Otra vez la piedad, durante mucho tiempo petrificada, inundó el corazón de Túrin como agua que brotase de una roca.
—¡Ay! —se lamentó—. Haría volver atrás esa flecha, si pudiera. Ahora Bar-en-Danwedh, Casa del Rescate, se llamará ésta en verdad. Porque vivamos en ella o no, me tendré por tu deudor; y si alguna vez llego a poseer alguna fortuna, te pagaré un rescate en oro macizo por tu hijo en señal de dolor, aunque eso no devuelva la alegría a tu corazón.
Entonces Mîm se puso en pie y miró largo rato a Túrin.
—Te escucho —dijo—. Hablas como los señores Enanos de antaño, y eso me maravilla. Mi corazón está ahora más sereno, aunque no complacido. Pagaré mi rescate: puedes vivir aquí, si lo deseas, pero añadiré lo siguiente: el que disparó ha de romper el arco y las flechas y ponerlo todo a los pies de mi hijo; y nunca más tomará una flecha ni llevará un arco. Si lo hace, morirá. De este modo lo maldigo.
Andróg tuvo miedo cuando oyó la maldición; y, aunque de muy mala gana, quebró el arco y las flechas y los puso a los pies del Enano muerto. Sin embargo, cuando salió de la cámara, miró a Mîm con malevolencia, y murmuró:
—Dicen que la maldición de un Enano no muere jamás, pero la de un Hombre también puede llegar a su destino. ¡Que muera con la garganta atravesada por un dardo!
[19]
Esa noche se quedaron allí, aunque durmieron inquietos a causa de los lamentos de Mîm y de Ibun, su otro hijo. Cuándo cesaron, no podían decirlo, pero cuando se despertaron, los Enanos se habían ido y una piedra sellaba la cámara.
El día había amanecido nuevamente hermoso, y, al sol de la mañana, los proscritos se lavaron en el estanque y se prepararon los alimentos de que disponían. Mientras estaban comiendo, Mîm se presentó delante de ellos.
Hizo una reverencia ante Túrin.
—Se ha ido y todo está terminado —dijo—. Yace con sus antepasados. Volvemos ahora a la vida que nos ha quedado, aunque los días que tengamos por delante sean cortos. ¿Te complace la casa de Mîm? ¿Está pagado y aceptado el rescate?
—Lo está —contestó Túrin.
—Entonces todo te pertenece y puedes ordenar la morada a tu antojo, pero con una excepción: la cámara que está cerrada, nadie puede abrirla más que yo.
—Así se hará —dijo Túrin—. Pero en lo que respecta a nuestra vida aquí, está segura, o así lo parece, sin embargo, tenemos que conseguir alimentos y otras cosas. ¿ Cómo saldremos de aquí? O, mejor dicho, ¿cómo volveremos?
Para inquietud de los proscritos, Mîm rió para sí.
—¿Temes haber seguido a una araña hasta el centro de su tela? —preguntó—. No, Mîm no devora Hombres. Y mal se las arreglaría una araña con treinta avispas al mismo tiempo. Mirad, vosotros estáis armados, y yo en cambio estoy aquí despojado. Tenemos que compartir lo que tenemos, vosotros y yo: casa, alimento y fuego, y quizá otras ganancias. Creo que guardaréis y mantendréis la casa en secreto por vuestro propio bien, aun cuando conozcáis el camino por el que se sale y se entra. Lo conoceréis cuando sea oportuno. Entretanto Mîm debe guiaros, o Ibun, su hijo, cada vez que salgáis; iremos a donde vosotros vayáis y volveremos cuando vosotros volváis, u os esperaremos en algún lugar que conozcáis y podáis encontrar sin ayuda. Lugar que cada vez estará más cerca de casa, supongo.
Túrin lo aceptó así, y dio las gracias a Mîm, y la mayoría de sus hombres se alegraron, porque al sol de la mañana, cuando todavía era pleno verano, parecía un sitio hermoso para vivir. Sólo Andróg no estaba satisfecho.
—Cuanto antes seamos dueños de nuestras idas y venidas tanto mejor —dijo—. Nunca habíamos puesto nuestra ventura en manos de un prisionero ofendido.
Ese día descansaron, limpiaron las armas y compusieron sus enseres, porque tenían alimentos aún para un día o dos, y Mîm añadió algo a lo que ya poseían. Les prestó tres grandes ollas y fuego, y luego trajo un saco.
—Basura —dijo—. Indigna de robo. Sólo raíces silvestres.
Pero una vez lavadas, las raíces eran blancas y carnosas, con piel, y cuando las hirvieron resultaron buenas para comer, bastante parecidas al pan; y los proscritos se alegraron por ello, porque durante mucho tiempo habían carecido de pan, salvo cuando podían robarlo.
—Los Elfos Salvajes no las conocen; los Elfos Grises no las han encontrado; los orgullosos de allende el Mar lo son demasiado como para cavar —explicó Mîm.
—¿Cómo se llaman? —preguntó Túrin.
Mîm lo miró de soslayo.
—No tienen nombre, salvo en la lengua enana, que no compartimos —respondió—. Y no enseñamos a los Hombres a encontrarlas, porque los Hombres son codiciosos y derrochadores, y no pararían hasta que todas las plantas hubieran desaparecido; mientras que ahora pasan junto a ellas sin verlas mientras andan dando traspiés por las tierras salvajes. No sabréis más por mí, pero podréis contar con mi generosidad, en tanto habléis con amabilidad y no espiéis ni robéis. —Entonces volvió a reír para sí—. Tienen un gran valor —prosiguió—. Más que el oro en la hambruna del invierno, porque pueden atesorarse como las nueces de una ardilla, y ahora estamos empezando a recoger las primeras maduras. Pero sois tontos si creéis que no habría estado dispuesto a perder una pequeña cantidad de ellas por salvar la vida.
—Escucho lo que dices —comentó Ulrad, que había examinado el saco cuando capturaron a Mím—, y no obstante, no quisiste separarte de ellas; tus palabras no hacen sino asombrarme.
Mîm se volvió y lo miró sombrío.
—Tú eres uno de esos tontos a los que la primavera no echaría en falta si murieras en invierno —le dijo—. Había dado mi palabra, y por tanto habría vuelto, lo quisiera o no, con saco o sin él. ¡Que un hombre sin ley y sin fe crea lo que quiera! Sin embargo, no me gusta que unos malvados me quiten por la fuerza lo que es mío, aunque sólo sea una tirilla de calzado. ¿Acaso tus manos no estaban entre las de los que me amarraron y me impidieron volver a hablar con mi hijo? Cuando saque el pan de la tierra de mi almacén, a ti no te daré nada, y si lo comes será por la generosidad de tus compañeros, no por la mía.
Entonces Mîm se apartó, pero Ulrad, que había callado ante su ira, habló ahora a sus espaldas:
—¡Altivas palabras! Sin embargo, el viejo bribón tenía algo más en el saco; de forma parecida a las raíces, pero más duro y pesado. ¡Quizá haya otras cosas en las tierras salvajes además del pan de la tierra que los Elfos no han encontrado y los Hombres no deben conocer!
[20]
—Quizá sea así —respondió Túrin—. No obstante, el Enano ha dicho la verdad en un punto al menos, cuando te ha llamado tonto. ¿Por qué das voz a tus pensamientos? Si eres incapaz de pronunciar buenas palabras, el silencio serviría mejor a nuestros fines.
El día transcurrió en paz, y ninguno de los proscritos tuvo deseos de moverse de allí. Túrin se paseó largo rato sobre la verde hierba de la terraza, de un extremo a otro, y miró hacia el este, y el oeste, y el norte, y se asombró al ver a cuánta distancia llegaba la vista en el aire claro. Hacia el norte, que parecía extrañamente cercano, pudo divisar el Bosque de Brethil, que verdeaba en las laderas de Amon Obel. Descubrió que sus ojos volvían allí con más frecuencia de la deseada, aunque no sabía por qué, dado que su corazón se le inclinaba más bien hacia el noroeste, donde al cabo de muchas leguas, casi en la línea del horizonte, creía atisbar las Montañas de la Sombra y las fronteras de su hogar. Sin embargo, al atardecer, Túrin miró la puesta de sol en el oeste, mientras el disco rojo atravesaba las nieblas que cubrían las costas distantes, y el Valle del Narog aparecía envuelto en sombras.
Así empezó la estancia de Túrin, hijo de Húrin, en los recintos de Mîm. en Bar-en-Danwedh, la Casa del Rescate.
Durante mucho tiempo, la vida de los proscritos transcurrió según sus deseos. La comida no escaseaba, y tenían un buen refugio, cálido y seco, con espacio suficiente y aun de sobra; porque descubrieron que las cavernas podrían haber albergado a un centenar de Hombres o más en caso de necesidad. Más adentro había otra estancia más pequeña. Disponía de un hogar, cuyo humo escapaba por una hendidura de la roca hasta un respiradero astutamente oculto en una grieta de la ladera de la colina. Había también muchas otras cámaras que se abrían en las estancias o en el pasaje que las unía, algunas destinadas a viviendas, otras a talleres o a almacenes. Sobre almacenaje, Mîm tenía muchos más conocimientos que ellos, y poseía vasijas así como cofres de piedra y madera que parecían muy antiguos. Pero la mayoría de las cámaras estaban ahora vacías: en las armerías colgaban hachas y otras herramientas oxidadas y polvorientas, las estanterías y alacenas estaban desnudas, y las herrerías ociosas. Con una excepción: un cuarto reducido al que se accedía desde la pequeña cámara interior, y que tenía un hogar que compartía la salida de humo con el de la estancia. Allí trabajaba Mîm a veces, pero no permitía que nadie estuviese entonces con él. Tampoco les habló nunca de una escalera, oculta y secreta, que iba de la casa a la cima plana del Amon Rûdh. Andróg se topó con ella cuando, hambriento, buscaba los almacenes de comida de Mîm y se perdió en las cavernas; pero mantuvo este descubrimiento en secreto.
Durante el resto de ese año ya no hicieron incursiones, y si salían para cazar o recolectar alimentos lo hacían casi siempre en pequeños grupos. Pero durante mucho tiempo les era difícil encontrar la ruta de regreso, y no más de seis de los hombres, además de Túrin, conocían el camino con seguridad. No obstante, al ver que los más hábiles en este tipo de cosas podían llegar a la guarida sin ayuda de Mîm, apostaron una guardia día y noche cerca de la grieta del muro septentrional. Desde el sur no esperaban enemigos, ni había por qué temer que nadie escalara el Amon Rûdh por ese lado; sin embargo, de día había la mayor parte de las veces un guardián sobre la corona, desde donde podía divisar los alrededores a gran distancia. Aunque los flancos de la corona eran escarpados, se podía llegar a ella, pues al este de la entrada de la caverna se habían tallado unos peldaños en la roca por lo que los Hombres podían trepar sin ayuda.
Así fue transcurriendo el año, sin daño ni alarma, pero a medida que pasaban los días y el estanque se volvía gris y frío, los abedules perdían sus hojas y regresaban las fuertes lluvias, los hombres tuvieron que quedarse más tiempo en el refugio. Entonces no tardaron en cansarse de la oscuridad bajo la colina, o de la penumbra de las estancias, y a la mayoría les parecía que la vida sería mejor si no tuvieran que compartirla con Mîm. Con mucha frecuencia surgía de algún rincón oscuro o de una entrada cuando lo creían en otro sitio; y cuando Mîm estaba cerca sus conversaciones se volvían incómodas. Se acostumbraron a hablar entre ellos siempre en susurros.
No obstante, y por extraño que les pareciera, Túrin no sentía como ellos, y se mostraba cada vez más amistoso con el viejo Enano, y prestaba cada vez más atención a sus consejos. Permanecía muchas horas sentado con Mîm, escuchando sus narraciones y la historia de su vida; y Túrin no lo reconvenía si hablaba mal de los Eldar. Mîm parecía complacido, y a su vez demostraba una gran predilección por Túrin; sólo a él le permitía que visitara la herrería de vez en cuando, y allí hablaban los dos en voz baja.
Pero cuando llegó el invierno, las cosas se pusieron muy difíciles para los proscritos. Antes de yule llegaron del norte las primeras nieves, las más copiosas que nunca se habían visto en los valles fluviales; por ese entonces, y cada vez más a medida que el poder de Angband crecía, los inviernos fueron siendo más crudos en Beleriand. Amon Rûdh quedó totalmente cubierto, y sólo los más fuertes se atrevían a salir. Algunos enfermaron, y a todos les apretaba el hambre.
En el crepúsculo gris de un día de pleno invierno, de repente apareció un Hombre; era grande y corpulento, y llevaba capa y capucha blancas. Había eludido a los vigilantes, y caminó hacia el fuego sin decir una palabra. Cuando los Hombres se levantaron de un salto, se rió y se echó la capucha hacia atrás, entonces vieron que era Beleg Arcofirme. Bajo la capa blanca ocultaba un gran paquete que contenía muchas cosas para ayudar a los Hombres.
De este modo regresó Beleg con Túrin, anteponiendo el afecto a la sabiduría. Túrin se alegró profundamente, pues con frecuencia había lamentado su propia testarudez, y ahora el deseo de su corazón se había cumplido sin necesidad de humillarse o doblegar su voluntad. Pero si Túrin estaba complacido, no era ése el caso de Andróg, ni de algunos otros del grupo. Creían que Beleg y su capitán habían acordado ese encuentro, manteniéndolo en secreto; y Andróg los contempló celoso hablar sentados aparte.
Beleg había traído consigo el Yelmo de Hador, porque con él esperaba poder elevar de nuevo el pensamiento de Túrin por encima de aquella vida en las tierras salvajes como jefe de una mezquina compañía.
—Te traigo algo que te pertenece —le anunció mientras sacaba el yelmo—. Quedó a mi custodia en las fronteras septentrionales, pero creo que no fue olvidado.
—Casi olvidado —dijo Túrin—; pero eso no volverá a suceder. —Y guardó silencio, mirando a la lejanía con los ojos del pensamiento, hasta que de pronto atisbo otra cosa que Beleg tenía en la mano. Era el regalo de Melian, pero las hojas de plata se veían rojas a la luz del fuego; sin embargo, cuando Túrin vio el sello, se le oscureció la mirada—. ¿Qué tienes ahí? —preguntó.
—El mayor don que alguien que aún te ama tiene para dar —respondió Beleg—. He aquí el
lembas in-Elidh
, el pan del camino de los Eldar que ningún Hombre ha probado todavía.
—El yelmo de mis padres lo recibo de buen grado porque tú lo guardaste —replicó Túrin—. Pero no aceptaré regalos de Doriath.
—Entonces devuelve allí tu espada y tus armas —indicó Beleg—. Envía también las enseñanzas y la comida que recibiste en tu juventud. Y que tus hombres, que, según dices, te han sido fieles, mueran en el desierto para complacer tu talante. No obstante, este pan del camino no fue un regalo para ti, sino para mí, y puedo hacer con él lo que se me antoje. No lo comas, si se te atraviesa en la garganta, pero otros pueden estar más hambrientos y ser menos orgullosos.
Los ojos de Túrin destellaron, pero al mirar el rostro de Beleg, el fuego que había en ellos se apagó y se volvieron grises; luego, con una voz que apenas podía oírse dijo:
—Me asombra, amigo, que te hayas dignado volver con semejante patán. De ti aceptaré todo cuanto me des, incluso reprimendas. En adelante, me aconsejarás en todo, salvo en lo que respecta a tomar el camino que lleva a Doriath.