—No venís demasiado pronto, señor —dijeron—, porque el Dragón ha llegado al Teiglin, y cuando nos fuimos de allí ya había alcanzado la orilla, y sus ojos brillaban por encima del agua. Avanza siempre de noche, por lo que podemos intentar asestarle algún golpe antes de que amanezca.
Turambar miró por encima de las cascadas del Celebros y vio que el sol llegaba a su ocaso, y unas negras espirales de humo se levantaban junto a las orillas del río.
—No hay tiempo que perder —dijo—; no obstante, éstas son buenas nuevas, porque temía que se desviase, y si se dirigiera hacia el norte y llegara a los Cruces, y así al viejo camino de las tierras bajas, ya no habría esperanza. Pero ahora una cólera, mezcla de orgullo y malicia, lo impulsa a avanzar en línea recta.
Sin embargo, mientras hablaba pensó para sí: «¿O será quizá que alguien tan maligno y feroz quiere evitar los Cruces, igual que los Orcos? ¿Haudh-en-Elleth? ¿Todavía se interpone Finduilas entre yo y mi destino?».
Tras su reflexión, se volvió hacia sus compañeros y dijo:
—Esto es lo que haremos. Debemos esperar todavía un poco, porque llegar demasiado pronto sería tan malo como hacerlo demasiado tarde. En la hora del crepúsculo, descenderemos con todo sigilo hacia el Teiglin. Pero ¡cuidado! Porque los oídos de Glaurung son tan agudos como sus ojos, y éstos son letales. Si alcanzamos el río sin ser advertidos, hemos de bajar entonces el barranco, y cruzar las aguas, y llegar así al camino que él tomará cuando se ponga en movimiento.
—Pero ¿cómo va él a avanzar así? —preguntó Dorlas—. Ágil quizá lo sea, pero también es un gran Dragón, ¿cómo va pues a descender por un lado del barranco y subir por el otro, cuando una parte tendrá que estar subiendo antes de que la otra haya terminado de bajar? Y si es capaz de hacerlo, ¿de qué nos servirá a nosotros estar en las aguas bravas de abajo?
—Tal vez pueda hacerlo —respondió Turambar—, y si en verdad lo hace así, será para nuestra desdicha. Pero tengo la esperanza, por lo que de él sabemos, y por el lugar donde ahora se encuentra, de que su propósito sea otro. Ha llegado al borde de Cabed-en-Aras, el abismo que, como tú dices, franqueó una vez de un salto un ciervo que huía de los cazadores de Haleth. Tan grande es ahora el Dragón que creo que intentará lo mismo. En eso radica toda nuestra esperanza, y tenemos que confiar en ella.
El corazón de Dorlas se sobrecogió al oír estas palabras, porque conocía mejor que nadie toda la tierra de Brethil, y Cabed-en-Aras era un sitio lóbrego. El lado este era un barranco escarpado de más de cien metros, desnudo pero coronado de árboles en la parte de arriba; del otro lado, la orilla era algo menos escarpada y de menor altura, cubierta de árboles colgantes y arbustos; entre ambas orillas, el agua fluía con furia entre las rocas, y aunque un hombre audaz y de pie seguro podía vadearla de día, era peligroso intentarlo de noche. Pero ése era el designio de Turambar, y era inútil contradecirlo.
Por tanto, se pusieron en camino con el crepúsculo, y no fueron directamente hacia el Dragón, sino que tomaron primero el camino a los Cruces; entonces, antes de llegar allí, se volvieron hacia el sur por una senda estrecha y penetraron en la penumbra de los bosques de encima del Teiglin.
[28]
Y mientras se acercaban a Cabed-en-Aras paso a paso, deteniéndose a menudo para escuchar, les llegó el olor del fuego, y un hedor mareante. Pero todo estaba mortalmente silencioso, y no se notaba ni un movimiento en el aire. Las primeras estrellas brillaban en el este, delante de ellos, y unas tenues espirales de humo ascendían rectas y firmes, recortándose contra la última luz del oeste.
Cuando Turambar se fue, Níniel permaneció de pie, silenciosa como una piedra, pero Brandir se le acercó y dijo:
—Níniel, no temas lo peor mientras no haya otro remedio. Pero, ¿no te aconsejé que esperaras?
—Lo hiciste —respondió ella—. No obstante, ¿de qué me serviría ahora? Porque el amor también puede aguardar y sufrir sin matrimonio.
—Lo sé —afirmó Brandir—. Pero el matrimonio no es en vano.
—No —dijo Níniel—. Porque ahora llevo dos meses preñada de su hijo. Pero no me parece que mi temor a perderlo sea mayor por eso. No te comprendo.
—Yo tampoco —contestó él—. Y sin embargo tengo miedo.
—¡Vaya consuelo me das! —exclamó Níniel—. Pero Brandir, amigo; casada o soltera, madre o doncella, el miedo que siento es insoportable. El Amo del Destino se ha ido a desafiar su destino lejos de aquí, y ¿cómo puedo yo quedarme esperando aquí la lenta llegada de noticias, buenas o malas? Esta noche, quizá, se encontrará con el Dragón, y ¿cómo, de pie o sentada, pasaré esas horas espantosas?
—No lo sé —dijo Brandir—, pero de algún modo esas horas tienen que pasar, para ti y para las esposas de los que se fueron con él.
—¡Que hagan ellas lo que les dicte el corazón! —gritó Níniel—. En cuanto a mí, partiré. No se interpondrá la distancia entre mi y el peligro de mi señor. ¡Partiré en busca de noticias!
Entonces el miedo de Brandir se hizo mayor al oír esas palabras, y exclamó:
—No lo harás si yo puedo evitarlo. Porque así pondrías en peligro el plan. La distancia que se interpone entre ellos y nosotros puede darnos tiempo a escapar si algo malo ocurre.
—Si algo malo ocurre no querré escapar —respondió ella—. Tu sabiduría ahora no me sirve, y no podrás impedírmelo. E irguiéndose ante el pueblo que seguía reunido en un claro de Ephel, gritó—: ¡Hombres de Brethil! Yo no esperaré aquí. Si mi señor fracasa, es vana toda esperanza. Vuestra tierra y vuestros bosques arderán por completo, y todas vuestras casas se reducirán a cenizas, y nadie, nadie escapará. Por tanto, ¿por qué demorarse aquí? Parto ahora en busca de noticias y de lo que me depare el destino. ¡Que los que piensen igual vengan conmigo!
Muchos estuvieron dispuestos a acompañarla: las esposas de Dorlas y Hunthor, porque los hombres que amaban habían partido con Turambar; otros por piedad hacia Níniel y deseo de su amistad: y otros muchos seducidos por la fama del Dragón, temerarios e inconscientes (pues estaban poco familiarizados con el Mal), creyendo que iban a presenciar hechos extraños y gloriosos. Pues tanta era la grandeza que para ellos tenía la Espada Negra, que pocos creían que ni siquiera Glaurung pudiera derrotarla. Así pues, no tardó en ponerse en camino rápidamente una gran compañía hacia un peligro que no comprendían; y avanzando sin darse mucho descanso, por fin llegaron, fatigados, a Nen Girith al anochecer, aunque algo después de que Turambar hubiera abandonado el lugar. Pero la noche es un insensible consejero, y muchos se asombraron entonces de su propia precipitación; y cuando por los exploradores que allí quedaban supieron lo cerca que estaba Glaurung, y el desesperado propósito de Turambar, sus corazones se enfriaron y no se atrevieron a seguir avanzando. Algunos miraban hacia Cabed-en-Aras con ojos ansiosos, pero nada podían ver, ni oír allí, salvo la voz de las cascadas. Y Níniel se sentó aparte, y un gran estremecimiento se apoderó de ella.
Cuando Níniel y los que la acompañaban hubieron partido, Brandir se dirigió a los que quedaban:
—¡Ya veis cómo se me menosprecia y se desdeñan todos mis consejos! Escoged a otro para que os guíe; porque yo renuncio tanto a mi señorío como a mi pueblo. Que Turambar sea vuestro señor también de nombre, puesto que ya me ha arrebatado toda autoridad. ¡Que en adelante nadie me pida consejo o curación! —Y diciendo esto rompió el báculo. A sí mismo se dijo: «Ahora nada me queda, salvo el amor que siento por Níniel: por tanto, a donde ella vaya, por sabiduría o locura, he de ir yo. En esta hora oscura nada puede preverse; pero quizá yo pueda evitarle algún mal, si me encuentro cerca».
Se ciñó por tanto una corta espada, como rara vez había hecho antes, y tomó la muleta y avanzó tan deprisa como le fue posible, dejando atrás Ephel, cojeando en pos de los demás por el largo sendero que llevaba a la frontera occidental de Brethil.
C
uando la noche se cerraba ya sobre la tierra, Turambar y sus compañeros llegaron a Cabed-en-Aras, y se alegraron del gran estruendo producido por el agua, porque si prometía un descenso peligroso, acallaba también todos los demás ruidos. Entonces Dorlas los condujo un breve trecho hacia el sur, y descendieron por una grieta hasta el pie del barranco; pero allí el corazón les flaqueó, porque en el río había muchas rocas y grandes piedras, y el agua corría con fuerza alrededor de ellas. Apretando los dientes, Dorlas dijo:
—Éste es un camino seguro a la muerte.
—Es el único camino, a la muerte o a la vida —matizó Turambar—, y la demora no hará que parezca menos peligroso. Por tanto, ¡seguidme!
Y avanzó delante de ellos, y por habilidad y osadía, o porque así lo quería su destino, llegó al otro extremo, y en la profunda oscuridad se volvió para ver quién venía detrás. Una forma oscura se alzaba a su lado.
—¿Dorlas? —preguntó.
—No, soy yo —respondió Hunthor—. Creo que Dorlas no se ha atrevido a cruzar. Porque un hombre puede amar la guerra, y sin embargo temer muchas cosas. Estará sentado temblando en la orilla, supongo; que la vergüenza se apodere de él por las palabras que dirigió a mi pariente.
Turambar y Hunthor descansaron un poco, pero pronto los heló la noche, porque ambos estaban empapados, y, siguiendo la corriente empezaron a buscar un camino al norte, hacia donde se encontraba Glaurung. Allí el abismo era más oscuro y estrecho, y mientras avanzaban a tientas vieron arriba una luz temblorosa, como de fuego sin llama, y oyeron el ronquido del Gran Gusano, que dormía vigilante. Entonces buscaron un camino de ascenso que los acercara al borde, porque toda su esperanza radicaba en sorprender al enemigo desde abajo. Sin embargo, tan inmundo era ahora el hedor que los mareaba y hacía que resbalaran al trepar. Aferrándose a las ramas de los árboles vomitaban, olvidando en su sufrimiento todo temor, salvo el de caer al fondo del Teiglin.
Entonces Turambar le dijo a Hunthor:
—Estamos gastando en vano nuestras menguantes fuerzas, porque en tanto no estemos seguros de por dónde cruzará el Dragón, de nada nos sirve trepar.
—Pero cuando lo sepamos —respondió Hunthor— no tendremos tiempo de buscar un camino para subir desde el abismo.
—Es cierto —convino Turambar—, pero cuando todo depende de la suerte, en la suerte debemos confiar.
Se detuvieron por tanto y esperaron, y desde el oscuro barranco observaron una estrella blanca que se deslizaba a través de la estrecha franja de cielo que veían; y entonces, lentamente, Turambar se hundió en un sueño en el que toda su voluntad se concentraba en aferrarse, aunque una negra corriente le absorbía y roía los miembros.
De repente, se oyó un gran estruendo, y las paredes del abismo se estremecieron y retumbaron. Turambar despertó, y le dijo a Hunthor:
—Se mueve. Ha llegado la hora. ¡Golpea fuerte, porque ahora debemos golpear por tres!
Y así empezó el ataque de Glaurung a Brethil; y todo sucedió en gran parte como Turambar había previsto. Porque el dragón se arrastró pesadamente hacia el borde del barranco, y no se desvió, sino que se preparó para saltar por encima del abismo con las grandes patas delanteras y luego arrastrar el cuerpo detrás de él. Sin embargo, no empezó a cruzar justo por encima de los hombres, sino un poco hacia el norte, y los que lo miraban desde abajo podían ver la enorme sombra de su cabeza recortándose contra las estrellas; y cómo abría las mandíbulas, y de entre ellas salían siete lenguas de fuego. Entonces lanzó una llamarada, de modo que todo el barranco se iluminó de rojo, y las sombras negras desaparecieron de entre las rocas; los árboles delante de él se marchitaron y ascendieron en forma de humo, y cayeron piedras al río. Tras esto, se lanzó hacia adelante, y se aferró al otro lado del barranco con las poderosas garras, empezando a continuación a cruzar el abismo.
Había llegado el momento de ser audaces y rápidos, porque aunque Turambar y Hunthor habían escapado a la bocanada de fuego, pues no se encontraban en el paso de Glaurung, tenían que alcanzarlo antes de que terminara de cruzar, o de lo contrario sus esperanzas serían vanas. Por tanto, haciendo caso omiso del peligro, Turambar trepó a gatas por la pared del barranco hasta quedar debajo de él; sin embargo, el calor y hedor eran allí tan horribles que se tambaleó, y habría caído si Hunthor, que lo seguía valientemente, no lo hubiera tomado por el brazo, ayudándolo a recobrar el equilibrio.
—¡Gran corazón! —dijo Turambar—. ¡Feliz la elección que hizo de ti mi compañero!
Pero mientras hablaba, una gran piedra que se había desprendido de arriba golpeó a Hunthor en la cabeza, y éste cayó al agua, y así le llegó el fin a quien no era el menos valiente de la Casa de Haleth. Entonces Turambar gritó:
—¡Ay! ¡Mi sombra resulta mortal! ¿Por qué busqué ayuda? Ahora estás solo, oh. Amo del Destino, como deberías haber sabido que había de ser. Ahora, solo debes luchar.
Entonces, hizo acopio de toda su voluntad, y de todo el odio que sentía por el Dragón y su Amo, y le pareció que de pronto tenía una fuerza física y de mente que nunca antes había tenido, y trepó por el barranco, piedra a piedra, y raíz a raíz, hasta aferrarse por fin a un árbol delgado que crecía justo bajo el borde del abismo y que, aunque tenía la copa chamuscada, aún se mantenía firme sobre sus raíces. Y mientras Turambar intentaba afirmarse en la horqueta de las ramas, la parte media del Dragón pasó sobre él, y descendió por el peso hasta casi tocarle la cabeza antes de que Glaurung pudiera levantarla. Pálido y rugoso era el vientre, y estaba todo cubierto por un limo gris al que se habían adherido todo tipo de inmundicias; y hedía a muerte. Entonces Turambar desenvainó la Espada Negra de Beleg y la llevó hacia arriba con toda la fuerza de su brazo, y de su odio, y la hoja mortal, larga y codiciosa, penetró en el vientre hasta la empuñadura.