Entonces Finduilas lloró.
—¡No llores todavía! —prosiguió Gwindor—. Pero procura no tener motivo para hacerlo. No es conveniente que los Hijos Mayores de Ilúvatar desposen a los Menores; ni es tampoco prudente, pues tienen vidas cortas, y desaparecen pronto, dejándonos de duelo mientras dure el mundo. Ni lo aceptarán los hados más de una o dos veces, y eso por alguna gran causa que nosotros desconocemos.
Este hombre no es Beren, aun cuando sea igual de hermoso y valiente. Un destino pesa sobre él; un destino oscuro. ¡No lo cojas en ti! Si lo haces, tu amor te traicionará, llevándote a la amargura y la muerte. Porque, ¡escúchame!, aunque es, en efecto, Agarwaen, hijo de Úmarth, su verdadero nombre es Túrin, hijo de Húrin, a quien Morgoth retiene en Angband y cuyo linaje ha maldecido. ¡Y no dudes del poder de Morgoth Bauglir! ¿acaso no está escrito en mí? Entonces Finduilas se puso en pie, y parecía en verdad una reina.
—Tienes los ojos velados, Gwindor —contestó ella—. No ves ni entiendes lo que aquí ocurre. ¿Debo someterme ahora a la doble vergüenza de revelarte la verdad? Porque yo te amo, Gwindor, y me avergüenza no poder amarte más, porque hay en mí un amor mayor del que no puedo escapar. No lo busqué, y durante mucho tiempo me aparté de él. Pero si yo me compadezco de tus heridas, compadécete tú de las mías. Túrin no me ama, y nunca me amará.
—Hablas así —replicó Gwindor—, para librar de culpa al que amas. ¿Por qué te busca entonces, y se pasa las horas sentado contigo, y después de eso siempre se lo ve más feliz?
—Porque también él necesita consuelo —dijo Finduilas—, pero está lejos de los suyos. Los dos tenéis vuestras necesidades. Pero ¿y Finduilas? ¿No basta con que deba confesarte que no soy amada sino que además crees que lo hago así por engaño?
—No, una mujer no se engaña fácilmente en tales casos —respondió Gwindor—. Ni tampoco hay muchos que nieguen que son amados, si eso es así.
—Si uno de los tres es desleal, ésa soy yo, aunque no voluntariamente. Pero ¿qué hay de lo que dices y de los rumores de Angband? ¿Qué de la muerte y la destrucción? Adanedhel será decisivo en la historia del mundo, y alcanzará en estatura al mismo Morgoth, en un lejano día por venir.
—Es orgulloso —comentó Gwindor.
—Pero también clemente —replicó Finduilas—. No está despierto todavía, pero la piedad aún puede sacudir su corazón, y nunca la negará. Quizá la piedad sea la única vía de acceso a él. Sin embargo, no siente piedad por mí. Me reverencia como si yo fuera a la vez su madre y una reina.
Tal vez Finduilas expresara la verdad, pues veía con los ojos penetrantes de los Eldar. Y Túrin, que no sabía lo hablado entre Gwindor y Finduilas, se mostraba cada vez más gentil con ella, a medida que ella estaba más triste. Pero un día Finduilas le dijo:
—Thurin Adanedhel, ¿por qué me ocultaste tu nombre? Si hubiera sabido quién eras no te habría honrado menos, pero habría comprendido mejor tu pena.
—¿A qué te refieres? —preguntó él—. ¿Quién crees que soy?
—Túrin, hijo de Húrin Thalion, capitán del Norte.
Cuando Túrin supo por Finduilas cómo se había enterado, se encolerizó y le dijo a Gwindor:
—Te tengo amor por haberme rescatado y mantenido a salvo, pero ahora me has perjudicado, amigo, revelando mi verdadero nombre, y echando así sobre mí el destino del que quería ocultarme.
Gwindor, sin embargo, respondió:
—El destino está en ti mismo, no en tu nombre.
En ese tiempo de respiro y esperanza, cuando las hazañas de Mormegil detuvieron el poder de Morgoth al oeste del Sirion y había paz en todos los bosques, Morwen huyó por fin de Dor-lómin con Niënor, su hija, y se aventuró al largo viaje hasta la morada de Thingol. Allí una nueva pena la aguardaba, pues descubrió que Túrin se había ido, y que a Doriath no había llegado ninguna nueva desde que el Yelmo-Dragón desapareciera de las tierras al oeste del Sirion; sin embargo, Morwen se quedó en Doriath con Niënor como huéspedes de Thingol y Melian, y fueron tratadas con honor.
C
inco años después de la llegada de Túrin a Nargothrond, en primavera llegaron dos Elfos, que dijeron llamarse Gelmir y Arminas, del pueblo de Finarfin diciendo que tenían un mensaje para el Señor de Nargothrond. Túrin capitaneaba entonces todas las fuerzas de Nargothrond, y gobernaba en todos los asuntos de la guerra. Se había vuelto en verdad severo y orgulloso, y disponía todas las cosas como mejor le parecieran según su criterio. Por tanto, los mensajeros fueron llevados ante Túrin, pero Gelmir dijo:
—Es con Orodreth, hijo de Finarfin, con quien queremos hablar. Y cuando Orodreth se presentó, Gelmir le dijo:
—Señor, pertenecemos al pueblo de Angrod, pero hemos viajado mucho desde la Nirnaeth; últimamente hemos vivido entre los seguidores de Círdan, junto a las Bocas del Sirion. Un día, Círdan nos llamó y nos envió a veros, porque se le había aparecido Ulmo mismo, el Señor de las Aguas, y lo había advertido del gran peligro que acecha cerca de Nargothrond.
Pero Orodreth era precavido, y contestó:
—¿Por qué entonces habéis llegado aquí desde el norte? ¿O quizá tenéis también otros asuntos entre manos?
Entonces Anilinas dijo:
—Sí, señor. Desde la Nirnaeth, siempre he buscado el reino escondido de Turgon sin encontrarlo; y temo ahora que esta búsqueda haya retrasado en exceso el mensaje que os traemos. Porque Círdan nos envió en barco a lo largo de la costa, para ganar en secreto y rapidez, y fuimos desembarcados en Drengist. Pero entre los marineros había algunos que se habían trasladado al sur en años pasados como mensajeros de Turgon, y me pareció, por la cautela con que hablaban, que quizá Turgon habite todavía en el norte, y no en el sur, como la mayoría cree. Pero no hemos encontrado signo ni rumor de lo que buscábamos.
—¿Por qué buscáis a Turgon? —quiso saber Orodreth.
—Porque se dice que su reino será el que resista más tiempo a Morgoth —respondió Arminas.
Y estas palabras le parecieron ominosas a Orodreth, y se sintió disgustado.
—Entonces no os demoréis en Nargothrond —dijo—; aquí no oiréis noticias de Turgon. Y no necesito que nadie me diga que Nargothrond está en peligro.
—No os enfadéis, señor —replicó Gelmir—, si contestamos vuestras preguntas con verdad. Por otra parte, habernos apartado del camino directo no ha sido infructuoso, porque hemos ido más allá de donde han llegado vuestros más alejados exploradores; hemos atravesado Dor-lómin y todas las tierras que hay bajo las estribaciones de Ered Wethrin, y hemos rastreado el Paso del Sirion espiando los senderos del Enemigo. Hay una gran concentración de Orcos y criaturas malignas en esas regiones, y se está reuniendo un ejército en torno a la Isla de Sauron.
—Lo sé —dijo Túrin—. Vuestras noticias son viejas. Si el mensaje de Círdan tenía algún objeto, debió haber llegado antes.
—Como mínimo, señor, escuchad el mensaje ahora —rogó Gelmir a Orodreth—. ¡Escuchad las palabras del Señor de las Aguas! Así le habló a Círdan: «El Mal del Norte ha corrompido las fuentes del Sirion, y mi poder se retira de los dedos de las aguas que fluyen. Pero una cosa peor ha de acaecer todavía. Decid, por tanto, al Señor de Nargothrond: Cerrad las puertas de la fortaleza, y no salgáis de ella. Arrojad las piedras de vuestro orgullo al río sonoro, para que el mal reptante no pueda encontrar la puerta».
Estas palabras le parecieron oscuras a Orodreth y, como siempre hacía, se volvió hacia Túrin para oír su consejo. Pero Túrin desconfiaba de los mensajeros, y dijo con desdén:
—¿Qué sabe de nuestras guerras Círdan, que vive cerca del Enemigo? ¡Que el marinero se ocupe de sus barcos! Y si en verdad el Señor de las Aguas quiere darnos su consejo, que hable más claramente. De otro modo, a los que conocen la guerra les seguirá pareciendo mejor reunir fuerzas y salir valientemente al encuentro de nuestros enemigos, antes de que se acerquen demasiado.
Entonces Gelmir se inclinó ante Orodreth, y declaró:
—He hablado como se me ordenó, señor. —Y se apartó.
Pero Arminas se dirigió a Túrin:
—¿Eres en verdad de la Casa de Hador, como he oído decir?
—Aquí me llamo Agarwaen, la Espada Negra de Nargothrond —respondió Túrin—. Mucho hablas de lo que es secreto, amigo Arminas. Es conveniente que el secreto de Turgon esté oculto para ti, o no tardaría en saberse en Angband. El nombre de un hombre es cosa que le pertenece a él, y si el hijo de Húrin se entera de que lo has traicionado cuando él prefiere ocultarse, ¡que Morgoth te atrape y te queme la lengua!
Arminas se sintió consternado ante la negra cólera de Túrin; pero Gelmir dijo:
—No traicionaremos al hijo de Húrin, Agarwaen. ¿No estamos reunidos en consejo tras puertas cerradas, donde el lenguaje puede ser más claro? Y si Arminas te ha preguntado, me parece que es porque de todos los que viven junto al Mar es sabido que Ulmo siente gran amor por la Casa de Hador, y algunos dicen que Húrin y Huor, su hermano, llegaron una vez al Reino Escondido.
—Si fuera así, no habría hablado de eso con nadie, ni con los grandes ni con los pequeños, y menos aún con su hijo, que era sólo un niño —respondió Túrin—. Por tanto, no creo que Arminas me haya hecho la pregunta esperando saber algo de Turgon. Desconfío de los mensajeros de la desdicha.
—¡Guarda tu desconfianza! —replicó Arminas con enfado—. Gelmir se equivoca. He preguntado porque he dudado de lo que aquí parece creerse; pues poco pareces en verdad del linaje de Hador, sea cual fuere tu nombre.
—¿Y tú qué sabes de ellos? —preguntó Túrin.
—A Húrin lo he visto —respondió Arminas—, y a sus antepasados antes que a él. Y en las ruinas de Dor-lómin me encontré con Tuor, hijo de Huor, hermano de Húrin; y él es como sus antepasados, pero tú no.
—Es posible —comentó Túrin—, aunque de Tuor nada he oído antes de ahora. Pero si mis cabellos son oscuros y no dorados, no me avergüenzo de ello. No soy el primero de los hijos que se asemeja a su madre; y yo desciendo de la (Casa de Bëor, y del linaje de Beren Camlost a través de Morwen Eledhwen.
—No me refería a la diferencia entre el negro y el oro —prosiguió Arminas—. Pero otros de la Casa de Hador se comportan de otra manera, y Tuor entre ellos. Tienen maneras corteses y escuchan los buenos consejos, pues reverencian a los Señores del Oeste. Pero tú. según parece, sólo recibes consejo de tu propia sabiduría o de tu espada, y hablas con altivez. Y te digo, Agarwaen Mormegil, que si así lo haces, tu destino será distinto al que pueda esperar un miembro de las Casas de Hador y Bëor.
—Distinto ha sido siempre —respondió Túrin—. Y si, como parece, he de soportar el odio de Morgoth por el valor de mi padre, ¿he de soportar también las provocaciones y los malos augurios de un fugitivo de la guerra, aunque pretenda ser pariente de reyes? ¡Vuelve a las seguras orillas del Mar!
Entonces Gelmir y Arminas partieron, y regresaron al sur, aunque, a pesar de los insultos de Túrin, de buen grado habrían aguardado la batalla junto a sus parientes, y sólo partieron porque Círdan les había pedido, por orden de Ulmo, que le llevaran la respuesta de Nargothrond y la recepción de su mensaje allí.
Orodreth se sintió muy perturbado por las palabras de los mensajeros, pero, en cambio, tanto más fiero se volvió el ánimo de Túrin, y de ningún modo quiso escuchar sus consejos, y menos aún consintió en que se derribara el puente. Porque al menos eso sí comprendieron bien de las palabras de Ulmo.
Poco después de la partida de los mensajeros, Handir, Señor de Brethil, fue muerto cuando los Orcos invadieron su tierra, buscando asegurarse los Cruces del Teiglin para seguir avanzando. Handir les presentó batalla, pero los Hombres de Brethil fueron derrotados y obligados a retroceder a los bosques. Los Orcos no los persiguieron, pues habían logrado su propósito por el momento; y siguieron congregando fuerzas en el Paso del Sirion.
En otoño de ese año, Morgoth, que esperaba el momento adecuado, lanzó sobre el pueblo del Narog el gran ejército que tanto tiempo había estaba reuniendo; y Glaurung, el Padre de los Dragones, atravesó Anfauglith, y, desde allí, fue a los valles septentrionales del Sirion donde hizo mucho daño. Bajo las sombras de Ered Wethrin, encabezando un gran ejército de Orcos, mancilló Eithel Ivrin, y desde allí pasó al reino de Nargothrond donde quemó la Talath Dirnen, la Planicie Guardada, entre el Narog y el Teiglin.
Entonces los guerreros de Nargothrond les hicieron frente, y alto y terrible se veía ese día Túrin; los corazones de sus huestes se inflamaron cuando él avanzó, cabalgando a la derecha de Orodreth. Pero el ejército de Morgoth era mucho mayor de lo que había dicho ningún explorador, y nadie, excepto Túrin, protegido por la máscara de los Enanos, podía resistir la cercanía de Glaurung.
Los Elfos fueron rechazados y derrotados en el campo de Tumhalad, y allí se marchitó todo el orgullo del ejército de Nargothrond. Orodreth, el rey, murió en el frente de batalla, y Gwindor, hijo de Guilin, fue herido de muerte. Túrin acudió, sin embargo, en su ayuda, y todos huyeron ante él; entonces, llevándose a Gwindor de la batalla perdida, escapó con él a un bosque y lo depositó sobre la hierba. Gwindor, malherido, le dijo a Túrin:
—¡Doy por bien empleado mi sacrificio! Pero desventurado ha sido mi sino, y vano el tuyo; porque mi cuerpo está dañado más allá de toda cura, y he de abandonar la Tierra Media. Y aunque te amo, hijo de Húrin, lamento el día en que te arrebaté a los Orcos. Si no fuera por tus proezas y tu orgullo, aún gozaría del amor y la vida, y Nargothrond se mantendría aún un tiempo en pie. Ahora, si tú también me amas, ¡déjame!, ve de prisa a Nargothrond, y salva a Finduilas. Y esto último te digo: sólo ella se interpone entre ti y tu destino. Si le fallas a ella, él no fallará en encontrarte. ¡Adiós!