Entonces Túrin volvió de prisa a Nargothrond como Gwindor le había dicho, reuniendo a todos los derrotados que encontró en el camino; y mientras avanzaban, las hojas caían de los árboles agitadas por un gran viento, porque el otoño cedía ante un invierno implacable. Pero Glaurung y su ejército de Orcos llegaron antes que él, debido al tiempo que había dedicado a rescatar a Gwindor, y cayeron sobre Nargothrond de repente, antes de que los que estaban de guardia supieran lo que había ocurrido en el campo de Tumhalad.
Ese día se reveló que el puente que Túrin había hecho construir sobre el Narog los perjudicó; porque era grande y sólido y no pudieron destruirlo con rapidez; y así el enemigo avanzó fácilmente sobre la profunda garganta, y Glaurung lanzó todo su fuego contra las Puertas de Felagund, derribándolas y penetrando en su interior.
Y cuando Túrin llegó, el espantoso saqueo de Nargothrond estaba casi terminado. Los Orcos habían matado o expulsado a todos los que todavía portaban armas, y aún estaban saqueando las grandes salas y cámaras, pillando y destruyendo. A las mujeres y doncellas a las que no habían quemado o matado las habían agrupado como un rebaño en el patio ante las puertas, para transportarlas como esclavas a Angband. A esta ruina y pena llegó Túrin, y nadie pudo resistírsele, o no estuvo dispuesto a hacerlo, porque derribaba a todos los que se le ponían por delante, y así atravesó el puente intentando abrirse camino con la espada hacia las cautivas.
Pero ahora estaba solo, porque los pocos que lo seguían habían corrido a ocultarse. En ese momento, Glaurung el cruel salió por las abiertas Puertas de Felagund, y se interpuso entre Túrin y ellas. Entonces, el mal espíritu que lo habitaba, habló diciendo:
—Salve, hijo de Húrin. ¡Feliz encuentro!
Túrin avanzó sobre él de un salto, y había fuego en sus ojos, y los filos de Gurthang brillaban como llamas. Pero Glaurung paró el golpe, y abrió mucho sus ojos hipnotizadores, fijando la vista en Túrin. Sin temor, Túrin le sostuvo la mirada mientras alzaba la espada, pero en seguida cayó bajo el terrible hechizo del dragón y se detuvo como si se hubiera convertido en piedra. Durante largo rato permanecieron así inmóviles y silenciosos ante las Puertas de Felagund. Entonces Glaurung habló otra vez, burlándose de Túrin.
—Malas han sido todas tus acciones, hijo de Húrin —dijo—. Hijo adoptivo desagradecido, proscrito, asesino de tu amigo, ladrón de amor, usurpador de Nargothrond, capitán imprudente y desertor de los tuyos. Como esclavas viven tu madre y tu hermana en Dor-lómin, sufriendo miseria y necesidades, vestidas con harapos, mientras tú llevas las galas de un príncipe. Penan por ti, pero a ti eso no te importa. Tu padre estará muy contento cuando se entere de que tiene semejante hijo: y se enterará.
Y Túrin, bajo el hechizo de Glaurung, oyó sus palabras, y se vio como en un espejo deformado por la malicia, y aborreció lo que veía.
Y mientras los ojos de Glaurung inmovilizaban su mente atormentada y no podía moverse, a una señal del Dragón los Orcos se llevaron el grupo de las cautivas, que pasaron junto a Túrin y cruzaron el puente. Entre ellas estaba Finduilas, que tendió los brazos hacia Túrin y lo llamó por su nombre. Pero Glaurung no lo dejó libre hasta que los gritos y lamentos de las mujeres se perdieron por el camino del norte; pero Túrin no pudo dejar de oír esas voces que lo perseguirían ya para siempre.
De pronto, Glaurung apartó la mirada y esperó; y Túrin se movió lentamente, como quien despierta de un sueño espantoso. Pero entonces volvió en sí con un fuerte grito y saltó sobre el Dragón. Glaurung, sin embargo, se rió, diciendo:
—Si quieres morir, de buen grado te mataré. Pero poco les servirá eso a Morwen y Niënor. Hiciste caso omiso de los gritos de la mujer Elfa, ¿negarás también los vínculos de la sangre?
Pero Túrin, desenvainando la espada, lanzó un golpe contra sus ojos, aunque Glaurung retrocedió con rapidez y se alzó sobre él como una torre, diciendo:
—Al menos eres valiente. Más que cualquiera con quien me haya topado. Y mienten quienes dicen que nosotros no honramos el valor de los enemigos. ¡Mira! Te ofrezco la libertad. Ve con los tuyos si puedes. ¡Ve! Y si queda Elfo u Hombre para contar la historia de estos días, sin duda hablarán de ti con desprecio si desdeñas este regalo.
Entonces Túrin, todavía aturdido por los ojos del Dragón, como si tratara con un enemigo capaz de tener piedad, creyó en las palabras de Glaurung y, volviéndose se precipitó a la carrera por el puente. Pero mientras se iba, Glaurung dijo tras él con fiera voz:
—¡Ve de prisa a Dor-lómin, hijo de Húrin! O quizá los Orcos lleguen antes que tú otra vez. Y si te demoras por causa de Finduilas, nunca volverás a ver a Morwen o Niënor, y ellas te maldecirán.
Sin embargo, Túrin se alejó por el camino del norte, y Glaurung rió una vez más, porque había cumplido la misión que le encomendara su Amo. Entonces atendió a su propio placer, y echando su llamarada lo quemó todo. Puso en fuga a todos los Orcos que continuaban el saqueo, los expulsó de allí y les negó hasta el último objeto de valor. Luego destruyó el puente y lo arrojó a la espuma del Narog. Una vez estuvo de ese modo seguro, buscó todo el tesoro y las riquezas de Felagund y las amontonó, luego se tendió sobre ellas en el recinto más recóndito y descansó por un tiempo.
Mientras, Túrin se apresuraba por los caminos que llevaban al norte, a través de las tierras entre el Narog y el Teiglin, ahora desoladas, pero el Fiero Invierno le salió al encuentro; porque ese año nevó antes de que terminara el otoño, y la primavera llegó tardía y fría. Al avanzar, siempre le parecía oír los gritos de Finduilas, que lo llamaba desde bosques y colinas, y su angustia era grande; pero tenía el corazón inflamado por las mentiras de Glaurung e, imaginando que los Orcos quemaban la Casa de Húrin o daban tormento a Morwen y Niënor, seguía adelante sin apartarse nunca del camino.
P
or fin, fatigado por la prisa y el largo camino (pues durante más de cuarenta leguas había viajado sin descanso), llegó con los primeros hielos del invierno al estanque de Ivrin, donde antes se había curado. Pero ahora no era más que lodo congelado, y ya no le fue posible beber allí.
Llegó luego a los pasos de Dor-lómin,
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pero la nieve arreciaba fuerte desde el norte, y los caminos eran peligrosos y fríos. Aunque habían transcurrido veintitrés años desde que pisara por última vez esa senda, la tenía grabada en el corazón, tan grande había sido el dolor de cada paso al separarse de Morwen. Y por fin volvió de nuevo a la tierra de su infancia. Dor-lómin se veía lóbrega y vacía, y la gente que allí habitaba era poca e intratable, y hablaba el áspero lenguaje de los Orientales, mientras que la antigua lengua se había convertido en la lengua de los siervos, o de los enemigos. Por tanto, Túrin avanzó cauteloso, encapuchado, y en silencio, hasta llegar a la casa que buscaba. Ésta se alzaba vacía y oscura, y ninguna criatura viviente moraba cerca; porque Morwen había partido, y Brodda, el Intruso (el que había desposado por la fuerza a Aerin, pariente de Húrin) había saqueado la casa y se había llevado todos los bienes y sirvientes que allí había. La casa de Brodda era la que quedaba más cerca de la antigua casa de Húrin, y hacia ella se encaminó Túrin, agotado por el viaje y la pena, para pedir albergue; éste le fue concedido, porque Aerin todavía conservaba algunas de las costumbres más amables de antaño. Se le dio un asiento junto al fuego con los sirvientes y otros pocos vagabundos tan tristes y cansados como él; y pidió noticias de la tierra.
Al oír esto, la compañía guardó silencio, y algunos se alejaron, mirando con desconfianza al extranjero, sin embargo, un viejo vagabundo con una muleta dijo:
—Si por fuerza tienes que hablar la vieja lengua, maestro, hazlo en voz más baja, y no pidas noticias. ¿Quieres que te azoten por bribón, o te cuelguen por espía? Porque, por tu aspecto, bien puede ser que seas una de las dos cosas. Es decir —prosiguió pero acercándose a Túrin y hablándole al oído— el aspecto de una de esas buenas gentes de antaño que vinieron con Hador en los días dorados, antes de que las cabezas tuvieran pelo de lobo. Hay algunos aquí de esa clase, aunque ahora convertidos en mendigos y en esclavos, y si no fuera por la Señora Aerin no estarían junto a este fuego ni recibirían este caldo. ¿De dónde eres, y qué nuevas traes?
—Había aquí una señora llamada Morwen —respondió Túrin—; hace mucho tiempo viví en su casa. Allí he ido, después de haber viajado desde muy lejos, en busca de bienvenida, pero no he encontrado gente ni fuego que me recibieran.
—No los ha habido en ese hogar durante todo este largo año y más —respondió el anciano—. Pero escasos eran tanto el fuego como la gente de esa casa desde la guerra mortal; porque ella pertenecía al antiguo pueblo como sin duda sabes: era la viuda de nuestro señor Húrin, hijo de Galdor. No obstante, no se atrevieron a tocarla, porque le tenían miedo; orgullosa y bella como una reina, antes de que el dolor la marcara. La llamaban bruja y la evitaban. Bruja significa «amiga de los Elfos» en la nueva lengua. Pero, sin embargo, sí le robaron. Ella y su hija a menudo habrían pasado hambre de no ser por la Señora Aerin, se dice que las ayudaba en secreto, y por eso el palurdo de Brodda, su esposo por la fuerza, la golpeaba con frecuencia.
—¿Y qué ha pasado este largo año y más? —preguntó Túrin—. ¿Están muertas, o las han convertido en esclavas? ¿O quizá han sido atacadas por los Orcos?
—No se sabe a ciencia cierta —respondió el viejo—. Sólo que se ha ido con su hija; y ese Brodda ha saqueado la casa y se ha apoderado de lo que había en ella. Ni un perro queda siquiera, y las pocas gentes que allí vivían fueron esclavizadas, salvo algunos que se han convertido en mendigos, como yo. Yo, Sador el Cojo, la serví muchos años, y antes al gran señor: de no ser por una hacha maldita en los bosques hace mucho tiempo, yacería ahora en el Gran Túmulo. Recuerdo bien el día en que el chico de Húrin fue enviado lejos; cómo lloraba; y ella también, cuando el niño se hubo marchado. Se fue al Reino Escondido, según dijeron.
Dicho esto, el anciano calló y miró a Túrin con aire dubitativo.
—Soy viejo y charlatán, señor —añadió a continuación—. ¡No me hagáis caso! Y, aunque es agradable hablar la vieja lengua con alguien que la habla tan bien como en tiempos pasados, estos días son duros, y es necesario andar con cautela. No todos los que hablan la hermosa lengua tienen un corazón hermoso.
—Cierto —convino Túrin—. Mi corazón por ejemplo está triste, pero si temes que sea un espía del norte o del este, no eres mucho más sabio de lo que lo fuiste hace mucho, Sador Labadal.
El viejo lo miró boquiabierto; luego, temblando, habló de nuevo.
—¡Ven fuera! Hace más frío pero es menos peligroso. Hablas demasiado alto, y yo demasiado, para la casa de un Oriental.
Cuando hubieron salido al patio, Sador aferró la capa de Túrin.
—Hace mucho viviste en esa casa, dices. Señor Túrin, ¿por qué has regresado? Mis ojos se han abierto al fin, y también mis oídos: tienes la voz de tu padre. Pero sólo el joven Túrin me daba ese nombre, Labadal. No lo hacía con malicia: éramos amigos felices en esos días. ¿Qué busca él aquí ahora? Pocos somos los que quedamos, y somos viejos e indefensos. Más felices son los que yacen en el Gran Túmulo.
—No he venido con pensamientos de batalla —dijo Túrin—, aunque tus palabras los hayan despertado en mí ahora, Labadal. Pero debo esperar. He venido en busca de la Señora Morwen y Niënor. ¿Qué puedes decirme, y hazlo de prisa?
—Poco, señor —contestó Sador—. Partieron en secreto. Cundió el rumor entre nosotros de que el Señor Túrin las había convocado, porque no dudábamos entonces de que se hubiera vuelto grande con los años, un rey o señor de algún país del sur. Pero parece que no es así.
—No es así —confirmó Túrin—. Un señor fui en un país del sur, aunque ahora soy un vagabundo. Sin embargo, yo no las convoqué.
—Entonces no sé qué decirte —dijo Sador—. Pero la Señora Aerin lo sabrá, no tengo ninguna duda. Ella conocía todos los designios de tu madre.
—¿Cómo puedo acceder a ella?
—Eso no lo sé. Sería muy malo que la sorprendieran susurrando a la puerta con un desdichado vagabundo del pueblo derrotado, aun cuando fuera posible hacerle llegar un mensaje. Y un mendigo como tú no podría acercarse mucho a la mesa alzada antes de que los Orientales lo atrapasen y golpeasen, o algo peor.