A
l principio el propio pueblo de Gwindor no lo reconoció, pues había partido joven y fuerte y volvía con aspecto de Hombre mortal, envejecido por tormentos y trabajos; y además estaba lisiado. Pero Finduilas, hija de Orodreth, el rey, lo reconoció y le dio la bienvenida, pues lo había amado, y de hecho estaban prometidos antes de la Nirnaeth, y tan grande era el amor que la belleza de Finduilas despertaba en Gwindor que la había llamado Faelivrin, que es el brillo del sol en los estanques de Ivrin.
Así pues, Gwindor llegó a su hogar y, por consideración a él. Túrin fue admitido; porque Gwindor dijo que era un hombre valiente, amigo muy querido de Beleg Cúthalion, de Doriath. Pero cuando Gwindor iba a mencionar su nombre. Túrin se lo impidió, diciendo:
—Soy Agarwaen, el hijo de Úmarth (que significa el Manchado de Sangre, hijo del Desdichado Destino), un cazador de los bosques.
Pero aunque los Elfos supusieron que tomaba estos nombres a causa de la muerte de su amigo (puesto que no conocían otras razones), no le preguntaron nada más.
La espada Anglachel fue afilada de nuevo para él por los hábiles herreros de Nargothrond y, aunque continuó siendo negra, un fuego pálido brillaba en el filo de la hoja. Entonces Túrin pasó a ser conocido en Nargothrond como Mormegil, la Espada Negra, por el rumor de sus hazañas con esa arma; pero él la llamaba Gurthang. Hierro de la Muerte.
Debido a sus proezas y su habilidad en la guerra contra los orcos, Túrin se ganó el favor de Orodreth, y fue admitido en su consejo. Ahora bien, a Túrin no le agradaba la manera de luchar de los Elfos de Nargothrond, con emboscada, sigilo y flecha secreta, y los urgió a abandonarla y a emplear sus fuerzas para atacar a los siervos del Enemigo, con combate abierto y persecución. Pero Gwindor se oponía siempre a Túrin en este asunto en el consejo del rey, diciendo que él había estado en Angband y había visto un atisbo del poder de Morgoth, y algo presentía de sus designios.
—Las pequeñas victorias no nos sirven de nada —decía—; porque es así cómo Morgoth descubre dónde se encuentran los más audaces de sus enemigos, y reúne las fuerzas suficientes como para aniquilarlos. Todo el poder de los Elfos y los Edain unidos bastó sólo para contenerlo, y para ganar la paz de un estado de sitio; una paz larga en verdad, pero que durará sólo mientras Morgoth aguarda la oportunidad de romper el cerco; y por otra parte, nunca más será posible lograr una unión semejante. Únicamente en el secreto reside la esperanza de sobrevivir. Hasta que lleguen los Valar.
—¡Los Valar! —dijo Túrin—. Los Valar os han olvidado, y desprecian a los Hombres. ¿De qué sirve mirar a través del Mar infinito una puesta de sol moribunda en el oeste? Sólo hay un Valar que nos importa, y ése es Morgoth; y si al final no podemos vencerlo, cuando menos podemos hacerle daño y hostigarlo. Una victoria es una victoria, por pequeña que sea, y no sólo sirve por lo que se obtiene de ella, también es eficaz en sí misma. Y, en última instancia, el secreto no es posible, las armas son el único muro contra Morgoth. Si no hacéis nada para detenerlo, toda Beleriand caerá bajo su sombra antes de que transcurran muchos años, y entonces uno por uno os hará salir de vuestros escondites. ¿Y entonces qué? Los desgraciados supervivientes huirán al sur y al oeste, para vivir atemorizados a orillas del Mar, atrapados entre Morgoth y Ossë. Es mejor ganar un tiempo de gloria, aunque sea efímero, porque el final no será peor por ello. Habláis de secreto y decís que sólo en él reside la esperanza; pero si pudierais tender emboscadas y atacar a todo explorador y espía de Morgoth, hasta el último y más pequeño, de modo que ninguno volviera con noticias a Angband, por esa misma ausencia se enteraría de que vivís y averiguaría dónde. Y esto digo también: aunque los Hombres mortales tienen poca vida en comparación con la de los Elfos, preferirían perderla en combate que huyendo o sometiéndose. El desafío de Húrin Thalion es una gran hazaña; y aunque Morgoth mate a quien la ha llevado a cabo, no puede impedir que la hazaña haya existido. Incluso los Señores del Oeste lo honrarán; y ¿no está acaso inscrita ya en la historia de Arda, que ni Morgoth ni Manwë pueden borrar?
—Hablas de elevados asuntos —respondió Gwindor—, y está claro que has vivido entre los Eldar. Pero una oscuridad hay en ti si mencionas juntos a Morgoth y Manwë, o hablas de los Valar como si fueran enemigos de los Elfos y los Hombres; porque los Valar no desprecian a nadie, y menos todavía a los Hijos de Ilúvatar. Tampoco conoces todas las esperanzas de los Eldar. Nosotros tenemos una profecía que dice que un día llegará un mensajero de la Tierra Media a Valinor atravesando las sombras, y Manwë lo escuchará, y Mandos se aplacará. ¿No hemos de preservar la simiente de los Noldor, y también la de los Edain, hasta ese momento? Cardan vive ahora en el sur, y allí construye barcos, pero ¿qué sabes tú de barcos, o del Mar? Piensas en ti mismo y en tu propia gloria, y pides que todos hagamos lo mismo; pero nosotros debemos pensar en otros tanto como en nosotros, porque no todos pueden luchar y caer, y tenemos que protegerlos de la guerra y la ruina mientras podamos.
—Entonces envíalos donde tus barcos, mientras todavía haya tiempo —dijo Túrin.
—No se separarán de nosotros —replicó Gwindor—, incluso aunque Círdan pudiera mantenerlos a todos. Tenemos que permanecer juntos tanto tiempo como podamos, y no cortejar a la muerte.
—A todo esto ya he contestado —insistió Túrin—. Valiente defensa de las fronteras y duros golpes al enemigo antes de que se recupere; ahí radica la mayor esperanza de que podáis vivir juntos mucho tiempo. Y esos de los que hablas, ¿aman más a quienes se esconden en los bosques, de caza furtiva siempre como los lobos, que a quien se pone el yelmo, toma el escudo decorado, y rechaza al enemigo, aunque sea mayor que todo su ejército? Al menos las mujeres de los Edain no. No impidieron que sus hombres fueran a la Nirnaeth Arnoediad.
—Pero sufrieron mayores males que si esa guerra no se hubiera librado —dijo Gwindor.
Pero el favor de Orodreth hacia Túrin crecía considerablemente, y se convirtió en el principal consejero del rey, que comentaba con él todos los asuntos. En aquel tiempo, los Elfos de Nargothrond abandonaron el secreto, y se forjó una gran cantidad de armas; y, por consejo de Túrin, los Noldor construyeron un poderoso puente sobre el Narog desde las Puertas de Felagund para el transporte más rápido del ejército, puesto que la guerra ahora se desarrollaba sobre todo al este del Narog, en la Planicie Guardada. Como Marca del Norte, Nargothrond incluía ahora la «Tierra en Disputa» en torno a las fuentes del Ginglith, el Narog y los alrededores de los Bosques de Núath. Entre el Nenning y el Narog no había Orcos; y al este del Narog, el reino llegaba al Teiglin y las orillas de los Marjales de Nibin-noeg.
Gwindor cayó en deshonra, porque ya no era audaz en el uso de las armas, y tenía poca fuerza; y el dolor del brazo izquierdo mutilado lo afectaba con frecuencia. En cambio, Túrin era joven, y recién llegado a la edad viril; y era en verdad a los ojos de todos el hijo de Morwen Eledhwen: alto, de cabellos oscuros y piel pálida, con ojos grises y de rostro más hermoso que ningún otro Hombre mortal de los Días Antiguos. Por el habla y el porte parecía pertenecer al antiguo reino de Doriath, y aun entre los Elfos, a primera vista, podría haber sido tomado por un miembro de las grandes casas de los Noldor. Tan valiente era Túrin, y tan hábil con las armas, sobre todo con la espada y el escudo, que los Elfos decían que era imposible darle muerte, salvo por mala suerte o por una flecha maligna disparada desde lejos. Por tanto, le dieron una de las cotas de malla fabricadas por los Enanos, para protegerlo; y encontró, con el ánimo sobrecogido, una máscara asimismo hecha por Enanos enteramente dorada, en las armerías y se la ponía antes de la batalla, y sus enemigos huían al verla.
Ahora que había conseguido lo que quería, que todo iba bien, que llevaba a cabo el trabajo que deseaba, y que había honor en él, era cortés con todos, y menos adusto que antes, y casi todos los corazones se volcaron en él; y muchos lo llamaron Adanedhel, el Hombre Elfo. Pero más que todos, Finduilas, la hija de Orodreth, se conmovía siempre que él se le acercaba, o estaba en la misma estancia. Tenía los cabellos dorados, como todos los miembros de la Casa de Finarfin, y Túrin empezó a sentirse complacido también cuando la veía o ella lo acompañaba; porque le recordaba a las gentes de su linaje y a las mujeres de Dor-lómin de la casa de su padre.
Al principio, sólo se encontraba con ella en presencia de Gwindor, pero al cabo de un tiempo, Finduilas lo buscaba, y se encontraban a veces a solas, aunque esto parecía suceder por casualidad. Entonces ella le hacia preguntas sobre los Edain, a quienes había visto poco y rara vez, y acerca de su país y su gente.
Túrin hablaba libremente con ella de esos asuntos, aunque nunca mencionó el nombre de la tierra donde había nacido, ni el de ninguno de sus parientes; y sólo en una ocasión le dijo:
—Tuve una hermana, Lalaith, o así la llamaba yo; y tú me la recuerdas. Pero Lalaith era una niña, una flor amarilla entre la hierba verde de la primavera; y si hubiera vivido, quizá la pena la habría deslucido. En cambio, tú eres como una reina, y como un árbol dorado; me gustaría tener una hermana tan hermosa.
—Pues tú eres como un rey —respondió ella—, parecido a los señores del pueblo de Fingolfin; me gustaría tener un hermano tan valiente. Y no creo que Agarwaen sea tu nombre, ni que sea adecuado para ti, Adanedhel. Yo te llamo Thurin, el Secreto.
Al oír eso Túrin se sobresaltó, pero dijo:
-Ese no es mi nombre; y no soy rey, porque nuestros reyes son Eldar, y yo no lo soy.
Túrin observó que la amistad que le mostraba Gwindor empezaba a enfriarse; y le asombró también que, aunque al principio había soportado bien el dolor y el horror de Angband había empezado a desaparecer en él, ahora parecía recaer otra vez en la preocupación y la pena. Y pensó: «Quizá lo ofenda que me oponga a sus iniciativas, y prevalezcan las mías; ojalá que no sea así». Porque Túrin amaba a Gwindor, que lo había guiado y curado, y sentía mucha piedad por él. Pero en esos días se apagó también el esplendor de Finduilas, sus pasos se hicieron más lentos y el rostro más serio, y se volvió pálida y delgada. Túrin, al darse cuenta, creyó que las palabras de Gwindor habrían despertado en su corazón temor por lo que pudiera sobrevenir.
En realidad, Finduilas se sentía dividida. Porque por un lado honraba a Gwindor y lo compadecía, y no deseaba añadir ni una sola lágrima a su sufrimiento; y por otro, aun a su pesar, el amor que sentía por Túrin crecía día a día, y pensaba a menudo en Beren y Lúthien. Pero ¡Túrin no era como Beren! No la despreciaba, y estaba contento en su compañía, sin embargo, sabía que él no sentía por ella el amor que ella deseaba. Túrin tenía la mente y el corazón en otro sitio, en ríos de primaveras que habían desaparecido hacía mucho tiempo.
Entonces Túrin se dirigió a Finduilas, y le dijo:
—No dejes que las palabras de Gwindor te atemoricen. Él ha sufrido en la oscuridad de Angband; y es triste para alguien tan valiente estar tullido y no poder participar en el combate. Necesita tranquilidad, y un tiempo más largo para curarse.
—Lo sé muy bien —respondió ella.
—Pues ¡conquistaremos ese tiempo para él! —exclamó Túrin—. ¡Nargothrond resistirá! Morgoth el Cobarde nunca volverá a salir de Angband, y tendrá que depender totalmente de sus siervos; así dice Melian de Doriath. Ellos son los dedos de sus manos, pero nosotros se los golpearemos, y se los cortaremos, hasta que retire las garras. ¡Nargothrond resistirá!
—Quizá —dijo ella—. Resistirá si tú puedes conseguirlo. Pero ten cuidado, Thurin; el corazón se me llena de más pesadumbre cuando tú vas a la batalla, que de temor por la pérdida de Nargothrond.
Después, Túrin buscó a Gwindor, y le dijo:
—Gwindor, querido amigo, otra vez te gana la tristeza, ¡no lo permitas! Llegarás a curarte. Aquí en las casas de los tuyos y a la luz de Finduilas.
Entonces Gwindor miró a Túrin fijamente, pero no dijo nada, y se le oscureció la cara.
—¿Por qué me miras así? —preguntó Túrin—. Últimamente a menudo me miras de un modo extraño. ¿En qué te he ofendido? Me he opuesto a tus iniciativas, pero es preciso que un hombre exprese lo que piensa, y no disimule la verdad de lo que cree, por causa de un asunto privado. Me gustaría que estuviéramos de acuerdo, porque tengo contigo una gran deuda, y no la olvidaré.
—¿No la olvidarás? —respondió Gwindor—. Sin embargo, tus acciones y consejos han cambiado mi hogar y a los míos. Tu sombra se extiende sobre ellos. ¿Por qué he de estar contento cuando me lo has quitado todo?
Túrin no comprendió estas palabras, y pensó sólo que Gwindor estaba celoso del lugar que ocupaba en el corazón y los designios del rey.
Pero cuando Túrin se hubo marchado, Gwindor permaneció sentado a solas, pensativo, y maldijo a Morgoth, que así podía perseguir a sus enemigos causándoles dolor, dondequiera que estuvieran. «Y ahora al fin —reflexionó en voz alta—, creo el rumor que circulaba por Angband de que Morgoth ha maldecido a Húrin y a todo su linaje.» Y buscó a Finduilas y le dijo:
—La tristeza y la duda pesan sobre ti; demasiadas veces te echo de menos ahora, y empiezo a pensar que estás evitándome. Puesto que tú no me dices el motivo, debo adivinarlo. Hija de la Casa de Finarfin, que ningún pesar se interponga entre nosotros, porque aunque Morgoth haya hecho una ruina de mi vida yo todavía te amo. Pero ve a donde el amor te conduzca, pues yo ya no soy adecuado para desposarte, y ni mis proezas ni mi consejo son ahora merecedores de honores.