Los misterios de Udolfo (42 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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—Tan bien como siempre.

—¿Oísteis algún ruido?

—Ninguno.

—¿Visteis alguna cosa?

—Nada.

—¡Eso sí que es sorprendente!

—En modo alguno, y ahora dime, ¿por qué me haces esas preguntas?

—¡Oh, mademoiselle!, no lo diría por nada del mundo, tampoco todo lo que he oído sobre esta habitación. Os asustaría terriblemente.

—Si eso es todo, ya has conseguido asustarme, y, por tanto, dime lo que sepas sin temor a faltar a tu conciencia.

—¡Dios mío! Dicen que la habitación está embrujada y ha sido así desde hace muchos años.

—Así que ha sido un fantasma el que ha corrido los cerrojos —dijo Emily tratando de reírse de sus propios temores—, ya que dejé esa puerta abierta anoche y me la he encontrado cerrada esta mañana.

Annette empalideció y no dijo una palabra.

—¿Sabes si alguno de los criados cerró esta puerta por la mañana antes de que me levantara?

—No, madame, que yo haya oído; no lo sé, ¿queréis que vaya y lo pregunte? —dijo Annette moviéndose con rapidez hacia la puerta.

—Quédate, Annette, tengo que hacerte otras preguntas. Dime qué es lo que has oído sobre esta habitación y a dónde conduce esa escalera.

—Iré a preguntarlo. Además, estoy segura de que mi señora me necesita. Ahora no puedo quedarme.

Salió corriendo de la habitación, sin esperar a que Emily la detuviera. Animada por la certeza de que Morano no había llegado, sonrió ante el temor supersticioso que había conmovido a Annette, ya que, aunque a veces sentía su influencia, podía sonreír cuando veía la reacción de otras personas.

Tras haber rehusado Montoni cambiar a Emily a otra habitación, decidió soportar con paciencia el mal que no podía evitar, y, con objeto de hacer que la habitación resultara lo más confortable posible, sacó sus libros, su mayor satisfacción en los días felices y su refugio en las horas de moderados pesares; pero había momentos en los que incluso aquello no lograba su efecto, cuando el genio, el gusto, el entusiasmo por los escritores más sublimes no llegaban a hacerle sentir nada.

Colocó su pequeña biblioteca en una cómoda alta, parte del mobiliario de la habitación, sacó sus utensilios de dibujo y se tranquilizó lo suficiente con la idea de hacer algunos apuntes de las maravillosas escenas que se le ofrecían desde el otro lado de los Ventanales. Pero no tardó en dudar de esta satisfacción, recordando que frecuentemente había intentado obtener alguna distracción con ello y se había visto impedida por alguna nueva desgracia.

«¿Cómo me puedo dejar engañar por la esperanza —se dijo—, porque el conde Morano no haya llegado aún y sentir una felicidad momentánea? ¿Qué diferencia podría haber en que llegara hoy o mañana, si es que ha de venir? Sería debilidad dudar de que lo hará».

Para apartar el pensamiento de sus desgracias, intentó leer, pero su atención no lograba concentrarse en las páginas y acabó por dejar el libro a un lado, decidiéndose a explorar las habitaciones adyacentes del castillo. Su imaginación se complació a la vista de aquella antigua grandeza y una emoción melancólica se despertó en ella con todo su poder, al recorrer las habitaciones, oscuras y desoladas, en las que hacía muchos años que nadie pisaba y recordando la extraña historia de la antigua propietaria del edificio. Todo ello le trajo el recuerdo del cuadro tapado con un velo, que había despertado su curiosidad la noche anterior, y decidió examinarlo. Al recorrer las habitaciones que conducían a él, se sintió agitada; su relación con la desaparecida señora del castillo y la conversación con Annette, junto con la circunstancia del velo, envolvían todo con un misterio que le despertaba una especie de terror. Pero un terror de esta naturaleza, según ocupa y se expande por la mente y se eleva a la más alta expectativa, es sublime y nos conduce, como una especie de fascinación, a buscar el mismo objeto ante el que parece que nos derrumbamos.

Emily avanzó con paso rápido y se detuvo un momento en la puerta, antes de intentar abrirla. Entonces, rápidamente, entró en la habitación y se acercó al cuadro, que tenía un marco de tamaño poco común y que estaba colgado en la parte más oscura de la habitación. Se detuvo de nuevo y con un movimiento tímido de la mano, levantó

el velo; pero al instante lo dejó caer, al percibir que lo que había ocultado no era un cuadro, y, antes de que pudiera salir de la habitación, cayó al suelo sin sentido.

Cuando logró recobrarse, el recuerdo de lo que había visto casi la privó una segunda vez. No tenía fuerzas para salir de la habitación y llegar a la suya, y, cuando lo logró, necesitó de todo su coraje para quedarse a solas. El horror llenaba por completo su mente y excluyó durante algún tiempo toda noción del pasado y de temor para las desgracias futuras. Se sentó cerca del ventanal, porque desde allí podía oír voces, aunque distantes, que le llegaban de la terraza, y podía ver pasar personas que la animaran. Cuando se recobró, consideró si debía mencionar lo que había visto a madame Montoni, y varios e importantes motivos la urgieron a hacerlo así, entre los cuales el menos importante era la esperanza del consuelo que una mente acalorada puede encontrar al hablar del tema de su preocupación. Pero se daba cuenta de las terribles consecuencias a las que podía conducir su información, y temiendo la indiscreción de su tía, decidió finalmente con resolución observar un profundo silencio en aquel asunto. Poco después, Montoni y Verezzi pasaron bajo el ventanal, hablando animadamente y sus voces la revivieron. Al momento los signors Bertolini y Cavigni se unieron a ellos en la terraza, y Emily, suponiendo que madame Montoni estaría sola, salió a buscarla; porque la soledad de su habitación y su proximidad al lugar donde había recibido tan terrible conmoción habían vuelto a afectar su ánimo.

Encontró a su tía en el vestidor, preparándose para la cena. La palidez y el rostro asustado de Emily alarmaron incluso a madame Montoni, pero tenía suficiente fuerza de decisión para guardar silencio sobre un tema que todavía le hacía temblar y que estaba pronto para brotar de sus labios. Se quedó en las habitaciones de su tía hasta que ambas bajaron a cenar. Se encontraron entonces con los caballeros que habían llegado, que parecían especialmente serios, lo que no era frecuente en ellos, y sus pensamientos demasiado ocupados en algo de profundo interés para molestarse en dedicar mucha atención, ya fuera a Emily o a madame Montoni. Hablaron poco, y Montoni menos. Emily temblaba al mirarle. El horror de aquella habitación se agitaba en su cabeza. En varias ocasiones se fue el color de sus mejillas y temió que el sentirse indispuesta pudiera delatar sus emociones y obligarla a salir de la habitación. La fortaleza de su resolución remedió la debilidad de su cuerpo. Se obligó a conversar e incluso a tratar de parecer animada.

Era evidente que Montoni trabajaba con disgusto, algo que hubiera preocupado a una mentalidad más débil, o a un corazón más susceptible, pero, por lo que aparentaba por el ceño de su rostro, sólo había vencido en parte sus facultades de energía y fortaleza.

Fue una comida incómoda y silenciosa. La tristeza del castillo parecía haberse extendido en su contagio incluso al alegre rostro de Cavigni, y con esa tristeza se' mezclaba una cierta tensión que Emily no había visto en su rostro anteriormente. El conde Morano no fue mencionado y la conversación se orientó hacia las guerras que en aquel tiempo agitaban los estados italianos, la fortaleza de los ejércitos venecianos y la personalidad de sus generales.

Después de la cena, cuando los criados se hubieron retirado, Emily supo que el caballero que había despertado los deseos de venganza de Orsino había muerto de las heridas, y se había montado una intensa búsqueda para localizar al asesino. La noticia pareció alterar a Montoni, que murmuró algo y después preguntó dónde se había escondido Orsino. Sus invitados, que a excepción de Cavigni ignoraban que Montoni le había ayudado a escapar de Venecia, contestaron que había huido durante la noche con tal precipitación y secreto que ni siquiera sus compañeros más íntimos lo sabían. Montoni se reprochó el haber formulado la pregunta, pero pensándolo bien se convenció de que un hombre tan receloso como Orsino no habría confiado en ninguna de las personas presentes como para informales de su refugio. Se consideró a sí mismo, sin embargo, como merecedor de su más completa confianza, y no dudó de que no tardaría en tener noticias suyas.

Emily se marchó con madame Montoni poco después de que retiraran la mesa y dejaron a los caballeros en sus secretas reuniones, pero no antes de que Montoni frunciendo el ceño avisara a su esposa para que se ausentara. Salieron desde el vestíbulo a la muralla y pasearon durante un rato en silencio, que Emily no interrumpió, ya que estaba ocupada en sus propias preocupaciones. Necesitó de toda su decisión para no informar a madame Montoni del terrible asunto, que seguía atemorizándola con horror; y en algunos momentos estuvo a punto de hacerlo, sólo por el deseo de un consuelo momentáneo. Pero sabía hasta qué punto estaba en poder de Montoni, y, considerando que la indiscreción de su tía pudiera resultar fatal para ambas, se mantuvo en su postura de silencio soportando el presente mal inferior para evitar uno futuro mayor. En aquel día tuvo con frecuencia un extraño presentimiento; tenía la impresión de que su destino estaba allí y que por medios invisibles se conectaba con el castillo.

«No-debo acelerarlo —se dijo a sí misma—, sea lo que sea lo que me está reservado, debo, al menos, evitar autorreproches».

Al mirar los enormes muros del edificio, su ánimo entristecido los imaginó como los de su prisión y sintió un sobresalto cuando consideró lo lejos que estaba de su país, de su pequeña y tranquila propiedad, y de su único amigo. ¡Qué lejos estaba su esperanza de felicidad, qué débiles la expectativas de verle de nuevo! Sin embargo, la idea de Valancourt y su confianza en la sinceridad de su amor, que había sido hasta entonces su único consuelo, le sirvieron para recordarlo con fuerza. Las lágrimas brotaron a sus ojos y se volvió para ocultarlas.

Cuando, poco después, se apoyó en el muro, algunos campesinos estaban examinando a poca distancia una de las brechas, ante la cual había un montón de piedras, como si la fueran a reparar, y un viejo cañón oxidado, que parecía haber caído desde un nivel superior. Madame Montoni se detuvo para hablar con los hombres y preguntarles qué estaban haciendo. «Reparar las fortificaciones, señoría», dijo uno de ellos; una tarea que por algún motivo la sorprendió por el hecho de que Montoni pensara que era necesario, particularmente puesto que jamás había hablado del castillo como de un lugar en el que tuviera la intención de residir largo tiempo; pero siguió andando hacia un arco que conducía del sur al este de la muralla, unido al castillo por un lado y que por el otro servía de soporte a una pequeña torre de vigilancia, desde la que se observaba en su totalidad el profundo valle que había debajo. Según se aproximaba al arco, vio, tras él, bordeando la bajada entre los bosques en una montaña distante, una tropa de caballos y hombres a pie, que supo que eran soldados, sólo por el brillo de sus picas y otras armas, ya que la distancia no le permitía distinguir el color de sus libreas. Según los contemplaba, la vanguardia pasó del bosque hacia el valle, pero la fila continuaba hasta la cumbre más remota de la montaña en una sucesión sin fin; mientras, en las primeras filas, los uniformes militares se hicieron distinguibles, y los comandantes, cabalgando primero, parecían por sus gestos dirigir la marcha de los que seguían, y se acercaron, finalmente, hasta el castillo.

Un espectáculo semejante, en aquellas regiones solitarias, sorprendió tanto como alarmó a madame Montoni, y se dirigió a algunos campesinos, que levantaban los bastiones del muro sur, donde la roca era menos abrupta que en otras partes. Aquellos hombres no supieron darle una respuesta satisfactoria a sus preguntas, pero, al ser avisados por ellas, miraron con asombro estúpido hacia la prolongada cabalgata. Madame Montoni, pensando que era necesario informar del objeto de su preocupación, envió a Emily para que dijera que deseaba hablar con Montoni; una decisión que no aprobó su sobrina porque temía sus enfados y sabía que este mensaje los provocaría; pero obedeció en silencio.

Cuando se acercaba al salón, en el que estaba sentado con sus invitados, les oyó discutir en voz alta, y se detuvo un momento, temblando ante la idea del desagrado que su inesperada aparición podía ocasionar. Un momento después todos hablaban a la vez y se aventuró a abrir la puerta. Mientras Montoni se volvía indignado a mirarla, sin hablar, ella le dio cuenta del mensaje.

—Dile a madame Montoni que estoy ocupado —dijo.

Emily pensó entonces que era oportuno mencionar las razones de la alarma de su tía. Montoni y sus acompañantes se pusieron de pie al instante y se dirigieron a las ventanas. Desde ellas no podían ver a las tropas y se dirigieron a la muralla, donde Cavigni conjeturó que sería una legión de
Condottieri,
en su camino hacia Módena.

Una parte de la cabalgata se extendía en esos momentos por el valle y otro grupo quedaba en las montañas hacia el norte, mientras algunas tropas avanzaban por los precipicios del bosque, donde los habían visto por primera vez, y la enorme extensión de la marcha parecía incluir un ejército completo. Mientras Montoni y los demás contemplaban el avance, oyeron el sonido de las trompetas y el redoble de los tambores en el valle, y después otros, contestando desde las alturas. Emily escuchó con emoción aquellos sonidos que despertaron los ecos de las montañas, y Montoni explicó el sentido de las señales, que parecía conocer muy bien, y que no tenían ningún significado hostil. Los uniformes de la tropa y el tipo de armas que llevaban le confirmó la conjetura de Cavigni, y tuvo la satisfacción de verles pasar sin detenerse siquiera para mirar hacia el castillo. Sin embargo, no abandonó la muralla hasta que las faldas de las montañas le ocultaron la marcha y el último eco de las trompetas desapareció en el viento. Cavigni y Verezzi se animaron con este espectáculo, que parecía haber despertado el fuego de sus temperamentos. Montoni entró en el castillo silencioso y meditabundo.

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