Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
Su mente estaba tan ocupada por estos problemas que olvidó al ama de llaves y la prometida historia que había despertado su curiosidad, pero que Dorothée no estaba muy dispuesta a desvelar. Llegó la noche, pasaron las horas y no apreció en la habitación de Emily. Para ella fue una noche desesperada y desvelada. Cuanto más sufría con el recuerdo de su entrevista con Valancourt, más cedía su decisión y se veía obligada a repetirse todos los argumentos que le había ofrecido el conde para fortalecerla, y todos los preceptos que había recibido de su difunto padre, sobre el tema del autocontrol, para poder actuar con prudencia y dignidad en el momento más grave de su vida. Hubo instantes en que se vio abandonada por su fortaleza, y en los que, recordando su mutua confianza en otros tiempos, pensó que era imposible que pudiera renunciar a Valancourt. Entonces su reforma le parecía segura; los argumentos del conde De Villefort eran olvidados; creía en lo que deseaba y estaba dispuesta a enfrentarse a cualquier mal antes que a una separación inmediata.
Así pasó la noche en continua batalla entre el afecto y la razón, y se levantó, por la mañana, con la mente debilitada e irresoluta, y con el cuerpo tembloroso por la enfermedad.
Vamos, llora conmigo; —¡esperanza pasada, remedio pasado, alivio pasado! ROMEO Y JULIETA |
V
alancourt, mientras tanto, sufría la tortura del remordimiento y la desesperanza. Su encuentro con Emily había renovado todo el ardor con el que la amaba y que había pasado por un abandono temporal por su ausencia y los acontecimientos de su vida. Cuando al recibir su carta se puso en camino para el Languedoc, sabía que su propia locura le había envuelto en la ruina y no pretendía ocultárselo. Lamentó sólo el retraso que su mal comportamiento podría significar para su matrimonio, y no anticipó que la información pudiera inducirla a romper su relación para siempre. Con la posibilidad de esa separación dominando su mente, antes de perderse en reproches, esperó a la segunda entrevista en un estado de ausencia en el que se inclinaba a la esperanza de que sus súplicas pudieran prevalecer sobre sus intenciones. Por la mañana demandó información sobre la hora en que se verían, y su nota llegó cuando Emily estaba con el conde, que había buscado una oportunidad para hablar de nuevo con ella sobre Valancourt, ya que advirtió la extrema desesperación de su ánimo, y temió más que nunca que la abandonara su fortaleza. Una vez que Emily despachó al mensajero, el conde volvió al tema de su última conversación, repitiendo sus temores por la insistencia de Valancourt, y poniéndole de manifiesto la extensión de la desgracia en la que podía verse envuelta si rehusaba enfrentarse a la presente dificultad. Sus repetidos argumentos podrían realmente protegerla del afecto que seguía sintiendo por Valancourt, y decidió dejarse llevar por ellos.
Llegó finalmente la hora de la entrevista. Emily acudió intentando dominarse, pero Valancourt estaba tan alterado que no pudo hablar durante varios minutos, y sus primeras palabras alternaron entre las lamentaciones, los ruegos y los autorreproches. Después, dijo:
—Emily, te he amado, te amo, más que a mi vida; pero estoy arruinado por mi propio comportamiento. Sin embargo, busco complicarte en una relación que será tu desgracia en lugar de someterme al castigo, que merezco, de perderte. Estoy vencido, pero no seguiré siendo un villano. No trataré de cambiar tu decisión con los ruegos de una pasión egoísta. Renuncio a ti, Emily, y trataré de encontrar consuelo considerando que, aunque yo sea desgraciado, tú al menos puedes ser feliz. El mérito del sacrificio no es mío, porque nunca habría tenido fuerza suficiente para renunciar a ti, si tu prudencia no me lo hubiera pedido.
Se detuvo un momento, mientras Emily intentaba ocultar las lágrimas que brotaban de sus ojos. Le habría gustado decir: «Hablas ahora como debías haberlo hecho», pero se contuvo.
—Perdóname, Emily —dijo—, todos los sufrimientos que te he ocasionado, y, alguna vez, cuando pienses en el desgraciado Valancourt, recuerda que su único consuelo será creer que ya no eres infeliz por sus locuras.
Las lágrimas cayeron por sus mejillas y Valancourt se vio conmovido por la desesperanza, mientras Emily reunía toda su fortaleza para terminar la entrevista que sólo aumentaba la desesperación de ambos. Dándose cuenta de que lloraba y de que se ponía en pie para marcharse, Valancourt intentó, una vez más, sobreponerse a sus propios sentimientos y calmar los de ella.
—El recuerdo de estos pesares —dijo— serán mi protección en el futuro. ¡Oh!, nunca tendrá poder el ejemplo o la tentación para seducirme hacia el mal, exaltado como estaré por el recuerdo de tu sufrimiento por mí.
Emily se sintió confortada con esta afirmación.
—Nos separamos ahora para siempre —dijo—, pero, si mi felicidad es importante para ti, recordarás siempre que nada puede contribuir más a ella que el creer que has recobrado tu propia estima.
Valancourt cogió su mano; tenía los ojos cubiertos de lágrimas, y el adiós que había dicho se perdió en suspiros. Tras unos momentos, con dificultad y emoción, Emily dijo:
—Adiós, Valancourt, que seas feliz. —Repitió su adiós y trató de retirar la mano, pero él la seguía reteniendo y la bañó con lágrimas—. ¿Por qué prolongar estos momentos? —dijo Emily con voz casi inaudible—, son demasiado dolorosos para los dos.
—Es demasiado —exclamó Valancourt dejando escapar su mano y cayendo en la silla, donde se cubrió la cara con las manos y se vio sumido durante unos instantes en sollozos convulsivos. Tras una larga pausa, durante la cual Emily lloró en silencio, y Valancourt parecía luchar con su dolor, ella se levantó de nuevo para marcharse. Entonces, tratando de recobrar su compostura, dijo—: Te aflijo de nuevo, pero permite que la angustia que sufro suplique por mí. —Después añadió, en tono solemne, que temblaba con frecuencia por la agitación de su corazón—: Adiós, Emily, serás siempre el único objetivo de mi amor. A veces pensarás en el infeliz Valancourt y lo harás con piedad, aunque no puedas hacerlo con estima. ¡Oh! ¡Qué significa para mí el mundo entero sin ti, sin tu estima! —Se controló—. Vuelto a caer en el error que acabo de lamentar. No seguiré comprometiendo tu paciencia, o caeré en la desesperación.
Volvió a despedirse de Emily, llevó su mano a los labios, la miró por última vez y salió rápido de la habitación.
Emily permaneció en la silla en la que la había dejado, con el corazón tan oprimido que casi no podía respirar, escuchando los pasos que se alejaban, cada vez más débiles, mientras cruzaba el vestíbulo. Volvió a la realidad al oír la voz de la condesa en el jardín, y su atención se dirigió al primer objeto que tenía ante su vista, la silla vacía en la que había estado sentado Valancourt. Las lágrimas que había reprimido por la sorpresa de su marcha, acudieron para su consuelo y, finalmente, se encontró lo suficientemente reconfortada para regresar a su habitación.
¡No hay asunto mortal, ni puro que la tierra adeude! SHAKESPEARE |
R
egresemos ahora a Montoni, cuya ira y contrariedad no tardaron en perderse en intereses más próximos que los que la infeliz Emily había despertado. Sus depredaciones habían excedido los límites usuales y alcanzado unos límites que ni la timidez del Senado comercial de Venecia ni la esperanza de contar con su ayuda ocasional permitían ignorar, y se decidió que se debía suprimir su poder y corregir sus ultrajes. Mientras un grupo de gran importancia estaba a punto de recibir órdenes para salir desde Udolfo, un joven oficial inducido parcialmente por el resentimiento por alguna ofensa recibida de Montoni, y en parte por la esperanza de recibir alguna distinción, solicitó una entrevista con el ministro encargado de esos asuntos. Le informó que la situación de Udolfo hacía que fuera demasiado poderoso para ser tomado por la fuerza, excepto tras algunas operaciones tediosas; que Montoni había dado muestras de que era capaz de añadir a esa fortaleza todas las ventajas que se derivaban de su dominio del mando; que un cuerpo de armas tan considerable como el que se precisaría para la expedición no podría aproximarse a Udolfo sin que él se enterara, y que no sería de honor para la república dedicar una parte importante de sus fuerzas regulares tanto tiempo como requería el sitio de Udolfo. Pensó que el objetivo de la expedición podría ser alcanzado con mayor seguridad y rapidez mezclando ingenio con fuerza. Era posible encontrarse con Montoni y su grupo en el exterior de sus muros, y atacarlos entonces; o, aproximándose a la fortaleza en secreto, utilizando pequeñas partidas de tropas para servirse de la ventaja de la traición o de la negligencia de alguno de sus grupos, y correr inesperadamente al interior del castillo de Udolfo.
El consejo fue estudiado seriamente, y el oficial que lo dio recibió el mando de las tropas solicitadas para este propósito. Sus primeros esfuerzos se orientaron hacia el ingenio. Esperó en la vecindad de Udolfo hasta que se aseguró la ayuda de algunos
condottieri,
entre los que no encontró, al dirigirse a ellos, ninguno que no estuviera dispuesto a castigar a su imperioso amo y asegurarse con ello el perdón del Senado. Se informó también del número de las tropas de Montoni, que éste había aumentado considerablemente tras sus últimos triunfos. No tardó en concluir el plan. Tras regresar con su grupo, que había recibido la contraseña y otras ayudas de los amigos que había logrado en el interior Montoni y sus oficiales se vieron sorprendidos por una división que había sido encaminada a sus habitaciones, mientras otra mantenía un ligero combate que precedió a la rendición de la guarnición completa. Entre las personas detenidas a la vez que Montoni estaba Orsino, el asesino, que se había unido a él a su llegada a Udolfo, y cuyo ocultamiento había sido dado a conocer al Senado por el conde Morano, tras el intento sin éxito de este último de llevarse a Emily. La expedición se había llevado a cabo en parte con el propósito de capturar a este hombre, que había asesinado a un miembro del Senado, y el éxito fue tan aceptable para ellos que Morano fue puesto de inmediato en libertad, a pesar de las sospechas políticas que había despertado Montoni contra él con su denuncia secreta. La celeridad y la facilidad con que se logró llevar a cabo toda la empresa impidieron atraer sobre ella la curiosidad e incluso que fuera mencionada en cualquiera de los informes publicados ' en aquel tiempo, por lo que Emily, que seguía en el Languedoc, ignoraba la derrota y la humillación de su antiguo perseguidor.
Su mente se veía afectada por los sufrimientos que ni siquiera el esfuerzo de la razón había sido aún capaz de controlar. El conde De Villefort, que intentaba ofrecerle sinceramente todo lo que pudiera confortarla, le permitía la soledad que en ocasiones deseaba, y en otras la hacía participar en fiestas de amigos, protegiéndola constantemente todo lo que podía de las preguntas y de las conversaciones críticas de la condesa. Con frecuencia la invitaba a hacer excursiones con él y con su hija, en las cuales conversaban sobre temas que le agradaban, sin aparentar que la consultaba, tratando así gradualmente de apartarla del tema de su dolor y de despertar otros intereses en su imaginación. Emily, para la que el conde parecía el amigo y protector de su juventud, no tardó en sentir por él el tierno afecto de una hija, y su corazón se consoló con su joven amiga Blanche como si se tratara de una hermana cuya ternura y sencillez la compensaban del deseo de cualidades más brillantes. Pasó largo tiempo antes de que pudiera abstraerse de pensar en Valancourt para escuchar la historia prometida por la vieja Dorothée, en la que su curiosidad había estado en otro momento tan profundamente interesada. Pero Dorothée se lo recordó finalmente y Emily le pidió que fuera aquella noche a su habitación.
Estaba sumida en pensamientos que debilitaban su curiosidad, cuando Dorothée llamó a la puerta poco después de las doce, y se sorprendió casi tanto como si no la hubiera citado.
—Al fin vengo, señora —dijo—, no sé por qué estoy temblando esta noche. Una o dos veces he pensado que debía dejarlo, según venía.
Emily la mandó sentar y le dijo que calmara su ánimo antes de iniciar la historia que la había llevado allí.
—Creo —dijo Dorothée— que es el pensar en ello lo que me preocupa. Además, en mi camino hacia aquí he pasado por la habitación en la que murió mi señora, y me sentía tan deprimida que casi me ha parecido verla como estaba en su lecho de muerte.
Emily acercó su silla a la de Dorothée, que continuó:
—Hace ya unos veinte años que mi señora la marquesa vino recién casada al castillo. ¡Oh!, recuerdo muy bien su aspecto, cuando entró en el gran vestíbulo, donde todos los criados estábamos reunidos para recibirla, y lo feliz que parecía mi señor el marques. ¡Ah!, ¿quién podría haber pensado entonces...? Pero, como decía, mademoiselle, pensé que la marquesa, pese a la dulzura de su aspecto, no parecía muy feliz y así se lo dije a mi marido, y él me dijo que eran fantasías mías; así que no hablé nada más, pero hice mis conjeturas sobre ello. Mi señora la marquesa tenía entonces poco más o menos vuestra edad, y, como he pensado con frecuencia, era muy parecida a vos. ¡Bien!, mi señor el marques mantuvo abierta la casa durante mucho tiempo, y ofreció muchas fiestas y hubo mucha alegría, como no ha vuelto a haber en el castillo. Entonces, mademoiselle, yo era más joven que ahora y era tan alegre como la que más. Recuerdo que bailé con Philip, el mayordomo, con un traje rosa, con lazos amarillos, y una cofia, no como las que llevan ahora, sino colocada en lo alto, toda rodeada de lazos. Me sentaba muy bien; mi señor, el marqués, se fijó en mí. ¡Ah! ¡Era un hombre bondadoso entonces, quién podía pensar que él...!
—Pero la marquesa, Dorothée —dijo Emily—, me estabas hablando de ella.
—Sí, mi señora la marquesa... Pensé que no parecía muy feliz, y una vez, poco después del matrimonio, la pillé llorando en su habitación; pero, cuando me vio, se secó los ojos y pretendió sonreír. No me atreví entonces a preguntarle lo que le pasaba; pero, la segunda vez que la vi llorando, lo hice, y pareció desagradarle; así que no dije nada más. Descubrí algún tiempo después lo que sucedía. Parecía que su padre la había ordenado que se casara con mi señor, el marqués, por el dinero, y había otro noble u otro chevalier que le gustaba más y del que estaba orgullosa y sufría por haberle perdido, supongo, pero nunca me lo dijo. Mi señora trataba siempre de ocultar sus lágrimas al marqués, ya que la vi con frecuencia después de haber estado tan apenada, que aparentaba un aspecto dulce y calmado cuando entraba en la habitación. Pero el señor, de pronto se fue haciendo triste e irritable, y en ocasiones muy desagradable con mi señora. Aquello la afligía mucho, como podía ver, ya que nunca se quejó, y trataba dulcemente de calmarle y de hacer que se pusiera de buen humor, al extremo de partirme el corazón al verla. Pero él insistía en estar desagradable y en dar malas respuestas, y cuando ella comprobaba que todo era inútil se iba a su habitación y lloraba. ¡Solía oírla desde la antecámara, pobre querida señora! Pero rara vez me atreví a entrar. En ocasiones solía pensar que mi señor estaba celoso. Lo cierto es que mi señora era muy admirada, pero demasiado buena para merecer sospechas. Entre los muchos caballeros que visitaban el castillo, había uno que siempre pensé que se correspondía con mi señora. Era tan cortés, tan espiritual, y tenía tal elegancia en todo lo que decía o hacía, que observé que siempre que él estaba aquí, el marqués estaba más sombrío y mi señora más pensativa, y se me vino a la cabeza que aquél era el chevalier con el que debía haberse casado, pero nunca pude estar segura de ello.