—¿Cuánto tiempo daremos albergue a este hombre salvaje de los bosques?
[9]
¿Quién tiene mando aquí esta noche? La ley del Rey es dura para quien hiere a sus súbditos en las salas del palacio; y para quienes desnudan la espada la proscripción es la menor condena. ¡Fuera de la sala podría responderte, hombre salvaje de los bosques!
Pero cuando Túrin vio la sangre sobre la mesa, el ánimo se le enfrió; y librándose de Mablung, abandonó la sala sin decir una palabra. Entonces Mablung dijo a Saeros:
—¿Qué mosca te ha picado esta noche? Por este mal te hago responsable; y puede que la ley del Rey juzgue que una boca quebrada es una justa retribución por tus provocaciones.
—Si el cachorro ha recibido ofensa, que la exponga al juicio del Rey —contestó Saeros—. Pero aquí es inexcusable desenvainar espadas. Fuera de la sala, si el salvaje me desafía, lo mataré.
—Eso me parece menos probable —replicó Mablung—, pero será una mala cosa que alguien muera, más propia de Angband que de Doriath, y mayor será el mal que de ella se engendre. En verdad creo que parte de la sombra del Norte nos ha alcanzado hoy. Ten cuidado, Saeros, hijo de Ithilbor, no sea que la voluntad de Morgoth obre en tu orgullo, y recuerda que perteneces a los Eldar.
—No lo olvido —dijo Saeros; pero no se apaciguo, y a medida que pasaba la noche, su rencor crecía, alimentando deseos de venganza.
Por la mañana, cuando Túrin se disponía a abandonar Menegroth para volver a las fronteras septentrionales, Saeros lo abordó corriendo tras él, esgrimiendo una espada y con un escudo en el brazo. Pero Túrin, alerta, entrenado en la vida de las tierras salvajes, lo vio con el rabillo del ojo, y saltando a un lado, desenvainó con prontitud y se volvió hacia su enemigo.
—¡Morwen —gritó—, quien se haya burlado de ti pagará su escarnio!
Y hendió el escudo de Saeros y entonces lucharon juntos con rápidas espadas. Pero Túrin había pasado largo tiempo en dura escuela, y se había vuelto tan ágil como cualquier Elfo, pero más fuerte. Pronto dominó el lance, e hiriendo el brazo con que Saeros sostenía la espada, lo tuvo a su merced. Entonces puso el pie sobre la espada que Saeros había dejado caer.
—Saeros —dijo—, tienes una larga carrera por delante, y tus ropas serán un estorbo; el pelo te bastará.
Y arrojándolo por tierra, lo desnudó, y Saeros sintió la gran fuerza de Túrin, y tuvo miedo. Pero Túrin dejó que se pusiera en pie:
—¡Corre! —le gritó— ¡Corre! Y a no ser que seas tan veloz como el ciervo, te ensartaré por detrás.
Y Saeros corrió internándose en el bosque, pidiendo frenéticamente socorro; pero Túrin lo perseguía como un sabueso, y como quiera que Saeros corriera o girara, tenía siempre la espada detrás de él, urgiéndolo a seguir adelante.
Los gritos de Saeros atrajeron a muchos otros a la cacería, pero sólo los más rápidos de entre ellos podían mantenerse a la par de los corredores. Mablung era quien iba adelante, y tenía la mente turbada, porque aunque la provocación le había parecido mal, «malicia que despierta a la mañana, es regocijo para Morgoth antes que caiga la tarde»; y se tenía además por ofensa avergonzar a nadie del pueblo de los Elfos sin que el asunto fuera sometido a juicio. Nadie sabía todavía entonces que Saeros había sido el primero en atacar a Túrin y que lo habría matado de haberle sido posible.
—¡Detente, detente, Túrin! —gritó—. Ésta es acción de Orcos en los bosques!
Pero Túrin le contestó:
—¡Acción de Orcos en los bosques por palabras de Orcos en la sala!
Y corrió otra vez en pos de Saeros; y éste, desesperando de recibir ayuda y creyendo que la muerte lo seguía de cerca por detrás, continuó corriendo hasta que llegó de pronto a la orilla donde una corriente que alimentaba al Esgalduin fluía a través de unas rocas afiladas por una hendidura demasiado ancha para atravesarla de un salto. Allí Saeros, empujado por un gran temor, intentó saltar; pero el pie le resbaló en la orilla opuesta y cayó lanzando un grito penetrante, y se estrelló contra una gran piedra que había en el agua. Así terminó su vida en Doriath; y Mandos lo retendría durante mucho tiempo.
Túrin miró el cuerpo que yacía en la corriente y pensó: —¡Desdichado necio! Desde aquí lo habría dejado volver andando a Menegroth. Ha puesto ahora sobre mí una culpa inmerecida. Y se volvió y miró sombrío a Mablung y sus compañeros que ahora llegaban y se detenían junto a él en la orilla. Luego, al cabo de un silencio, Mablung dijo:
—¡Ay! Pero vuelve ahora con nosotros, Túrin, que el Rey ha de juzgar estos hechos.
Pero Túrin dijo:
—Si el Rey fuera justo, me juzgaría inocente. Pero, ¿no era éste uno de sus consejeros? ¿Por qué un rey justo habría de tener por amigo un corazón malicioso? Abjuro de su Ley y de su juicio.
—Tus palabras son insensatas —dijo Mablung, aunque en su corazón sentía piedad por Túrin—. No querrás ocultarte en los bosques. Te ruego que nos acompañes de regreso, como amigo. Y habrá otros testimonios. Cuando el Rey sepa la verdad, puedes esperar su perdón.
Pero Túrin estaba cansado de las estancias de los Elfos y temía ser retenido en cautiverio; y le dijo a Mablung:
—Me niego a lo que me pides. No he de buscar el perdón de Thingol por nada; e iré ahora donde su justicia no pueda alcanzarme. No tienes sino dos opciones: dejarme ir en libertad o matarme, si eso conviene a tu ley. Porque sois muy pocos para atraparme vivo.
Vieron en sus ojos que lo que decía era verdad, y lo dejaron partir; y Mablung dijo:
—Una muerte ya es bastante.
—Yo no la quise, pero no guardo duelo por ella —dijo Túrin—. Que Mandos le haga justicia; y si alguna vez vuelve a las tierras de los vivos, ojalá tenga más tino. ¡Adiós!
—Vete en libertad —dijo Mablung—, pues tal es tu deseo. Pero no tengo esperanzas de nada bueno si te vas de este modo. Tienes una sombra en el corazón. Que no se haya oscurecido todavía más cuando volvamos a vernos.
No contestó Túrin a eso, sino que los dejó y se fue de prisa nadie supo a dónde.
Se dice que cuando Túrin no regresó a las fronteras septentrionales de Doriath, y no se tenía de él noticia alguna, Beleg Arco Firme fue él mismo a Menegroth a buscarlo; y con pesadumbre en el corazón escuchó la historia de la huida de Túrin.
Poco después, Thingol y Melian volvieron a su palacio, pues ya menguaba el verano; y cuando el rey escuchó el informe de lo que había sucedido dijo:
—Es éste un asunto grave que debo escuchar en su totalidad. Aunque Saeros, mi consejero, esté muerto y Túrin, mi hijo adoptivo, haya huido, mañana me sentaré en la silla del juicio y volveré a escucharlo todo en el orden debido antes de pronunciar mi sentencia.
Al día siguiente, el rey se sentó en su trono en la sala del juicio, y a su alrededor estaban todos los principales y ancianos de Doriath. Entonces se oyó a muchos testigos, entre los cuales Mablung habló más y con mayor claridad. Y mientras relataba la pelea de la mesa, al rey le pareció que el corazón de Mablung se inclinaba hacia Túrin.
—¿Hablas como amigo de Túrin, hijo de Húrin? —preguntó Thingol.
—Lo era, pero he amado la verdad más y durante más tiempo —respondió Mablung—. ¡Escuchadme hasta el final, señor!
Cuando todo se hubo dicho, incluso las palabras de despedida de Túrin, Thingol suspiró, y miró a quienes se encontraban ante él, y dijo:
—¡Ay! ¿Cómo se ha infiltrado esta sombra en mi reino? Tenía a Saeros por fiel y prudente; pero si viviera conocería mi cólera, pues fue maligna su provocación, y lo culpo de todo lo que sucedió en la sala. En esto tiene Túrin mi perdón. Pero haber avergonzado a Saeros y haberlo perseguido hasta su muerte son males mayores que la ofensa, y estos hechos no puedo pasarlos por alto. Son señal de un corazón duro y orgulloso.
Entonces Thingol guardó silencio, pero por fin volvió a hablar con tristeza.
—No hay gratitud en éste, mi hijo adoptivo, y es Hombre en exceso orgulloso para su condición. ¿Cómo he de albergar a alguien que me desprecia y desprecia a mi ley, o perdonar a quien no se arrepiente? Por tanto, he de desterrar a Túrin, hijo de Húrin, del reino de Doriath. Si intenta volver, me será traído para que lo juzgue; y hasta que no pida perdón a mis pies, no será ya hijo mío. Si alguien considera esto injusto, que hable.
Hubo silencio en la sala, y Thingol levantó la mano para pronunciar su sentencia. Pero en ese momento Beleg entró de prisa y gritó:
—¡Señor! ¿Puedo hablar?
—Llegas tarde —dijo Thingol—. ¿No fuiste invitado con los demás?
—Es cierto, señor —respondió Beleg—, pero me retrasé; buscaba a alguien que conocía. Traigo ahora por fin un testigo que debe ser escuchado antes que dictéis vuestra sentencia.
—Todos los que tenían algo que decir fueron convocados —dijo el Rey—. ¿Qué puede decir él ahora que tenga más peso?
—Vos juzgaréis cuando lo hayáis oído —dijo Beleg—. Concededme esto, si he merecido alguna vez vuestra gracia.
—Te está concedido —dijo Thingol.
Entonces Beleg salió, y trajo de la mano a la doncella Nellas, que vivía en los bosques y jamás iba a Menegroth; y ella tenía miedo, tanto de la gran sala con columnas como del techo de piedra, y también de los muchos ojos que la miraban. Y cuando Thingol le pidió que hablase, dijo:
—Señor, estaba yo sentada en un árbol —pero luego vaciló en respetuoso temor ante el Rey, y no le fue posible decir nada más.
Se sonrió el Rey entonces y dijo:
—Otros han hecho lo mismo, pero no sintieron necesidad de venir a decírmelo.
—Otros lo han hecho en verdad —dijo ella, animada por la sonrisa—. ¡Aun Lúthien! En ella estaba pensando esa mañana, y en Beren, el Hombre.
A eso Thingol no contestó y no siguió sonriendo, sino que esperó a que Nellas continuara hablando.
—Porque Túrin me recordó a Beren —dijo por fin—. Son parientes, según se ha dicho, y algunos pueden ver este parentesco: los que miran de cerca.
Entonces Thingol se impacientó.
—Es posible que así sea —dijo—. Pero Túrin, hijo de Húrin, se ha ido menospreciando el respeto que me debe, y ya no lo verás para leer en él el parentesco. Porque ahora pronunciaré mi sentencia.
—¡Señor Rey! exclamó ella entonces—. Tened paciencia conmigo y dejadme hablar primero. Estaba sentada en un árbol para ver partir a Túrin; y ví a Saeros salir del bosque con espada y escudo y saltar sobre Túrin que estaba desprevenido.
Hubo entonces un murmullo en la sala; y el Rey levantó la mano diciendo:
—Traes a mis oídos nuevas más graves que lo que parecía probable. Presta atención ahora a todo lo que dices; porque ésta es una corte de justicia.
—Así me lo ha dicho Beleg —respondió ella—, y sólo por eso me he atrevido a venir aquí, para que Túrin no fuera juzgado mal. Es valiente, pero también piadoso. Lucharon, señor, esos dos, hasta que Túrin despojó a Saeros de espada y escudo; pero no lo mató. Por tanto, no creo que quisiera finalmente su muerte. Si Saeros fue sometido a la vergüenza, era una vergüenza que se había ganado.
—A mí me corresponde juzgar —dijo Thingol—. Pero lo que has dicho gobernará mi juicio.
—Entonces interrogó a Nellas con detalle; y por fin se volvió a Mablung diciendo: —Me extraña que Túrin no te haya dicho nada de esto.
—Pues no lo hizo —dijo Mablung—. Y si hubiera hablado de ello, otras habrían sido mis palabras de despedida.
—Y otra será mi sentencia ahora —dijo Thingol—. ¡Escuchadme! La falta que pudo haber en Túrin la perdono, pues ha sido ofendido y provocado. Y dado que fue en verdad, como él lo dijo, uno de los miembros de mi consejo el que lo maltrató, no ha de buscar él este perdón, sino que yo se lo enviaré dondequiera pueda encontrárselo; y lo traeré de nuevo con honores a mis estancias.
Pero cuando esta sentencia fue pronunciada, Nellas de pronto se echó a llorar.
—¿Dónde podrá encontrárselo? —dijo—. Ha abandonado nuestra tierra y el mundo es vasto.
—Será buscado —dijo Thingol.
Entonces se puso en pie, y Beleg se llevó a Nellas de Menegroth; y le dijo: —No llores; porque si Túrin vive todavía y anda por las tierras salvajes, lo encontraré aunque fracasen todos los demás.
Al día siguiente Beleg fue ante Thingol y Melian y el Rey le dijo:
—Aconséjame, Beleg; porque estoy apenado. Recibí al hijo de Húrin como hijo propio, y así ha de seguir siendo, a no ser que el mismo Húrin vuelva de las sombras a reclamar lo suyo. No quiero que nadie diga que Túrin fuera echado con injusticia al desierto y de buen grado lo recibiría de nuevo; porque lo quise bien.
Y Beleg respondió:
—Dadme permiso, señor —respondió Beleg—, y en vuestro nombre repararé este mal, si puedo. Porque la hombría que Túrin prometía no debe quedar reducida a la nada en las tierras salvajes. Doriath lo necesita, y esa necesidad aumentará. Y yo también lo quiero.
Entonces Thingol dijo a Beleg:
—¡Ahora tengo esperanzas en la búsqueda! Ve con mi buena voluntad y, si lo encuentras, protégelo y guíalo tanto como te sea posible. Beleg Cúthalion, mucho tiempo has sido el mejor en la defensa de Doriath, y por numerosas acciones de valor y sabiduría te has ganado mi agradecimiento. Consideraré la mayor de todas que encuentres a Túrin. En esta despedida, pídeme cualquier cosa y nada te negaré.
—Pido entonces una espada de valor —solicitó Beleg—; porque los Orcos son ahora demasiados y están demasiado cerca para un solo arco, y la hoja de que dispongo no es rival para su armadura.
—Escoge entre todas las que tengo —dijo Thingol—, exceptuando sólo Aranrúth, la mía.
Entonces Beleg escogió Anglachel, que era una espada de gran fama, llamada así porque fue forjada con hierro que cayó del cielo como una estrella resplandeciente; podía penetrar cualquier metal extraído de la tierra. En la Tierra Media, sólo una espada podía comparársele. Esa espada no interviene en esta historia, aunque fue forjada del mismo metal por el mismo herrero; y ese herrero era Eöl, el Elfo Oscuro, que desposó a Aredhel, hermana de Turgon. Eöl le dio Anglachel a Thingol, con gran pesar como pago a cambio de que se le permitiera vivir en Nan Elmoth; pero guardó la otra espada, Anguirel, su compañera, hasta que se la robó Maeglin, su hijo.
Pero cuando Thingol tendió la empuñadura de Anglachel a Beleg, Melian miró la hoja, y dijo:
—Hay maldad en esta espada. El corazón del herrero sigue morando en ella, y era un corazón oscuro. No amará la mano a la que sirva, y tampoco estará contigo mucho tiempo.