—No se merecería menos por darnos falsas esperanzas —dijo otro que se había apoderado del saco—. Aquí no hay nada más que raíces y piedrecitas.
—No es un Orco —intervino Túrin de nuevo—, tiene barba. Es sólo un Enano, creo. Dejad que se ponga en pie y hable.
Así fue como Mîm entró en la Historia de los Hijos de Húrin. Pues se irguió con dificultad hasta quedar de rodillas a los pies de Túrin y suplicó que le perdonaran la vida.
—Soy viejo —empezó—, y pobre. Sólo un Enano, como decís, no un Orco. Mîm es mi nombre. No dejéis que me maten sin causa alguna, señor, como harían los Orcos.
Entonces el corazón de Túrin se apiadó de él, aunque dijo:
—Pobre pareces, Mîm, aunque sería extraño en un Enano; sin embargo, creo que nosotros lo somos todavía más: hombres sin casa ni amigos. Si te dijera que no podemos perdonarte sólo por piedad pues muy grande es la necesidad que padecemos, ¿qué rescate ofrecerías?
—No sé qué deseáis, señor —respondió Mîm con cautela.
—¡En este momento, bastante poco! —exclamó Túrin, mirando amargamente alrededor con la lluvia entrándole en los ojos—. Un sitio seguro donde dormir al abrigo de los húmedos bosques. Sin duda tienes eso.
—Así es —confirmó Mîm—; pero no puedo darlo en rescate. Soy demasiado viejo para vivir al raso.
—Pues no es necesario que envejezcas más —dijo Andróg, avanzando con un cuchillo en la mano que no tenía herida—. Yo puedo ahorrarte eso.
—¡Señor! —gritó Mîm muy asustado, aferrándose a las rodillas de Túrin—. Si yo pierdo la vida, vosotros perderéis la morada; porque no la encontraréis sin Mîm. No puedo dárosla, pero la compartiré. Hay más espacio en ella que hubo otrora, tantos son los que se han ido para siempre. —Y se echó a llorar.
—Se te perdona la vida, Mîm —dijo Túrin.
—Hasta que lleguemos a su guarida, al menos —añadió Andróg.
Pero Túrin se volvió hacia él, y dijo:
—Si Mîm nos lleva a su hogar sin engaño, y es un buen hogar, habrá pagado rescate por su vida; y ningún hombre de los que me siguen lo matará. Lo juro.
Entonces Mîm besó las rodillas de Túrin y dijo:
—Mîm será vuestro amigo, señor. Al principio creí que erais un Elfo por vuestra lengua y vuestra voz. Pero si sois un Hombre, mejor. A Mîm no le gustan los Elfos.
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—¿Dónde se encuentra esa casa tuya? —preguntó Andróg—. Tendrá que ser muy buena, en verdad, para compartirla con un Enano. Porque a Andróg no le gustan los Enanos. Entre los suyos se contaban pocas historias buenas sobre esa raza que vino del este.
—Peores historias sobre sí mismos dejaron los Hombres atrás —dijo Mîm—. Juzga mi casa cuando la veas. Pero necesitaréis luz para el camino, Hombres vacilantes. Volveré pronto y os guiaré. —Entonces se levantó y tomó su saco.
—¡No, no! —exclamó Andróg—. No permitirás esto, ¿no es cierto, capitán? Nunca volverías a ver al viejo bribón.
—Está oscureciendo —dijo Túrin—. Que nos deje alguna prenda. ¿Te guardamos el saco con su contenido. Mîm?
Pero al oír eso Mîm volvió a caer de rodillas, muy perturbado.
—Si Mîm no tuviera intención de volver, no lo haría por un viejo saco de raíces —afirmó—. Volveré. ¡Dejadme partir!
—No lo haré —dijo Túrin—. Si no quieres separarte de tu saco, deberás permanecer aquí con él. Pasar una noche a la intemperie hará que quizá también tú te apiades de nosotros. —Pero observó, y también los demás, que Mîm daba más importancia a su cargamento de la que éste parecía tener a simple vista.
Condujeron al viejo Enano al miserable campamento entre los acebos y, mientras caminaba, murmuraba en una lengua extraña y áspera que parecía contener un antiguo odio; pero cuando le ataron las piernas calló de repente. Y los que estaban de guardia lo vieron sentado durante toda la noche, silencioso e inmóvil como una piedra, salvo los ojos insomnes que resplandecían mientras escrutaban la oscuridad.
Poco antes del amanecer amainó la lluvia, y un viento agitó los árboles. La luz del alba llegó más brillante que desde hacía muchos días, y los aires ligeros del sur despejaron el cielo, pálido y claro en torno al sol naciente. Mîm continuaba sentado sin moverse, y parecía muerto; porque ahora tenía cerrados los pesados párpados, y la luz de la mañana lo mostraba marchito y arrugado por la vejez. Túrin se levantó y lo miró.
—Ahora hay luz suficiente —dijo.
Entonces Mîm abrió los ojos y señaló sus ataduras; cuando lo desataron, habló con fiereza.
—¡Enteraos de esto, necios! —gritó—. ¡No atéis jamás a un Enano! No os lo perdonará. No deseo morir, pero tengo el corazón airado por lo que habéis hecho. Me arrepiento de mi promesa.
—Pero yo no —le respondió Túrin—. Me conducirás a tu casa. Hasta entonces no hablaremos de muerte. Ésa es mi voluntad. —Y miró fijamente a los ojos al Enano. Mîm no pudo soportarlo; pocos eran en verdad los que podían desafiar la mirada de Túrin cuando había en ella decisión o cólera. El Enano no tardó en volver la cabeza, y se puso en pie.
—¡Seguidme, señor! —dijo.
—¡Bien! —exclamó Túrin—. Pero quiero añadir una cosa: comprendo tu orgullo. Puede que mueras, pero no se te volverá a atar.
—Que así sea —asintió Mîm—. Pero ¡venid ahora! —Y diciendo esto, los guió de nuevo al lugar donde lo habían capturado y señaló hacia el oeste—. ¡Allí está mi casa! —les dijo—. La habréis visto a menudo, supongo, porque es elevada. La llamábamos Sharbhund antes de que los Elfos cambiaran todos los nombres.
Entonces vieron que estaba señalando Amon Rûdh, la Colina Calva, cuya cima desnuda dominaba muchas leguas de tierras salvajes.
—La hemos visto, pero nunca nos hemos acercado a ella —explicó Andróg—. Porque ¿qué guarida segura puede haber allí, o agua, o cualquier otra cosa que necesitemos? Adiviné que había alguna trampa. ¿Acaso los Hombres se esconden en la cima de las colinas?
—Una vista amplia puede ser más segura que el acecho —dijo Túrin—. Desde Amon Rûdh se dominan grandes distancias. Bien, Mîm, iré hasta allí y veré qué puedes ofrecernos. ¿Cuánto nos llevará a nosotros. Hombres vacilantes, llegar hasta tu casa?
—Todo este día hasta que anochezca si partimos ahora —respondió Mîm.
Pronto el grupo se puso en marcha hacia el oeste, con Túrin en cabeza y Mîm a su lado. Al dejar atrás los bosques caminaban cautelosos, pero toda la tierra parecía vacía y en silencio. Pasaron sobre rocas caídas, y comenzaron a trepar, porque Amon Rûdh se hallaba al este de las elevadas llanuras pantanosas que había entre los valles del Sirion y el Narog, y la cima se levantaba sobre el baldío pedregoso a gran altura. En la ladera oriental, un terreno accidentado ascendía lentamente hasta los altos riscos, entre grupos de abedules y serbales y viejos arbustos espinosos arraigados en la roca. Más allá, en las llanuras pantanosas y las pendientes inferiores de Amon Rûdh, crecían malezas de
aeglos
; pero la escarpada cabeza gris se veía desnuda, salvo por el
seregon
rojo que cubría la piedra.
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Al atardecer, los proscritos llegaron cerca del pie de la montaña. Venían ahora desde el norte, porque por ese camino los había conducido Mîm. La luz del sol poniente caía sobre la cima de Amon Rûdh, y sobre el seregon plenamente florecido.
—¡Mirad! Hay sangre en la cima de la montaña —dijo Andróg.
—Aún no —contestó Túrin.
El sol se ponía y en las hondonadas la luz declinaba. La colina se alzaba ahora por delante y por encima de ellos, y se preguntaban qué necesidad había de guía para llegar a una meta tan evidente. Pero a medida que Mîm los conducía y emprendían el ascenso de las últimas pendientes, advirtieron que el Enano estaba siguiendo un sendero para él evidente por signos secretos o por una vieja costumbre. Ahora, el camino serpenteaba de continuo, y, a un lado y a otro, se abrían valles y barrancos oscuros, o la tierra descendía hasta desiertos de piedra gris, con precipicios y agujeros ocultos por arbustos y espinos. Allí, sin guía, habrían tenido que esforzarse y trepar durante días para encontrar un camino.
Al fin llegaron a un terreno más empinado pero menos irregular. Pasaron bajo la sombra de unos viejos serbales, hasta llegar a unas avenidas de altos aeglos; una penumbra que exhalaba un dulce aroma.
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Entonces, de repente, se encontraron ante un muro de piedra, liso y escarpado, de unos quince metros de altura, aunque el crepúsculo difuminaba el cielo de arriba y no podían estar seguros.
—¿Es ésta la puerta de tu casa? —preguntó Túrin—. A los Enanos les encanta la piedra, según dicen. —Y se acercó a Mîm, por temor a que éste les hiciese alguna jugarreta en el último momento.
—No es la puerta de la casa, sino el portón del patio —respondió Mîm. Entonces se volvió a la derecha siguiendo la pared, y al cabo de veinte pasos se detuvo de súbito. Túrin vio que, obra de unas manos o del tiempo, en la piedra había una falla y, a la izquierda de ésta, una abertura. Unas largas plantas colgantes arraigadas en las grietas que había en lo alto, disimulaban la entrada; una vez dentro, un empinado sendero de piedra ascendía en la oscuridad. Debajo de él corría el agua, y estaba húmedo.
Fueron entrando en fila, uno por uno. En la cima, el sendero doblaba a la derecha y otra vez al sur y, tras atravesar un grupo de espinos, desembocaba en una planicie verde que pronto quedó atrás, antes de que el camino se internase de nuevo entre las sombras.
Habían llegado a la casa de Mîm, Bar-en-Nibin-noeg,
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que sólo se recordaba en las antiguas historias de Doriath y Nargothrond, y que ningún hombre había visto. Pero anochecía, y en el este sólo había la luz de las estrellas, por lo que no podían ver todavía la forma de aquel extraño lugar.
Amon Rûdh tenía una corona: una gran masa parecida a una escarpada gorra de piedra con una cima chata y desnuda. En el lado norte había una terraza, nivelada y casi cuadrada, que no podía verse desde abajo, porque estaba protegida por la corona de la colina como por un muro, y las vertientes este y oeste eran unos riscos escarpados. Sólo desde el norte, por donde ellos habían venido, podían llegar allí quienes conocieran el camino.
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Desde la «entrada» salía una senda, que pronto se internaba en un bosquecillo de abedules enanos que crecían en torno a un límpido estanque formado por una cuenca abierta en la roca. Estaba alimentado por una fuente que manaba al pie del muro que tenía detrás, y se vertía como una hebra blanca desde el borde occidental de la terraza. Cerca de la fuente, detrás de la pantalla de árboles y entre dos altas estribaciones de roca, había una cueva. Parecía una gruta poco profunda, con un arco bajo y quebrado, pero había sido excavada profundamente en la montaña por las pacientes manos de los Enanos Mezquinos, en los largos años que habían vivido allí sin que los Elfos Grises de los bosques vinieran a perturbarlos.
A través de la profunda oscuridad. Mîm los condujo más allá del estanque, donde ahora se reflejaban las pálidas estrellas entre las sombras de los abedules. A la entrada de la cueva, se volvió e hizo una reverencia a Túrin.
—¡Entrad, señor! —dijo—: Bar-en-Danwedh, la casa del Rescate. Porque ése será ahora su nombre.
—Tal vez lo sea —dijo Túrin—. Echaré primero un vistazo. —Entonces entró con Mîm, y los otros, al ver que no mostraba ningún temor, lo siguieron, aun Andróg, el que más desconfiaba del Enano. Pronto se encontraron inmersos en una negra oscuridad, pero Mîm batió palmas, y en un rincón apareció una lucecita: desde un pasaje del fondo de la gruta exterior, otro enano avanzaba llevando una pequeña antorcha.
—¡Ja! ¡Ahí lo tenéis, lo que yo me temía! —exclamó Andróg.
Pero Mîm y el otro empezaron a hablar el uno con el otro de prisa en su áspera lengua y, aparentemente perturbado o enfadado por lo que oía, Mîm se precipitó hacia el pasaje y desapareció.
—¡Ataquemos primero! —gritó Andróg—. Puede que haya todo un enjambre de ellos, pero son pequeños.
—Creo que sólo hay tres —dijo Túrin; y se internó en el pasaje detrás de Mîm, mientras detrás de él los proscritos avanzaban palpando las rugosas paredes. El camino doblaba muchas veces abruptamente a un lado y a otro, pero al fin una tenue luz brilló delante de ellos, y llegaron a una estancia pequeña pero alta, iluminada débilmente por unas lámparas que colgaban de delgadas cadenas desde el techo en sombras. Mîm no estaba allí, pero se oía su voz y, guiado por ella, Túrin llegó a una habitación que se abría al fondo de la estancia. Dentro vio a Mîm arrodillado en el suelo. Junto a él, en silencio, estaba el Enano de la antorcha, pero sobre un lecho de piedra pegado a la pared más alejada, yacía otro.
—¡Khim. Khim, Khím! —gemía el viejo Enano, mesándose la barba.
—No todas tus flechas volaron en vano —dijo Túrin a Andróg—. Pero es probable que ésta haya resultado ser un tiro poco acertado. Disparas demasiado a la ligera, y puede que vivas lo suficiente como para corregirte.
Dejando a los demás. Túrin avanzó despacio hasta quedar detrás de Mîm.
—¿Qué ocurre, maestro? —preguntó—. Conozco algunas artes curativas. ¿Puedo ayudarte?
Mîm volvió la cabeza, y había una luz roja en sus ojos.
—No, a no ser que puedas volver el tiempo atrás y cortar las crueles manos de tus hombres —respondió—. Éste es mi hijo. Una flecha lo alcanzó en el pecho. Ahora está más allá de toda palabra. Murió al ponerse el sol. Tus ligaduras me impidieron curarlo.