en la distancia; al oeste estaba situada la Gascuña bañada por las aguas del Vizcaya.
A monsieur St. Aubert le encantaba pasear con su esposa y su hija por el margen del Garona y escuchar la música que producía su oleaje. Había conocido otras formas de vida que no eran de tanta simplicidad pastoril, participando en las bulliciosas y ocupadas actividades del mundo; pero el elogioso retrato que se había forjado en su juventud de la humanidad, la experiencia lo había ido corrigiendo dolorosamente. Sin embargo, después de las distintas visiones de la vida, sus principios no se habían visto conmovidos, ni su benevolencia perjudicada. Se retiró de la multitud, «más con pena que con ira», al escenario de la simple naturaleza, al puro deleite de la literatura y al ejercicio de las virtudes domésticas.
Era descendiente de la rama más joven de una familia ilustre. Las deficiencias de la riqueza patrimonial pueden ser suplidas por una excelente alianza matrimonial o por el éxito en las intrigas de los negocios públicos. Pero St. Aubert tenía un excesivo sentido del honor para tener en cuenta la segunda posibilidad y muy poca ambición para sacrificar a la riqueza lo que él llamaba felicidad. Tras la muerte de su padre, contrajo matrimonio con una mujer amable, de su mismo nivel social y de una fortuna no superior a la suya. El fallecido monsieur St. Aubert tenía un sentido de la liberalidad, o de la extravagancia, que había influido en sus asuntos, que obligaron a su hijo a deshacerse de una parte de los dominios familiares, y, algunos años después de su matrimonio, los vendió a monsieur Quesnel, hermano de su esposa, y se retiró a una pequeña propiedad en Gascuña, en donde la felicidad conyugal y los deberes de padre dividían su atención con los tesoros del conocimiento y las iluminaciones del genio.
Desde su infancia había estado en contacto con esa zona. Cuando era niño había hecho frecuentes excursiones y las impresiones que guardaba en su memoria no se habían visto alteradas por las circunstancias. Los verdes pastos que con tanta frecuencia había recorrido en la libertad de su juventud, los bosques bajo cuyas sombras refrescantes se había sumido en los primeros pensamientos melancólicos, que más tarde habían de ser una de las notas más acusadas de su carácter, los paseos por las montañas, el río, en cuyas aguas había nadado, y las llanuras distantes, que le recordaban sus más tempranas esperanzas, siempre fueron evocados por St. Aubert con entusiasmo. Y, al final, se había separado del mundo y retirado allí para realizar los deseos de muchos años.
El edificio, como era entonces, tenía el aspecto de una casa de verano, que llamaba la atención de cualquier extraño por su simplicidad o por la belleza de sus alrededores; por ello fue preciso hacer una serie de adiciones para convertirlo en una confortable residencia familiar. St. Aubert sentía un especial afecto por cada parte de la construcción que le recordaba su juventud, y no permitió que fuera quitada una sola piedra; de tal modo, que el nuevo edificio, adaptado al estilo del antiguo, formaba con él una residencia simple y elegante. El buen gusto de madame St. Aubert se ocupó de los interiores, en los que se observaba una casta simplicidad tanto en los muebles como en los ornamentos de las habitaciones, que definían las costumbres de sus habitantes.
La biblioteca ocupaba el lado oeste del castillo y fue enriquecida con una colección de los mejores libros en las lenguas antiguas y modernas. Esta habitación se abría a una arboleda, situada en un leve declive que caía hacia el río, y los altos árboles le daban una sombra melancólica y grata; mientras que desde las ventanas se podía admirar todo el paisaje del lado oeste y, hacia la izquierda, los tremendos precipicios de los Pirineos. Junto a la biblioteca había un gran invernadero, totalmente lleno de plantas de gran belleza y poco conocidas, porque una de las distracciones de St. Aubert era el estudio de la botánica. Para él era una fiesta, con su mente de naturalista, recorrer las montañas vecinas, a lo que con frecuencia dedicaba todo el día. Madame St. Aubert le acompañaba a veces en aquellas pequeñas excursiones y más a menudo su hija. Con una pequeña cesta recogían plantas, mientras que solían llevar otra con alguna bebida fría de las que no podían conseguir en las cabañas de los pastores. Pasaban así por los escenarios más románticos y magnificentes, sin que nada les distrajera de su trabajo. Llegaban a las rocas de difícil acceso con su entusiasmo, y cuando no alcanzaban sus objetivos, se entretenían entre las flores silvestres y las plantas aromáticas que brotaban en las rocas o nacían en la hierba.
Al lado del invernadero, por el lado este, mirando hacia las llanuras de Languedoc, había una habitación que Ernily consideraba como suya y en la que tenía sus libros, sus dibujos, sus instrumentos musicales y algunas plantas y pájaros favoritos. En ella se ejercitaba habitualmente en las artes de la elegancia, que cultivaba sólo porque coincidían plenamente con sus gustos, y en las que su talento natural, asistido por las instrucciones de monsieur y madame St. Aubert, hacían que destacara. Las ventanas de esta habitación eran particularmente agradables; llegaban hasta el suelo y se abrían sobre la zona de césped que rodeaba la casa. La vista se recreaba en los almendros, las palmeras, fresnos y mirtos, hacia el lejano paisaje por el que corrían las aguas del Garona.
Cuando concluía el trabajo, los campesinos disfrutaban del clima por la tarde bailando en grupos en las márgenes del río. Las vivaces melodías, los pasos
debonnaire
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, las airosas figuras de los bailarines, con el buen gusto y el modo caprichoso con el que las muchachas se ajustan sus sencillos vestidos, daban a las escenas un carácter totalmente francés.
La parte frontal del castillo, en un estilo del sur, se abría a la grandeza de las montañas. A la entrada, en el piso bajo, había un vestíbulo rústico y dos amplios cuartos de estar. El primer piso, que era el último, estaba integrado por las alcobas, a excepción de una de las habitaciones que tenía una terraza, que utilizaban generalmente para tomar el desayuno.
En todo el terreno que rodeaba la casa, St. Aubert introdujo mejoras de muy buen gusto, aunque el cariño que sentía por los objetos que le recordaban su infancia había hecho que en ocasiones sacrificara el buen gusto al sentimiento. Había dos alerces que daban sombra al edificio y limitaban la visibilidad. St. Aubert había declarado en alguna ocasión que creía que debía tener la debilidad suficiente para llorar cuando los talaran. Además de estos alerces, había plantado una pequeña arboleda de hayas, pinos y fresnos. En las corrientes de la orilla del río, había un naranjal, limoneros y palmeras, cuyos frutos, en el fresco de la tarde, despedían una deliciosa fragancia. Con ellos se mezclaban algunos árboles de otras especies. Allí, bajo la sombra de un plátano silvestre, que extendía sus ramas hacia el río, se sentaba St. Aubert en las tardes de los veranos, con su esposa y los niños, para contemplar, entre sus hojas, la puesta del sol, el esplendor suave de las luces desapareciendo en el paisaje lejano, hasta que las sombras del crepúsculo se reunían en un soberbio color gris. Allí, también, le gustaba leer, conversar con madame St. Aubert o jugar con sus hijos, dejándose llevar por la influencia de aquellos afectos dulces, rodeado de simplicidad y de naturaleza. Había dicho con frecuencia, mientras lágrimas de satisfacción brotaban de sus ojos, que aquellos momentos eran infinitamente más agradables que cualquiera de los que había pasado en los escenarios brillantes y tumultuosos que son admirados por el mundo. Su corazón tenía todo lo que ambicionaba y ningún otro deseo de felicidad ocupaba su interés. La conciencia de comportarse como debía se reflejaba en la serenidad de sus maneras, lo que nada hubiera podido sustituir en un hombre de unas percepciones morales como las suyas, y que confiaban su sentido de todas las bendiciones que le rodeaban.
La sombra más profunda del crepúsculo no le inclinaba a abandonar su lugar favorito junto al plátano silvestre. Era feliz en esas últimas horas del día en las que se apagan los últimos rayos de luz; cuando las estrellas, una tras otra, tiemblan en el éter y se reflejan en el espejo oscuro de las aguas. Esas horas, que por encima de las restantes, llenan la mente de ternura y elevan a la contemplación sublime. Con frecuencia tomaba su cena campesina de leche y frutas bajo los suaves rayos de la luna que penetraban entre las ramas. Entonces, en la calma de la noche, le llegaba el canto del ruiseñor, respirando dulzura y despertando la melancolía.
Las primeras interrupciones de la felicidad que había conocido desde que decidió retirarse, fueron ocasionadas por la muerte de sus dos hijos. Los perdió en esa edad infantil de simplicidad fascinante; y, aunque en consideración a la pena de madame St. Aubert, contuvo sus propias manifestaciones, se planteó el superarlo, como él decía, con filosofía, pese a que, verdaderamente, no había filosofía que pudiera traer la calma ante tamañas pérdidas. Sólo sobrevivía su hija. Su preocupación era vigilar su carácter infantil para evitar que más tarde pudiera perder su felicidad. Había manifestado en sus primeros años una delicadeza nada común, un caluroso afecto, pero una susceptibilidad demasiado exquisita para admitir una paz duradera. Según se iba haciendo mayor, esta sensibilidad dio un tono pensativo a su espíritu y dulzura a sus maneras, a lo que se sumaba la gracia de su belleza. Pero St. Aubert tenía demasiado sentido común para preferir el encanto a la virtud; y había meditado lo suficiente para darse cuenta de que aquel encanto era demasiado peligroso para que su poseedora llegara a tener un carácter tranquilo. Se propuso, en consecuencia, fortalecer su mente; conseguir de ella que tuviera la costumbre de controlarse; enseñarla a rechazar el primer impulso de sus sentimientos y a mirar, con un examen frío, las desilusiones que habría de llevar a su vida. Mientras la instruía a resistir las primeras impresiones y a adquirir una permanente dignidad en sus maneras, que es lo único que puede equilibrar las pasiones y nos permite luchar contra nuestra naturaleza por encima de las circunstancias, él mismo aprendió la necesidad de la fortaleza, ya que más de una vez se veía obligado a ser testigo, con aparente indiferencia, de las lágrimas y luchas que su cuidado la ocasionaban.
En su aspecto, Emily se parecía a su madre. Tenía la misma elegancia y simetría en su figura, la misma delicadeza en su comportamiento y los mismos ojos azules, llenos de ternura. Además del encanto de su persona, lo que despedía una gracia cautivadora a su alrededor era la variedad de expresiones de su rostro, cuando la conversación despertaba las más gratas emociones de su mente.
Aquellos matices más tiernos, que i presionan al ojo descuidado,
y, en el contagioso círculo del mundo, mueren.
St. Aubert cultivaba sus conocimientos con el cuidado más escrupuloso. Le enseñaba una visión general de las ciencias y un exacto conocimiento de todas las variedades de la literatura elegante. Le enseñó latín e inglés, sobre todo para que pudiera comprender la grandeza de sus mejores poetas
[3]
. Descubrió en sus primeros años su gusto por las obras importantes. Y uno de los principios de St. Aubert, que también era una de sus inclinaciones, tendía a promover todos los medios inocentes de felicidad. «Una mente bien informada», solía decir, «es la mejor seguridad contra el contagio de la locura y del vicio. La mente no ocupada está pendiente de encontrar algo, y preparada para caer en el error, para escapar de lo que la rodea. Hay que llenarla con ideas, enseñándole el placer de pensar. Así las tentaciones del mundo exterior se verán contrarrestadas por el consuelo derivado del mundo interior. Pensamiento y estudio son igualmente necesarios para la felicidad de un país y para la vida de una ciudad. En el primero previenen las inquietantes sensaciones de indolencia y permiten el placer sublime de crear para la belleza; en la segunda, hacen que la disipación no sea objeto de necesidad y, consecuentemente, de interés.»
Entre los más tempranos entretenimientos de Emily estaba el corretear por los escenarios de la naturaleza. Prefería, eso sí, los paseos entre los bosques silvestres a los paisajes más tiernos, y aún más los refugios de las montañas, en los que el silencio y la grandeza de la soledad imprimían un temor sagrado en su corazón y llevaban sus pensamientos al Dios de los cielos y de la tierra. En esos escenarios, prefería estar sola, envuelta en un encanto melancólico, hasta que el último brillo del día se perdía por el oeste; hasta qué el triste sonido de las esquilas o el ladrido distante del perro pastor eran los únicos ruidos que rompían la serenidad de la tarde. En aquellos momentos, la tristeza del bosque, el temblor de sus hojas, movidas por la brisa; el murciélago volando en el crepúsculo; las luces de las cabañas, ya encendidas y lejanas, eran circunstancias que despertaban su mente al esfuerzo y que conducían su entusiasmo a la poesía.
Su paseo favorito era el que conducía a una pequeña casa de pescadores, propiedad de St. Aubert, en el margen de un riachuelo que descendía desde los Pirineos y que, tras saltar con espuma por las rocas, llegaba al remanso en que se reflejaban las sombras de los montes. Todo ello también agradaba a St. Aubert, adonde se dirigía con su esposa y su hija y sus libros para escuchar en el silencio de la oscuridad la música de los ruiseñores. En ocasiones, él mismo llevaba la música y despertaba los ecos con los tiernos acentos de su oboe, que se mezclaban con la dulzura de la voz de Emily.