Al instante Glaurung, sintiéndose herido de muerte, lanzó un grito que sacudió todos los bosques y horrorizó a los observadores de Nen Girith. Turambar se tambaleó como si lo hubieran golpeado, y resbaló, y la espada se le escapó de la mano, quedando clavada en el vientre del Dragón. Entonces Glaurung, con un gran espasmo, curvó todo el cuerpo estremecido y se lanzó sobre el barranco; y allí, sobre la otra orilla, se retorció, aullando, con convulsiones agónicas, hasta yacer al fin inmóvil entre el humo y la ruina.
Mientras tanto, Turambar se aferró a las raíces del árbol, aturdido y casi desvanecido. Pero luchó consigo mismo y se dio impulso, y a medias deslizándose y a medias sujetándose, descendió al río, e intentó de nuevo el peligroso cruce, arrastrándose a veces sobre las manos y los pies, cegado por la espuma, hasta que alcanzó por fin la otra orilla, y ascendió trabajosamente por la hendidura por la que habían bajado antes. Así llego por fin al lugar donde estaba el Dragón, y contempló sin piedad al enemigo caído, y se sintió complacido.
Allí yacía ahora Glaurung, con las fauces abiertas, pero todos sus fuegos extinguidos, y tenía cerrados los ojos malignos. Estaba tendido cuan largo era sobre uno de sus flancos, y la empuñadura de Gurthang sobresalía de su vientre. Entonces Turambar sintió que el corazón se le animaba en el pecho y, aunque el Dragón respiraba todavía, quiso recuperar la espada, pues si antes le era preciada, ahora valía para él más que todo el tesoro de Nargothrond. Ciertas habían resultado ser las palabras que se pronunciaron cuando fue forjada, de que nada, grande o pequeño, sobreviviría después de su mordedura.
Así pues, acercándose a su enemigo, apoyó el pie en su vientre y, tomando la empuñadura de Gurthang, tiró de ella con todas sus fuerzas, y gritó, burlándose de las palabras de Glaurung en Nargothrond:
—¡Salve, Gusano de Morgoth! ¡Feliz encuentro de nuevo! ¡Muere ahora y que la oscuridad sea contigo! Así queda vengado Túrin, hijo de Húrin.
Entonces arrancó la espada y, al hacerlo, un chorro de sangre negra salió tras ella, y le cayó en la mano, y el veneno le quemó la carne, de modo que lanzó un grito de dolor. En ese momento, Glaurung se movió y abrió los ominosos ojos mirando a Turambar con tanta malicia que a éste le pareció que una flecha lo atravesaba; y por eso y por el dolor de la mano, cayó desmayado, y yació como muerto junto al Dragón, con la espada debajo del cuerpo.
Por su parte, los gritos de Glaurung fueron oídos por quienes se encontraban en Nen Girith, y sintieron pánico; y cuando los observadores vieron desde lejos los grandes destrozos y el fuego que el Dragón provocó en su agonía, creyeron que estaba pisoteando y destruyendo a quienes lo habían atacado. Entonces desearon en verdad que la distancia que los separaba de aquel sitio fuera mayor, pero no se atrevían a abandonar el lugar elevado en que se habían congregado, porque recordaban las palabras de Turambar: si Glaurung vencía, primero iría a Ephel Brandir. Por tanto, esperaron aterrados algún signo de que se hubiera puesto en movimiento, pero nadie era lo bastante osado como para descender e ir en busca de noticias al lugar del combate. Níniel estaba sentada y no se movía, aunque temblaba y no podía mantener quietos los miembros; porque cuando oyó la voz de Glaurung, el corazón se le murió en el pecho, y sintió que la oscuridad volvía a apoderarse de ella.
Así la encontró Blandir, quien llegó finalmente al puente del Celebros, lento y fatigado; había recorrido todo el camino solo, cojeando y apoyándose en la muleta, y se encontraba a cinco leguas cuando menos de su casa. El temor por Níniel lo había impulsado, y ahora las noticias que escuchaba no eran peores de lo que había temido.
—El Dragón ha cruzado el río —le dijeron los hombres—, y la Espada Negra ha muerto sin duda, y también los que fueron con ella.
Entonces Brandir se acercó a Níniel, y adivinó su pena, y la compadeció; pero pensó sin embargo; «La Espada Negra está muerta, y Níniel vive». Y se estremeció, porque de pronto le pareció que hacía frío junto a las aguas de Nen Girith, y envolvió a Níniel con su capa. Pero no supo qué decir; y ella no hablaba.
Pasó el tiempo, y Brandir guardaba aún silencio junto a Níniel, escudriñando la noche y escuchando, pero no veía nada, y no oía más sonido que la caída de las aguas de Nen Girith, y pensó: «Seguramente Glaurung se ha marchado ya y ha entrado en Brethil». Pero ya no sentía lástima por su pueblo, necios que habían desdeñado sus consejos, y lo habían menospreciado. «Mientras el Dragón vaya a Amon Obel, habrá tiempo de escapar, y de llevarse a Níniel lejos de aquí.» Adonde, no lo sabía, porque nunca había salido de Brethil.
Por fin se inclinó y tocó a Níniel en el brazo, y le dijo:
—¡El tiempo pasa, Níniel! ¡Ven! Ha llegado el momento de partir. Si me dejas, yo te guiaré.
Entonces ella se levantó en silencio, y le tomó la mano, y juntos cruzaron el puente y tomaron el sendero que conducía a los Cruces del Teiglin. Pero quienes los vieron moverse como sombras en la oscuridad no supieron quiénes eran, y no les importó. Y cuando hubieron avanzado un corto trecho entre los árboles silenciosos, la luna se elevó detrás de Amon Obel, y una luz gris iluminó los claros del bosque. Entonces Níniel se detuvo y preguntó a Brandir:
—¿Es éste el camino?
Y él le respondió:
—¿Cuál es el camino? Porque todas nuestras esperanzas en Brethil han terminado. Ya no hay ningún camino para nosotros salvo para escapar del Dragón y huir lejos de él mientras todavía haya tiempo.
Níniel lo miró asombrada y dijo:
—¿No me ofreciste llevarme hasta Turambar? ¿O querías engañarme? La Espada Negra era mi amado y mi esposo, y sólo en su busca voy. ¿Qué otra cosa pensabas? Haz ahora lo que quieras, pero yo he de darme prisa.
Y cuando Brandir se quedó un momento quieto y desconcertado, ella se alejó rápidamente de él; él la llamó, gritando:
—¡Espera, Níniel! ¡No vayas sola! No sabes qué encontrarás. ¡Iré contigo!
Pero ella no le hizo caso, y avanzaba ahora como si le ardiera la sangre, que antes tenía helada; y aunque Brandir la siguió como pudo, no tardó en alejarse y desaparecer de su vista. Entonces él maldijo su destino y su debilidad, pero no quiso volver atrás.
Ahora la luna estaba alta y blanca en el cielo, y casi llena, y mientras Níniel descendía desde las tierras altas hacia el río, le pareció que recordaba el lugar, y lo temió. Porque había llegado a los Cruces del Teiglin, y Haudh-en-Elleth se alzaba ante ella, pálido a la luz de la luna, arrojando una gran sombra negra; y del montículo emanaba un gran terror.
Entonces dio media vuelta con un grito y huyó hacia el sur siguiendo el río, y arrojó la capa mientras corría, como si se deshiciera de la oscuridad que se le adhería al cuerpo. Debajo iba toda vestida de blanco, y resplandecía a la luz de la luna mientras corría entre los árboles. Así la vio Brandir desde la ladera de la colina, y se desvió para interceptarla en su camino si le era posible y, encontrando por suerte el estrecho sendero que había utilizado Turambar, y que se alejaba del camino más transitado y descendía abruptamente hacia el sur en dirección al río, se acercó a ella por detrás. Pero aunque la llamó, Níniel no le hizo caso, o no lo oyó, y pronto desapareció otra vez delante de él; y así fueron acercándose a los bosques junto a Cabed-en-Aras y al lugar donde Glaurung agonizaba.
La luna se desplazaba entonces por un cielo sin nubes, y la luz era fría y clara. Al llegar al borde de la devastación que había provocado Glaurung, Níniel vio su cuerpo yaciente, y su vientre gris al resplandor de la luna; a su lado había tendido un hombre. Entonces, olvidando el miedo, corrió entre los restos humeantes y así llegó junto a Turambar. Estaba sobre un costado, con la espada debajo del cuerpo, y su rostro tenía la palidez de la muerte a la luz blanquecina. Níniel se arrojó a su lado llorando, y lo besó, y le pareció que respiraba débilmente, pero creyó que no era más que una ilusión provocada por la falsa esperanza, porque estaba frío, y no se movía ni le respondía. Y mientras lo acariciaba, vio que tenía la mano negra, como si se la hubiera chamuscado, y la bañó con sus lágrimas, y, arrancándose una tira del vestido, le vendó la mano.
Pero él siguió sin moverse, y Níniel lo besó otra vez, y clamó en voz alta:
-¡Turambar, Turambar, vuelve! ¡Escúchame! ¡Despierta! Porque soy Níniel. El Dragón está muerto, muerto, y yo estoy sola aquí a tu lado.
Pero él no respondió.
Brandir oyó sus gritos, porque había llegado ya al borde de la devastación, pero mientras avanzaba hacia Níniel se detuvo en seco y se quedó inmóvil. Porque al oír el grito de Níniel, Glaurung se movió, y un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo; entreabrió los ojos espantosos, en los que se reflejaba la luna, y jadeando dijo:
—Salve, Niënor, hija de Húrin. Volvemos a encontrarnos antes del fin. Te ofrezco la alegría de por fin encontrar a tu hermano. Ahora lo conocerás: ¡el que apuñala en la oscuridad, traidor para sus enemigos, desleal con sus amigos y una maldición para su linaje, Túrin, hijo de Húrin! Pero la peor de todas sus acciones la sentirás en ti misma.
Niënor se había quedado como aturdida, pero Glaurung murió; y con su muerte el velo de su malicia se desprendió de ella, que recordó entonces claramente todo su pasado, día a día, y todas las cosas que le habían ocurrido desde que yaciera en Haudh-en-Elleth. Y su cuerpo entero se estremeció de horror y angustia. Brandir, que lo había oído todo, estaba asimismo sobrecogido, y se apoyó en un árbol.
Entonces, de repente, Niënor se puso en pie de un salto, se irguió pálida como un espectro bajo la luna, y mirando a Túrin gritó:
—¡Adiós, dos veces amado! A Túrin Turambar turún' ambartanen: ¡amo del destino por el destino dominado! ¡Feliz de ti, que estás muerto! Y enloquecida de dolor y espanto, huyó frenética del lugar mientras Brandir corría tropezando tras ella, gritando:
—¡Espera! ¡Espera, Níniel!
Ella se detuvo un momento, mirando atrás con los ojos desorbitados.
—¿Esperar? —gritó—. ¿Esperar? Ese fue siempre tu consejo. ¡Ojalá lo hubiera seguido! Pero ahora ya es demasiado tarde. Ahora ya no esperaré más en la Tierra Media. —Y siguió corriendo delante de él.
[29]
Llegó rápidamente al borde de Cabed-en-Aras, donde se detuvo y contempló las estruendosas aguas, clamando:
—¡Aguas, aguas! Recibid ahora a Níniel Niënor hija de Húrin; ¡Duelo, la doliente hija de Morwen! ¡Recibidme y llevadme al Mar! —Y diciendo esto se arrojó por el precipicio: un relámpago blanco que se hundió en el oscuro abismo, un grito que se perdió entre el rugido del río.
Las aguas del Teiglin siguieron fluyendo, pero Cabed-en-Aras dejó de existir: Cabed-Naeramarth, el Salto del Destino Espantoso, lo llamaron los hombres en adelante; porque los ciervos no volvieron a saltar por allí, y todas las criaturas vivientes lo evitaban, y los Hombres no se acercaban. El último de los Hombres que contempló su oscuridad fue Brandir, hijo de Handir, y se apartó horrorizado, porque le flaqueó el corazón y, aunque ahora odiaba la vida, no fue capaz de buscar la muerte que deseaba.
[30]
Entonces su pensamiento se volvió a Túrin Turambar, y exclamó:
—¿Siento por ti odio o piedad? Estás muerto, pero no te estoy agradecido, pues me quitaste todo cuanto tenía o deseé haber tenido. Sin embargo, mi pueblo está en deuda contigo. Es conveniente que por mí lo sepan.
Y así emprendió el camino de regreso a Nen Girith, cojeando, evitando el lugar donde yacía el Dragón con un estremecimiento; y mientras ascendía de nuevo por el empinado camino, se topó con un hombre que atisbaba entre los árboles y que al verlo retrocedió. Pero había reconocido su rostro a la luz de la luna que ya se ponía.
—¡Dorlas! —exclamó—. ¿Qué nuevas tienes? ¿Cómo saliste con vida? ¿Y qué ha sido de mi pariente?
—No lo sé —respondió Dorlas hoscamente.
—Pues me parece raro —dijo Brandir.
—Si quieres saberlo —replicó Dorlas—, la Espada Negra pretendía que vadeáramos los rápidos del Teiglin en la oscuridad. ¿Acaso es raro que yo no pudiera hacerlo? En el manejo del hacha soy mejor que otros hombres, pero no tengo patas de cabra.
—Entonces ¿fueron al encuentro del Dragón sin ti? —preguntó Brandir—. Pero ¿y cuándo cruzó de nuevo? Al menos estarías cerca y habrás visto lo que ha sucedido.
Pero Dorlas no respondió, y se limitó a mirar fijamente a Brandir con odio en los ojos. Entonces Brandir comprendió, dándose cuenta de repente de que aquel hombre había abandonado a sus compañeros, y que, humillado y avergonzado, se había escondido luego en los bosques.
—¡Que la vergüenza caiga sobre ti, Dorlas! —dijo—. Eres el causante de nuestros males: ¡incitaste a la Espada Negra, atrajiste al Dragón sobre nosotros, me menospreciaste, llevaste a Hunthor a la muerte y luego huiste para esconderte en los bosques! —Y mientras hablaba le vino otro pensamiento, y dijo con gran ira—: ¿Por qué no trajiste noticias? Era lo menos que podías hacer. De haberlo hecho, la Señora Níniel no habría tenido que ir a buscarlas en persona. No hubiese visto al Dragón. Podría estar viva. ¡Dorlas, te odio!
—¡Guárdate tu odio! —replicó entonces Dorlas—. Es tan débil como todos tus designios. De no haber sido por mí, los Orcos habrían venido y te habrían colgado como un espantapájaros en tu jardín. ¡Tú eres el que huye y se esconde! —Y tras decir eso, la vergüenza se le convirtió en ira, y dirigió un golpe a Brandir con su gran puño, y de este modo Dorlas terminó su vida aun antes de que la mirada de sorpresa abandonara sus ojos: porque Brandir desenvainó la espada y le dio con ella una estocada de muerte. Entonces, por un momento, se quedó temblando, mareado por la visión de la sangre, pero arrojando luego la espada, se volvió y siguió su camino, encorvado sobre la muleta.
Cuando Brandir llegó a Nen Girith la luna pálida había bajado, y la noche estaba desvaneciéndose; la mañana se levantaba por el este. La gente que seguía agazapada junto al puente lo vio llegar como una sombra gris en el alba, y algunos le gritaron, asombrados:
—¿Dónde has estado? ¿La has visto? La Señora Níniel se ha ido.
—Sí —dijo Brandir—, se ha ido. ¡Se ha ido, se ha ido para nunca volver! Pero he venido a traeros noticias. ¡Escuchad ahora, pueblo de Brethil, y decid si hubo jamás una historia como la que os contaré! El Dragón está muerto, pero muerto está también Turambar a su lado. Y ésas son buenas nuevas: sí, ambas son buenas en verdad.